sábado, 29 de mayo de 2010

NACE EL PRÍNCIPE DE VIANA



Cabalgar, cabalgar hasta reventar todos los caballos que los prebostes del rey le proporcionen en las postas. Hay cinco días de viaje entre Peñafiel y Olite. Él lo hará en cuatro. En tres, si come y duerme sobre la silla…

Siente pegado al pecho el relicario de oro que le entregó en propia mano doña Blanca, apenas levantada de su lecho en el convento dominico donde hace unos días acababa de parir al heredero de Navarra. Es un medallón con las armas del reino labradas a buril y, cuando se abre, muestra un mechón de cabello del niño recién nacido, que ella mismo cortó con unas tijerillas de plata.

Las órdenes de la princesa resuenan en su cabeza:

-Llevarás a mi padre el mensaje de mi feliz alumbramiento. Entre todos los hombres de mi guardia que pugnaban por llevar a cabo tan honorable encargo, te he elegido a ti, Miguel, porque siempre me serviste bien y porque de sobra conozco el daño que mi marido te ha causado. Triste actitud la de un hombre que no respeta siquiera el embarazo de su esposa, lanzándose a perseguir a la del prójimo. Pero Columba, tu mujer, no fue como las otras damas que, por miedo o de buen grado, cayeron en los brazos del príncipe Juan, sino que resistiéndose a sus asechanzas, y en gran ensalzamiento de vuestra honra y de la suya propia, no tuvo más remedio que herirle con un cuchillo en el rostro para conseguir que la dejase en paz. Mas como dicta el Fuero que la persona y la familia del Rey son inviolables, ella fue condenada a muerte y vos a salir del reino formando parte de mi escolta, en previsión de que, con toda justicia, intentaseis liberarla.

Avergonzada por la conducta de mi consorte, os brindo ahora de buena gana la posibilidad de que salvéis a vuestra esposa de tan injusta pena. Pedídselo al rey. Os aseguro que no negará nada al hombre que le trae la noticia de que un nuevo Carlos se sentará pronto en el trono de sus antepasados. Pero hacedlo cuanto antes, por Dios, pues la sentencia ha de cumplirse no más tarde del día del Santo Apóstol San Bernabé…

Su montura tasca espuma, y sus cascos hacen brotar chispas del suelo de piedra de la plaza porticada de Peñafiel, cuando Miguel emprende su carrera contra la muerte…

Llega a Aranda, pasa a galope por el Burgo de Osma y todos los huesos le duelen ya cuando otea la ciudad de Soria en la lejanía, donde sólo se detiene para cambiar de corcel. El tibio sol de mayo y la fría luna que hace aullar a los lobos son sus únicos compañeros hasta alcanzar la villa de Agreda, y siente que Navarra y Columba le abren sus brazos al arribar a Corella. Los moradores de Cadreita y Marcilla no saben si aquél es jinete o arcángel alado cuando ya les da la espalda y, casi con el último aliento de su alazán, siente tremolar por fin la bandera real en la torre de la Atalaya del castillo de Olite.

Entra en la villa por el portal de Fenero y oye el redoble de tambores que indican que aquella multitud que se agolpa en la plaza lo hace para presenciar una ejecución .

-¡Paso franco! –grita desesperado mientras se lanza contra el gentío, que asustado huye buscando refugio-. Ya tiene delante el cadalso y, sobre él, el verdugo con la espada levantada presta a separar la cabeza del cuello de la inerme Columba. Con la destreza mil veces ensayada del soldado, desenvaina la suya y, colocando la hoja sobre el cuello de su esposa, consigue desviar en el último momento el mandoble del esbirro.

Ruedan entonces por los suelos, ante la tremenda furia del golpe detenido, caballo y caballero, y la guardia del Rey captura al agotado Miguel que, llevado y puesto de rodillas ante don Carlos, saca de entre sus ropas las cartas y el medallón que doña Blanca le dio, y cuenta a su Alteza y a todo el pueblo de Olite allí reunido que el pasado 29 de mayo de este año del Señor 1421, día de la gentil mártir Santa Teodosia de Constantinopla, vino al mundo el hijo de la princesa doña Blanca, que andando el tiempo ha de ceñir la corona que ahora luce su abuelo, y que contra los deseos de su padre, fue bautizado con el mismo nombre que lleva su noble abuelo y que llevó su famoso bisabuelo: Carlos. Y que parece mozo despierto y pacífico. Y que tanto la madre como el niño están bien, y anuncian su venida a Navarra en cuanto ambos se vean con ánimos de emprender tan arduo viaje.

Y llora de alegría el viejo soberano ante tan feliz noticia, aunque pronto acaba por regocijarse ante los vítores de su pueblo, que alborozado celebra a su lado las albricias. Y promete ante todos que ha de conceder al mensajero lo que le pida. Y Miguel no pide más que la vida de Columba, incluso a cambio de la suya propia si es condenado por haber interrumpido la justicia del rey. Pero éste le hace levantarse y con un gesto de su mano ordena que suelten a Columba, que corre a abrazarse con su esposo.

