sábado, 23 de febrero de 2019

MARELLE


En 1786, muy poco antes por tanto de la revolución que entronizaría a la Diosa Razón y se llevaría por delante muchas quimeras hasta entonces tenidas por ciertas, el autor francés Mathieu Chiniac de La Bastide publicó una traducción de los Comentarios de Julio César a la que añadió un prólogo titulado: "Disertaciones sobre los vascos", que es el que verdaderamente le ha dado fama (tampoco mucha, pero menos es nada) en la historiografía y la filología de nuestro país.

En ese prólogo, aunque coincidía en lo sustancial con otros autores como el zuberotarra Jean-Philippe Bela o el obispo revolucionario (sí, aunque parezca mentira esas dos categorías coexistieron una vez) Jean-Baptiste Sanadon, que compuso en 1785 su "Ensayo sobre la nobleza de los Vascos... por un amigo de la Nación", La Bastide se mostró mucho más imaginativo todavía que los otros dos eruditos, que habían llegado a la conclusión de que el misterio de los vascos y de su extraña lengua sólo podía explicarse en función de su relación con los antiguos fenicios, de los que evidentemente habrían sido una colonia. Para justificar esta idea tan particular, incluso tan peregrina, aunque ellos creían en su certeza de forma absoluta, nuestro amigo La Bastide aportó pruebas tan incontestables como las etimologías "no forzadas" de ciudades fenicias como Gaza -tristemente famosa hoy en día- que en vasco significa "lugar de sal o salina".  Y como muchos lugares en el País Vasco y Navarra llevaban y llevan ese mismo nombre, he ahí la prueba de que el euskera debía ser un dialecto de la lengua fenicia.

Pero esa, con ser grande, no fue la mejor de sus aportaciones "científicas", pues inmediatamente se lanzó a explicar el escudo de Navarra como heredero de esa misma tradición que -según él- nos habrían legado los fenicios. Así pues, nuestras armerías vendrían a representar una especie de juego geográfico con el que los niños fenicios aprendían desde pequeños la situación de las distintas colonias que la ciudad de Tiro tenía por todo el orbe conocido. Este juego es el mismo que en Francia, todavía en el siglo XVIII, se conocía como "Marelle" y que hoy, en el siglo XXI, se conoce más bien como "Moulin", porque "Marelle" actualmente es lo que todos los que amamos a Julio Cortázar conocemos como "Rayuela", mientras que el "Moulin" (en castellano antiguo se le llama también "Alquerque"), vendría a ser una especie de tres en raya de mayor o menor dificultad, según el tablero que empleemos para jugar.

El caso es que La Bastide afirma todo convencido que nuestro escudo no proviene ni de las Navas de Tolosa, ni de Teobaldo de Champaña, ni de nada ni nadie que tenga una existencia comprobable, sino que como he dicho representa un mapa fenicio en el que la metrópoli (la ciudad de Tiro) está situada en pleno centro, figurada como "un brillante carbunclo", cuyos rayos de luz se extienden en todas direcciones, y en los que las colonias principales son representadas por unos "glóbulos o medallones" (36 concretamente. En el lenguaje heráldico actual diríamos que es un "pomelado"), dispuestos simétricamente alrededor del punto central. ¡Y se quedó tan ancho!

Confieso que envidio vivamente su imaginación, y que desde el momento en que pude leer su obra, le tengo entre mis autores favoritos de ciencia-ficción. Pero como en estas cosas de la Historia la realidad siempre supera a la invención, resulta que en este caso concreto la Revolución francesa no acabó, sino que dio alas a estas teorías filolohistoriográficas tan abracadabrantes.

Efectivamente, porque en 1792 Danton nombró ministro de Justicia al labortano Dominique-Joseph Garat Hiriart, lo cual hizo que fuera precisamente Garat quien tuviera que anunciar a Luis XVI su sentencia de muerte. Disconforme con esta decisión de la Asamblea trató de dimitir de su cargo, y aunque no llegó a hacerlo en ese momento, sólo su amistad personal con Robespierre le salvó de seguir el camino de la guillotina. Pasado el terror jacobino, y con la paz militar impuesta por el cónsul Bonaparte, es cuando Garat concibió y propuso la unidad de las siete provincias vascas bajo la hegemonía francesa, naturalmente.

Y ahora viene lo bueno: ¿que organización política propuso para dicha unión? Pues nada menos que la formación de un Estado que llevaría por nombre "Nueva Fenicia", dividido en dos departamentos denominados "Nueva Tiro" y "Nueva Sidón". Y atención: su bandera sería la de Navarra, ya que "debido a circunstancias extraordinarias, se tienen fuertes razones para creer que el escudo de Fenicia ha sido conservado en el escudo de armas de Navarra".

