martes, 29 de noviembre de 2011

PRIMER OCHO MIL



29 de noviembre de 1291, dos de la madrugada.
Rúa de la Pellejería, Burgo de San Cernin de Pamplona.

Y están tan concurridas las tabernas, sobre todo aquella que homenajea con su nombre a la ciudad fronteriza de Viana, que no cuesta nada a los dos amigos alcanzar Portalapea, y desde allí confirmar sus impresiones previas: que, efectivamente, los centinelas que habitualmente custodian la imponente portada de la iglesia de San Saturnino -siempre cerrada a cal y canto todas las noches-, deben estar también celebrando al patrón en alguno de aquellos tugurios atestados de franceses. Nada se opone, pues, a sus planes...

Así que, deseándose suerte, Ochoa de Olza encamina sus pasos a la torre norte del templo, mientras que Nagore de Aezkoa se dirige a la torre sur. Ambos portan unos pequeños zurrones donde llevan todo lo que han creído necesario para afrontar la ascensión, pues lo que tienen en mente es nada menos que escalar aquellas dos fuertes atalayas. Frotan por tanto sus manos con resina y comienzan a buscar en los sillares, con la única ayuda de la luz que les proporciona la luna llena, grietas y hendiduras en las que poder introducir los dedos y las puntas de sus puntiagudas alpargatas.

Y poco a poco, haciendo caso omiso al peligro, van dejando el suelo de la rúa cada vez más lejos, hasta llegar a un punto desde el cual ya no se oye la algarabía de la fiesta que abajo transcurre, sino tan sólo las respiraciones de quienes tan gran esfuerzo están acometiendo. Y sube Ochoa más rápido que Nagore, porque éste ha de ir sujetando cada dos por tres sus anteojos para no perderlos, que mucho pagó a monsieur Rouzaut por ellos. Y también porque en realidad es el de Olza el mejor escalatorres del reino, así que mucho hace ya su compañero con intentar seguir su vertiginoso ritmo, pues Nagore siempre ha sido más partidario de establecer campamentos base donde poder recuperar el resuello, que de subir sin descanso alguno.

Y no diré que no pasaron alguna que otra dificultad más en tan loco ascenso, pero todo quedó olvidado cuando pudieron los dos llegar finalmente a las ventanas del campanario. Que, estando tan altos, mucha maravilla fue haber completado el recorrido sin percances. Y ya sobre piso firme, y cuidando mucho no pisar a tanta paloma como allá se resguarda, proceden a llevar a cabo la segunda parte de su propósito, que consiste en sacar cada uno de su respectiva alforja una ballesta, y atar un fino cabo de cuerda al dardo presto a ser lanzado, y tras apuntar al yugo de la campana que cada uno tiene justo enfrente, disparar ambas flechas hasta que quedan clavadas las dos en sus objetivos.

Luego colocan unos mosquetones en la misma madera y, atando los dos cabos de cuerda pueden hacerla girar entre ellos como ni en los mejores tendederos junto al Arga podría contemplarse. Y, empleando unas pinzas compradas al señor de Irigaray en la su tienda de la calle San Miguel, proceden con mucha diligencia a colgar entre ambas torres tres grandes lienzos. El del lado de Ochoa muestra las armas de la Navarrería: una regia catedral. En el del lado de Nagore veréis las armas de la Población de San Nicolás, que es el barrio donde él mora: el santo obispo de pie en un barco sobre el mar. Y el lienzo central lleva escrito un mensaje en letras muy elegantes y góticas, pero por lo avanzado de la noche no es fácil leer lo que pone. Mas pronto amanecerá...



Y antes de que eso ocurra, saben los dos aventureros que les conviene ponerse a salvo fuera de la iglesia, aunque no por el mismo camino que emplearon para subir, que sería cosa de necios, sino por las cómodas y larguísimas escaleras de caracol que dan vueltas y más vueltas en el interior de cada torre. Y llegados al templo, y antes de descorrer el cerrojo que les permitirá salir a la calle, no pueden evitar hacer gran reverencia al caballero misterioso de piedra que desde lo alto del muro les contempla.

Y muy justos han andado de tiempo, que con los primeros rayos del alba ya se acercan las primeras beatas a misa, y ya se retiran los últimos borrachos a su casa. Y no se tienen por libres de peligro hasta estar fuera de las murallas del burgo. Y hacen bien, porque en realidad su titánica operación no ha pasado desapercibida para todos los franceses que allí habitan. Todo lo contrario, los sargentos de la guardia Herzog y Lachenal han seguido durante toda la noche con gran interés los acontecimientos desde lo alto de la cercana torre de la Galea, pero en lugar de dar el grito de alarma han preferido admirar la estupenda técnica de tan recios montañeros, y hasta han tomado notas de la misma para, si acaso en el futuro les llega a ellos mismos la ocasión de emprender expediciones similares, poder imitar en todo a Ochoa y Nagore.

Y ya están a punto de retirarse también los dos sabios sargentos, cuando a plena luz del día pueden ya distinguirse en su integridad los tres lienzos colgados entre las torres de San Cernin. Y no sólo ellos, sino todos los que comienzan a poblar las calles braman de indignación al ver las enseñas de la Navarrería y de San Nicolás ondeando en su querido templo, y gritan pidiendo venganza cuando los más instruidos les advierten de lo que, en letras muy góticas y elegantes, pone en el lienzo central:

"Une énorme merde pour vous, chers voisins!"
Y corren todos a avisar al preboste, el señor de Sainte-Marie, quien, pillado de improviso, sólo acierta a decirles que en Pamplona, tras las redadas de hace quince años, ya no hay bandas de Navarrerianos, y que los últimos bandidos, los autodenominados "Navar-Kyns", fueron desarticulados recientemente...



Y de todo esto se deduce que viene de muy antiguo la costumbre que tienen los pamploneses de ir a tocarles las partes nobles a otros pamploneses que a ser posible vivan en un barrio distinto, aunque no hacen ascos tampoco a zirikiar a los de su propio barrio...



Y esto fue escrito el día de San Saturnino, patrón casi ignorado de la ciudad de Pamplona, en otra villa que, desgraciadamente para mí, no celebra su memoria...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 28 de noviembre de 2011

LEJOS, MUY LEJOS

Ha ordenado el buen rey don Teobaldo I a sus tres hijos varones que comparezcan ante las Cortes para ser jurados como príncipes de Navarra y que puedan de esta forma acceder al trono cuando él falte.