Y dicen que don Carlos concedió además 400 florines de oro del cuño de Aragón a la pareja, y que con ese dinero Miguel y Columba emprendieron viaje a San Sebastián, “que está en la costa de Ypuzcoa”, y allí tomaron un barco que les llevó muy lejos de las iras del vengativo y rijoso príncipe Juan. Pero que antes de abandonar Navarra prometieron que volverían cuando ese niño que les había traído la vida de Columba bajo el brazo, reinara próspero y feliz.

Y esto fue escrito el mismo día del nacimiento de Carlos d’Evreux y Trastamara, 29 de mayo, aunque 589 años más tarde, para que todos le recuerden y susurren una oración por su alma, o al menos beban un vaso de buen vino navarro en memoria de quien debió haber sido el mejor gobernante que jamás pisara este reino.
Laus Deo.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 19 de mayo de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS I: EL AMOR PERDIDO DEL PRÍNCIPE DE VIANA



1456, año de desgracia (¿y cuál no lo fue a partir de la muerte de su madre?) para el príncipe de Viana, pues exhaustos sus partidarios beamonteses tras tantos años de guerra civil, y ante el temor a caer de nuevo prisionero de su padre, tomó el camino del exilio sin imaginar que nunca más volvería a ver Navarra.

Intentó recabar, sin éxito, apoyos para su causa en la corte francesa y en todas y cada una de las señorías italianas por las que pasó de camino a Nápoles, donde reinaba su tío Alfonso. A los sinsabores del forzado destierro, sumaba Carlos la amargura de verse separado de María de Armendariz, dama de la que anduvo enamorado quizás incluso durante su matrimonio con Agnes de Kleves, de la que había enviudado en 1448.

Así que con esa melancolía de quienes están lejos de su amor verdadero, y ante el temor de no volver a verla más, pidió a la señoría de Florencia, donde en ese momento se encontraba, que se le indicase el nombre de un maestro pintor que pudiera ayudarle con su arte a remediar el olvido. La ciudad bullía entonces de artistas excelentes, pero todos los regidores estuvieron de acuerdo en que sólo el buen Paolo di Dono, conocido como Paolo Uccello, sería capaz de remediar la nostalgia del príncipe con el primor de sus pinceles.

Y con un pliego de recomendación del que pendía el resplandeciente sello del gonfaloniere Cosme de Medici, acudió Carlos a la casa del autor del que tanto y tan bien le habían hablado.

Hechas las presentaciones, y leído el memorial, no se mostró el maestro muy propicio al encargo, pues hacía ya tiempo que todo su anhelo estaba puesto únicamente en las escenas de batalla, donde la amplitud del campo le permitía experimentar la muy difícil técnica de la perspectiva.

-“Oh che dolce cosa è questa prospectiva!”, -le oían decir a todas horas quienes le visitaban en su taller. Y hasta tal punto llegó su obsesión paisajística, que los florentinos comenzaron a llamarle “Uccello”, “Pájaro”, pues muchas de sus obras talmente parecían pintadas como si al artista le hubieran brotado alas, y pudiera contemplar todos los secretos terrestres desde las alturas.

Mas no se amilanó el príncipe con la respuesta negativa, sino que viendo cuál era el interés de don Paolo, le propuso que le pintase el retrato de doña María, a cambio de que él le contara los pormenores de la batalla de Aybar, donde casi derrotó a su padre el traicionero rey Juan. Y ciertamente, no es que le faltaran batallas donde inspirarse a maese Uccello, pues Florencia llevaba en guerra con el resto de ciudades de la Toscana o con el Papa desde tiempo inmemorial, pero aquel enfrentamiento entre padre e hijo que su visitante le contaba, parecía sacado de uno de los libros de Dante o de Petrarca, y las desdichas sin cuento que le iba oyendo a don Carlos excitaban su imaginación, y ya veía un mural en el que al lado izquierdo, el de los malvados condenados al Infierno, destacaría entre sus tropas la figura del usurpador monarca, capaz de desheredar a su propio hijo para mantenerse en el trono, y a la vertiente derecha, aquella prometida por Dios a quienes hayan de salvarse el día del Juicio Final, iría muy bien dispuesta la figura a caballo de don Carlos por delante de las de sus hombres, precisamente aquel mozo que ahora tenía delante, de semblante triste y gesto amable. Todo iría delimitado por las astas de las lanzas y las banderolas al viento y, en el panel central, en lo alto de un pequeño monte, iría pintado ese pueblo rodeado de trigales y de árboles del color de la esmeralda, cuyo nombre sonaba tan recio a los oídos acostumbrados al cantarín sonido de la lengua italiana: “Aybar”.

Sí. Sin duda aquella obra bien merecería que perdiera su precioso tiempo en complacer al viajero pintando el retrato de una mujer tan añorada, y pondría toda su pericia en juego para lograr que respondiese a la evocación que de ella le hizo el príncipe: una dama de cuello largo, pelo moreno y rizado recogido en una diadema de plata, de piel blanca, ojos azules y un lunar sobre los labios finos, pequeños y jugosos. No necesitaba más, pues había decidido pintar simplemente su rostro de perfil ante una ventana abierta desde la que pudiera verse el paisaje, pero dejó que Carlos fuese describiendo los pechos, el talle y otras partes de la anatomía femenina que un pintor conoce de sobra, porque no le pareció estar puesto en razón censurar los gozosos recuerdos que se graban en el corazón de los enamorados.

