sábado, 28 de abril de 2012

CONTRA TODO Y CONTRA TODOS II


 Conviene leer antes la primera parte

Y saltando a su caballo, corre Guillén como el diablo hacia Najurieta. Y sus espuelas hacen sangrar los ijares de la montura en pos del halcón maldito, que a pesar de ello le lleva cada vez más ventaja. Es casi de noche cuando llega por fin al pueblo, y un sonido como de cascabeles le guía hasta la fuente, en la que ve una figura arrodillada con la cabeza dentro del agua y los brazos atados a la espalda…

Y es su último beso frío y oscuro como la muerte, porque el agua helada que envuelve a Rebeca ya para siempre, se mezcla con las amargas lágrimas de Guillén, en cuyo corazón va fraguándose un único deseo: ¡Venganza!

Así que sube a su caballo y va recorriendo todos y cada uno de los pueblos del valle, llamando a las cerradas puertas de las casas sin importarle qué hora sea. Y en Lizarraga le ceden la cota de malla, y en Idoate el gambesón, y en Mendinueta el almófar, y en Reta un escudo apuntado con cuatro palos de gules, y en Ardanaz una gualdrapa lisa para su corcel, que Guillén guarnece con los cascabeles de plata de Rebeca, y en Iriso una lanza abanderada, y en Beroiz una espada bendita de Santa Catalina, y en Urbicain un peto de acero con incrustaciones de nácar, y en Izanoz y Muguetajarra unos guanteletes de brocado carmesí, y en Turrillas un yelmo con visera de oro, y el abad de Guerguitiain traza una bendición en el aire cuando pasa a su lado. Y ya está amaneciendo cuando vuelve a Zuazu, y tras besar a su madre sólo recoge un objeto, que guarda muy cuidadosamente bajo su armadura…

Y cubierto de todas esas galas, talmente parece el árcangel cuya morada los rayos de sol empiezan a dorar allá arriba, en la peña. A él, príncipe de los guerreros, va dirigida la silenciosa última súplica de Guillén, antes de lanzarse a cabalgar hacia Indurain.
 

                                          CABALLERO DE REDÍN – SIGLO XIV

Y cuando Martín, Pedro y Jimeno le ven aparecer, mucho se ríen de las armas y ropas tan antiguas que lleva, en comparación con las suyas, todas nuevas e iguales. Pero muy pronto se congela la risa en sus rostros cuando ven que carga contra ellos, hundiendo su lanza en el vientre del señor de Redín, que cae desmadejado del caballo sin que siquiera le haya dado tiempo a protegerse con su elegante escudo pintado con la cruz blanca.
 

                                            CABALLERO DE LIZOAIN – SIGLO XIV

El señor de Lizoain, sin embargo, ha sacado velozmente su espada y acomete furioso a Guillén, que a duras penas puede desviar su mortal estocada a costa de perder el equilibrio y rodar él también por el suelo. Al incorporarse ve como su adversario galopa hacia él lanza en ristre, así que haciendo un quiebro lo esquiva, y con todas sus fuerzas da un tremendo mandoble sobre las patas del caballo, haciendo caer violentamente al jinete, que para cuando quiere darse cuenta ya tiene la espada de Guillen clavada en su pecho. Y justo en ese momento, Guillén siente una punzada terrible en su espalda: es el señor de Larrangoz, que ha aprovechado su distracción para darle traidoramente una lanzada...

Y siente salir su sangre a borbotones por la herida, y cae de rodillas mientras su mirada se nubla, y ve acercarse al comendador, que levanta su espada para descargar el golpe de gracia, y entonces ruega a San Miguel de Izaga pidiéndole fuerzas sólo durante un instante más. Y, sacando de debajo de su armadura una afiladísima herramienta de doble púa, se alza inesperadamente y se la clava bajo la barbilla mientras grita:

-¡Teníais razón, comendador: en mi casa no había más que layas!

