viernes, 31 de octubre de 2014

ALBANIAONDOA


Disfrutando ayer del estupendo libro "Las claves de Izagaondoa" que mi amigo Simeón Hidalgo acaba de publicar, la conversación nos llevó al escudo de Evreux-Navarra que aparece en las pinturas murales de la iglesia de Ardanaz.


Me había fijado yo relativamente en él, y aunque en su momento leí el exhaustivo informe que las restauradoras Arantza Martinena y Marta Vidador, ahora no sé dónde puede andar guardado y no puedo saber si lo que voy a comentar ya lo trataron ellas o no. Si es así, les ruego que me disculpen.

El caso es que dicho escudo, que fue el de la monarquía Navarra entre 1328 y 1512, tiene su origen en el advenimiento al trono pamplonés de la dinastía de Evreux, cuyos primeros representantes fueron los reyes Juana II -que era la propietaria- y Felipe III, que era un importante noble francés, par del reino.

Por tanto, y sabiendo esa fecha ineludible, las pinturas que muestren ese emblema no pueden ser anteriores al año 1328. Desde ese momento, en multitud de soportes aparecerán tales armas, en señal de patrocinio regio o quizás simplemente por orgullo de presumir de nacionalidad.

Sí: creo firmemente que todos esos cuentos de que nadie se sentía navarro en aquella época, o de que el concepto de nación es un invento del romanticismo decimonónico, son sólamente eso: cuentos, y bastante más imaginativos que los que yo escribo.

El cuartelado de Navarra-Evreux fue pasando de monarca en monarca. Primero lo heredó Carlos II, luego Carlos III, después Blanca I, el príncipe de Viana, y finalmente acabo adoptándolo también la dinastía de Foix, probablemente porque toda la Cristiandad identificaba esas antiguas armas con el reino de Navarra, pues no en vano llevaban ya casi dos siglos representándolo por todas las cortes de Europa...

Esas armas han aparecido ya muchas veces en este blog, donde he defendido muchas veces también que a mi juicio deberían volver a ser las que campeasen en nuestra actual bandera:


Pero la forma de mostrarlas en Ardanaz varía sobre lo que estamos acostumbrados a ver en otras representaciones prácticamente coetáneas.

Así, si nos fijamos en el escudo de Navarra-Evreux que pintó el maestro Johan Oliver en el refectorio de la catedral de Pamplona en 1335 podemos ver la disposición clásica:


Y si lo hacemos en la representación heráldica de la iglesia de San Adrián de Olloki, aunque prescinde de la forma habitual de escudo, muestra también el habitual cuartelado Navarra-Evreux:


Pero si nos fijamos en el escudo de Ardanaz, veremos un cambio en la forma de representar las armas reales: y es que una bordura lisa y blanca rodea por completo el escudo. Recordemos:


Bah, una casualidad sin más importancia...

Pues no, porque a pesar de lo que muchas veces -sin tener ni idea- se sigue diciendo sobre los artistas medievales, éstos no daban puntada sin hilo y todo lo que hacían tenía un significado concreto. Prueba de ello es que el escudo que hace pareja a este del que estoy hablando -y que pertenece al señor de Grez- no muestra bordura alguna, por lo tanto ésta no puede ser un convencionalismo estético que el pintor utilizara para resaltar meramente el escudo Navarra-Evreux:


No, que va. Esa bordura blanca y lisa por supuesto que tiene un significado concreto, porque resulta que dos personas de la familia real navarra la llevaron sin duda alguna. Uno, el infante Pedro de Mortain, hermano del rey Carlos III el Noble, nacido en 1366 y que apenas residió en Navarra, siendo toda su vida el representante de su hermano en la corte de París.

El otro personaje fue Luis de Beaumont, hermano del rey Carlos II, nacido hacia 1335 y que sí pasó buena parte de su vida en Navarra, hasta el punto de que fue el gobernador del reino muchos años (al menos entre 1355 y 1361), mientras su hermano estuvo preso u ocupado con las guerras de Normandía. La documentación nos muestra que recorrió el reino de arriba abajo muchas veces, y que en Falces estuvieron a punto de acabar con su vida, por un quítame allá esos impuestos...

ARMAS DE LOS TRES HERMANOS EVREUX
©Iñigo Saldise
Él infante Luis también ha aparecido unas cuantas veces  en estas historias mías, por la sencilla razón de que fue quien acometió la alucinada y alucinante expedición a Albania en el año 1376, asunto que me ha interesado desde que tengo memoria.


Desafortunadamente no quedan muchas huellas histórico-artísticas que puedan ser puestas en relación con él. Tan sólo alguno de sus sellos cereos, donde puede verse con toda claridad la bordura llana a la que nos estamos refiriendo:


Así pues, y como de costumbre, saltándome todas las aburridas precauciones históricas que tan poco significan para este cronista, ahí dejo la posibilidad de que ese escudo sea el único recuerdo que ha llegado a la actualidad del conquistador de Albania, gobernador del reino y "fundador" por así decirlo de la parcialidad beamontesa, que habría de traicionar al rey de Navarra en 1512. Pero de eso él no tiene culpa ninguna...

Y si es así, me alegro mucho de que ese recuerdo de un guerrero medieval tan notable esté situado en mi querido valle de Izagaondoa.

Lo dicho, si acaso todo lo que he comentado ya lo decían las restauradoras en su informe, pido respetuoso perdón. Pero aunque así sea, agradezco a Simeón Hidalgo que me haya hecho evocar al infante Luis, con el que no me hubiera importado nada compartir aventuras  albanesas.