Y con esos datos y los que le había dado Carlos sobre aquella batalla tan lejana, se puso Paolo a hacer dibujos preparatorios que convirtiesen las letras en líneas y trazos, primero al carboncillo, y luego con los oleos mezclados de su paleta, que contenía muchos más colores que el arco iris que los días de lluvia y sol parecía coronar Santa María dei Fiore...

En una semana tuvo pintado el retrato de doña María, y quedó don Carlos tan impresionado cuando lo vio, que prometió al maestro que nunca se separaría de él. Y sabemos por su secretario, don Pedro de Sada, que así fue, y que incluso lo tenía delante cuando falleció en una sala del Palau Reial de Barcelona. Pero por él sabemos también que la mujer pintada por Uccello no guardaba parecido más que en los detalles más accesorios con doña María, pues él también la conocía y podía recordarla bien, y que eso no resultaba algo extraño en un artista que al fin y al cabo jamás la había visto en persona, pero que el príncipe debió percibir al primer vistazo esa falta de sintonía, y que si no dijo nada fue porque vio sin duda en aquel cuadro a la mujer ideal que encerraba en su semblante el de todas las demás, y que daba lo mismo que se pareciese o no a la modelo original, pues únicamente le importaba ya dedicar todo lo que le quedaba de vida a buscar a aquella dama, sabiendo que muy probablemente nunca podría encontrarla.

Se desconoce el paradero actual de ese retrato, y también el de la enigmática mujer que en él aparecía, pero probablemente todos tendremos una imagen de ella en la cabeza, y algunos hasta pueden tener más fortuna que don Carlos en su busqueda...

En cuanto al cuadro que reflejaba la batalla de Aybar, y que no aparece entre las posesiones del príncipe consignadas en su testamento, todo parece indicar que fue mandado quemar por su padre, perdiéndose así para siempre, por culpa de la necedad de un viejo rencoroso, la que hoy consideraríamos como la obra maestra de Paolo Uccello…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 18 de mayo de 2010

SIN HILOS



Año 1494. El castillo de Irulegi se mantiene en manos beamontesas mientras a su alrededor, se va estrechando el cerco...

Juan de Idoate, el último defensor de la fortaleza, recuerda que el conde de Lerín, hace ya más de un año, le prometió que no le abandonaría allí, que no debía permitir que el castillo cayese en poder de los enemigos, que su causa era justa y bendecida por Dios y por los navarros de bien. Pero hace tiempo que todo eso no le importa, porque en el fondo sabe que si no se ha marchado ya es porque no sabe donde ir. El resto de la guarnición ha ido desertando, o muriendo en emboscadas de las tropas agramontesas. Y si a él no le ha tocado todavía, es porque el vigía del vecino castillo de Leguin es su amigo de la infancia Andrés de Mendinueta, y le avisa cuando hay peligro.

Porque la guerra no ha conseguido romper los lazos entre ambos, separados el uno del otro tan solo por un pequeño valle partido entre las dos banderías que desgarran el reino entero, pero sin posibilidad de reunirse bajo pena de muerte. Sólo el haber sido los dos formados en artes arcanas por el maestro judío Samuel de Morse, les ha permitido permanecer en contacto...

De día, con espejos con los que se cuentan si ha nacido un niño nuevo en Reta o si no conviene exponerse fuera del abrigo de las murallas, porque están sueltas las tropas del mariscal o del conde. De noche a través del movimiento de un farol bien provisto de candelas, con el que hasta se dan maña para jugar a los naipes: elevar el candil arriba y abajo tres veces significa que se llevan treinta y una reales.

Mas de un tiempo a esta parte, de la misma etérea manera, Andrés le cuenta a Juan que un soldado castellano les ha hablado de que se han descubierto unas tierras nuevas al otro lado del mar, y que allí no hace falta arar para que las semillas broten como por ensalmo, que el lecho de los ríos está formado por piedras de oro más grandes que las que aquí disparan las bombardas, que las mujeres son bellas a maravilla y no van apenas cubiertas, porque hace allí calor todo el año.

Y esto último no sabe el de Irulegi si lo habrá entendido bien, porque acostumbrado al frío y las brumas de su valle, no se hace a la idea de que las mujeres o los hombres puedan ir en cueros todo el año, aunque como no es cosa que le desagrade, termina por creérselo y por aceptar que no se les ha perdido nada en aquella Navarra en guerra donde sólo los mercenarios obtienen recompensa a costa de las sufridas gentes de los pueblos.