Muy ufano pone su mano sobre el evangeliario de plata el mayor de los tres, el joven Teobaldo, que en alta voz promete cumplir el Fuero recién compilado por su padre. Y la misma actitud de orgullo demuestra el tercero, el aún niño don Enrique. Pero al rey no le pasa desapercibido que el segundo de sus vástagos, el siempre soñador don Pedro, señor de Muruzabal, ha jurado también, pero como por obligación, como si aquel acto solemne no tuviese importancia alguna para él. Y no deja de sentirlo mucho el soberano, porque de los tres es a Pedro a quien más quiere, por ser el que ha heredado su gusto por la poesía, y ser también el único de los tres que muestra interés desde niño por los relatos de sus batallas ya tan lejanas en el tiempo...

Así que más tarde, cuando ya todos se han retirado, golpea el rey la puerta de la habitación de Pedro. Sabe que no está durmiendo, porque conoce su costumbre de pasar las primeras horas de la noche gastando más velas que el monasterio de Santa María de Marcilla, que todo el mundo sabe que cuenta con la iglesia mejor iluminada del reino. Y falta le hace al infante, que, a su edad, ha leído ya más libros de los que leyó ninguno de sus antepasados. Y los volúmenes se desparraman alrededor de la cama, por encima de la mesa y frente a la chimenea.

-¿Cómo es la ciudad de Antioquía, padre?

-Ya te lo he dicho muchas veces, Pedro: tenía dos cinturones de murallas, y en cada uno de ellos se alzaban setenta y una torres, todas diferentes en hechura y materiales. Las había redondas, cuadradas y hasta triangulares. Unas eran de ladrillo, otras de piedra, y en las cuatro que cerraban el perímetro interno, las ventanas tenían el marco de plata y azulejos moriscos, señal de que allí aguardaban su liberación cuatro princesas cristianas cautivas. Una por una fueron cayendo las ciento treinta y ocho torres ocupadas sólo por sarracenos, y dejamos para el final las cuatro que habitaban las princesas, pues aquellos puntos angulares eran los únicos desde los que podía tomarse la fortaleza central. Y cuando la cruz y el carbunclo de Navarra ondearon finalmente sobre el imponente donjon antioqueño, tuve yo que quitarme de encima a las cuatro princesas, que de tanto vivir en tierra musulmana se habían creído que la fe cristiana permite también los harenes...



-Pues yo quiero ver Antioquía.

-¿Para qué? En cuanto seguimos camino hacia Tierra Santa, nuestros enemigos volvieron a tomar la ciudad, y otra vez raptaron a otras cuatro princesas cristianas para volver a ponerlas en aquella jaula de oro, pues son muy supersticiosos estos infieles, y debieron pensar que quedaría la defensa de la ciudad muy afectada si no se recuperaba a este tipo de pizpiretas princesas. A estas alturas, ya estarán viejas y arrugadas como pasas de Corinto...

-¿Y si no han olvidado aún al fugaz libertador de sus antepasadas, el rey de Navarra? Y si sus oraciones han atravesado todas las montañas de Asia y de Europa, y siguen clamando por su retorno? Esperanzas tan justas merecen ser cumplidas, padre y señor.

-¿Y las esperanzas que yo he puesto en ti, Pedro? Sabes que tu hermano Teobaldo es un tanto enfermizo. Si -Dios no lo quiera- algo le ocurre, tú heredarás la corona de Navarra...

-Yo no quiero reinar más que en mi mísmo. No me gusta aceptar órdenes, y no me gustaría tampoco tener que darlas. Muchas veces me habéis dicho que os recuerdo a vos cuando teníais mi edad. Y hasta me habéis confesado que tampoco queríais reinar. Que la corona llegó a vuestras sienes tan sólo porque los nobles navarros se negaron a aceptar el testamento de vuestro tío el rey Sancho, y que con tan endebles cimientos, a punto estuvísteis de renunciar a ella. Vos mejor que nadie deberíais entender ahora mi deseo...

-Pues no, Pedro. no te entiendo. ¿Acaso no amas a Navarra?



-No es eso, padre. Al contrario, sabéis que conozco el país como la palma de mi mano, y que lo mismo disfruto contemplando desde el privilegiado mirador de Albiasu como la verde hierba pierde, allá en las Malloas, su combate ante las afiladas cumbres de roca azulada, que contando las espigas de trigo que no dejan pasar al bosque frondoso más al sur del Monte Plano de Tafalla. Que he subido al castillo de Peña para oponerme a la enésima invasión aragonesa, que me he arrodillado ante Santa María de Codés. Que he llevado una corona de flores a la tumba de Sancho I en Resa y he compartido esfuerzos con los caballeros hospitalarios de San Juan en su encomienda de Cabanillas. Claro que amo a Navarra...



-Lo que me dices es terrible, Pedro, pues bien sabes también tu que tus hermanos Teobaldo y Enrique no sabrían distinguir Estella de Tudela.

-Porque ellos ven Navarra sólo como un dominio que gobernar a caballo, y no se apean de él para bañarse en el Salazar bajo el palacio de Adansa, ni para ayudar a poner a salvo de los lobos los rebaños que pastan en Aralar. Pero yo sólo tuve que fijarme en vos para hacerlo. Y si mis hermanos no lo han hecho ya, ni todos los consejos de los sabios de Grecia conseguirán enmendarlos. Pero no son malos, solamente tienen un concepto equivocado de lo que es gobernar. En Navarra no se puede hacer sin más lo que el rey ordene, tal y como vos lo habéis firmado y rubricado en el Fuero...

-Lo sé, lo sé. Y vaya que si he tenido problemas por intentar imponer mi voluntad. Pero creo que a ti te hubieran obedecido sin rechistar.

-Ya nunca lo sabremos. En cuanto esté preparado partiré hacia Antioquía.

-¿Y de verás prefieres ir en pos del sueño de unas princesas cautivas sabiendo que aquí tienes tantas enamoradas como días tiene el año?

-Las mujeres y los sueños son como el texto y la miniatura que debe aclarar su sentido en la página principal de un lujoso libro. Cuando una va acorde con el otro, logra alcanzarse la perfección. Y os confieso que mal escribano he sido hasta ahora, pero que yo tambíén quiero encontrar esa perfección...