Y, por supuesto lo  más importante: acudid si podéis a ver el escudo y el resto de pinturas aparecidas en Ardanaz en el año 2002. No os arrepentiréis.

ARMAS DEL INFANTE  LUIS DE BEAUMONT

© Mikel Zuza Viniegra 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA III: IDO


En tiempos en que Teobaldo era solamente conde de Champaña y no rey de Navarra, Martín de Izanoz fue un caballero que sobrevivía alquilando su espada a pueblos de labradores que no podían defenderse de otro modo de los caballeros malvados –conocidos también como “balderos”- que abundaron al final del reinado del encerrado y gigantesco Sancho el Fuerte.

Y entre tanto combate, encontró tiempo para enamorarse de una comarcana de lo que andando el tiempo sería la merindad de Olite. Pero por no saber desbrozar esas intrincadas sendas que emplea el amor, acabaron alejándose el uno del otro.

Y por ver si la olvidaba, se lanzó con más ahínco todavía a la defensa de aldeas donde nada se le había perdido, pues creyó que lo correcto era continuar defendiendo a quien no tenía otro brazo al que encomendarse.

Al fin y al cabo eso era lo que se suponía que debía hacer un caballero, según se decía en todos los libros y romances que de tal tema trataban. Y lo haría al menos hasta que un nuevo rey llegase con todo su leal poder.

Así que lo mismo luchó a partir de entonces contra el traicionero Ximeno de Eguaras en nombre de los collazos de Irurzun y de Goldaraz, que contra el muy astuto Eneko de Iracheta por amparar a los humildes moradores de Legaria. Y no hubo enemigo en todo ese tiempo que pudiera derrotarlo, de forma que cuando efectivamente llegó el nuevo y trovador soberano, le ofreció la jefatura de su hueste, pues no había caballero en todo el reino que la mereciese más.

Pero Martín –aun agradeciendo desde lo más profundo de su fe de caballero el gesto regio- y considerando que su trabajo estaba hecho,  rechazó la oferta y, dirigiéndose hacia el sur, galopó en busca de aquella de quien hacia tanto tiempo no sabía nada, a pesar de que no hubiera dejado de recordarla ni un solo instante.

Y al llegar a aquel pueblo la encontró casada con otro, pues en realidad no habían hablado nada entre ellos sobre esperarse mutuamente. Y como comprendió que ella era feliz así, no organizó ningún escándalo, si no que  tiró de las riendas de su caballo y se alejó para siempre de aquel lugar, donde lo único que dejó fueron los pedazos rotos de su corazón.

Y se abandonó desde entonces por trochas y caminos de montaña, desatendiendo el cuidado tanto de sus bruñidas armas como de sí mismo, preguntándose una y otra vez de qué le había servido demostrar su bondad defendiendo a todos aquellos desharrapados, cuya inútil gratitud no servía para acompañarlo en las largas noches de invierno ni para reír a su lado oyendo a los juglares en las de verano. Sí: tal vez hubiera sido mucho más productivo ser uno de aquellos caballeros ladrones mil veces temidos por todos…

Y en esas enmarañadas disquisiciones pasaba los días, y no ofenderá a Dios contar que si alguna noche no se lanzó al vacío desde lo alto de cualquier torre tan abandonada como él mismo, fue porque en el instante decisivo siempre se lo impedía el recordar aquel precioso gesto de ella rizándose con el dedo índice el mechón que como una cascada de agua fresca le caía por el lado derecho de su cabeza, mientras sonreía alegre, reflexiva y sabia.

Y subieron hasta aquellos perdidos montes muchos buenos caballeros amigos suyos para reconvenirle por su actitud. Y hasta le trajeron una cantimplora llena de la mezcla de licor de enebro y del jugo del árbol de la fiebre por ver si así lo convencían para que retornase a su antigua vida y volvía a alegrarse y a cantar como antes solía. Pero no lo lograron, ni tampoco lo consiguió el rey cuando le renovó su oferta de alistamiento. Y eso sucedió así porque había comprendido Martín que su única patria verdadera era ella, y no le importaba ya lo que le sucediese a Navarra o a cualquier otra nación del orbe.

Y como esta no es una de esas historias que los que moran al otro lado del mar océano  proyectan sobre un gran lienzo blanco, no tiene por qué tener tampoco un  final más feliz que el que hasta aquí se ha narrado. 




© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014

lunes, 27 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA II: EN PIE


Bertran de Janariz nació para ser capitán de la guardia del rey, igual que lo habían sido antes que él su padre, su abuelo, y también su bisabuelo. De este último aseguraban que había alcanzado tal honor por haber jurado que nadie de su familia cuestionaría jamás las órdenes de un soberano de Navarra.

Y tal sentencia se fue cumpliendo inexorablemente durante generaciones, a pesar de estar meridianamente claro que un rey se equivoca en sus designios tanto o más que cualquier otra persona. Así, el abuelo de Bertran participó en el exterminio de los judíos de Monreal, y su padre reprimió a sangre y fuego el levantamiento de los moradores de Falces, sin que la más mínima sombra de duda nublase su entendimiento.

Y por eso mismo, por obedecer sin plantearse dudas ni albergar jamás remordimientos, el linaje de los Janariz llegó a ser el único en el cual los sucesivos reyes tenían seguro que podían depositar su total confianza.

Y llegó el momento del retiro del padre de Bertran, y naturalmente fue él quien lo sustituyó, pues nadie dudaba que su voluntad y la del rey eran y serían siempre una sola.

