martes, 18 de mayo de 2010

SIN HILOS



Año 1494. El castillo de Irulegi se mantiene en manos beamontesas mientras a su alrededor, se va estrechando el cerco...

Juan de Idoate, el último defensor de la fortaleza, recuerda que el conde de Lerín, hace ya más de un año, le prometió que no le abandonaría allí, que no debía permitir que el castillo cayese en poder de los enemigos, que su causa era justa y bendecida por Dios y por los navarros de bien. Pero hace tiempo que todo eso no le importa, porque en el fondo sabe que si no se ha marchado ya es porque no sabe donde ir. El resto de la guarnición ha ido desertando, o muriendo en emboscadas de las tropas agramontesas. Y si a él no le ha tocado todavía, es porque el vigía del vecino castillo de Leguin es su amigo de la infancia Andrés de Mendinueta, y le avisa cuando hay peligro.

Porque la guerra no ha conseguido romper los lazos entre ambos, separados el uno del otro tan solo por un pequeño valle partido entre las dos banderías que desgarran el reino entero, pero sin posibilidad de reunirse bajo pena de muerte. Sólo el haber sido los dos formados en artes arcanas por el maestro judío Samuel de Morse, les ha permitido permanecer en contacto...

De día, con espejos con los que se cuentan si ha nacido un niño nuevo en Reta o si no conviene exponerse fuera del abrigo de las murallas, porque están sueltas las tropas del mariscal o del conde. De noche a través del movimiento de un farol bien provisto de candelas, con el que hasta se dan maña para jugar a los naipes: elevar el candil arriba y abajo tres veces significa que se llevan treinta y una reales.

Mas de un tiempo a esta parte, de la misma etérea manera, Andrés le cuenta a Juan que un soldado castellano les ha hablado de que se han descubierto unas tierras nuevas al otro lado del mar, y que allí no hace falta arar para que las semillas broten como por ensalmo, que el lecho de los ríos está formado por piedras de oro más grandes que las que aquí disparan las bombardas, que las mujeres son bellas a maravilla y no van apenas cubiertas, porque hace allí calor todo el año.

Y esto último no sabe el de Irulegi si lo habrá entendido bien, porque acostumbrado al frío y las brumas de su valle, no se hace a la idea de que las mujeres o los hombres puedan ir en cueros todo el año, aunque como no es cosa que le desagrade, termina por creérselo y por aceptar que no se les ha perdido nada en aquella Navarra en guerra donde sólo los mercenarios obtienen recompensa a costa de las sufridas gentes de los pueblos.

Y esa misma noche, agramontés y beamontés abandonan sus puestos y se echan al camino, retomando su vieja amistad. Y haciendo parada ante santa Catalina de Beroiz, le piden protección para su viaje dejando a sus pies los espejos y los faroles como ofrenda, pero prometiéndole que no le han de faltar, a su vuelta, candelabros de oro puro, fundidos con las piedras esas que relucen en el fondo de los ríos de aquellas tierras lejanas...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010