-Sea como tú quieras, hijo mío. Pero dilata tu partida hasta que pueda yo aleccionarte bien sobre aquellas tierras de los turcos, donde tanto como contar con el apoyo de las avanzadillas cristianas, te convendrá hacer uso de las fuerzas de aquél de quien alguna vez me habrás oído hablar: Hassan-Al-Sabbah, el "viejo de la Montaña". ¿Quieres que te cuente cuando me introduje en su ignoto jardín para salvar la vida de mis compañeros de expedición robándole los extraños frutos que allá cultivaba?

-Por supuesto, mi gran señor y padre don Teobaldo. Estaré como siempre encantado de escucharos.



-Pues verás, querido hijo: Partí al alba, que nunca ha considerado honorable enviar a otro a cumplir la tarea que yo mismo pudiese llevar a cabo. Sólo llevaba conmigo a mi caballo Jasón, mi espada, mi escudo, y un saco donde traer los frutos que mis tropas necesitaban. Sí que consentí en vestir las negras ropas de los seguidores de Hassan Al-Sabbah, y hasta aprendí unas pocas frases de la algarabía que aquellos utilizan...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 22 de noviembre de 2011

EL ARTE POR EL ARTE



Monasterio de San Martín de Albelda, año del Señor 976

Si no fuese caer en el pecado de orgullo, podría muy bien el monje Vigila tenerse por uno de los mejores escribas que prestigian con su arte los cenobios que vertebran toda la Cristiandad.

Prueba de ello es que, informados por el obispo de Nájera de que obra tan magna está a punto de ser concluida, toda la familia real pamplonesa se haya reunido para compartir con los frailes tan buena noticia, que no todos los días viene al mundo un libro tan lujoso como aquél, que reune junto con los preceptos de los sagrados concilios de la Iglesia, muchos conocimientos de Aritmética, Astronomía e Historia, y que vienen además adornados por un conjunto de miniaturas tan bellas, que nadie de los que las contemplan quiere cerrar el grueso volumen.

Y la mejor de todas ellas es aquella que reune en una sóla página los retratos de aquellos reyes godos que elaboraron las leyes por las que desde entonces se rigieron los cristianos, los de los reyes de Pamplona que ahora mismo gobiernan este territorio, y un poco vanidosamente, los de los tres autores que han llevado a cabo tal maravilla.



Va a ser la presentación oficial en la iglesia, donde ya se ha instalado un estrado para sus majestades: don Sancho II Abarca, su mujer doña Urraca, y sus cuatro hijos, los jóvenes príncipes García, Gonzalo, Ramiro, y Urraca. También tiene su sitial reservado el poderoso hermano del rey, don Ramiro, señor de Viguera.

Y como llevan ya más de una semana en el monasterio los infantes, creen Vigila y sus ayudantes que gracias a ellos han podido conocer fielmente las penas del Infierno, pues son los cuatro hijos del rey tan traviesos que toda la comunidad está soliviantada por sus bromas y sus gritos. Y la más movida es sin duda la princesa Urraca, que se complace en atar los cordones de los frailes que dormitan en el coro, para que cuando se espabilen y quieran levantarse, caigan enredados entre sí con mucho estrépito.



Y está tan agotado Vigila de tanto escribir y dibujar, que él es uno de los que se quedan dormidos, pero no en el coro, sino sobre su propia mesa de trabajo, con la pluma en la mano. Ocasión pintiparada para que Urraca ate con uno de los finos hilos que arranca de su corpiño, la mano del monje con el tintero que tranquilamente reposa sobre el tablero. Entonces se aleja sin hacer ruido, y cuando ya está cerca de la puerta del escritorio, da tan fuerte palmada que el escriba se despierta asustado y al moverse derrama toda la tinta sobre la página que estaba diseñando. Y muchos insultos y palabras gruesas lanzaría a los aires Vigila, si la Caridad no se lo impidiese, pero como no puede evitar que se lo lleven los demonios al ver cómo se ríe de su torpeza la niña, muy enfadado le grita:

-¡Si sigues portándote tan mal, vendrá Almanzor y te llevará con él!

Y no es esa una expresión cualquiera, que es Almanzor el mayor enemigo que han tenido los cristianos desde aquellos tiempos de los emperadores romanos que se atrevieron a perseguir hasta a San Pedro y San Pablo. Y ha arrasado Pamplona tantas veces ya, que muchos creen que en realidad el caudillo moro es el quinto jinete del Apocalipsis...



Así que sale llorando la princesa en busca de sus padres, a los que entre hípidos de llanto les cuenta lo que le ha gritado aquel insolente monje. Y aunque ella es aún muy joven para darse cuenta, los reyes se miran entre ellos con un deje de tristeza, pero por dar satisfacción a su hija ordenan llamar a Vigila, que sólo por el mandato de obediencia acepta pedir perdón a la niña. Y aún ha de admitir como penitencia que le pida don Sancho Abarca la elaboración de cuatro juegos completos de esos nueve personajes antes citados. Pero esta vez, en lugar de ir todos juntos en una misma página, irá cada uno de ellos recortado, de tal forma que para completar la colección haya que reunir los nueve, y así puedan aprender los cuatro príncipes la historia de su propia dinastía. Es más, ordena también el rey que dibuje Vigila a algún otro personaje principal que haya llegado recientemente a la corte pamplonesa, para que puedan entrar en la categoría de "Últimos fichajes", que una colección de cromos sin este preciado grupo, no tiene emoción alguna.

Y de buena gana se hubiera opuesto Vigila a aquel insensato deseo regio, que mucho trabajo es aquel, añadido al ya desarrollado para terminar su códice. Pero piensa que si con ello consigue que todos aquellos pequeños demonios se alejen de una vez de San Martín de Albelda, merecerá la pena ponerse manos a la obra.