Por aquel tiempo se sucedieron varios años de malas cosechas, lo que unido a las eternas guerras con Aragón y a los elevados impuestos que para sostenerlas llevaban aparejados, provocó una fuerte carestía y hambrunas generalizadas. En todas las poblaciones del reino –grandes y pequeñas- se produjeron levantamientos, protestas y también muertes de muchos oficiales del rey.

Bertran y su implacable guardia real fueron entonces destacados para sofocar muchas de ellas. En la mayoría de los lugares bastaba con bajar ruidosamente la visera de sus cascos frente a los rebeldes para que éstos salieran corriendo a refugiarse en sus casas. Pero ya en Estella Bertran quedó sorprendido por la furia y el valor con el que los sublevados defendían sus posiciones, y mucho costó a sus tropas dominarlos. Y entonces estalló la revuelta en Pamplona…

Que la ciudad donde él mismo residía se hubiera atrevido a levantarse en armas fue tomado como un grave insulto por el rey, que inmediatamente convocó a los nobles más pendencieros para que reforzasen a su guardia real. Bertran recibió mandato imperativo de ahogar en sangre las quejas de todos los que se negasen a besar el emblema real.

Y así, aquella brutal horda de guerreros no tardó en situarse en el calleforte, justo delante de Portalapea y frente a la torre de la Galea, a cuyos pies se guarecían los revolucionarios, que sólo podían enarbolar orcas y cuchillos frente a las ballestas de hueso y las espadas de acero de los soldados. Entonces docenas de mujeres, con sus hijos pequeños en brazos, salieron de su refugio y se colocaron en primera fila de combate.

Nadie entre las filas del rey pareció inmutarse lo más mínimo por aquella desacostumbrada maniobra. Tan sólo parecían esperar la orden de Bertran para barrerlos definitivamente de las calles.

Sin embargo, y probablemente por primera vez en su vida, un Janariz ejercía la siempre costosa libertad de pensar por uno mismo. Así que se quitó el casco, agitó su sudorosa melena y avanzó silenciosamente hasta situarse en mitad de ambos grupos. Pero al desenvainar su espada miró fieramente hacia el lado de los soldados para dejar bien clara su elección.     

Y como vieron muchos la oportunidad de ocupar el puesto del capitán, para lo cual sólo tenían que evitar pensar por sí mismos, que es ejercicio que demasiados hombres acostumbran a practicar, corrieron al palacio de Navarrería para avisar al rey de lo que estaba sucediendo en el calleforte.

Y dio el monarca orden de matar a todos los insurrectos excepto a Bertran, que debía ser capturado con vida para recibir posteriormente el castigo adecuado a su traición.

Y aprovechando la estrechez de aquel pasaje, pudo aún el último de los Janariz acabar con los primeros autómatas –que eso y no otra cosa es quien obedece órdenes sin pararse a pensar las consecuencias- que contra el dirigieron sus espadas. Hasta dos docenas de cadáveres pudieron contarse a su alrededor, hasta que un ballestero acertó a clavarle una flecha junto al cuello.

Y después de esto se dio la mayor matanza nunca antes vista en Pamplona.

Y marcaba el Fuero que el reo de traición al rey debía ser arrojado desde lo más alto de la torre de la Galea. Y así se cumplió al día siguiente, cuando el malherido Bertran, sin necesidad de que ningún esbirro le empujara, se lanzó al vacío sin que uno solo de sus maltrechos músculos temblara.


Y quienes lo vieron dicen que semejaba al arcángel de la libertad mientras caía. Y que las mujeres –las únicas que se atrevieron a acercarse a su cuerpo- mojaban sus pañuelos en la sangre de Bertran, esperando que fuese semilla de otros muchos dispuestos a pensar por sí mismos...



© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014

lunes, 20 de octubre de 2014

MILORD

En el camino a Tafalla, octubre de 1813


-¿Quién decís?

-Un noble inglés recomendado por el general Wellington. Está de viaje por España y se muestra interesado por ver de cerca una batalla. Al parecer es también poeta.

-¿Poeta? ¡Vago, querréis decir! ¡La guerra contra el francés no es ningún entretenimiento!

-Os comprendo, don Francisco, pero entended vos también que nos conviene no contrariar a Wellington. Nuestra esperanza de derrotar a Napoleón pasa enteramente por la ayuda británica. Así que si un pisaverde recién licenciado en Cambridge tiene el capricho de conocer al indómito y exótico guerrillero Espoz y Mina, me temo que, en interés de nuestra causa, no tendréis más remedio que atenderlo.

-Está bien, pero ahora mismo no puedo recibirlo, bien sabéis que estamos preparando una emboscada para la columna francesa del general Soulier...

-¿Y dónde será? Quizás al inglés le baste con contemplar esa acción...

-Los aguardaremos en los altos de Arrazubi, al pie de la peña Unzué. Caeremos sobre los gabachos que avancen hacia Tafalla por el camino real. Nuestros espías en Pamplona nos han confirmado que pasado mañana saldrán de allá dos regimientos. Mientras tanto procurad entretener a ese petimetre mostrándole los palacios de Tafalla y Olite, Si es poeta le gustarán. Todos los zánganos aman las ruinas. Aunque en cuanto yo pueda lo serán más todavía, porque tengo entre ceja y ceja incendiarlos para que no puedan refugiarse en ellos nuestros enemigos.

-Pero si los franceses ni siquiera lo han intentado...

