lunes, 27 de enero de 2014

PERFECT


Catedral de Pamplona, 27 de enero de 1456


-Fantasmas. Todos fantasmas: tú, yo, y todos esos que circulan por los pasillos laterales casi a oscuras, entonando sus quejumbrosas  letanías una y otra vez, rezando para que -ahora que se ven ya viejos y perdidos- la muerte no les coja tan pecadores como hasta ayer mismo fueron. Y quizás también porque temen que ahora que he firmado la rendición, los agramonteses tomen venganza contra ellos. Pero los conozco bien, la mayoría no tardará en servir a los nuevos amos, y yo sólo seré ya una molesta memoria de que -por una vez- quisieron algo mejor para sus vidas.

-Bueno, al menos ellos y tú mismo aún moráis en este mundo. Te recuerdo que lo que queda de mí está bajo esa desnuda y fría losa que, por cierto, prometiste cubrir con un deslumbrante sepulcro, Carlos.

-Nada fue bien desde tu muerte, Agnes. No he tenido tiempo ni dinero para cumplir mi promesa.

-¿En ocho años no has tenido tiempo? Te salva de mi reproche que, cuando yo vivía a tu lado, tampoco fuimos capaces de resaltar la tumba de tu madre, la reina Blanca, como ella nos había pedido.

-La guerra de Castilla en la que don Juan metió a Navarra, distrajo nuestros ya escasísimos recursos económicos. Ya fue toda una odisea conseguir recuperar sus restos desde el santuario de Nieva, esquivando por el camino a las patrullas castellanas y a las de -rabia me causa recordarlo- mi propio padre,que ya preparaba su segundo matrimonio con el cuerpo de su primera esposa aún caliente en el ataúd. Además, tú misma lo viste: podemos estar seguros de que no ha habido rey de Navarra que tuviese un funeral tan suntuoso como el que preparamos para ella, con todo este templo engalanado con sus armas y su cuerpo en un catafalco decorado en medio del coro. Hacerle después un mausoleo era quizás demasiado pedir.

-Mis exequias, desde luego, fueron mucho más austeras...

-Te ruego que no me lo tengas a mal, Agnes. Bien que hubiese querido yo señalar tu fuesa o la de mi madre como ambas merecíais, pero todo el tiempo se me ha ido en sobrevivir a las asechanzas de mi padre. Tantas y tan alevosas, que ya no anhelo si no unirme a vosotras bajo estas piedras para siempre.

-Me temo que no aguardarás la resurrección bajo el suelo de esta catedral, Carlos...

-¿Tú también crees que cuando mañana salga para el exilio, ya nunca más regresaré a Navarra?

-Mejor que yo sabes que tu padre no lo consentirá. Igual que nunca permitió que tú y yo fuésemos felices.

-Sí que lo fuimos alguna vez, Agnes. Aquí mismo, entre estos muros. ¿Recuerdas cómo nos reíamos de los incomprensibles sermones del deán, repletos de citas bíblicas y latinas que ni él mismo evidentemente entendía? ¿O cómo forrábamos con la cubierta de los misales nuestros libros de versos y nuestras novelas favoritas? Cualquier cosa con tal de escapar con la imaginación de aquellas pesadísimas ceremonias. ¿Y cuando hice pintar una de las bóvedas con las divisas de mis antepasados para homenajearte?

-Sí, las hojas de castaño y los triples lazos. Pero no unos lazos cualesquiera, no: exactamente los mismos que tú y yo trenzamos aquella vez con los tallos de rosal de los inmensos jardines del palacio de Tafalla, que con sus afiladas espinas dejaron nuestras manos con tantas heridas que quedamos más asaeteados que San Sebastián, quien no en vano es el patrón de aquella ciudad. Decías que la sangre que nos corría por los antebrazos era tan roja como la bandera de Navarra.


-Luego he visto derramarse de forma bastante menos agradable mucha más sangre, Agnes, y ya no puedo verla de forma tan heroica, pero sí puedo asegurarte que te añoro cada vez que repaso con mis dedos esas viejas cicatrices.


-¡Shhhh, calla!¿No ves cómo te miran todos los que nos rodean? Deben pensar que has perdido definitivamente la razón, aquí sentado, en mitad de la nave, hablando solo...

-Déjalos, Agnes. Ellos rezan a un Dios que hace siglos que no escucha sus plegarias y tú al menos me respondes, aunque ya sólo existas dentro de mi cabeza.