Y esa misma noche, agramontés y beamontés abandonan sus puestos y se echan al camino, retomando su vieja amistad. Y haciendo parada ante santa Catalina de Beroiz, le piden protección para su viaje dejando a sus pies los espejos y los faroles como ofrenda, pero prometiéndole que no le han de faltar, a su vuelta, candelabros de oro puro, fundidos con las piedras esas que relucen en el fondo de los ríos de aquellas tierras lejanas...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 14 de mayo de 2010

LA BODA DEL SIGLO



Mañanita del 12 de mayo de 1191, y está ya la explanada frente a la catedral de Limassol repleta de ingleses que han venido a presenciar la boda entre Ricardo de Inglaterra y Berenguela de Navarra. Arbitrará la contienda el obispo de Evreux, del colegio normando.

Los 7.000 bulliciosos aficionados británicos son evidente mayoría en este encuentro, pues apenas 50 navarros se han desplazado hasta Chipre para presenciar la final de este Primer Trofeo Plantagenet.

A pesar de las severas advertencias hechas por Felipe Augusto, presidente de la Federación Francesa, que a punto han estado de conseguir la suspensión de tan apasionante choque, el capitán ingles, que luce en su camisola los tres leopardos, lleva ya dos horas esperando que el equipo contrario salte al terreno de juego, aunque parece que el retraso entra dentro de la táctica diseñada por el entrenador de los navarros, el impresionante príncipe Sancho, que anoche declaró a varios cronistas que lo de la puntualidad anglosajona no va con él.

Los esfuerzos hechos por la federación chipriota en el sentido de intentar que se prohibiese la ingesta de alcohol durante el partido tampoco han dado fruto, pues el calor primaveral de estas tierras orientales ha incrementado tan notablemente la venta de cerveza, que se calcula que para mediodía no quedarán más de dos o tres barriles llenos en la ciudad. Ni en esto se han puesto de acuerdo las hinchadas rivales, pues los navarros han optado por traer cientos de barricas de vino de su tierra en la bodega de su nao: que se llama “La Veloz Sangüesina”, y que recibe tan simpático nombre por haber sido construida en esa ciudad con la madera que traen los roncaleses desde el Pirineo.

Lo cierto es que la tensión se palpa en el ambiente y los ingleses empiezan ya a impacientarse tanto como su señor, que da muestras de gran nerviosismo haciendo grandes aspavientos en el círculo central de las escalinatas del templo. Para animar a Ricardo en estos momentos cruciales, gran parte de los congregados están cantándole en voz tan alta que resulta casi imposible oír mis propios pensamientos, lo que parece ser un cántico tradicional inglés. Vamos a ver si podemos entender alguna de sus estrofas:

“Walk on through the wind,
Walk on through the rain,
Though your dreams be tossed and blown.
Walk on, walk on with hope in your heart,
And you'll never walk alone,
You'll never walk alone…”

Aplausos atronadores cierran la emocionante interpretación, que Ricardo agradece besando ostensiblemente el escudo que lleva sobre su pecho.

¡Y nos anuncian por fin la llegada de la delegación Navarra, de la que no sabíamos nada desde que salió de su hostal de concentración!

Efectivamente, encabezados por ministriles y atabales que van cantando una copla compuesta por el maese Turrillas:

“¡Oh, muy noble Berenguela!,
De los Sanchos bella flor,
¡Oh, muy noble Berenguela!
Es tu origen montañés,
mas vives, en la Ribera.
Vibra en ti Navarra entera,
Por donde quiera que vas…”,

salta al campo el equipo encabezado por la princesa, que viste toda de blanco con un velo de color rojo que muestra el escudo de su reino bordado en oro y piedras preciosas.

Sale a recibirla velozmente el maestro de ceremonias inglés, Lord Lampard, mas una hábil finta de Berenguela lo deja atrás mientras ella sigue impertérrita hacia la iglesia. Ahora es la madrina de Ricardo, su hermana Juana de Sicilia, quien se interpone en su camino, pero el padrino, el príncipe Sancho de Navarra, la aparta cogiéndola por el talle, sin que el colegiado normando diga nada, por lo que Berenguela continúa como un relámpago su avance hacia su prometido, que le aguarda tras el arco porticado, donde el último obstáculo entre ambos enamorados es el viejo portero londinense Sir Peter Shilton, que mueve los brazos en vano queriendo frenar la acometida de la vanguardia Navarra, pues amagando hacia la izquierda, Berenguela consigue engañarle y entrar en el templo por la derecha, donde Ricardo y ella se funden en un abrazo que sella definitivamente el empate entre ambos esposos, para gozo y satisfacción de las aficiones de ambos equipos, que se lanzan a celebrar el resultado por todas las tabernas de Limassol...

¡Qué apasionante partido, señoras y señores! Quedan todos ustedes emplazados en esta misma frecuencia para el próximo partido internacional que será disputado entre las selecciones de Arabia, con su famoso capitán Saladino al frente, e Inglaterra en el estadio de Acre, y que promete ser aún más disputado que el que acabamos de presenciar…

PD: a quienes penséis que es imposible que esto ocurriera de la manera en que os lo he contado, sólo me queda recordaros las sabias palabras del libro del Eclesiastés, que en su capítulo 1, versículos 9-10 nos dice:

“Lo que ha llegado a ser, eso es lo que llegará a ser; y lo que se ha hecho, eso es lo que se hará; y por eso no hay nada nuevo bajo el sol.
¿Existe cosa alguna de la cual se pueda decir: “Mira, esto es nuevo?”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 13 de mayo de 2010

DE NOMBRE TAN SONORO...