-¿Y eso qué más da?  Lo que verdaderamente me importa es que el alcaide de ambas fortalezas es mi odiado vizconde de Ezpeleta, ese que se cree mejor que yo sólo porque nació en buena cuna y no tuvo nunca que inclinarse a segar los campos como tuve que hacer yo desde muy pequeño. Ahora tiene dos castillos, pronto no tendrá más que hogueras humeantes. Lo juro.

 -Recapacitad: esos dos edificios, además de no ser suyos, son lo único que queda del pasado esplendor del reino de Navarra.

-¡El esplendor no se come! Estamos en guerra, y por Dios que la aprovecharé para no volver a empuñar nunca más una hoz. Y si para ello tengo que acuchillar personalmente a toda la Grande Armée, dar fuego a todos los palacios e iglesias de Navarra o besar el culo a Wellington, lo haré sin dudarlo.
Y basta ya. Sed mañana el guía de ese inglés, y aprovechad para contemplar todavía en pie esas dos fábricas, si es que tan sagradas os parecen, porque os aseguro que muy pronto ya no podréis hacerlo. Nos veremos dentro de dos días en Arrazubi...




-¿Y bien, milord, qué os parecieron Olite y Tafalla?

-Os digo que en Inglaterra no tenemos nada parecido. El rencor de los Tudor acabó con todos los palacios antiguos que habían levantado durante siglos los Plantagenet, los Lancaster o los York. Tenéis mucha suerte de poder contar todavía con estas maravillas en vuestro reino.

-No por mucho tiempo, milord. Vuestro admirado Espoz y Mina tiene la terrible idea de incendiarlos próximamente. Dice que los franceses podrían refugiarse en ellos.

-Los franceses son demasiado imbéciles para que se les ocurra semejante idea. Es una lástima que vuestro comandante parezca compartir esa misma estupidez. Detesto a los estúpidos. Precisamente abandoné mi país porque los idiotas lo han invadido todo: el parlamento, la cámara de los lores, incluso la Corona. Y vos me decís que Espoz y Mina también es idiota. Mi búsqueda deberá pues continuar. Quizás encuentre todavía ecos de la sabiduría de los antiguos en Italia o en Grecia...

-Lo que es aquí, puedo garantizaros que no los hallaréis. Francia hubiera debido exportar las ideas revolucionarias de otra forma más sutil que a través de la megalomanía de un enano nacido en Córcega. Ahora otros enanos aquí se han visto picados en su cerril orgullo y se le han opuesto ferozmente, igual que hubieran hecho contra cualquier otro que quisiese imponerles su voluntad.

-¿En esa estima tenéis a vuestro famoso Espoz y Mina?

-Milord: no es más que un bruto. Y de los brutos no puede esperarse nada bueno, porque sólo saben destruir. Cuando llega el momento de la reconstrucción no saben qué hacer y procuran por todos los medios seguir destruyendo lo poco que quedó en pie.

-Pues yo tengo un método infalible para acabar con esos brutos que decís.

-¿Cuál?

-Esta bala que llevo siempre conmigo por si veo necesario acabar con mi vida. Puedo haceros el favor personal de retrasar ese dulce y ansiado momento metiéndosela en la cabeza a Espoz. Jefes guerrilleros hay muchos, palacios como el de Olite o el de Tafalla ninguno...

-¿Queréis decir que aprovecharíais el desconcierto de la emboscada hacia la que nos dirigimos para matar a Espoz y Mina?

-¿Me equivoco si os digo que creo que no lo lamentaríais demasiado?

-¿Y qué sabe un poeta como vos de balas y pistolas?

-¡Puedo apagar una vela a veinte pasos, señor mío!

-¡Shhhhh, ya hemos llegado y ese de ahí delante es precisamente Espoz!

-¿Vos sois el dichoso poeta inglés? ¡Pero si sólo sois un muchacho! Y a caballo aún parecíais algo, pero os digo que con vuestra ridícula cojera no pintáis nada en un campo de batalla...

-Tampoco un labrador se convierte en general por muchos galones y charreteras que lleve en su casaca, señor. En cambio yo soy George Gordon Byron, sexto barón de Byron. Mis antepasados mandaban ejércitos cuando los vuestros tan sólo destripaban terrones.

-¿Cómo os atrevéis? ¿Sabéis por donde me paso yo a los nobles? Si no fuera porque necesitamos la ayuda de Wellington os mandaba fusilar ahora mismo. Quedaos en la retaguardia para que podáis decirle como tratamos aquí a los gabachos. ¡Y no os acerquéis a menos de veinte pasos de mí, si es que sabéis lo que os conviene!

-No necesito más, stupid farmer!

-Felicidades, milord: os habéis ganado un enemigo mortal con sólo dos frases. Al menos veo que no sois supersticioso: si no no estaríais sentado en esa tumba.


-¿Tumba? A mí sin embargo me parece el más apetecible de los lechos. Sí: no estaría mal pasar la eternidad bajo esta losa. Este es un lugar tan bueno como cualquier otro para morir, más hermoso incluso que muchos de los que he conocido en mis viajes. Pero tranquilizaos: una gitana me dijo que encontraría a la muerte en Oriente.

-¿Y qué puede importarle lo que diga una gitana a alguien que lleva siempre consigo una bala con su nombre grabado?

-Amigo mío: luchar contra el destino es lo único que importa. Luchar aunque sepamos que no puede cambiarse, como quien nada contra la corriente de un caudaloso río. Y si al final hay que rendirse, no hacerlo sin haber combatido antes con loco empeño contra la fatalidad.

-¡Han disparado al comandante! ¡Espoz está herido! ¡Evacuémoslo hacia Solchaga!

-¿Qué dicen?