-Haz lo que yo ya no puedo hacer: sal de este cada vez más sombrío edificio y escucha en cualquier taberna de la Navarrería la canción que aquellos músicos ingleses de paso por Olite tocaron para nosotros, la que nos dijeron que cantaban los barqueros de los canales de Camden. ¡Date prisa, que no sabes de cuánto tiempo dispones!



-Tienes razón, ya es tarde. Tarde para todo. Además, sé que nos reuniremos pronto, y te prometo que entonces será el muy agradable aroma del licor de Nordesía al chocar nuestras copas lo que nos envuelva para siempre, y no este sofocante incienso que todo lo nubla menos el recuerdo de tenerte a mi lado justo aquí, en este mismo banco, riéndonos del deán y de los viejos que temen -sin razón- a la Muerte...

©Mikel Zuza Viniegra 2014

martes, 21 de enero de 2014

INTERCAMBIO

Castillo de Durnstein, 21 de enero de 1194


Cierto que por estas mismas fechas, cuando las nieves se enriscan y enseñorean del Moncayo, y éste -al fin y al cabo gigante siempre presto al romadizo- sopla con fuerza intentando quitárselas de encima, baja un cierzo cortante y áspero que barre las calles y el castillo de Tudela sin mostrar misericordia alguna por sus habitantes, ya moren en la judería o en el fuerte castillo roquero que protege la ahora cencellada mejana.

Cierto, sí. Pero aquello posee el calor del Infierno comparado con este congelado páramo austriaco donde las andanzas de la alta política te han llevado. ¿Quién mandaba al orgulloso y necio cuñado tuyo, Ricardo de Inglaterra, empeñarse en continuar su regreso a Inglaterra por tierra en lugar de por mar?

Si al menos lo hubiese hecho prisionero el emperador de Bizancio y no el de Alemania, ahora tú, ofrecido como rehén mientras él -una vez libre- termina de pagar su fabuloso rescate de 150.000 libras de plata, vivirías una temporada al dulce y siempre tibio sol del Mediterráneo. Pero no. Tuvo que adentrarse en estas condenadas y siempre gélidas tierras de Austria. Y una vez aquí, ni siquiera tuvo la suficiente malicia como para lograr pasar desapercibido. Al contrario, fue tan tonto como para pagar en cada posada y en cada alojamiento con sus propias monedas de oro. Tales derroches no tardaron en llegar a oídos del duque Leopoldo, ese mismo a quien Ricardo había desairado gravemente durante el sitio de Acre, que vio la ocasión de cobrarse cumplida venganza de aquel agravio.

Y por eso estoy yo aquí ahora, cubierto con todas las pieles de oso que en Navarra pude encontrar. Y a fe que el manto es regio, con foro de escamas y bordes de marta cibelina y armiño. No en vano dijo mi hermano Sancho que no podía presentarme en Austria, aunque fuese para servir de prisionero, como si fuese un pordiosero. No, tras las rejas o en libertad, soy el príncipe Fernando de Navarra, y he demostrarlo cuando la ocasión lo requiera.

De todas maneras... ¡para rato iba yo a meterme en esta guarida de ladrones si no fuera por el cariño que guardo por mi hermana Berenguela! Bastante más por cierto que el que le muestra el gañán de su marido. Pero no supe negarme a sus perentorias cartas,en las que me rogaba que aceptase este maldito trueque...

El gorro que llevo también me lo envió ella. Es de colas de zorro aquitano, pero ni por esas se quita este frío que llevo metido hasta el tuétano de los huesos. Pero he de dejar de temblar, al menos para que el zopenco de mi cuñado no piense que tiemblo de miedo  por quedarme solo -id vos a saber por cuánto tiempo- en esta descarnada fortaleza.

Así que bebo generosamente de la cantimplora el jugo bermejo que mi hermana Constanza elaboró para mí el otoño pasado, con los pacharanes que yo mismo recogí en las faldas del monte Leguin. Y vaya si hace rápido efecto, que me siento mucho más templado cuando me llaman para hacer el intercambio los siempre adustos alemanes.

Ahí está Ricardo, siempre con perpetua cara de fastidio, de querer estar en otro sitio. Aunque en este caso le entiendo bien. En esta mazmorra ha pasado los dos últimos años, y suerte grandísima será si yo no cumplo otros tantos por culpa de su soberbia y estupidez.