Martín de Larrangoz está muerto antes de llegar al suelo. Guillén, mientras sus ojos se cierran para no volver a abrirse, sonríe al oír la dulce melodía de los cascabeles y el canto de las cardelinas que vienen a mostrarle el camino…

Y dicen que Isaac de Monreal contrató al maestro escultor de las portadas de Larrangoz, Lizoain y Redín, que ahora ya no tenía trabajo, y le encargó tallar en el ventanal de la iglesia de Zuazu la imagen de Guillén, no sin ordenarle antes tajantemente que tuviese mucho cuidado en representarlo con los mismos atavíos que había llevado en batalla, incluyendo los cascabeles de Rebeca, y no con aquella indumentaria que sus enemigos habían querido imponerle, pues merece eterna alabanza el hombre que se enfrenta en solitario a la injusticia. Y quiso también que justo enfrente del valeroso caballero figurase su enamorada, esperando la llegada de su amado para rodearlo con sus brazos.


     CABALLERO DE ZUAZU– SIGLO XIV

Y aunque siglos después, cuando ya la memoria de esta historia se había perdido en el valle, un triste clérigo destruyó a pedradas el retrato de la joven hebrea, dejando otra vez solo a Guillén, muchos amaneceres una pequeña cardelina sigue viniendo a posarse sobre la grupa de piedra y parece querer abrazar con sus alas al caballero…


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

lunes, 23 de abril de 2012

MARINA


Otro dragón destripado más, siempre teniendo mucho cuidado de no entrar en contacto con la venenosa sangre que brota de su herida mortal, pues de hacerlo, se convertiría él mismo en un monstruo como los que ha jurado exterminar.

Y otra princesa liberada más, que se añadirá a la larga lista de doncellas a las que ha salvado in extremis. Pero no ha aceptado la mano de ninguna de ellas, ni siquiera la de aquellas que le prometían además el gobierno de un reino tan extenso que se acuna entre las montañas y el mar. Y no lo ha hecho porque él sólo guarda fidelidad a la promesa que hizo cuando mató al primer endriago, aquél que se comió a la única princesa que una vez amó.

Pero por entretenerse ojeando el libro que la maléfica encantadora Urganda dejó caer a propósito en sus alforjas, cuyas páginas borraban la memoria de quien lo leía, Jorge olvidó que debía rescatar a Marina, pues esos eran sus nombres, y cuando llegó a la gruta donde la bestia se cobijaba, sólo halló un hueso de su enamorada, que sólo pudo reconocer por ser el del dedo que llevaba aún como adorno el anillo de sus próximos esponsales.

Y tras descuartizar con terrible saña a aquel dragón, juró Jorge como ya quedó dicho que dedicaría su vida a acabar con todas aquellas abominables criaturas. Pero a veces, al abandonar el escenario de su última hazaña para buscar la guarida de su siguiente contrincante, al caer la noche, cuando se quita la armadura y lanza lejos la espada, recuerda la canción que cantaba para su amada, allá en la torre capadocia en la que su padre, el emperador de Trebisonda, la tenía confinada:

"Μαρίνα πράσινο μου αστέρι
Μαρίνα φως του αυγερινού
Μαρίνα μου άγριο περιστέρι
Και κρίνο του καλοκαιριού..."

"Marina prásino mu asteri,
Marina fos tu adyerinú,
Marina m'agrió peristeri,
Ke grino tu kaloyeryú..."

"Marina, mi estrella de color verde,
Marina, mi luz de la mañana,
Marina, mi paloma salvaje,
y mi lirio del verano..."


Y al embrujo del recuerdo que trae consigo la dulce lengua griega, brotan una tras otra lágrimas de los ojos de Jorge, hasta casi formar una fontana alrededor de la cual, andando los años, y en honor de San Jorge, devotos monjes llegados de Constantinopla fundaron el monasterio de Agiós Georgiós del monte Tauro, famoso por custodiar en su interior esa fuente que dicen que sirve para curar definitivamente la impuntualidad de los enamorados que siempre llegan tarde a sus citas más importantes.

Y dicen que a aquellas sagradas puertas llamó el rey Teobaldo I cuando por allí pasó camino de Tierra Santa, y que como los monjes tenían prohibido abrir a un monarca que no llevase barba tan florida como la de los basileos bizantinos, siguió llegando el navarro tan tarde a sus encuentros amorosos como acostumbraba, y más de una merecida bofetada femenina recibió en su afeitado rostro por ello.