-Que han herido a Espoz y Mina, milord Byron...

-¿Veis? No estaba en mi destino acabar con vuestro bruto. Puede que al fin y al cabo vuestros dos maravillosos palacios se hayan salvado por el efecto de una bala fundida junto a otro millón de balas más en Burdeos, Lyon o Toulouse. Y si no muere de esta herida y cumple su amenaza tampoco importa porque:

"...llegó el alba y pasó, y llegó de nuevo, sin traer el día, 
y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror de esta desolación. 
Y todos los corazones se congelaron en una plegaria egoista pidiendo luz.

Y vivieron junto a hogueras.
Y los tronos, los palacios de los reyes coronados,
las chozas y todas las viviendas habitadas fueron quemadas. 
Las ciudades se consumieron y los hombres se reunieron en torno a sus ardientes casas, 
para verse de nuevo las caras los unos a los otros...

Felices eran aquellos que vivían dentro del ojo de los volcanes, pues su antorcha montañosa
era la única y temerosa esperanza que el mundo aún tenía.
Se incendiaron los bosques, pero uno tras otro fueron apagándose, y los crujientes troncos
se extinguieron con estrépito, hasta que todo quedó en la más negra oscuridad..."*


*Fragmento del poema "Darkness", de Lord Byron.



© Mikel Zuza Viniegra, 2014

miércoles, 15 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA I: FRUTAL


Blasco de Aderiz era hijo de un rico caballero, tenente por el rey de los términos de Eusa, Makirriain y Aderiz, al otro lado del monte Ezkaba. Y tenía la costumbre de llegarse hasta Pamplona, donde su familia poseía también una heredad situada entre los puentes de la Magdalena y San Pedro -justo debajo del Redín y del portal de los peregrinos que vienen desde Francia- completamente rodeada por una cerca muy alta.

Y desde allí subía al mercado de Santo Domingo, pues mucho le gustaba andar en tales aglomeraciones y saturar todos sus sentidos con el griterío de las gentes, el colorido de las aves, el olor de los quesos de cabra y oveja, y el recio sabor de los vinos que en dicho y bullicioso lugar se ofrecían a quien tuviese dinero para pagarlos.

Y conoció allá dentro a una guapísima vendedora de frutas que Ainara de Zabalza se llamaba, y de la que quedó  perdidamente enamorado.

Mas por ser de natural tímido no se atrevía a requerirle amores a aquella por quien su corazón tanto sufría. Tan sólo, y únicamente con el objetivo de cruzar unas palabras con ella, le compraba cada día una buena cantidad de frutas: los lunes manzanas verdes del Baztán, los martes dulces toronjas de Olite, aromáticos membrillos de Tudela los miércoles, bermejas granadas sangüesinas los jueves, y uvas tintas de Miranda los viernes.

Y con el “¿qué va a ser hoy?” y el “muchas gracias, caballero” que aquella beldad le dedicaba, él tenía bastante ilusión para ir tirando hasta el siguiente día.

Muy preocupado por el futuro de su casa y linaje, trató entonces su anciano padre de casarlo con la palaciana de Sorauren, que era dama muy puesta en razón. Pero Blasco no tenía ya ojos más que para su venus del mercado, a la que seguía adquiriendo puntualmente tantos kilos de fruta, que nadie entendía dónde podía después guardarla, pues lo cierto es que –quizás por tanta desazón- Blasco estaba cada vez más flaco.

Y mucho se habrían sorprendido si hubiesen sabido que realmente a Blasco no le gustaba ni le había gustado nunca la fruta, sino que cada noche la enterraba toda en su finca entre los puentes de la Magdalena y de San Pedro, pues lo cierto es que no la compraba más que por poder cruzar sus ojos con los de la bella Ainara.

Y murió su padre, y al convertirse él en dueño de los palacios de Aderiz, Makirriain y Eusa, no tardó en venderlos para poder seguir comprando cada día más cantidad de fruta a su secreto amor, de tal suerte que acabó Blasco cayendo en la ruina más absoluta, pues sólo se quedó con su pieza bajo el portal de los peregrinos que vienen desde Francia,  mientras que Ainara fue haciéndose a su vez tan rica que no tardó en ser pretendida por uno de los doce ricoshombres que el Fuero cita. Así que cerró para siempre su tienda y se casó con don García Almorabid.

Y veían las gentes al desconcertado Blasco deambular a todas horas por los alrededores del mercado, buscando sin duda a aquella que ahora habitaba tan tranquila en el castillo de los muy nobles Almorabid.

Hasta que un día cayeron en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no se le veía por ningún sitio. Y bajaron entonces hasta su finca, donde por mucho que tocaron en la puerta nadie les abrió. Así que decidieron echarla abajo y lo que contemplaron los dejó boquiabiertos, pues se vieron de pronto en medio del mayor vergel que haya conocido el mundo desde aquel otro que dicen que hubo entre los ríos Tigris y Eufrates, y es que toda aquella fruta que Blasco había ido enterrando, había brotado ahora con tal fuerza y vigor que milagro era que las ramas de todos aquellos hermosos árboles no se quebraran por el peso de tanto fruto.

Y allá al fondo, justo debajo del manzano más grande, hallaron también a Blasco, muerto y consumido no se supo nunca si de amor o de hambre, si es que no son ambos conceptos la misma cosa.

Y dicen que de su corazón brotaba la morera de espinas más suaves y frutos más dulces que se haya conocido nunca en las riberas del Arga.


© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014

martes, 7 de octubre de 2014

LUNÁTICOS

            


           Mientras los Sanchos y los Garcías se sucedieron en el trono de Pamplona y luego en el de Navarra, y sobre todo cuando empezaron a emitir moneda propia (con seguridad, sólo a partir del rey Sancho V Ramirez), sus piezas numismáticas se caracterizaron por llevar una representación del monarca por una cara y una cruz que no permitiese confundirlas con las acuñaciones musulmanas en la otra.

            Esto fue así hasta que con Sancho VII el Fuerte, las monedas mantienen el retrato del rey pero sustituyen la cruz por un símbolo bastante chocante, que en la actualidad todos identificaríamos con el Islam.

            ¿Pero por qué haría algo así precisamente un rey famoso por participar en la batalla de las Navas de Tolosa, lo más parecido a una Cruzada a este lado del Mediterráneo?

            ¿Y si puede que además tomase parte también en las de Tierra Santa?

            Ojo, que esto último, para variar, no lo digo yo: lo afirmó ya en 1970 el ilustre historiador don Agustín Ubieto Arteta, que basándose en una nota de la protonovela medieval “El conde Lucanor”, escrita por el infante don Juan Manuel, en la que podemos leer:

            “El ángel le dijo que sopiese que el rey de Francia y el rey de Navarra, y don Richarte, el rey de Inglaterra, pasaron a Ultramar, y el día que llegaron al puerto, yendo todos armados para tomar tierra, vieron en la ribera tanta muchedumbre de moros que tomaron duda de si podrían desembarcar…”

               Llegó así a la conclusión de que durante la tercera cruzada, capitaneada por Felipe Augusto de Francia y por Ricardo Corazón de León, sólo hubo un momento en el que el hijo del rey de Navarra (y no el rey, que sería un ya provecto Sancho VI el Sabio) pudo coincidir en aquellas lejanas tierras con al menos uno de tan famosos monarcas: la boda de su hermana Berenguela en Chipre con el rey inglés.

            La suposición se basa en la probabilidad de que la infanta no hubiese viajado hasta Sicilia (donde la aguardaba su novio) exclusivamente rodeada de ingleses y aquitanos, sino que iría acompañada por una embajada navarra, que lógicamente iría encabezada por el príncipe Sancho, encargado de comprobar que la boda  -cuyos preparativos, dada la asendereada vida de Ricardo, habían sido tan farragosos- se llevaba finalmente a cabo.

            Pero llegados a la isla italiana, la cruzada estaba ya tan en marcha que los franceses habían partido ya, y los ingleses estaban a punto de hacerlo también, así que un no demasiado amable Ricardo metió a su prometida Berenguela y a su hermana Juana en una galera, y él embarcó en otro distinta, posponiendo la boda hasta poder celebrarla en Jerusalén, o al menos en San Juan de Acre.

            Todo esto sucedió en marzo del año 1191. Y precisamente el otro apoyo fundamental  de la teoría de Ubieto es que justamente entre el 7 de septiembre de 1190 y el 24 de junio de 1191 no hay noticia ninguna del príncipe Sancho en Navarra o en la península.  Ese hubiera sido por tanto el tiempo empleado por la embajada en llevar a la novia, acompañarla hasta el momento de su boda con el monarca inglés y regresar luego al reino.

Desafortunadamente, el autor tampoco pudo aportar documentación alguna para su sugestiva hipótesis, más allá del párrafo escrito por don Juan Manuel, más de un siglo después de los hechos que narraba…




¿Pero y si la prueba  de que el futuro Sancho el Fuerte sí que estuvo en Oriente ha estado todo este tiempo ante las narices de todos los investigadores y curiosos que se han ocupado de su vida, y hasta ahora nadie había sabido interpretarla?


Habíamos dejado a la armada inglesa saliendo del puerto siciliano de Mesina con destino a Tierra Santa, los chicos y las chicas cada uno por su cuenta, como corresponde a cualquier cuadrilla de navarros y navarras que se precie…

Berenguela y Juana en su galera, y Ricardo y muy probablemente Sancho en la suya, compitiendo por ver cuál de los dos era más bruto –difícil elección: los dos lo eran. Y mucho-.

Y en eso el mar comenzó a ponerse bravo, se desató una tormenta terrible y los barcos se separaron, haciendo que la galera femenina acabase llegando con muchas dificultades a las costas de Chipre, para alegría del déspota (ese era su título real, y no sólo su condición política, que también) que allá gobernaba, llamado Isaac Comneno, que vio en tan inesperado regalo una forma de obtener un cuantioso rescate caído de los mares, ya que no de los cielos.




Apresadas por tanto las dos princesas, envió sus condiciones a Ricardo por saber si tenía interés en volver a verlas de una pieza. 

Gran error: acababa de poner en marcha los deseos de venganza de uno de los personajes más belicosos de la historia de la humanidad. Y además esta vez puede que viniese acompañado por su cuñado el de Zumosol…

Isaac era un miembro menor –muy menor- de la dinastía imperial bizantina de los Comnenos. Pero lo que le faltaba en recursos económicos le sobraba en audacia, hasta el punto de que tras dar tumbos por muchos puntos del imperio, contrató una banda de mercenarios y se presentó en la isla de Chipre para, empleando una supuesta y naturalmente falsa autorización del Basileus, hacerse con la isla por todo el morro en el año 1185.