Esta idea, influida evidentemente por la obra de La Bastide, se la hizo llegar en 1811 al duque de Bassano, ministro de Exteriores de Napoleón Bonaparte, por medio de un libro que el propio Garat había escrito con sus argumentaciones titulado "Recherches sur le peuple primitif de l'Espagne, sur les revolutions de cette peninsule et sur les basques espagnoles et français". De lo que no tenemos noticia es de si el emperador llegó a interesarse alguna vez verdaderamente por este asunto, nacido -al menos si hacemos caso a todos estos soñadores- hace 3000 años en las orillas libanesas del Mediterráneo. Además, a partir de Waterloo, Bonaparte tuvo otros problemas más serios de los que ocuparse, el pobre.

Bela, Tiro, Sanadon, Fenicia, La Bastide, Garat, Marelle... ¿Serán reales o me los habré inventado yo como parte de ese juego literario que tanto me gusta practicar, y que no consiste en engañar al lector, sino en dejar volar su imaginación? Averiguarlo es ya trabajo vuestro, aunque por si acaso y para haceros dudar aún más, aquí os dejo el diseño original (¿o lo habré dibujado yo también?) que del escudo de Navarra hizo mi admirado Mathieu Chiniac de La Bastide...

"DISSERTATIONS SUR LES BASQUES"
1786

Reimpresión en "CHATEAUX AND OLD CASTLES OF
 OLD NAVARRE AND THE PROVINCES BASQUES" de Francis Miltoun
1907

Tableros de Marelle o Moulin grabados en 
templos medievales

Dos caballeros jugando en un libro de Alfonso X
Debajo: tablero contemporáneo para jugar al Moulin



Alquerque de nueve en el pórtico de San Esteban de Eusa
Siglo  XIII (Si hacemos caso a La Bastide, ¿sería ésta una de 
las representaciones conservadas más antiguas de las Armas de Navarra?)



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019





viernes, 8 de febrero de 2019

CINCO MONEDAS



Palacio de Olite, 8 de febrero de 1940

-¡Aquí hay algo, don José! ¡Parece un atadijo de papel!

-¡Sobre todo tened cuidado ahí abajo, no parece que ese muro esté tan fuerte como para que remover un par de sillares no vaya a afectarle catastróficamente!

-¡Sí, la verdad es que el relleno entre los paredones no está muy estable, pero no se preocupe, que casi lo he alcanzado ya! Un poco más… ¡Lo tengo!

-¿Qué es?

-Lo que decía: un pequeño paquete envuelto en papel que parece muy antiguo…

-¡Salid de ahí cuanto antes, que no las tengo todas conmigo! Lo cierto es que este castillo ya tiene demasiadas trampas después de 150 años de abandono como para fiarse de que toda esta zona de la torre de los Cuatro Vientos, que es la que mayor peligro de ruina inminente ofrece, no vaya a venirse abajo en cualquier momento. ¡Y ahora que me acuerdo! A ver… Lo que pensaba, ¡ya están otra vez esas vecinas tomando el sol justo ahí abajo, y mira que les he advertido veces que no se pongan ahí! ¡Oigan! ¡Oigan! ¡Sí, ustedes! ¡Quítense inmediatamente de ahí! ¿No ven que la torre puede venirse abajo en cualquier momento? ¡No me hagan llamar al alguacil!

-Serénese don José, que ya se marchan. ¡Mire, mire lo que hemos encontrado!

Zona del hallazgo

-Pues sí que es un envoltorio, y no demasiado grande. A ver… el cordel que lo cerraba se deshace, afortunadamente no es de papel, sino de pergamino, y como parece haber estado a salvo de la humedad, se conserva bastante bien. Parece que suena algo en su interior…

-¡Son monedas! Una, dos, tres, cuatro, cinco… ¡Cinco monedas, y parecen muy antiguas, don José! 

¡Y en el papel pone algo, aunque no se entiende lo que dice! ¿Usted lo entiende?

-Pues de momento, no. Parece estar escrito en letra de su época, y además la tinta está muy gastada. Quizás con la lupa de diez aumentos que tengo en mi despacho… Lo que si puedo deciros es que las monedas son antiguas, sí, pero no demasiado valiosas, dos son de plata, y de los últimos reyes de Navarra, otras dos son de cobre y parecen ser castellanas, de los reyes católicos. La última es también castellana, de Felipe II, que en Navarra era Felipe IV.

Monedas halladas

-¡La de cosas que sabe usted, don José!