Mas como tenía buen oído, sí que anotó en su memoria la copla que Jorge cantaba a Marina, que estaba grabada en letras de oro sobre el dintel. Y aún sin entender lo que tal cántico decía, muchas veces consiguió, empleándolo con tino, que las enfadadas damas de antes volviesen a esperarle hasta muy tarde para escuchárselo recitar al oído...

Día del señor San Jorge, 23 de abril de 2012



http://www.youtube.com/watch?v=uMhNwQuX5aU&feature=g-vrec&context=G2db475dRVAAAAAAAACw


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

lunes, 16 de abril de 2012

FORMULA


Palacio real de Pamplona, 16 de abril de 1378. Muy, muy temprano...

-Majestad, la infantería castellana avanza hacia la capital. Ahora mismo debe estar cercando Tiebas, donde se custodia el archivo del reino, y no tenemos caballería que oponer a su ataque, pues toda ella se encuentra en la frontera sur defendiendo Tudela...

-¿Y si mi propia escolta personal intentase socorrer el castillo?

-¿Andando? Imposible, Sire, no llegarían a tiempo.

-Pues id a llamar a toda prisa al enviado del rey de Inglaterra. De algo tiene que servir nuestra antigua alianza. Conozco de los viejos tiempos en Normandía su destreza estratégica, que nos sacó entonces de muchos entuertos. Seguro que se le ocurrirá algo que podamos hacer ahora...

-Well, gentlemens. La situación es desesperada, pero no completamente imposible. Por lo que me contáis y lo que puedo ver en los planos, ese castillo no está tan lejos de Pamplona como para no poder ser auxiliado, pero desde luego no podremos hacerlo únicamente caminando, ni siquiera a marchas forzadas.

-¿Y entonces, que nos proponéis?

-Que la tropa vaya corriendo, Alteza.

-¿Correr? Pero eso es lo que debe hacerse cuando el enemigo es tan numeroso que resulta mucho más conveniente no ponerse en su camino, y no cuando hay que hacerle frente.

-Y sin duda eso mismo es lo que creen los invasores, pero les demostraremos que correr no es de cobardes, Majestad...

-Milord Jack Daniels, a partir de este preciso momento todas vuestras órdenes serán atendidas como si fuesen las mías propias. Si conseguís revertir esta situación, mi recompensa estará a la altura de la dificultad de mi encargo.

-No creais, Majestad, tengo mi propia fórmula para lograrlo, pero desgraciadamente exige mucho más tiempo del que disponemos para comprobar su indudable eficacia. Pero a pesar de ello confío en que os habréis preocupado de que vuestra guardia practique frecuentemente su adiestramiento...

-Por supuesto. Entrenan dos días a la semana, con un máximo semanal de ejercicio, y sobre eso les voy haciendo variar...

-Pues afortunadamente ese es un método muy parecido al mío, asi que podré concentrarme en otras cuestiones igual de importantes. Por de pronto: ¡Que se recoja el musgo más mullido que recubra los muros de palacio, y que se requisen también todas las abarcas y alpargatas que se acumulan en las tiendas de la rúa de Zapatería!



-¿Pero para vuestro plan no resultará más necesario cuidar los pulmones que los pies de nuestros soldados?

-Ambas cosas son imprescindibles, Sire, pero más aún -y esto es importante que lo entiendan bien todos los hombres que ahora mismo me están escuchando-, la convicción de que, más allá del esfuerzo y del dolor que indudablemente va a acarrearnos el lograrlo, se puede conseguir el objetivo, y que aunque a veces pueda parecer que detenernos es la única forma de acabar con el sufrimiento, éste no terminará en realidad hasta que hayamos cumplido la meta que nos habíamos propuesto. Nuestros enemigos podrán creer que ya nos han derrotado, pero no habrá deshonor ni fracaso para quienes, sacando fuerzas de donde ya no quedan, les hagan comprender su tremendo error de apreciación. Sólo uno mismo debe marcarse sus propios límites, y si se consigue cruzar esa frontera, no hay ya luego barrera ninguna que pueda resistírsenos...

-Que Nuestro Señor Jesucristo os oiga, y que él, que hizo correr a los tullidos, sea nuestro valedor en este trance...