Y hubiese seguido siendo tan granuja muchos años más si no se hubiese metido con quien no debía, porque en cuanto Ricardo recibió su desafío organizó la conquista de Chipre, la cual logró en apenas dos semanas, pues para evitar más sorpresas, se casó al fin con Berenguela  el 12 de mayo de 1191 en la catedral de Limassol. Uno de los testigos del enlace fue sin duda el propio Isaac, a quien cuentan que Ricardo prometió que nunca pondría entre hierros, por lo que acabó atándole con cadenas de plata…

Si Sancho estuvo allí, habría colaborado como el que más en el rescate de su hermana, y sin duda a la manera en que él mejor sabía hacerlo: machacando cabezas chipriotas a diestro y siniestro. Quizás hasta apostase con su futuro cuñado sobre el número de griegos que era capaz de mandar al otro mundo cada uno. Hay que entenderlo: eran unos críos…

El caso es que parece que la conquista de Chipre llenó de orgullo a quienes participaron en ella, hasta el punto de que Ricardo de Inglaterra y muchos otros de los que habían tomado parte en tal hazaña militar adoptaron desde entonces como divisa personal  las armas que habían arrebatado al secuestrador Comneno...



Una heráldica que hundía sus raíces nada menos que en la ciudad de Bizancio, que allá por el siglo IV antes de Cristo se las tuvo tiesas con el todopoderoso rey Filipo de Macedonia, que pretendió conquistarla aprovechando la oscuridad de la noche, teniendo que desistir porque surgió entonces con tan potente luz la luna en los cielos, que todo su ejército quedó a la vista y pudo así la ciudad librarse de la amenaza.

Todos vieron en ello un signo de que la diosa Artemisa –la protectora de la ciudad- les favorecía, y por eso desde entonces la divisa de la ciudad pasó a ser esa que, milenio y medio después, y probablemente buscando resaltar su vínculo con la familia imperial, todavía empleaba Isaac Comneno, a pesar de que con la cristianización y el cambio de denominación –Constantinopla- fuese poco a poco dejando de emplearse oficialmente en beneficio del águila bicéfala.
 
¿Pero cuál era esta intrigante armería?

Pues nada más y nada menos que esta:



¿Y cuál es precisamente el símbolo que sustituyó a la cruz en las monedas de Sancho el Fuerte cuando empezó a reinar en 1194?






Y no sólo en sus monedas, porque en la maravillosa Biblia que encargó a su canciller Ferrando Pérez de Funes también encontraremos su emblema: 



¡Eh! Pero si los numismáticos creen que Sancho se inspiró en las monedas coetáneas del conde Raimundo VI de Tolosa, a quien primero combatió, y de quien luego llegó a ser fugazmente yerno…



Y tan fugazmente, porque el matrimonio de Sancho con Constanza de Tolosa no duró prácticamente nada. No debía ser nada fácil convivir con un mal-genio (un carácter de lo más navarro, por otra parte) como él, ciertamente. Pero puestas así las cosas, ¿cómo aceptar que él consintiese en que sus monedas llevasen durante todo su largo reinado el recuerdo de un matrimonio fracasado, en lugar de la evocación de una gesta bélica personal?

Al fin y al cabo si admitimos que sus monedas aludían a las armas de Isaac Comneno y por extensión de Chipre, sería algo muy parecido a lo que todos los historiadores han defendido –algunos siguen haciéndolo incluso ahora- que hizo con el escudo del reino tras su participación en las Navas de Tolosa: cambiar el águila negra por las cadenas rotas de Miramamolín…

Que estas cosas se estilaban en aquellos tiempos nos lo demuestra el propio Ricardo, quien en 1194, ya liberado de la cautividad a la que estaba sometido por el duque Leopoldo de Austria,  se dispuso a invadir los dominios de su enemigo el rey de Francia preparando una flota en la costera localidad inglesa de Portsmouth, a la que otorgó  -a cambio de mucho dinero, claro está- su Carta fundacional, con permiso para organizar ferias y disfrutar de exenciones de impuestos. En esa carta se les concedía también el uso del emblema real como armas de la ciudad, que por supuesto ya supondréis cuáles son:



Pero no se vayan todavía, que aún hay más.

Resulta que si en Navarra el rey Sancho el Fuerte portaba tan orgulloso las armas que originalmente habían pertenecido al caradura de Comneno, puede que decidiese concedérselas también a quien pudiese pagarlas tan generosamente como los vecinos de Portsmouth habían hecho con su cuñado Ricardo…

Y salvando todas las distancias, porque el Arga nunca ha sido el canal de la Mancha, lo más parecido que habría en la Navarra de aquel tiempo serían los ricos habitantes francos del burgo de San Cernin, uno de los tres barrios que guerreaban en la inexistente ciudad de Pamplona, que ya habréis supuesto también que a partir de cierto momento pasaron a identificarse con cierto emblema:




Capa del terno conservado en la parroquia de
San Saturnino. Año 1777

Lo que se sabe es que el sello del burgo más antiguo conservado es del año 1266, y Sancho murió en 1234, sin preocuparse gran cosa por lo que ocurría en Pamplona. Era un tudelano de pro, precursor probablemente en eso de  ir sumando resquemores entre la capital y la segunda ciudad del reino, que todavía tantos a orillas del Ebro y del Arga se complacen en mantener. Yo, que he sido vecino de ambas, sé que muy necios son todos los que en tal actitud persisten, pero ya vemos que la cosa viene de muy, muy lejos…



El caso es que el rey no podía sentir a Pamplona como algo propio, porque ya ni palacio real tenía dentro de sus muros: se lo había tenido que vender al obispo en un momento de amenaza de invasión –como no- castellana. Así que sus intervenciones entre los tres barrios lo único que hicieron fueron profundizar las diferencias, aunque eso sí: siempre actuó a favor del burgo de San Cernin, que pagaría mejor, y que podría presumir por tanto de heráldica regia ante sus otros dos mortales y vecinos enemigos.