Una de las mejores cosas de escribir dejando volar la imaginación es la posibilidad de jugar a ser Dios…

Dejábamos el otro día al pobre infante Teobaldico despanzurrado en San Pedro de la Rúa de Estella, pero se me antoja ahora, cuando han pasado ya 738 años de tan infausto suceso, que la literatura paralice en el aire al niño y al aya que caen, y haga que en el breve lapso de tiempo y de espacio que media entre lo alto de Zalatambor y el suelo del claustro, les salgan unas alas que les devuelvan sanos y salvos a la terraza...

Y ese niño protegido cual Moisés entre las aguas, crece, y su padre, que tampoco ha muerto por un disgusto que ya no ha tenido lugar, le va contando como al poco de nacer, fue concertado su matrimonio con otra niña que se llama Violante, hija del rey de Castilla. Y al joven Teobaldico esa princesa prometida, a la que no conoce de nada, se le antoja más bella y dispuesta que la hija del emperador de Constantinopla, cuyas aventuras tanto le gusta leer en las novelas que se guardan en la biblioteca del castillo de Tiebas.

Y en pocos años más, esa pareja de nombre tan sonoro, acaba casándose por fin, y su primogénito recibe por supuesto el nombre de Teobaldo, y ocurre que en él vienen a juntarse las sangres más poéticas de toda la Edad Media, pues son sus abuelos don Teobaldo I de Champaña, y don Alfonso X de Castilla, que fueron sin duda los mejores trovadores de su tiempo. Y ha de ser por eso por lo que este joven Teobaldo IV muestra desde muy temprano tanta sagacidad e ingenio como la que manifestó el niño Jesús ante los doctores del templo de Jerusalén, y por lo que, ya adolescente, es capaz de componer cantigas, baladas y virolays sin dificultad alguna, aspecto éste que le hace muy popular entre las damas que arreboladas de amor caen entre sus brazos.

Y en esas está cuando su padre, Teobaldo III, el arrancado por la fantasía a las garras de la muerte en Estella, fallece esta vez de veras, y comienza a reinar en Navarra quien ve en los versos amigos más placenteros que lo que nunca podrán llegar a ser los artículos de las leyes. Así que una de sus primeras medidas de gobierno consiste en mejorar las capítulas del Fuero General que compiló el primer Teobaldo, llenando de claras estrofas y de cantarinas rimas lo que los leguleyos de antaño se empeñaron en hacer incomprensible. Y es desde entonces el reino gobernado en base a la poesía, y sea por eso o no, llueve a partir de entonces sólo en primavera, cuando lo necesitan las semillas, y hace menos frío en invierno y el calor justo para que maduren los frutos en verano.

Las prisiones y mazmorras quedan vacías, pues no hay motivo para encerrar a nadie en ellas, y van añadiéndose a la biblioteca de Tiebas nuevos tratados y manuscritos que el rey considera necesarios para aumentar la felicidad de su pueblo. Y mientras se afana en guardarlos en buen orden en las pobladas estanterías, caen de improviso en sus manos las novelas que sobre la princesa constantinopolitana leía su padre, y este otro Teobaldo cae también bajo el hechizo bizantino, hasta el punto de enviar embajadores a la ciudad imperial para pedir la mano de la princesa que esté en ese momento disponible, pues es cosa sabida que es aquella Corte muy pródiga en infantas casaderas. Y place a Andrónico II Paleólogo tal petición, por lo que a vuelta de correo aparece en Tiebas una comitiva tan lujosa como no se ha visto otra, custodiando a la princesa Eudora, que en griego quiere decir “Honrada”, que resulta ser tan aficionada a los libros y a la poesía como Teobaldo, lo que pronto hace nacer el cariño mutuo entre ambos desconocidos de nombre tan sonoro, y que, andando el tiempo, nazca además también un quinto Teobaldo, con facciones tan clásicas como las de las estatuas que salían de las manos de Fidias, a decir de quienes le conocieron.

Y hora es ya de cerrar el libro de los Teobaldos, que podría yo prolongar aún un buen trecho, aunque bastará con decir que el quinto Teobaldo se casó, como era de prever, con una princesa de nombre tan eufónico como el suyo, pues está visto que no se estilaba en esta Dinastía el juntarse con simples Marías o Cristinas…

Y no será menester tampoco recordar que, como prueba de lo importantes que fueron en la historia, tienen ahora los Teobaldos en Pamplona una calle a ellos dedicada (sin hacer separaciones entre unos y otros), donde antaño tenía su comercio el mercader Alonso, que como todo el mundo sabe: “en agosto vendía al costo…”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 11 de mayo de 2010

COMAN VUESAS MERCEDES



No dando resultado ninguna otra de las medidas tomadas para que S.M. don Enrique I de Champaña baje de peso, a los físicos que le atienden se les ha ocurrido imponerle lo que en el futuro ha de llamarse sin duda “dieta estellesa”. Hartos ellos y el mismo paciente de las prohibiciones, han decidido que el rey siga comiendo todo lo que quiera, pero que tras cada banquete, vaya a mostrar su piedad y devoción a los tres santuarios más importantes de la ciudad.