-Que lo sea en los cielos, aunque en la tierra necesitaremos también un guía que marque el camino y el ritmo al resto de integrantes del pelotón. Correr puede hacerlo cualquiera, pero sólo uno entre cada cien posee el temple suficiente para no dar malos pasos por esos caminos...

-Pues sin duda el capitán Alexandre de Uriarte es ese hombre, y conoce además esa ruta mejor que nadie, pues no en vano la recorre frecuentemente. ¿No es así, mi capitán?

-La senda la conozco, Majestad, y mis hombres y yo estamos dispuestos también a conocer esos límites personales de los que nos ha hablado don Jack. No puedo aseguraros que consigamos levantar el cerco, pero sí que llegaremos a Tiebas a cualquier precio.

Y fue de ver como todos los zapateros de Pamplona, obedeciendo las indicaciones de mister Daniels, fueron preparando abundantísimas plantillas de blando musgo que metieron luego en todas las abarcas y las alpargatas. Y como los cocineros de palacio elaboraban a su dictado pequeñas barritas que mezclaban en su composición cereales, frutos secos y dulcísima miel, pues según el inglés no tendrían tiempo ni ganas de comer otra cosa en tan arriesgada misión. Y él mismo montó el propio caballo del rey don Carlos, que era el único que quedaba en las cuadras reales, y que al nombre de Tximista respondía, y llenó sus alforjas hasta arriba con aquellas asombrosas barritas y con un montón de redomas bien rellenas de agua del pozo del claustro de la catedral, del cual únicamente los señores canónigos pueden extraer la cantidad justa con la que los reyes de Navarra deben lavar su rostro y sus manos el día de su coronación.

Y esto no es cosa que llame la atención en este siglo XIV tan avanzado, pero conviene recordar que los monarcas de aquellos bárbaros tiempos del siglo octavo, ni se habían lavado antes de aquel sacro momento, ni volvieron a asearse después, pues juzgaron tal vez un poco aventuradamente, que ninguna otra agua podría igualar la categoría de aquella que se filtra a traves de las santas piedras del primer templo del reino. Y hasta algún cronicón atestigua que muchos de sus súbditos tomaban al rey don García II por el rey Baltasar, pues en su ceremonia de acceso al trono, por lo muy ajeno que era a enjabonarse, simplemente introdujo el dedo índice de su mano derecha en el bendito líquido, y luego se lo pasó por los párpados a toda prisa, como suelen hacer los gatos al espabilarse, y como vivió este soberano muchos años tras ser coronado, su rostro estaba al final de sus días tan negro o más que el de aquel mago de Oriente, rey que dicen que fue de los Partos, los Medos y los Urritas...

Y antes de que los hombres se calzaran aquellos preparados escarpines, el señor obispo fue bendiciendo cada par trazando alambicadas cruces con su brazo en el aire, y recitando en voz baja una secreta oración latina de la que, por estar este cronista muy cerca de él en aquel momento, quizás puedan ahora los posibles lectores beneficiarse: "Anima Sana In Corpore Sano."



Y puestos ya en camino, iba avituallando don Jack a los que perdían el aliento entre tanto esfuerzo, y con las viandas y el agua milagrosa, pero sobre todo con sus consejos y sus gritos de ánimo, consiguió el sabio inglés que los navarros, con don Alexandre al frente, llegaran a Tiebas practicamente todos a la vez, y que allí causaran tal sorpresa y estupefacción entre los castellanos, que no tardaron éstos en darse a la fuga, aterrados ante la inesperada aparición de aquellos diablos corredores. Y aún debió esforzarse milord Daniels en detener a muchos de sus hombres, que querían seguir en pos de los propios límites, y entre ellos por supuesto el capitán Uriarte, a quien costó mucho convencer de que no hacía falta que volviese corriendo a la capital para dar la noticia a su rey, como dicen que hace muchos siglos hizo un soldado griego en ocasión semejante.

No. Fue un halcón quien trajo a palacio la buena nueva. Y llevaba atado un papel en su pata izquierda, e iba en esa nota escrita la famosa e ignota fórmula de milord Jack Daniels. Pero no la de cómo correr de forma más desahogada, que esa había quedado sobradamente demostrado que estaba ya dominada, sino otra que, por ser aquel inglés natural del condado de Moore, en las brumosas tierras de Tennessee, explicaba cuidadosamente la destilación de un licor estupendo para acompañar todo tipo de celebraciones.