Y a la noche, mientras los frailes duermen, y los príncipes se retiran también a sus aposentos, quedan sólamente junto al fuego los reyes y el señor de Viguera, que de un cartapacio saca un documento presto a la firma de su hermano. Así le habla:

-Sé que es duro para vosotros aceptar este tratado. Para mí también es terrible aceptar esta humillación. Pero por encima de nuestra familia están el reino y todos sus habitantes, que confían en nosotros para evitar que desde Córdoba se desaten sobre ellos una vez más todas las furias del Infierno. No tenemos fuerzas que oponer a los tremendos ejércitos del Califa, sólo podemos entregar para aplacarlos lo que ellos nos pidan. Y ya sabéis lo que solicita ahora el maldito Almanzor: a vuestra hija Urraca.
Naturalmente podéis negaros, pero en quince días la Muerte se habrá apoderado de vuestros dominios. Es hora de someterse, pero en nuestras manos está que llegue un tiempo en el que no sólo podamos plantarles cara, sino incluso derrotarlos. Quizás no pueda lograrlo uno de vuestros hijos, pero estoy convencido de que lo conseguirá uno de vuestros nietos. Mientras ese momento llega, con todo el dolor de mi corazón de tío, he de pediros que rubriquéis este acuerdo y enviéis a Cordoba a vuestra hija, para que en pocos años despose a nuestro más odiado enemigo...

Y mientras Sancho y Urraca, llorando, firman el pergamino, no puede dejar de pensar el rey en las dotes proféticas del gran artista y muy leal monje Vigila...



Y, como quien no quiere la cosa, ayer se cumplieron 25.000 visitas a esta humilde página. Buen momento para acordarse de otro colega de profesión como Vigila de Albelda, que hace más de mil años realizó la misma labor que yo trato de llevar a cabo en este blog: entretener contando las glorias y las miserias de los reyes de Navarra. Muchas gracias, hermano escriba.

Y agradezco también a todas y cada una de las visitas que hayan entrado alguna vez en el blog. Y muchos son de muy distintos lugares: Mexico, Argentina, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Bélgica... Y saludo sobre todos ellos a quien una vez entró desde el himaláyico reino de Buthan. Aunque lo hiciese por equivocación, me hizo la misma ilusión.

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 15 de noviembre de 2011

TÚ ME DESTIERRAS POR UNO...


Tafalla, Mayo de 1456

"... Bien conocido es por todo el mundo, en Navarra y en otras tierras extranjeras, como mi hijo Carlos, príncipe de Viana, ha mostrado una y otra vez su desobediencia y su ingratitud para conmigo, que fui quien lo engendró y quien le dio la vida que ahora emplea en hacerme guerra abierta, hasta el punto de haberse batido personalmente contra mí en el campo de batalla de Aibar.

Y muchos otros agravios tengo sufridos, que expondré en tiempo y lugar convenientes, cuando se juzgue a mi hijo por traición, y que demostrarán hasta dónde ha llevado don Carlos el olvido del respeto y la obediencia, y el desprecio de todo derecho divino y humano. Por todos esos motivos, puedo yo castigar con rigor a dicho príncipe y también a su hermana la princesa Blanca, que le ha favorecido y ayudado siempre con todo su poder, a pesar de mis órdenes, residiendo y estando continuamente con él, y participando por tanto de su desobediencia.

No obstante, como acostumbro, haré uso de mi paterna clemencia si antes del mes de enero hacen ambos acto de sumisión a mi persona. Mas si para entonces no se han sometido o dan pruebas manifiestas de su obstinación en el error, haré instruir su proceso, en el que se les privará perpetuamente de su derecho a la sucesión. A ellos y a sus descendientes, sea cual fuere su calidad. Procederé y haré proceder contra ellos, y contra cada uno de ellos por todas las vías y medios de derecho y de hecho que me sean posibles, sin esperanza de remisión, reconciliación o perdón alguno.

Así pues, la sucesión de Navarra se transferirá al señor conde de Foix, en consideración a estar casado con mi otra hija, Leonor, y a los hijos que ambos tienen en común.

A partir de entonces el príncipe de Viana y su hermana la princesa Blanca serán considerados como muertos, y tenidos por miembros amputados de la Casa Real de Navarra, por haberse hecho culpables de tan gran ingratitud y desobediencia...

El conde de Foix me ayudará con sus tropas a reducir las ciudades y poblaciones que aún defienden a don Carlos, y no me abandonará hasta la completa reducción del reino a mi poder. Se concederá a dichas tropas la libertad de saqueo como es la costumbre y el uso de la guerra, y cuando todo el reino sea reconquistado, dicho señor conde me sucederá como rey de Navarra cuando mis días se cumplan.

Así lo juro y lo rubrico sobre la Cruz y los Santos Evangelios por nos tocados manualment, et reverencialment.

Adenda: Si, como es de prever, mi hijo Carlos se niega una vez más a obedecerme, sea confinado en el palacio de Tafalla y de allí sea puesto en el camino real para que abandone el reino y pueda catar las amargas hieles del exilio. Que no se le permita llevar consigo más que lo que pueda acarrear el caballo que se le entregue. Y para que no tenga queja de mi magnanimidad, que se le permita retirar tres de esos malditos libros que atestan aquellas paredes.
Finalmente, que se le cierren a piedra y lodo todas las puertas de la villa y de los alrededores, y que aquéllos que tuvieran pensado socorrerle sepan que, si se atreven a hacerlo, serán privados de sus casas, sus bienes, y aun de los ojos de sus caras, que arrancaré yo mismo si es menester y ellos me obligan.

Yo, Juan, rey ahora y siempre de Navarra y lugarteniente de mi hermano Alfonso en Aragón..."


Cada crucero, cada cerca, cada puerta de iglesia sostiene tan infamante pasquín, y parece Tafalla tan desierta como cuando aquellos años en que la peste diezmaba por centenares a sus habitantes. Por eso el golpeteo de los cascos de Aritza, el caballo de guerra de don Carlos, resuenan lúgubres en las calles que va recorriendo, como lo harían las pisadas de Belcebú en un convento de monjas.

Lleva en las alforjas lo que ha creído necesario para emprender viaje tan desdichado, pero sobre todo los recuerdos de familia que no ha querido dejar en manos de su padre, para quien todas estas cosas no significan nada.

Las joyas de su madre, doña Blanca, que antes habían pertenecido a la tía abuela Blanca, la que reinó en Francia, y que es justo que ahora vuelvan a las manos de su hermana, la única Blanca de Navarra que queda viva. Los documentos que le acreditan como el legítimo soberano de Navarra, incluida la copia del pergamino que le envió su madre desde Nieva pidiéndole que se proclamase rey sin hacer caso a su malhadado testamento, en el que le había suplicado que pidiese permiso a su padre para hacerlo. Sí, ella se había dado cuenta demasiado tarde de lo que acabaría ocurriendo, porque su marido no soltó la corona y además hizo romper y quemar el documento original. Lleva también la espada con la que fueron coronados en la catedral de Pamplona todos los reyes de la dinastía: don Felipe III, don Carlos II, don Carlos III y doña Blanca I. Y la lleva porque no desespera de cumplir su destino, por mucho que sus desgracias corran ya en coplas escritas: "si nació para reinar, ya reina en los sin ventura...".