 Hasta tal punto llegó la cosa que llegó a perdonarles –pelillos a la mar- que encerrasen a docenas, puede que a cientos, de vecinos del burgo de San Nicolás dentro de su iglesia (en la que todavía se pueden advertir restos de aquella salvajada en la distinta coloración de las piedras) y le prendiesen fuego con ellos dentro. 

Ya sabéis: esto es y ha sido siempre Navarra, “tierra de diversidad”.
 
Una de las apariciones más recientes de las armas del burgo de San Cernin, en
el pañuelo de fiestas de Aldezaharra, la Asociación de Vecinos del Casco Viejo de Pamplona



En fin, que con lo que hay que quedarse es con cómo un símbolo oriental y pagano del periodo helenístico, va cambiando de significado –pero no de forma- para las distintas culturas que se apropian de él, y reaparece en pleno siglo XIII de nuestra era en dos lugares del occidente cristiano y en dos soberanos emparentados por la vía de la sangre, y no sólo de la familiar, sino de toda la que ambos derramaron no sé bien si por defender lo que creían justo o simplemente por que ambos eran más brutos que un aráo. En realidad me parece que sé la respuesta, y no me gusta nada...

Nadie recuerda ya todas estas antigüedades, ni repara apenas en los escudos con la media luna y la estrella que jalonan todavía hoy en día el viejo barrio de San Cernin. A veces sólo hay que levantar un poco la cabeza para verlos…
           ¿Y acaso no se sentirá uno entonces como si atravesase la puerta de San Romano, en las murallas de Constantinopla, aunque lo que en realidad esté cruzando sea nuestra calle Mayor del burgo?

          ¿Y no le parecerán este otoño recién comenzado las campanicas de las torres de San Saturnino más sonoras y rozagantes incluso que aquellas bañadas en oro de la basílica de los Santísimos Apóstoles Sergio y Baco, tan cercanas a la columna de Eudoxia y al palacio imperial de Blachernae?




           

Y sin embargo el sueño de Constantinopla terminó en 1453, por mucho que no quisiéramos Mutis o yo acabar de aceptarlo. Pero puede acudirse todavía a contemplar las obras de pintores del primer renacimiento, que cuando reflejaron –ocultándolas tras escenas bíblicas- las visitas que los pobres emperadores hicieron –siempre infructuosamente- a la otra Roma (la de los Papas) para pedir ayuda contra los turcos, ofreciendo lo único que ya poseían: abandonar su milenaria fe ortodoxa y pasarse a la católica, colocaron las armas del imperio bien claras para quien quisiera fijarse en ellas.

Adoración de los Magos, de Stefan Lochner

Políptico de San Agustín, de Piero della Francesca

Las mismas armas que los otomanos convirtieron tras la conquista de Constantinopla en estandarte de su sangriento gobierno, y que hoy identifican todavía a muchos países musulmanes que no imaginan siquiera que sus banderas llevan el símbolo no de su dios, sino de Artemisa, de Isaac Comneno, de Ricardo Corazón de León, y de Sancho el Fuerte de Navarra…

  



ADDENDA: Cuando me importaba bastante más el fútbol que ahora mismo, siempre me fijaba en los resultados del Portsmouth FC., un modesto club inglés,  fundado en 1898 y cuyo primer portero titular fue nada menos que don Arthur Conan Doyle.

Y lo hacía yo no precisamente por sus éxitos deportivos –navega en una especie de 2ª B inglesa- sino porque llevaban en su camiseta el escudo con el creciente y la estrella del burgo de San Cernin, y los sentía por tanto como una especie de parientes lejanos pamploneses al otro lado del mar.




El caso es que, como si la justicia poética existiese, el apodo con el que son conocidos tanto el equipo como la ciudad es el de “Pompey”. Y dicen que es porque a principios del siglo XX, con toda la población dedicándose al arriesgado oficio de la marinería, muchos de estos iletrados trabajadores recibían charlas y conferencias de abnegadas maestras de escuela que sólo buscaban extender las redes de la cultura –nunca mejor dicho- a toda costa.

Pues parece ser que en una de aquellas ocasiones, miss Aggie Weston estaba aburriendo a la concurrencia con una charla sobre el general romano Pompeyo, y entre que la mayoría de los asistentes estaban borrachos, y la otra mitad dormidos, el caso es que uno que compartía ambas categorías se despertó justo en el momento en que la profesora comentaba como un puñado de centuriones traidores asesinaban a Pompeyo, lo cual le impresionó tanto que en voz bien alta exclamo: “Poor old Pompey!” (¡Pobre viejo Pompeyo!)


Y la expresión hizo tanta gracia que pocos días después, en un partido del Portsmouth FC, que como de costumbre iba perdiendo, otro marinero entre el público gritó: Poor old Pompey!, siendo secundado por toda la grada, hasta conseguir que el grito lastimero de un borracho por la muerte de un general romano de la antigüedad acabase dando nombre al equipo de fútbol primero, y a toda la ciudad después.




Y como resulta que ese pobre y viejo Pompeyo fue precisamente el mismo general que fundó allá por el año 75 A.C. la chiquita y apañada capital desde la que escribo estos desvaríos, tengo para mí que un partido entre Osasuna y Portsmouth FC constituiría nuestro auténtico, señorial e histórico derby...




   © Mikel Zuza Viniegra, 2014