Pero somos príncipes, hijos de reyes los dos. Mi dinastía mucho más antigua que la suya, por cierto, que sólo existe porque el invasor Guillermo de Normandía consiguió acabar con la dinastía sajona del noble rey Harold, mientras la mía forjó su prestigio en guerra permanente contra los moros del gran guerrero Almanzor. Pero prefiero no recordárselo para que no se sienta humillado.

Lo que sí le recuerdo -en pulcro latín para que me entienda bien-, y al oído, para que nuestros captores no puedan escucharlo, es que si me entero de que vuelve a tratar mal a mi hermana Berenguela le meteré un sarde por el culo en cuanto salga de estos muros. Que no le engañe verme tan joven, que los de Tudela sabemos mantener nuestra palabra...

Él me mira con esos ojos que dicen los cantares de gesta que paralizan a todos sus enemigos, pero que a mí me dejan fresco -¿o será que empieza a pasarse el efecto del pacharán?-. Pero no, no tiemblo ni de frío,ni de miedo, aunque él farfulla y grita en ese  idioma suyo que suena como los ladridos de los perros perdidos en la Bardena. Y sigue berreando lo que imagino que serán graves insultos mientras los soldados se lo llevan esposado. "¡Recuerda bien lo que te he dicho!", es lo único que logro decirle antes de que cierren la puerta de la celda tras de mí.

Por el ventanuco se ven las enormes montañas nevadas allá, a lo lejos. No me parecen tan hermosas como el Moncayo, pero tendré que acostumbrarme. En la pared, escritas con un negro tizón proveniente de la chimenea, hay unas palabras que parecen formar un poema:

"Ja nus hons pris ne dira sa reson
adroitement, s'ensi com dolans non;
Mes par confort puet il fere chançon.
Moult ai d'amis, mes povre sont li don;
honte en avront, se por ma reançon
sui ces deus yvers pris."

"Ningún hombre encarcelado puede expresar sus sentimientos despreocupadamente,
como si no sintiese ningún dolor; 
Aunque, para consolarse, puede escribir una canción. 
Yo tenía muchos amigos, aunque al parecer todos eran pobres; 
pues debieran sentir vergüenza por no haber pagado aún mi rescate, 
llevando como llevo ya dos inviernos prisionero..."

Hermosos versos, sin duda. Si es que cuando mi cuñado quiere, tiene talento. Pero quiere tan pocas veces... Hasta a mí me vendrán bien para entretenerme continuándolos. Y malo será que aquella que quedó esperándome en el señorío de Baigorri -cuyo cuerpo calienta mucho más que esta casi ya vacía cantimplora y a quien tanto añoro- se entere alguna vez, al recibir mis primeras cartas desde este desierto de hielo, que este poema no lo empecé yo, sino el testarudo e insoportable pelirrojo que atiende por Corazón de león...


©Mikel Zuza Viniegra 2014

martes, 14 de enero de 2014

TIEMPO

Madrugada del 11 de noviembre de 1343, Peña, en la frontera de la merindad de Sangüesa con Aragón


Despiertas sudando, aterrado. Otra vez se ha repetido el mismo maldito sueño cuya tremenda intensidad se ha incrementado desde que fuiste destinado a este rincón del reino por tus superiores.

Dijeron que el aire de la montaña te vendría bien, que la soledad fortalecería tu vocación, que morar en el mismo lugar en que, siglos atrás, lo había hecho el abad San Virila de Leyre -aquél para quien no existía el tiempo-, era un privilegio irrechazable...

¡Bobadas! Querían librarse de ti, y lo habían conseguido. Con suerte una flecha aragonesa les libraría del todo de tu molesta presencia. Demasiado inteligente para los viejos dominicos y su escuela teológica de Pamplona. ¿Quién te creías para cuestionar las jerarquías angélicas de Dionisio Areopagita y Santo Tomás de Aquino? ¿Vas a saber tú más que ellos sobre los nueve coros que en tres categorías perfectas se dividen, según su mayor o menor cercanía a Dios? Pero no, tu atroz testarudez no te permitió callar, y tuviste que añadir una nueva clase a los sacratísimos Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles...

¿Y todo en base a qué? ¿A que -según tu inmensa soberbia- el espíritu divino te indicaba cada noche por medio de un sueño repetido una y otra vez que faltaba en esa clasificación un nuevo ente celestial? ¿Y no sería más bien el Demonio quien te inspiró semejante falsedad?