Y lleva también los tres libros consentidos por su perseguidor, que sabía muy bien lo que le costaría a su hijo escoger entre todas las obras que han ido allí acumulandose desde los tiempos de los Teobaldos. Uno es la "Crónica de los Reyes de Navarra" que él mismo escribió mientras estuvo preso entre esos muros. Con sus cuatro partes completas, porque en la última es donde quedan bien claros sus derechos. Otro es un cantar muy antiguo, que cuenta la vida de un antepasado muy lejano de los reyes de Navarra. El tercero es un libro de poesías escritas por un piamontés llamado Cesare Pavese. Quizás pueda conocerlo de camino a Nápoles, donde tiene pensado dirigirse. Lo abre por la última página y en la soledad de aquel palacio que sabe que nunca volverá a habitar lee:


"Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar unos labios ya cerrados.
Mudos, descenderemos al abismo".


El cerco amurallado queda atrás, y los guardias cierran la puerta con estrépito tras él, como tienen ordenado. Piensa mientras se aleja que esa es sólo la primera de las muchas puertas que a partir de ahora se le cerrarán...

Duda, ahora que va llegando ya la noche, si emprenderla por la Pedrera, por Macocha o por Congosto, pero para cuando se da cuenta su galopar ya lo ha llevado a campo abierto, donde sólo moran las alimañas. Allá, más adelante, una tenue luz ilumina el portal de un caserío. Quizás sea mejor pasar la noche aquí, piensa, y seguir ruta hacia Pamplona al amanecer. Y golpea el quicio haciendo mucho ruido, pero no parece que la casa esté habitada, pues nada se oye en el interior. Vuelve a golpear la puerta y pide posada como un vulgar peregrino, y entonces sí, una niña de apenas nueve años sale al umbral y así le habla:

-Príncipe, bien conoceis los designios de vuestro padre maldito. No podemos alojaros ni aun siquiera abriros la puerta de nuestra casa. Si lo hacemos, la perderemos, junto con el resto de nuestros escasos bienes y nuestros ojos serán cegados para siempre. Seguid adelante, os lo ruego. En nuestro mal, vos no ganáis nada...

Y saca Carlos entonces de su alforja uno de aquellos anillos de oro que son herencia suya y de su hermana, y lo pone en la mano de la niña mientras pica espuelas y continúa su camino. Y cuando encuentra una desvencijada ermita perdida en el monte, y allí unas pobres velas de sebo ardiendo ante el altar, aprovecha la luz para quitar la silla a Aritza y que éste pueda descansar unas horas. Y abriendo el segundo libro, aquél que narra las aventuras de su lejanísimo antepasado, no puede dejar de lamentar su condenada suerte mientras lee:


"El Campeador vino a su posada.
Así como llegó a la puerta, hallóla bien cerrada;
Por miedo del rey Alfonso, que así lo concertaran:
Que si no la quebrantase por fuerza, que no se la abriesen por nada.

Los de mío Cid a altas voces llaman;
Los de dentro no les querían tornar palabra.
Aguijó mío Cid, a la puerta se llegaba;
Sacó el pie de la estribera, un fuerte golpe le daba;

No se abre la puerta, que estaba bien cerrada.
Una niña de nueve años a ojo se paraba:
¡Ya, Campeador, en buena hora ceñisteis espada!
El Rey lo ha vedado, anoche de él entró su carta

Con gran recaudo y fuertemente sellada.
No os osaríamos abrir ni acoger por nada;
Si no, perderíamos los haberes y las casas,
Y, además, los ojos de las caras.

Cid, en el nuestro mal vos no ganáis nada;
Mas el Criador os valga con todas sus virtudes santas.
Esto la niña dijo y tornóse para su casa.

Ya lo ve el Cid que del Rey no tenía gracia.
Partiose de la puerta, por Burgos aguijaba..."




© Mikel Zuza Viniegra, 2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

NUEVE DE NOVIEMBRE


Palacio de Olite, nueve de noviembre de 1440

A la reina Blanca le cuesta ya mucho subir las escaleras de la torre de las tres grandes finiestras. Tiene ya cincuenta y cinco años. Pero hoy es un día especial y quiere comprobar si aún, pese a que lleva la nieve prendida para siempre en sus cabellos, un misterioso desconocido sigue pensando que ella es todavía tan hermosa como cuando de joven fue elegida por su belleza para casarse con don Martín, el heredero de Aragón.

Y puede ver desde allí, efectivamente, que entre los numerosos correos que llegan de todas partes del reino, viene uno muy bien pertrechado en su montura, que en vez de legajos o pergaminos, trae en su cesta un ramito de violetas, que seguro que, como siempre, aparecerán sin tarjeta. Es el mismo jinete que le trae de ciento en viento cartas llenas de poesía, y también el que cada primavera le acerca flores sin tasa. Pero nunca dice a la reina quien es el que le envía, pues para redondear el enigma, el mensajero es mudo.

El caso es que hace tres años ya que se suceden tan extraños regalos, que Blanca no puede negar que indudablemente le han devuelto la alegría. Y no es que su matrimonio no sea feliz, aunque muchos crean que su marido es el mismo Demonio, que sea cierto que tiene un poco de mal genio, y que muy pocas veces haya sido tierno con ella. Pero le entiende: él sólo tiene cuarenta y dos años, y sigue tan apuesto como cuando lo conoció en aquella isla de Sicilia que ahora parece quedar tan lejana. ¿Qué podría ver en una vieja como ella? Probablemente sólo la corona que lleva puesta, que lo convierte también a él en Señor de Navarra, aunque ella sea la única propietaria.

Por eso le gusta ahora ponerse a soñar e imaginarse cómo será aquél que tanto la estima. ¿Sería un hombre más bien de pelo cano, sonrisa abierta y ternura en las manos? No sabe quién sufre en silencio, quién puede ser su amor secreto. Y vive así de día en día, con la ilusión de ser querida...