Y aunque subrayaba el goloso papel la obligación de que debía pasar este alcohol al menos dos años reposando en barrica de roble, no hay duda de que para cuando volvió la guardia del rey a Pamplona, ya estaba toda la ciudad imbuida del espíritu de tan notable líquido, que a muchos pareció desde entonces tan o más sagrado incluso que el agua del pozo de la catedral. Y ha de confesar este cronista que está pero que muy de acuerdo con ellos...



El auténtico capitán Alexandre tiene esta semana otra cita con esos supradichos límites que, a pesar de todo, no tengo duda alguna que volverá a superar. Yo le espero en Pamplona para celebrarlo, haciendo honor si no a la primera, al menos sí a la segunda fórmula de milord Daniels. Y conste que no es que no me guste correr. Es que estoy de tapering prolongadísimo...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

lunes, 9 de abril de 2012

METALURGIA


Aldatz, 9 de abril de 1330

Es fama bien merecida que María de Aldatz era en su tiempo la mejor herrera de Navarra, aunque su menuda figura sorprendiese a quienes desde muy lejos, incluso desde más allá de Tudela, llegaban a su fragua pensando en encontrarse con un rudo artesano, tan enorme y zakarro como el resto de los herreros que, en cada pueblo, trataban de doblegar los metales a base únicamente de torpes golpes de martillo.

Y es que tanto la pericia como el arte alcanzados en su complicado oficio, hacían de ella la más solicitada a la hora de componer las abolladas armaduras de los caballeros que intentaban desde hacía mucho tiempo mantener a raya a los bandidos que infestaban la frontera de malhechores. Por eso hasta su alteza Felipe III, en cuyo yelmo un atrevido tolosarra había logrado incrustar su maza, tuvo que rogarle que le desatrapase del amasijo de hierros en que se había convertido su casco, que naturalmente no era uno cualquiera, sino el más lujoso que poseía el rey, con la cimera real de Navarra en su cresta -que era un mazo de plumas de pavo real-, y muchos triples lazos y lebreles labrados alrededor de la visera y también en la barbera.

Y María no sólamente consiguió liberar al soberano de tan claustrofóbica prisión, sino que tras alisar con maestría las deformadas planchas, redobló las defensas del casco con una aleación secreta que sólo ella conocía, de tal suerte que desde entonces, ningún otro rey de Navarra volvió a necesitar nuevo yelmo, pues quedó el de don Felipe tan perfecto como recién salido de las manos de sus creadores, los mejores armureros de Milán. Y esto no es exageración ninguna, pues de todos los que se sucedieron en el trono, se sabe a ciencia cierta que tan sólo don Juan II, que no apreciaba en absoluto la etiqueta navarra, se negó a usarlo, lo cual permitió a su hijo el príncipe de Viana portarlo en la batalla de Aibar, donde si resultó derrotado no fue por haber sido herido en la cabeza, pues con tan magnífica defensa eso resultaba imposible. Y de él pasó al rey niño Francisco Febo, y después a Juan III de Labrit, que lo llevaba puesto cuando todos los campanarios del reino saludaron felices su retorno en la efímera reconquista de octubre de 1512.

Y aún lo llevó también su hijo Enrique II, aunque ya no pudo lucirlo en el territorio de sus antepasados. Pero sí que fue enterrado con él en la catedral de Lescar, donde es conocido que los taciturnos huogonotes que profanaron las tumbas regias a finales del siglo XVI, no pudieron destruirlo sino llamando a los maceros más recios y fanáticos del Bearne, a quienes aún les llevó un día entero destruirlo, por más que a cada golpe de sus mazas contra el casco, saltasen tan fieras chispas que muchos de los severísimos ministros protestantes que les rodeaban viesen en ellas reflejado el seguro Infierno al que tan inicua acción les condenaba...

Pero no es la historia del yelmo real la que venía a contar, que esa, si al paso viene, ya será descrita en otra ocasión más conveniente, sino la de María de Aldatz, que era la mujer capaz de elaborar tales maravillas. Y es que el rey quiso entonces llevársela a su palacio de Pamplona, con el ánimo de emplear su mucho saber en la forja de armaduras que hiciesen invulnerable al ejército navarro, pero ella no quiso moverse de su pueblo, pues según dijo esperaba el retorno de su prometido Iohannes, preso en alguno de los castillos de la lóbrega Gipuzkoa desde la última gran escaramuza contra los castellanos.