Tus superiores así lo creyeron. Por eso estás aquí: exiliado en el punto más recóndito y fronterizo. Aquí debías purgar tu detestable pecado de orgullo. Pero el sueño no sólo continúa repitiéndose, sino que lo hace con fuerza redoblada, de tal forma que te parece tan real, sientes con tal nitidez que tú mismo estás dentro de ese rayo de plata que cae del cielo tirado por tres leones dorados, que tú también te considerarías loco si no fuera por tu completa y total seguridad de que ese nuevo estamento angélico te ha elegido a ti y sólo a ti para darse a conocer a los hombres, obviando a esos obtusos dominicos que quieren mantenerlos ocultos.

Y qué mejor ocasión -lo ves tan claro como ese relámpago que cruza tus sueños- que el sermón de mañana, día de San Martín, fiesta mayor en Peña, cuando hasta de Sangüesa, Cáseda y Sos suben muchedumbres a esta desolada cima de Peña...

Y efectivamente, al día siguiente hablas a las gentes con la seguridad de quien verdaderamente sabe y conoce sobre los leones de oro que forman parte del ejército alado del Señor. Y llevado por tu propio entusiasmo les anuncias que esa vertiginosa centella aparecerá hoy mismo en los cielos para que todos los presentes puedan verla y maravillarse con ella.

Pero sea por tus pecados o por los de ellos, el cielo permanece incólume. Y lo mismo ocurre cada día de San Martín de ahí en adelante, pues insistes cada año con la misma profecía, hasta que te haces famoso en la comarca y todos te conocen como el Cura Loco de Peña, y suben a reírse de ti y de tus destalentadas profecías.

Y un día, ya muy viejo, te sientes morir y te preguntas por qué Dios te ha dejado vivir tanto sin cumplirte lo prometido tantas veces en sueños. Y sentirías como sellan la lápida de tu tumba en el centro de la fortificada iglesia, si no estuvieses ya muerto, y listo por tanto para empezar a comprender el misterio del tiempo divino, que San Virila sólo llegó a vislumbrar...


11 de noviembre de 1943, Peña, en la frontera de la merindad de Sangüesa con Aragón

-¡Y yo os digo a quienes acudís a esta santa romería con ánimo únicamente de fiesta, de baile y de lo que se tercie... que Dios no os quita ojo, que sabe si vais a misa o si os quedáis en la taberna, si detenéis vuestros trabajos cuando lo ordena la campana del ángelus, si los escotes y las faldas no guardan el debido recato! ¡Y os digo también que ha de enviar a sus ángeles para administrar su merecido castigo a quien de todo esto se burle! ¡Los habéis de ver todos, cruzando los aires, dejando su estela entre las nubes como esa que se ve ahora mismo allá arriba! Esa que... ¡Esa que viene hacia nosotros!

-¿Qué ha sido eso, Padre? ¿El ángel vengador de su sermón?

-¡No seas bobo, Damián! ¿No has oído la terrible explosión? ¡Debe ser un avión que casi ha caído sobre nosotros! ¡Corramos todos a ayudar al piloto!

-Más allá de sus auxilios espirituales, me temo que ya nada se pueda hacer por él, Padre. Apenas queda tampoco nada del fuselaje, justo hemos podido salvar del fuego estos escudos que parecen llevar pintados tres leones de oro...


-En su cartera lleva la identificación. Es un píloto inglés de la Royal Air Force. Donald Cecil Walker se llamaba. Las baterías alemanas han debido alcanzarle al otro lado del Pirineo y él habrá intentado salvarse aterrizando a este lado de la frontera, pero no debía estar de Dios que lo consiguiese. Vamos, lo velaremos en la iglesia.

-Oiga, Padre, ¿Cuándo ha plantado usted esa flor? Parece que sale de esa lápida con letras tan roídas...

-Yo no he plantado nada, y a fe que es extraña y blanca esa flor. Y tiene diez hermosos pétalos, como diez decía mi viejo maestro de Teología que son los tipos de ángeles que vuelan por los cielos. Y es esa sabiduría antigua que muy pocos hombres en el Mundo han poseído. Pues aseguraron Santo Tomás de Aquino y Dionisio Areopagita que sólo son nueve, aunque... qué sabrían ellos.