Y como cada tarde, suena la trompeta que anuncia que el rey Juan vuelve a palacio. Y ella atraviesa la galería dorada a pasitos cortos, apoyándose en su bastón para verlo descender del caballo, tan gallardo como un Hércules o un Arturo de Bretaña.

Y desde el patio, él la saluda mecánicamente, sin cortesía. Y ve que cuando Blanca levanta su mano para corresponderle, lleva un ramito de violetas en ella. Y no pregunta nada, porque lo sabe todo, sabe que ella es feliz así, de cualquier modo. Porque él es quien la escribe versos, él su amante, su amor secreto. Y ella, que no sabe nada, mira a su marido y luego calla...

Y es totalmente cierto que él la ama. Y que la recuerda tal y cómo era cuando la conoció en Sicilia, en el año 1415, cuando ella llevaba ya trece gobernando la isla como a la viuda de don Martín de Aragón correspondía. Tenía entonces Blanca treinta años ya, y Juan, que venía a sustituirla en su magistratura, tan solo dieciocho. ¿Y cómo no evocar la hermosura de aquella princesa que en lugar de hacer honor a su nombre, tenía la piel tan morena y resplandeciente como la del resto de las sicilianas?

En el año que compartieron en aquél paraíso, ella le enseñó todo lo que sabía sobre política, etiqueta y diplomacia, que era mucho. Y no quedó el amor fuera de aquella placentera educación, pues el no lo conocía sino por las novelas o las habladurías de su escolta.

El caso es que cuando Blanca volvió a Navarra para ser jurada heredera de su padre el rey Carlos III, y llegada la hora de buscar un consorte con el que asegurar la continuidad de la dinastía, ella se negó a aceptar más candidatura que la de aquel zangolotino que había quedado en Sicilia. Pero habían pasado cinco años ya de todo aquello, y el mozalbete se había convertido en un joven ambicioso de veintitres años. Tan ambicioso que vio en aquel matrimonio la posibilidad de alcanzar de un sólo golpe dos objetivos casi imposibles para un segundón como él: una mujer inteligente y hermosa y una corona real. Y entonces no supo discernir cuál de los dos premios colmaría más su orgullo. Pero ahora, cuando ella se había convertido en una anciana, ya no tenía ninguna duda: fue la corona.

Pero eso no quitaba para que siguiera agradeciéndole todos sus desvelos, y para que, a su manera, reconociese que no se había portado bien con ella, dejándola constantemente sola en Navarra mientras él se dedicaba a intrigar en Castilla. La seguía queriendo, sí. Más que a sus propios hijos, con los que nunca se había llevado bien. Intuía incluso que cuando Blanca no estuviera ya en este mundo, él debería frenar las ansias de sus vastagos: los insoportables y redichos Carlos y Blanca, siempre actuando juntos en todo lo que pudiera irritar a su padre, y la codiciosísima Leonor, a la que muy bien podría usar como palanca para destruir a sus hermanos...

Sí, todo eso llegaría algún día, pues evidentemente él jamás renunciaría a la corona que tanto le había costado alcanzar. Pero mientras tanto, no le costaba nada aliviar las tristezas de su esposa con aquel invento de escribirle versos, mandarle flores por primavera y cada nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta, poner en sus arrugadas manos un ramito de violetas...


http://www.youtube.com/watch?v=lssGMJdtsww&feature=related




© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

PETICIONES DEL OYENTE



Palacios de Viguria, Guesalaz, noviembre del año 824

-Todos te esperan al otro lado de la sierra, junto a San Pedro de Alsasua, para proclamarte rey, García.

-No. Esperan al vástago de Ximeno, señor de Abarzuza, y tú también cumples ese requisito, Eneko.

-Pero nuestro padre luchó tenazmente para aunar las voluntades de todos los jauntxos...

-Sí, y ahora está muerto. Los moros sabían que era el promotor de la sublevación de todos estos territorios, así que le emboscaron sin darle tiempo ni a sacar su espada de la vaina y pusieron su cabeza sobre una pica en el camino de Pamplona.

-¡Pero el pacto ya estaba sellado! Hasta han hecho grabar tu nombre en una estela para conmemorar tu alzamiento sobre el pavés.

-Tú pesas menos que yo, Eneko. Les resultará más liviano levantarte. En cuanto a la estela, quien la lea en el futuro, si es que dura muchos siglos, podrá pensar que fui yo, García Ximénez, y no tú, Eneko Ximénez, el coronado. Y así nuestro padre podrá al fin descansar en paz viendo cumplidos sus desiginos...



-No bromees, García. Sabes que yo apenas he entrado en batalla, y en cambio tú cuentas con varias victorias en tu haber.

-¿Victorias? Exageras, hermano: apenas fueron retiradas estratégicas. No podemos oponer más que unos cientos de lanzas frente a los bien entrenados ejércitos musulmanes. Pero sí que es cierto que cuando me he visto obligado a ello, he desbaratado un buen montón de turbantes. Y a ti tampoco se te da mal hacerlo, aunque ahora pretendas alegar tu inexperiencia...

-¿Y qué les diré cuándo me pregunten el porqué de tu renuncia, García?

-Les dirás que un rey no tiene por qué tratar cuestiones familiares con nadie.
Los motivos sólo tú, ella y yo los sabemos, y es mejor que sea así. Que cronistas que nunca han salido de sus monasterios especulen con ellos cuando escriban sobre tu vida, Eneko, a ella y a mí ya no nos importará.

-¿Y no crees que te acabarás arrepintiendo de renunciar a una corona por una mujer, por mucho que hayáis crecido juntos?

-Hay mujeres que en sí mismas son un reino por conquistar, Eneko. La noble y hermosa María de Senosiain es una de ellas. Y no es un empeño fácil, porque hay que hacerlo día a día, pero ahí está también la gracia del asunto. Si yo aceptase ahora el trono de Pamplona tendría que renunciar a ella, porque la política me obligaría a casarme con una infanta asturiana o aragonesa, que no sabrá nunca que hay catorce tonos de verde diferentes en la subida a Urbasa, ni habrá probado el vino que dan las cepas de Lakar, ni disfrutarán jamás del áspero acento con el que los frailes de Iranzu cantan las antífonas. Esta es nuestra tierra, de María y mía, y no ambicionamos ninguna otra. Eso queda para ti, y ciertamente no envidio tu destino, hermano...

