9 de febrero de 1390
Una vez más, vuelve a Navarra el cardenal de Aragón, don Pedro de Luna, legado pontificio de Su Santidad el Papa Clemente VII. Y retorna ahora más contento que en otras ocasiones, porque lo hace para presidir la coronación de Carlos III, que lleva reinando efectivamente desde que murió su padre, hace ya tres años.
Desde luego que sí. Está el reino mucho más sosegado y tranquilo que cuando lo gobernaba aquella furia de la naturaleza que fue Carlos II, que fue pequeño de estatura, pero muy grande de genio. Aunque, digan lo que digan los cronistas, con el cardenal pinchó en hueso, que era muy recio el aragonés para dejarse avasallar por nadie, y menos por un navarro tan soberbio y montaraz como aquél.
Pero eso no quiere decir que no admire de corazón a los nativos de esta tierra. Y precisamente por ello ha hecho desviarse en Monreal a su comitiva, para que en vez de tirar rectamente hasta Noain, ya a las puertas de Pamplona, sigan el camino de los peregrinos y tras hacer una corta parada en lo que queda del palacio de Tiebas tras el incendio que sufrió en la última guerra contra Castilla, llegarse hasta la muy hermosa villa de Añorbe,
donde sabe que reside un viejo caballero de tal destreza y tan noble proceder, que sus hazañas en los torneos corrieron por toda la cristiandad, y que ahora se dedica a entrenar con mucho éxito a otros que pretenden emular sus exitos en los palenques.
Y como ha envíado el cardenal un correo para avisar de su llegada, en la entrada del pueblo le está esperando ya el señor de Vicuña, que por tal nombre respondía y responde el famoso competidor, quien, a pesar del tiempo transcurrido, mantiene la misma planta y tronío que cuando defendía los colores rojos y azules del rey de Navarra. Y mucho se sorprende don Pedro de que además de su sabiduría deportiva, tenga el caballero mucho amor por el arte y por la historia, de tal suerte que le va explicando con mucho detalle todo lo que de interés encierra el lugar.
Y está tan a gusto allí el legado papal, que aún demora un par de días su marcha, disfrutando de la protección que San Martín, desde lo alto del monte de su mismo nombre, ofrece a los chaparreros, que así es como se llaman los habitantes de Añorbe. Y es que ya se sabe que "San Martín está en un alto, y Añorbe está en una cuesta, si Martinico se cae, a Añorbe va y me lo pesca..."
Y así, entre discusiones sobre si el señor de Vicuña tardaba demasiado en salir cuando le acometían sus rivales en el area pequeña, o remembranzas de aquella infausta ocasión en la que los soldados del emir de Malaga le rompieron la tibia, sin que el malvado juez de la contienda les hiciera pagar semejante afrenta, guía el caballero al clérigo hasta el lugar que supone el centro geográfico exacto de Navarra, sobre el cual traza el cardenal por lo menos una docena de bendiciones, que a pesar de haber nacido en la muy aragonesa ciudad de Illueca, se siente él allá tan navarro, que quiere concitar sobre aquel corazón y punto Ónfalos del reino, toda la ayuda divina que sus oraciones puedan humildemente recabar...
Y cuando llega la hora de partir hacia la capital, donde el rey le espera ya para que adorne su ceremonia de investidura con un sermón muy bien meditado y escrito, del que por cierto alguna vez hablaremos también en estas crónicas, porque es una pieza de oratoria muy digna de ser recordada, sube a lo alto de la torre de la iglesia y otorga desde allí una bendición de nuevo cuño que acaba de ocurrírsele: la "Urbi et Añorbe".
Y quién sabe, quizás, si Dios quiere que algún día llegue a ser Sumo Pontífice, pueda también lanzarla a los vientos de Avignon, y hasta a los de la añorada Roma...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011