El inglés que descansa en Peña

LA-TUMBA-DEL-CAPITAN-WALKER.html

©Mikel Zuza Viniegra 2014
  

domingo, 5 de enero de 2014

MAGOS

5 de enero de 1462, en algún punto de la Merindad de Olite

-Saltimbanquis, recitadores, puede que hasta equilibristas, pero ¿magos? ¡A quién se le ocurre!

-Podéis dar gracias vosotros dos de que se me ocurriera la idea al encontrar este viejo libro de magia en el mercat dels Encants, si no seguiríamos los tres en las calles de Barcelona, entreteniendo a verduleras y pescateros, en lugar de vernos aquí, bien vestidos, cabalgando buenos caballos y ya muy adentrados en Navarra con la misión de divertir al rey. Los monarcas ahora quieren magos, no simples volatineros.


-Lo que aún no puedo entender es cómo pudo fijarse en nosotros la reina doña Juana Enriquez, que es quien nos envía. Y es que hay que reconocer que somos pésimos artistas. Cualquier otro titiritero de los que actúan en el carrer del Bispe es mucho mejor que nosotros.

-¿Vas a saber tú más que la reina? El caso es que le gustamos y que cree fervientemente que también agradaremos a su marido, el rey don Juan II.

-Esa es otra. A Quimet y a mí no nos hace mucha gracia amenizar las fiestas de ese tirano. ¿Es que no recuerdas cómo trató a su propio hijo, el príncipe de Viana, al que llevó a la muerte hace apenas unos meses?

-¿Y os hace más gracia pasar hambre como hasta ahora? Dejad que los reyes y los príncipes diriman sus cuitas como mejor les plazca. Mientras a nosotros nos paguen bien...

-¿Pero cómo vamos a entretener nosotros al rey? Si no sabemos hacer nada...

-Habla por ti, Joan, que yo soy el mejor malabarista a este lado del Mediterráneo. Mirad si no como manejo estos tres bolos a la vez. ¿Pero dónde habéis metido el tercero? No importa, este cartapacio servirá ¡Ale hop!

-¡Suelta eso, estúpido, es el mensaje que doña Juana nos dio para que se lo entregásemos al rey!

-¿Qué dices? ¡No me desconcentres! ¡Mira lo que has conseguido: se me han caído los tres!

-¡Dios, se ha roto el sello de cera y el pergamino se ha salido de la funda! ¡Recógelo antes de que se manche, imbécil!

-¿Qué haces ahora, Martí? ¡No lo leas, es un mensaje que sólo puede conocer el rey!

-¿Y quién se lo va a decir, vosotros? Pero esto... ¡No puede ser!

-¿Qué pasa, qué dice ese papel?

-Escuchad, me temo que se han aprovechado de nosotros:

"De Juana, vuestra humilde esposa y servidora en Cataluña. Salud. Como en vuestra última carta me encargasteis, he estado recogiendo y revisando los abundantes documentos que vuestro hijo el príncipe de Viana dejó en palacio. Más allá del montón de deudas y facturas que eran de prever, todo lo relacionado con sus proyectos políticos lo he arrojado al fuego, como me ordenasteis. Y leídas todas esas quimeras pacifistas, es muy de agradecer a Dios y a todos los santos que se lo llevasen con ellos tan rápido, aunque vos y yo tuviésemos que ayudarles un poco con ese dulce vino del Priorat que tan bien enmascara hasta el veneno más potente...

Pero ahora todo eso ya es agua pasada, esposo mío y sin embargo he de daros cuenta de un incómodo descubrimiento que he hecho entre esa montaña de pliegos e infolios. Naturalmente no desconocéis que el príncipe Carlos tenía tres bastardos que, al contrario que los vuestros, compartían la desdichada y asendereada existencia de su progenitor. Ahora los tengo bien custodiados y dependen enteramente de vuestra regia voluntad, y si juzgáis que deben acompañar en el Cielo a quién les dio el ser, no seré yo quien me oponga a vuestros deseos... 

Habéis de saber, pues, que encontré anotaciones manuscritas de don Carlos que confirmarían la existencia de otro bastardo suyo más, que crece ahora mismo desconociendo su ascendencia en el hospicio para huérfanos que la causa beaumontesa mantiene en una aldea llamada Beire. Al parecer vuestro traicionero hijo planeaba traerlo consigo a Barcelona, aunque no estaba seguro de poder reconocerlo, pues sólo tenía una carta de su difunta amante para asegurarse. El niño habría nacido pocos meses después del obligado exilio al que sometimos a don Carlos, a finales del año 1456, así que ahora tendrá unos seis años, Juan.