-Habrías sido un gran rey, García Ximénez. Yo nunca tendré las cosas tan claras como tú...

-Al contrario, Eneko. Partes con la ventaja de tu apodo. Nada hay más triste que un rey al que todos conocen por "el gordo", "el malo" o "el doliente". Pero a ti todos te llaman "Aritza", la fama de su fortaleza siempre precederá tus pasos.

-Sí, los mismos que a partir de ahora me llevarán lejos de estos palacios viejos de Viguria donde tú y yo nos hemos críado. El primer documento de mi cartulario será para confirmarte su posesión perpetua, García.

-Y esta será siempre tu casa, Eneko.
La casa natal de nuestro primer rey...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

miércoles, 2 de noviembre de 2011

DIA DE ÁNIMAS



Pocos entre los visitantes y aun entre los propios feligreses de la iglesia de San Cernin de Pamplona reparan hoy día en una oscura capilla lateral a la izquierda del altar mayor, pero en ella tuvo lugar uno de los más grandes milagros de los que en este reino de Navarra nos haya quedado constancia.

Aunque la parquedad de los registros de la obrería no nos permiten aquilatar todo el misterio que tal caso encerró, pero justamente esa sobriedad contable es la que acredita la veracidad de esta historia, que a pesar de permanecer olvidada, sacudió en su tiempo la tranquila existencia de las gentes del viejo burgo.

Efectivamente, en el libro correspondiente al año 1737, que se custodia en el archivo parroquial, una breve nota del día dos de noviembre atestigüa:

"Se debieron componer los adornos y columnas del retablo de las Benditas Ánimas del Purgatorio, que por haber sido sagrado escenario del inconmensurable milagro con que Nuestro Señor quiso cumplir la primera de las Obras de Misericordia, que es dar de comer al hambriento, habían quedado muy deslucidas."

Al erudito sacerdote don Mariano Arigita, en su obra sobre los priores de la catedral, publicada en 1906, ya le llamó mucho la atención esa anotación tan extraordinaria, pero tras hacer muchas averiguaciones, tuvo que acabar desistiendo de encontrar el quid de esta extrañísima cuestión, que con el tiempo pasó a convertirse en tema de chanza entre investigadores de los más variados campos de la Historia.

Hasta que hace apenas dos años, cuando se procedía a embalar la ingente cantidad de volumenes custodiada en la antigua Biblioteca General de Navarra, sita en la plaza de San Francisco, para su traslado a la nueva sede de Mendebaldea, al remover los fondos más antigüos de tema religioso, de un grueso volumen de la Summa Theologica de Santo Tomás resbaló un opúsculo o folleto impreso en 1753 que llevaba por título: "Maravillas y portentos que la Divina Providencia ha hecho brotar en este reyno de Navarra desde que el venerable mártir san Saturnino trajo por primera vez su Palabra a estos dominios."

Y desde luego que su autor, el capuchino fray Carlos de Uestarroz [sic.] no reparó en el acopio de todos los fenómenos sacros que desde aquellos remotísimos tiempos habían acaecido en esta Diócesis de Pamplona. Y todo indica que esta joya bibliográfica de la que nos estamos ocupando era sólamente el índice de otra más amplia a la que nuestro fraile debió dedicar buena parte de su vida.

Esperando que alguna vez aparezca en el mercado de los libros de viejo una obra tan singular, no nos queda sino volver a tratar del asombroso caso que dió origen a este artículo. Y es que De Uestarroz nos desvela en pocas palabras lo acontecido en esa capilla de San Cernin...

"...Fue aquel año de 1737 de tal sequía, que ni los más viejos del lugar recordaban una igual. Los muchos meses transcurridos sin llover provocaron tal ruina al común de la población, que las calles de la capital se llenaron de menesterosos que no tenían qué llevar a la boca de sus familias. Por si esto fuera poco, al durísimo verano sucedió un otoño de frío crudelísimo, que provocó el paso a mejor vida de muchas de aquellas pobres almas. El Ayuntamiento encendía en todas las plazas y belenas hogueras nocturnas, para que al menos pudieran calentarse, pero al poco comenzó a escasear la leña, pues la necesidad era tanta que hasta la Taconera fue quedándose sin árboles de porte, hasta que no hubo más remedio que prohibir la tala incontrolada, y fueron así proscritas también las hogueras, con lo que los hielos y la escarcha volvieron a enseñorearse de las calles de Pamplona.

Mas como el pastor no olvida nunca a sus ovejas, así Nuestro Señor socorre a todo aquel que se lo pide, y por eso una noche en la que María de Lizaso, natural de la villa de Oricain, creyó llegada su hora postrera, acertó a entrar en la parroquia dicha de San Cernin, que a aquellas horas de la madrugada permanecía desierta. Y allí, no teniendo fuerzas ya ni para acercarse al presbiterio, cayó desmayada y dispuesta a morir en la capilla de las Ánimas Benditas, que entre las llamas del Purgatorio esperan a que los buenos cristianos liberen sus almas con oraciones o con limosnas.

Y cuando despertó el sacristán para tocar las campanas que llaman a la misa del alba, lo que vio le hizo correr a buscar al párroco, y ambos tuvieron que caer de rodillas al contemplar como esas mismas llamas representadas en la madera del retablo, iluminaban con más ansia y daban más calor que cualquier hoguera hecha por los hombres, y que a su vera, la sobredicha María de Lizaso recuperaba la salud y aún obtenía de aquellas imágenes talladas pero vivas, todo un cargamento de pan recién horneado, que toda la nave del templo estaba aromatizada como lo están las panaderías más surtidas. Y era aquél sin duda pan hecho por ángeles, que dio de comer a la hambrienta población de la villa hasta que las generosas lluvias que a este prodigio sucedieron, hicieron germinar las resecas semillas para convertirse en espigas de abundante grano.

Y todo esto fue asegurado ante notario por el párroco don Alberto de Elizalde y por el sacristán don César de Ollo. La dicha María de Lizaso, por no saber escribir, puso una miga que de aquél festín bendito le había sobrado, y es fama que no se endurece aquel pan, ni el moho puede anidar nunca en él..."