Es a saber: San Miguel, San Pedro de la Rúa y Santo Domingo, deteniéndose en cada uno de ellos el tiempo justo de rezar un avemaría. Y que lo haga a buen paso, si no corriendo, para que lo que no han podido las recetas médicas lo puedan las cuestas y las escaleras de la vieja Lizarra…

Y no parece que a don Enrique le haya caído mal la ocurrencia de los galenos, porque acostumbrado a no dar más de tres pasos seguidos, si no es en pos de las cocineras, ha olvidado probablemente la singular orografía de sus dominios junto al Ega.
Así que tras engullir 4 pichones en su salsa, medio jabalí y un cuarto de capón, se muestra presto a cumplir la encomienda saliendo muy bien dispuesto de su palacio para acometer los traicioneros peldaños que en un decir Jesús le llevan a franquear las puertas del convento dominico, donde levantarse después de arrodillarse le cuesta más esfuerzo del que recuerda haber hecho desde sus años mozos.

Más o menos aliviado por las oraciones, se inclina ahora por cruzar el río y dirigirse a San Miguel, cuyo desnivel se le hace tan enorme como dicen que era la sombra de su tío abuelo el rey Sancho. Gruesos goterones de sudor ruedan por sus mejillas, y siente ya todas las junturas del cuerpo tan adoloridas como las ánimas que penan en el Infierno. Pero sobreponiéndose a sí mismo, que es siempre labor difícil, consigue traspasar la cancela del templo y envidiar allí vivamente las alas que luce el arcángel.

Los monaguillos comentan en voz baja, cuando el orondo gobernante la emprende hacia San Pedro, que los resoplidos del monarca más parecían fuelles de órgano musical que respiración humana, pero allá que ven perderse la figura real, que ciertamente llega a la última escalinata de su recorrido con el mismo color en su rostro que en el escudo que dice a todos los que le ven pasar que aquél es el rey de Navarra.

Entra tambaleándose en la iglesia, donde le esperan quienes tan áspera penitencia le han impuesto. Con reverencia esperan a que el rey concluya la salve, y para desesperación de Enrique, le conminan a que repita el recorrido por lo menos otras cuatro veces más. Y así todos los días hasta que su silueta sea tan atlética como lo fue la de su padre, el rey poeta don Teobaldo.

Y durante toda esa semana ven los estelleses al rey trepar por las rúas de la ciudad, y otros muchos dicen que también le ven luego paliar tan grandes esfuerzos en las tabernas junto al río, donde al parecer conviene apostar por la capacidad de su tragonía a la hora de ingerir todo tipo de peces asados, acompañados por jarras de buen vino. Y ya los médicos comienzan a desesperar, pues ven cómo don Enrique ha vuelto a saltarse sus recomendaciones y no ha bajado ni una libra de peso, cosa que a él mismo le avergüenza y le hace maldecir su poca fuerza de voluntad, jurando y perjurando que vendería su alma a Satanás si consiguiera rescatarle definitivamente de su gordura…

Y como no es bueno tentar a la Providencia, pues el malvado demonio utiliza siempre la puerta de los buenos propósitos no cumplidos para perder el alma de los hombres, una tarde, mientras el rey está subiendo la escalinata de San Pedro tan lentamente que hasta los peregrinos más ancianos le sobrepasan, mira hacia arriba queriendo calcular cuánto le falta, mas sus ojos no pueden dejar de advertir que en la terraza de la torre más alta del castillo de Zalatambor hay una figura femenina con un niño en brazos… La mujer señala con el dedo hacia abajo, como queriendo indicar al tierno infante dónde está su padre, que ve aterrado como se inclinan cada vez más peligrosamente en las almenas…

Y quiere entonces correr, correr como no ha corrido nunca, justamente como sabe que no puede correr, porque su corpulencia se lo impide. Y grita a los peregrinos que se aparten, que es el rey de Navarra, y que les cortará a todos la cabeza si no cumplen su mandato. Y ahogándose casi, penetra en la iglesia, y casi a gatas entra en el claustro, donde yacen los cuerpos destrozados de su hijo el príncipe Teobaldico y de su aya doña Marina.

Y en medio del dolor que le desgarra como un alfanje sarraceno, se jura a sí mismo que nunca más volverá a probar bocado. Y se convence de que la única misión que llevará a cabo en lo que le quede de vida será la de convertirse en un nuevo San Jerónimo, que de puro flaco le tomaban los otros eremitas del desierto egipcio por galgo sin dueño o por pergamino que el viento hace volar a su albedrío.

Y sucedió todo esto en Estella, en el año del Señor 1272. Y don Enrique no sobrevivió a su primogénito más de un año. Y dicen que pesaba al morir menos que una cardelina, y que todos los días, hasta el último, se empeñó en subir a toda velocidad la escalinata de San Pedro, como si aún pudiese llegar a tiempo de salvar al infante.