Vos y yo tampoco podemos estar seguros. No sabemos cuál de esos niños allí refugiados será una nueva fuente de problemas para nosotros, igual que lo fue su difunto padre. Además, es peligroso dejar ni la más mínima esperanza a los partidarios del príncipe, pues vos sabéis tan bien como yo que la esperanza es el mayor combustible del corazón humano. Basta que los beaumonteses se enteren de la existencia de ese niño, para que la chispa de la rebelión vuelva a prender con fuerza incendiaria en toda Navarra otra vez. Y eso no lo podemos consentir. Así que aunque en ese asilo haya acogidos doce niños de la misma edad, debéis dar orden de matarlos a todos. Pensad que la semilla que no se deje crecer, no se convertirá después en mala hierba...

Este es mi consejo y mi parecer, que os hago llegar con estos tres desgraciados, cuya triste condición de pobrísimos artistas les librará del acoso de las partidas beaumontesas que infestan el territorio. Una vez que os entreguen este mensaje, sois muy libre para decidir también su suerte, que si hasta aquí ha sido siempre miserable, no veo razón para que ahora cambie de sino. Pero sobre todo, no olvidéis enviar a vuestros esbirros a exterminar ese nido de traidores, con su nuevo e infortunado príncipe a la cabeza. 

Dios, como hasta ahora, sabrá sin duda premiar con la tranquilidad que merecemos todos estos desvelos nuestros..."

-¡Será zorra! ¡Ya sabía yo que en este viaje había truco, y no de los que tú sacas de ese condenado libro tuyo, Quimet!

-Estamos metidos en un buen lío: si seguimos hacia Pamplona y entregamos este mensaje a don Juan, doce niños -y probablemente también nosotros mismos- estaremos condenados.

-¡Buenos magos estamos hechos! Tres magos que llegan de Oriente a Navarra para advertir a un viejo y despótico rey de que un desconocido niño puede hacerle sombra, así que para asegurarse de que eso no llegue a ocurrir nunca, el opresor manda matar a todos los críos de la misma edad que con él convivan... ¿No os suena esta historia?



-¡Déjate de cuentos y volvamos riendas ahora mismo hacia casa!

-¡Pero si hacemos eso, la reina no tardará en enviar a otros incautos con la misma orden, y todos esos niños morirán!

-Quimet tiene razón, Joan. Lo que tenemos que hacer es llegar a Beire y salvarlos. Así seremos nosotros tres, y no ese negro demonio que es doña Juana, quienes decidamos este juego.

Y esa misma noche, guiados por las estrellas que el libro de magia indicaba, alcanzaron los tres magos el muy hospitalario lugar de Beire, y enseñando la amenazadora carta de la reina, hicieron comprender a las monjas que regentaban el hospicio la gravedad de la situación.

Cada uno de los doce niños fue entonces enviado a vivir con una familia de confianza, y como en su pobreza no se distinguían en nada los unos de los otros, sólo pudieron distinguir al niño buscado por llevar colgado al cuello desde recién nacido un pequeño trifolio de plata que el príncipe habría entregado a su difunta madre.

Y entregaron entonces al muchacho lo poco que los tres llevaban en los bolsillos: una de las monedas de plata que la reina les había dado para el viaje, una chistera de la que sacar todo tipo de maravillosos objetos y una varita mágica que lo mismo podría convertir al muy malvado mosén Pierres de Peralta en pacífico y manso cordero. Y poseyendo todo eso, estoy por asegurar que no hubo otro príncipe tan poderoso en el mundo como aquel niño.

Y los tres magos se volvieron a su oriental y hermoso país, y vivieron allí de entretener los duros ocios de verduleras y pescateros, pero antes de abandonar los confines del reino de Navarra, enviaron al rey don Juan el mismo cartapacio que les había entregado la reina Juana, pero en vez de llevar el triste mensaje que originariamente portaba, iba relleno ahora de estiércol y carbón prensado, así que en cuanto el sátrapa lo abrió, quedó completamente cubierto de tan poco agradables sustancias.

Y dicen que por más perfumes que empleó, el olor no se le fue mientras vivió, y lo hizo hasta los ochenta años...


©Mikel Zuza Viniegra 2014