Y don Felipe III prometió interceder por él en la próxima tregua, y al preguntarle que cuando había sido esa última gran batalla, mucho se sorprendió de la respuesta de su benefactora, pues ésta le dijo que le acompañase a la puerta de la iglesia del pueblo, que ella estaba también realizando. Y al llegar delante de la bella portada, así habló al rey:

-Por cada mes completo que Iohannes lleva cautivo, yo añado una bisagra a las puertas, Majestad. Así nunca lo olvido.



Y ciertamente era para asombrarse, porque estaban aquellas hojas de madera cubiertas de tantos y tan bellos goznes y pernios, que según calculó el soberano, su prometido debía llevar prisionero cerca de cuatro años. Y eso no podía consentirse de ningún modo. Así que pidió el rey la lista de caballeros guipuzcoanos que yacían en las mazmorras navarras, y escogió entre ellos a quien mayor rescate mereciese para intercambiarlo por Iohannes, que tanto tiempo después pudo al fin retornar a Aldatz, más flaco pero también mucho más contento que cuando partió, pues no es lo mismo marchar a la guerra que volver a los brazos de la mujer amada.
Y aún les regaló el rey dos hermosas mulas para que no tuvieran que cansarse acarreando los pesados instrumentos laborales de María, que desde entonces triplicó su volumen de negocio, como suele ocurrir a quien trabaja bien, y además lo hace en honor de la mayor gloria de su rey y de su país.

Y ya llegará el momento de historiar alguno de esas primorosas labores, como la que llevó a cabo en el santuario de Aralar, a donde tuvo que acudir en ocasión de mucho apuro para el celestial viajero que allí habita...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

Las fotografías han sido obtenidas de las siguientes webs:

http://www.ojodigital.com/foro/urbanas-arquitectura-interiores-y-escultura/165613-aldatz.html

http://www.panoramio.com/photo/64596666

miércoles, 4 de abril de 2012

CONTRA TODO Y CONTRA TODOS I


Izagaondoa, 4 de abril de 1316

Está el camino a Urroz tan concurrido hoy, que bien se nota que es día de feria y mercado. Y queda Mendinueta tan al paso, que a la sombra de su airoso torreón espera el joven Guillén de Zuazu que llegue aquella a quien tanto quiere.

Rebeca se llama. Hija de Isaac de Monreal, el más próspero mercader de la villa, y ya se acerca montada en una mula enjaezada tan ricamente, con tantos cascabeles de plata, que cada paso que da deja oír tantas armonías como si la escoltase un nutrido grupo de juglares.

Les separa la religión, pues ella es judía y él cristiano; también el dinero, pues él, aunque caballero, no posee más riqueza que la que sus manos arrancan cada año de la tierra, mientras que ella heredará algún día todos los bienes de su padre; incluso las Leyes, pues las del rey de Francia, que rigen ahora también en Navarra, prohíben taxativamente las uniones entre quienes no profesen un mismo credo. Pero cuando están juntos, nada de todo eso importa, y hasta parece como si los lirios blancos y violetas que bajan desde Izaga en sinuosas oleadas, lo hicieran sólo servirles de alfombra a ellos dos, y como si San Miguel hubiese ordenado a todas las aves del valle que custodiasen a los amantes desde lo alto. Es por eso que, cuando ella tiene al fin que marcharse, bandadas de cardelinas le muestren el camino a casa con sus alegres vuelos rojos, pardos y amarillos…

Y cuando Guillen vuelve a su vetusto caserón de Zuazu, ve que hay junto a la puerta un amenazador estandarte negro en el que campea una cruz blanca, los mismos colores que cubren la gualdrapa del caballo que pasta junto al granero. Sobre la silla reposa un encapuchado halcón. Conoce de sobra a quien pertenece todo este despliegue: a Martín de Larrangoz, comendador de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén en Indurain que, por la seriedad de su rostro, parece estar hablando de algo importante con su anciana madre.