Y de esta triste y taimada manera, concedió Belcebú el deseo que el rey le formulara, librándole definitivamente de su gordura, con gran pena de los gusanos, que se perdieron un gran festín, y beatífico escarmiento de los humanos, que siempre buscan ocasión para holgazanear…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 9 de mayo de 2010

FASHION VICTIM



Madrugada del 13 de febrero de 1390.

Carlos, tercero de ese nombre en la nómina de los reyes de Navarra -como ordena el Fuero- está velando toda la noche en la catedral de Pamplona. El mismo lugar donde, por la mañana, será finalmente coronado. Hace ya tres años que murió su padre, y gobierna efectivamente desde entonces, pero sus desavenencias con la reina y muchos otros problemas de cariz político han retrasado tan importante ceremonia.

Solo, en mitad de la nave, rodeado por las tumbas de quienes le antecedieron en el trono, y con muchas horas de vigilia por delante, no puede dejar de lamentar, como cada vez que entra en el templo, que semejante fábrica esté construida con el bárbaro arte que los antiguos consideraron bello. Pero a él, que ha visto con sus propios ojos las vertiginosas agujas que rascan los cielos de Francia, las etéreas y apuntadas bóvedas sostenidas por delicados arbotantes, o las vidrieras que bañan de cientos de brillantes colores hasta los interiores de la más modesta iglesuela, aquel mazacote de pesados sillares, aquellos arcos de medio punto, y aquellas enormes columnas coronadas por capiteles donde ridículas representaciones de demonios se agolpan sin orden alguno, ofenden su refinado gusto.

A partir de mañana, piensa, muchas cosas cambiarán en Navarra. Se acabaron las guerras en las que nos metió mi padre, todos los recursos que en ellas se empleaban se utilizarán ahora en la construcción de edificios que perpetúen la memoria de quien mandó erigirlos: nuevos palacios, nuevos jardines y sobre todo, una nueva catedral en la que sus sucesores puedan coronarse y ser sepultados sin pasar vergüenza, cómo a él ahora mismo le está sucediendo. Sobre todo cuando piensa que mañana será precisamente el cardenal Pedro de Luna, acostumbrado a los lujos de los palacios e iglesias de Aviñón, quien lo corone.
 

Así que mirando de reojo a la plateada imagen que desde lo alto preside aquel sagrado espacio, y cuya cubierta metálica reverbera a la luz de las candelas, se encamina hacia la capilla de San Esteban, recién terminada, y donde aún se guardan las herramientas utilizadas por los obreros, escoge el mazo más pesado y el escoplo más punzante, y velozmente asciende hasta las bóvedas por la escalera de caracol de la torre de los canónigos. Y ya sobre las claves de los arcos fajones que llevan casi trescientos años sosteniendo los cañones de piedra, pica febrilmente durante horas entre las juntas tan bien labradas, y al contrario de los sacamuelas que arrancan los dientes podridos de los villanos, él va royendo rocas perfectamente sanas y apartando tejas totalmente nuevas sin el menor miramiento.

Sólo se detiene cuando los primeros rayos de sol se cuelan por los estrechos respiraderos. Entonces tira bien lejos las herramientas y se sacude el polvo de la ropa. Baja de nuevo a la nave y arrodillándose reza, casi reta, a Santa María:

Todo lo hago por dar más lustre y riqueza a tu santa casa. Más si juzgas, quizás acertadamente, que no es más que por orgullo por lo que me he lanzado a locura semejante, que dentro de unas horas, cuando los doce ricoshombres me tengan alzado sobre el pavés, caiga sobre nosotros tu justa cólera transformada en piedra…

Y por más que se esfuerza en advertir el más ligero cambio en la expresión de la imponente talla, no ve Carlos gesto que lo disuada de su proyecto, que cree definitivamente sancionado por los Cielos cuando la ceremonia de su coronación transcurre sin el menor incidente…

“La lluvia, la nieve y el viento –piensa mientras mira desde lo alto del escudo hacia arriba- serán mis aliados, y en poco tiempo tendremos en Pamplona una Catedral de la que puedan envanecerse todos los navarros, y cause la envidia de los extraños. Y si he de condenarme por ello, espero al menos que el Infierno esté construido en el mismo estilo que el de los templos franceses…”


PD: El 1 de julio de 1390 se hundió la techumbre de la catedral románica de Pamplona, y la primera piedra del templo gótico que la sustituyó, fue colocada el 27 de mayo de 1394, en una ceremonia presidida por don Lancelot, el hijo bastardo del rey Carlos III.

Laus Deo.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 7 de mayo de 2010

TODO ESTÁ EN LOS LIBROS



11 de marzo del año del Señor 859.

Eulogio de Cordoba, rector y bibliotecario de la Escuela de San Zoylo acaba de ser condenado a muerte por el emir Muhammad I. Contempla el paisaje desde la ventana de su celda mientras espera a que el verdugo tenga bien afilada la espada con la que le cortará la cabeza, pero en vez de reparar en los almendros en flor que bordean el Gualdaquivir, su imaginación vuela al norte, al reino de Pamplona, que hace apenas diez años visitó. Y añora al buen príncipe Iñigo Arista, y al obispo Wilesindo, pero sobre todo recuerda al abad Fortún, y a su comunidad de monjes que estudian y trabajan en el monasterio de Leyre.