-Bueno, soy numismático aficionado nada más. Incluso tengo una pequeña colección personal, nada del otro jueves. En fin, voy a hacer un informe de vuestro descubrimiento, y pedir en él expresamente una gratificación para vosotros. De momento, la jornada ha terminado. Aquí tenéis cinco duros para que lo celebréis. Aunque antes de iros a casa, por favor, colocad unas vallas bajo la torre para que nadie pueda ponerse allí a tomar el sol. No se dan cuenta del peligro que corren.
-¡Muchas gracias, don José! Y descuide, que pondremos las vallas, aunque no servirá de nada, que las y los de Olite somos muy orgullosos, y nos parece a todos que el castillo es nuestro y podemos ponernos en donde nos venga bien…

-Me parece estupendo, pero si luego ocurre alguna desgracia, id a pedirle responsabilidades a Carlos III el Noble, que es quien construyó este palacio. Aunque, ahora que lo pienso, si estas monedas estaban ocultas en el muro, y la de Felipe II es de finales del siglo XVI, quizás signifique que las obras continuaron mucho más tiempo del que pensábamos, o al menos que esta zona concreta es mucho más moderna que la original. Voy a apuntar esta idea ahora mismo en el despacho, que se me ha de olvidar. ¡Con Dios, señores!

-¡Con Dios, don José!


Ya en su pequeño despacho de obra, José Yárnoz, arquitecto encargado de la restauración del maltrecho palacio de Olite, ceba la estufa con unas astillas y espera a que prendan para colocar un leño que ayude a caldear el gélido ambiente. Enciende la lámpara y despliega sobre la mesa el recién encontrado pergamino. Quiere confirmar si lo que le ha parecido leer al abrirlo es lo que realmente pone en la complicada caligrafía del siglo XVI. Porque sí, ha mentido a los obreros asegurándoles que no había entendido esas pocas líneas. Lo ha hecho, y lo que ha leído ha provocado que un escalofrío recorriese su espalda. Así que coloca el texto bajo la lupa y entre asombrado y escéptico lee:

“…Vendrá el día en que otro maestro de obras encontrará este tributo, y hará bien en continuar la cadena de monedas, porque entre los constructores es fama que, si no lo hace, todo este castillo se vendrá abajo en una noche y ni el Diablo podrá volver jamás a levantarlo. No he podido dejar más ofrenda que estas pobres piezas de cobre y plata, porque los operarios somos siempre pobres, pero confío en que llegue una época en la que el sueldo de quienes levantan edificios sea tan elevado que permita a quien esto lea dejar en el mismo muro donde lo encontró, una moneda verdaderamente digna de esta regia morada. ¡Oh, tú! No eches al olvido esta advertencia, si no quieres atraer la maldición de aquél que echó debajo de un soplo aquella imponente torre de Babel de la que habla la Biblia…”

Don José Yárnoz Orcoyen
Estupefacto, José Yárnoz repasa una y otra vez el sorprendente párrafo. Nunca ha sido supersticioso, pero esta vez siente que le conviene hacer caso de aquella advertencia venida de tantos siglos atrás. Sí: mañana mismo dará las instrucciones oportunas para cambiar el plan de obra y centrar todos los esfuerzos en la zona de la torre de los Cuatro Vientos, que las monedas fechan, evidentemente, mucho más tarde de lo que se podía imaginar. Al menos toda la parte de los arcos que la sostiene, y que al decir de algunos autores estaban emparentados con los que sostienen el palacio de los papas en Aviñón, cosa que ahora podemos poner en duda.


8 de febrero de 1941

Ha pasado un año, y la torre de los Cuatro Vientos luce tan nueva que parece que en cualquier momento va a asomarse la reina doña Blanca a ver el tempero que hace en Ujué. José Yárnoz ha pagado por propia iniciativa el almuerzo con el que los obreros celebran el final de la campaña en el terrado del castillo. Pero él no se queda mucho en el festejo. Al contrario, se aparta poco a poco del barullo y cuando está seguro de que nadie le ve, se introduce en el estrecho hueco entre paredones que ha ordenado que se deje sin cubrir hasta mañana. Con cuidado, porque ya no es un mocete, baja todo lo que puede y palpa la piedra en busca de la pequeña hornacina en la que hace un año se hallaron las monedas. Entonces saca del bolsillo una muy especial, la joya de su colección numismática: aquella que ordenó acuñar el príncipe de Viana, que fue quien vivió más años en este palacio sin haber llegado nunca a reinar. Pasa la yema de sus dedos por el anverso y siente la K de Karlos coronada, y a un lado y a otro los dos triples lazos que le identificaban como auténtico señor de Navarra. La envuelve con un pergamino nuevo, y la deposita allí como tributo continuado a todos los maestros de obras que el palacio de Olite ha tenido desde tiempo de los antiguos romanos. Lo que ha escrito en ese pergamino, sólo lo podrá saber el próximo arquitecto que, dentro de muchos siglos, encuentre su ofrenda. Trepa con la misma prudencia y sale a la superficie. No puede resistirse a asomarse a las almenas recién reconstruidas. Sonríe: allí abajo vuelven a estar las mismas mujeres de siempre tomando el sol. No hay problema: el palacio ya no está en ruina ni amenaza desplomarse bajo el soplido de quien derrumbó aquella famosa torre de Babel de la que habla la Biblia…




© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019