Una pronta edición crítica de este singular folleto sin duda permitirá a los investigadores aportar más luz sobre tan gastronómico milagro. Mientras tanto, no estará de más recordar que una pequeña oración saca del Purgatorio a varios cientos de Ánimas Benditas...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 1 de noviembre de 2011

DIA DE DIFUNTOS



Palacio real de Sangüesa, 1 de noviembre de 1448

El día 6 hará seis meses ya que murió Agnes, y ha andado todo ese tiempo el príncipe Carlos contristado y meditabundo, como quien siente que ha perdido más de lo que nunca podrá volver a encontrar.

Lee y relee una y otra vez la complaynta que a la princesa dedicó el gran poeta don Pere Torroella:


"Si, oh cruel Muerte, Dios te maldiga, hubieras tú empleado tu saña con tantos millares de gentes cuantas en el mundo inutilmente viven, y hubieras dejado a ésta, que para ejemplo servía...

Mas puesto que tú, que eres del bien la mayor adversaria, has querido perseguirla a ella, alégrate pues, cruel vencedora, por haber obtenido el más noble despojo que jamás tuviste.


Tú has convertido en nada a aquella hermosa persona, proporcionada de tan lindas y acabadas facciones que no obra natural parecía, sino que por un patrón de divinas manos mostraba ser fabricada y compuesta.

Tú has deshecho aquellos movimientos acompañados de tanta gracia que en reir, hablar, pasear y obrar mostraba, observando aquel apacible compás que a los entendidos contenta, pues no solamente festejando agradaba, sino que contrariando placía.

Y lugar, manera y tiempo en todas sus obras guardando, era la conversación suya tan convincente, que hablar con ella sin dejar la voluntad a sus pies era casi imposible..."

Y ha de detener don Carlos la lectura porque sus lágrimas amenazan con emborronar la tinta en la que van escritas todas aquellas certezas. Y es hora ya de dar las órdenes pertinentes, pues la noche se acerca y justo es intentar llevar a buen fin el plan que lleva meses preparando. Y es que no ha de conformarse con llevar flores a la tumba donde yace su esposa en la catedral de Pamplona, sino que ha decidido ofrendarle lo que ella siempre quiso: una Navarra en paz.

Y ha recuperado para ello el príncipe un proyecto de su bisabuelo don Carlos II, de honorable aunque muy belicosa memoria. Y por ser de carácter tan guerrero aquel rey, decidió poner en marcha la fabricación de una serie de impresionantes proyectiles , con los que amenazar las vidas y las haciendas de sus enemigos los reyes de Francia y de Castilla. Y es cierto que alguno de esos ingenios llegó a alcanzar la villa de Pau al norte, y la de Agreda al sur, aunque por no dar más fama aún a monarca tan notable, no quisieron los cronistas de aquellos reinos reconocerle tan extraordinario mérito aeronáutico.

Afortunadamente ni su hijo Carlos III, ni su nieta Blanca I, quisieron seguir adelante con aquella locura que ahora parece haber sorbido el seso del príncipe de Viana, pues son sus mandatos bien claros y taxativos:

"Llévese toda la pólvora que atesoren las santabarbaras de los cien castillos que defienden Navarra hasta el lugar muy bien bautizado por don César de Oroz como Cabo Gabarderal. Et aillí, vuelvan a juntarse las piezas abandonadas por mis antecesores para formar un artefacto volador tan grande como nunca se haya visto.

Y ocúpese de ello el leal Sagastibelza, cuyos ancestros ya lo hicieron también en su tiempo. Y todos los que le ayuden en este empeño, sepan que pertenecen desde este mismo momento a la NA-SA, la "NAvarra-SAgastibelza", pues muy justo es retribuir las cualidades de los que trabajan bien. Y todos llevarán en su jubón, para que no haya confusión posible, un escudo con mis armas de Evreux muy bien acordadas. Oséase: con su sembrado de flores de lis y su banda de gules y plata..."




Y es de ver como van llegando con mucho cuidado los barriles solicitados. Lo mismo desde las lejanas fortalezas de Maya, Rocabruna, Garaño, Buradón, Resa o Mirapeix, que desde las más cercanas de Irulegi, Leguin, Rocaforte, Burgui o Peña, hasta que efectivamente no queda en todo el reino otro resto de aquella negra munición, más que el que allí se concentra alrededor del ingenio. Y ha ordenado don Carlos que se disponga en su interior una plancha de gran tamaño, que lleva punteado y bien relleno de detonante un dibujo que sólo él conoce, pues muy secretamente encargó al mejor artista de la corte que así se hiciese.

Y ha subido el príncipe a lo más alto de la torre de Santa María, que es la más alta y galana de la villa. Y llegado el momento del lanzamiento, mueve a derecha e izquierda un farol encendido para que sea su luz vista en cada atalaya de vigilancia de camino que lleva a Gabarderal. Y llegado allí el aviso, prende Sagastibelza la mecha cuya duración él mismo ha calculado teniendo en cuenta la prudencia y lo ordenado por don Carlos: que sea Hamar el primer jalón de la cuenta, por ser además de número en el viejo idioma de los navarros, descripción muy atinada de lo que sentía por doña Agnes en lengua romanzada.

Y así pues va contando hacia atrás el ingeniero: hamar, bederatzi, zortzi, zazpi, sei, bortz, lau, hiru, bi, bat. Y cuando llega al final, se produce un tal estallido que es como si se hubieran abierto de par en par las puertas del Infierno, mas cuando se va desvaneciendo la humareda, pueden ver todos ascender el cohete como una flecha lanzada directamente hacia los astros.

Y ha elegido el príncipe esta fecha por ser la del cuarto creciente, de tal forma que cuando el artilugio estalla en lo más alto del firmamento, la pólvora que sale únicamente por los agujeros de la acondicionada lámina va formando en los cielos el retrato de la princesa. Y es como si la luna replicara la diadema de plata que Agnes solía llevar sobre su cabeza.




Y llora don Carlos al volver a verla, pero está también reconfortado, pues habiendo hecho arder toda la pólvora del reino, cree cumplida la palabra que dio a su esposa de mantener a Navarra siempre en paz. Y antes de que se apaguen todas aquellas luces que iluminan ahora el Cosmos, saca de nuevo el poema mencionado y lee:

"Doléos pues, virtuoso príncipe, como poseedor de tan singular don, del que habéis sido desposeido ahora sin esperanza de recobrarlo, y quedad desolado de una compañía tan a vuestros placeres dispuesta, a vuestras condiciones conforme y a vuestro bien conveniente..."

© Mikel Zuza Viniegra, 2011