Y en el placer del recuerdo, surgen de pronto las espinas del remordimiento, pues guarda desde aquellos años un terrible secreto: su pasión por los libros le hizo olvidar el miedo y la vergüenza y sustraer de aquel cenobio uno maravilloso, que cayó de improviso en sus manos mientras revolvía pergaminos en aquella surtida biblioteca.

Era una “Vida de Mahoma”, que a pesar de residir en tierras gobernadas por el Islam, jamás había visto. Tenía las tapas repujadas en cuero con los diseños geométricos que sólo los árabes son capaces de realizar, y su interior mostraba los fantásticos dibujos a toda página del fraile Juan de Buscema, donde quedaban plasmados los horribles pecados de la secta agarena. El texto, bellamente caligrafiado por el escriba Hildebrando de Tafalla, apostillaba a la perfección esas imágenes…

Definitivamente aquel libro debía ser suyo. Suyo y de nadie más, pues al fin y al cabo él se jugaba la vida por defender la fe de Cristo entre los infieles, y aquellos monjes habían conseguido librarse de su yugo por fin. Así que comprobó que nadie le observaba, y no pudiendo resistir más la tentación, sacó bajo su hábito el libro del scriptorium.

Cuando días más tarde abandonó Leyre, el libro que le había fascinado viajaba con él. Y le había acompañado durante los siguientes diez años, y había sacado de él preciosos datos para elaborar sus sermones, aunque muchas otras veces se conformaba con vagar durante horas por aquellas hechizantes ilustraciones.

Pero ahora, habiendo llegado la hora de su encuentro con Dios, siente miedo a que aquel robo sacrílego le expulse del Paraíso que todos los mártires tienen prometido, y no teniendo correligionario en quien descargar su conciencia, ruega la presencia de uno de los visires, con quien compartió juegos en la infancia, y que a pesar de su distinta religión, sabe que también ama a los libros.

El ministro, apenado, reprocha a Eulogio:

-¿Cómo tú, un sabio, te olvidas del amor a la vida, lanzándote a la muerte? Reniega ahora de tu fe ante el Emir y sigue después la religión que quieras. Te prometo que no te buscaremos más en parte alguna.

-Amigo Abd-al-Malik –le contestó el prisionero-, no sabes lo que espera a los fieles de Cristo. Si sintieses en tu pecho lo que yo siento en el mío, no me hablarías así, y con gusto perderías los honores que posees por abrazar mi religión. Y precisamente porque temo perder esa recompensa es por lo que te he hecho llamar…

Y Eulogio le cuenta lo acontecido en Leyre, y le dice dónde oculta el libro, y le pide que lo busque y se lo entregue a su discípulo Álvaro para que lo restituya a sus legítimos dueños, en aquel rincón apartado del pirineo pamplonés. Y sobre todo le ruega en nombre de su antigua amistad y de su común simpatía por los libros, que comprenda que si así no lo hiciese, condenaría a su alma a vagar por los infiernos, en espera de que otro lo devolviese en su nombre…

Y así, mientras la cabeza del cristiano es separada de su cuerpo, el visir acude a la pobre casa que servía de morada a su amigo, y bajo una falsa portezuela de madera encuentra aquella obra magnífica y, a pesar de que su contenido está repleto de horribles blasfemias hacia su sagrado profeta, no puede resistirse a pasar las páginas y asombrarse del trabajo de sus artífices. Y es tanto el arte empleado, que la tentación de quedarse con él es muy fuerte, hasta que imagina a Eulogio acechado por las llamas aventadas por el demonio, y se ve a él mismo torturado eternamente por haber faltado a la promesa hecha a un infiel, al que sólo le unía el amor a los libros. Y opina que son los libros buen puente para unir a quienes piensan diferente, y cierra entonces el tratado, lo protege con un rico brocado y corre a entregárselo al discípulo de Eulogio, ordenándole que cumpla la última voluntad de su maestro.

Y dicen que cuando meses después llegó Álvaro a Leyre, las campanas del monasterio repicaron sin que nadie las tocase, y que el viejo abad Fortún comprendió, al serle entregado el libro, que había sido aquello un doble prodigio. Primero porque resonasen aquellos pesados carillones sin intervención de mano humana, lo que a su docto juicio quería además decir que las puertas del Cielo se habían abierto de par en par para Eulogio, pero sobre todo porque se devolviese un libro robado a una biblioteca, y que era ése el milagro más grande que se pudiese contemplar en aquel reino de Pamplona o en cualquier otro.

Y es por eso que incluso hoy en día, cuando ocurre el raro fenómeno de devolverse un libro robado, o nada más que prestado, suenan campanas en la torre más cercana al lugar del portento, y Eulogio y Abd-al Malik brincan de gozo en la Gloria, que para los que, como ellos, aman tanto a los libros, es como una Biblioteca enorme de la que sí puedes llevarte todos los libros que quieras…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010