-Ya iba a marcharme, Guillén, que mucho es el rato que llevo esperándote, aunque imagino que habrás tenido sin duda labores más urgentes que desempeñar… –le espeta Martín sin disimular el doble sentido.

-Entrad en casa, Madre, que parece que don Martín y yo tenemos cosas de qué hablar… –dice conteniendo la ira el recién llegado-. Si habéis venido a repetirme la oferta de que me una a vuestra Hermandad, la respuesta es la misma que siempre os he dado: ni estoy interesado en recibir órdenes de nadie, ni comparto vuestro odio hacia quien no piense como vos.

-Ya lo suponía, pero precisamente le decía a tu madre que es una pena que no quieras ampliar tus horizontes, y que pongas todas tus esperanzas en sacar adelante una posesión tan exigua como ésta. Sabes que esta es zona de muchas tormentas, y que cualquier tempestad puede arruinar lo que aún este por cosechar, o provocar un incendio en lo que ya esté guardado…

-Yo también supongo que os referís a una clase de tormenta cuyo manto será negro, con una cruz blanca pintada, ¿no es cierto? Pues sabed que me basto yo solo para defender lo que es mío…

-¿Con qué armas? ¿Con sardes y layas? No veo lanzas ni escudos colgados en el portal... Reflexiona, Guillén. El resto de los jóvenes caballeros del valle están a punto de aceptar mi propuesta, incluso los de los valles cercanos. Pedro de Redin y Jimeno de Lizoain, por ejemplo, a quienes conoces desde niños, son desde hace meses miembros de la Orden...

-Sí, y ya sé que les habéis “pagado” ordenando replicar en las portadas de las iglesias de sus pueblos el modelo que tan presuntuosamente hicisteis construir en la vuestra: un caballero con la cruz de San Juan en el escudo a un lado, y al otro vuestras armas: un águila atrapando una liebre. ¿Lo repetiréis también en los templos de Izagaondoa?



-Pues ya que me lo preguntas: sí, esa es mi idea. Muy pronto todas las iglesias del valle llevarán mi retrato y mis armas en sus pórticos, porque ya habrás adivinado que yo soy el representado, y así todos sabrán quién es el dueño de este territorio. Y cuando el Gran Prior vea como he aumentado las posesiones de mi encomienda, será a mí a quien nombre para sucederle, y quién sabe si no acabaré llegando a ser Gran Maestre de San Juan, allá en la isla de Rodas…

-Allá vos con vuestros sueños de grandeza. Yo no los tengo, ni sé ni quiero saber dónde está Rodas. Me basta con poder subir a San Miguel cuando me apetezca o beber en la fuente de Leguin cuando tenga sed. No necesito vuestro hábito negro para eso…

-Enternecedor, Guillén, pero como comprenderás no puedo dejar que tu ejemplo cunda entre quienes aún se debaten en la duda de si acceder o no a mis peticiones. Te arrepentirás de tu estupidez. Tú o esa hebrea a la que sirves de perro faldero. Tienes escandalizado a todo el valle con tu impía conducta, pues no es de buen cristiano haber olvidado que ella pertenece a la raza maligna que crucificó a Nuestro Señor. Y es a mí, como humilde servidor de Cristo que soy, a quien corresponde recordártelo de una forma que nunca olvidarás…

Y entonces ve Guillén como el comendador desata a su halcón, que sale volando raudo hacia el suroeste. Entre grandes carcajadas, le grita el señor de Larrangoz:

-Corre, Guillén, corre. A ver si puedes salvar a tu judía. De vuelta a casa detiene siempre a su mula para que abreve en la fuente de Najurieta. El aska tiene la profundidad justa para que una mujer tan menuda como la que te tiene hechizado pueda sufrir un “accidente”. Mis hombres están esperando mi señal, así que en cuanto vean llegar a mi halcón, cumplirán mis órdenes de ahogarla. Hubieras podido conservarla como amante de haber aceptado mi ofrecimiento, pero ahora te haré cumplir el voto de castidad de una vez y para siempre… (Continuará)

Y esta historia hace la número 150 desde que empecé con estas Crónicas. Siempre está bien volver al valle ancestral, y mucho más si sirve para conmemorar tan redonda ocasión...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012