martes, 30 de diciembre de 2014

OBRA


Artaiz, 31 de diciembre de 1140


Hace frío, mucho frío. Todo el mundo está recogido junto a su hogar, y el humo de cada chimenea puntea el cielo gris que amenaza tormenta de nieve. No has querido que nadie te ayude a terminar tu obra. Porque es solamente tuya: ni del poderoso señor que te la encargó, ni de los trabajadores que te ayudaron a levantarla, ni siquiera de ese rey don García que viajó desde Pamplona sólo para conocerla. Tuya y de nadie más.

Por eso era importante que todo el proceso se cerrara precisamente con este canecillo que tus ateridos dedos se esfuerzan en cincelar mientras haces peligrosos equilibrios sobre el frágil andamio. El otro, el que representa la condición humana, siempre esclava de las tres vertientes del tiempo: el pasado, el presente y el futuro, no te importó esculpirlo al resguardo de tu taller. Pero éste, el que marca el final, tenías que tallarlo aquí mismo, haciendo saltar chispas de la piedra con tu cincel, igual que un guerrero haría saltar las escamas de un dragón con su espada.

Y había de ser el último día del año, para que todo lo malo y lo bueno que en él ha ocurrido -y ha sido mucho de lo primero y poco de lo segundo- quede definitivamente atrás. Por eso estás dando forma a un hombre-cerradura, que habrá de representarte sólo a ti, y a la vez a todo el mundo, pues cada uno carga con una pesada arca donde esconde lo que es y enseña lo que aparenta ser.


Sí, quédese cerrada a buen recaudo por los siglos de los siglos detrás de este guardián de piedra, desafiando a quienes quieran interpretar su significado, que no será otro que el que tú sabes y dictas a cada golpe de mazo.

Al final, sólo quedará nuestra obra...  



© Mikel Zuza Viniegra, 2014

viernes, 26 de diciembre de 2014

SÉPTIMO

Uxue, 26 de diciembre de 1344


-Tú dirás lo que quieras, Carlos, pero una cosa son las historias talladas en la portada norte, y otra lo que unos muetes como nosotros podamos hacer...

-El príncipe Alejandro de Grecia domaba leones a los seis años. Así lo atestiguan todas las crónicas. ¿Vamos a ser nosotros menos que él? Tú tienes trece años, yo doce, y tú, Inés, diez. ¿Cómo no vamos a poder bregar con esas bestias siendo ya tan mayores?


-Me temo que aquí la única bestia eres tú, hermano. Parece que es verdad que los centauros la tenían tomada con las sirenas allá, en el Asia Menor, pero nunca he oído nada de eso que dices de que en Navarra los príncipes tengamos que demostrar nuestro valor atrapando cigüeñas.


-Pues es precepto recogido en el Fuero, os lo aseguro. Y quien lo redactó debió sin duda inspirarse en lo que dicen que hacen los habitantes de la India -osease: los indios- cuando deben demostrar a sus mayores que ya han alcanzado la edad adulta. Bien es cierto que allá lo que al parecer capturan son águilas, pero afortunadamente nosotros no tenemos que llegar a tanto, así que nos bastará atrapar a esas tres cigüeñas que estos días se han enseñoreado de la torre principal del santuario. Ya he conseguido hacerme con la llave maestra, así que podemos subir en cuanto vosotras queráis, mis muy aguerridas hermanas. ¿Habéis conseguido lo que os pedí?

-Sí, hemos traído los bastidores de bordar más grandes que hemos encontrado, aunque creo que por mucho que los ates con esa cuerda tan fuerte que traes, no será nada sencillo lograr que esos enormes pájaros metan su cabeza en ellos.

-No hay problema: haremos como dicen que hacen los habitantes del lejano Oeste para capturar a las vacas y las terneras, pero en lugar de con un simple lazo de cuerda, nosotros les arrojaremos esos resistentes bastidores sujetos para que no puedan escaparse.

-Tú has leído demasiadas novelas de caballería, hermano. En concreto del 7º de caballería, que es tropa muy dada a exagerar sus intervenciones, pero ya los querría yo ver hoy aquí...


-No hables tanto, y guarda el aliento, Blanca, que estos escalones no se suben solos... Y muy mal me parecería que hayas dejado a Inés en su habitación, si no fuera porque de este modo queda para ti y para mí mucha más gloria para repartir todavía.

-Pues claro que no le he permitido participar en tu locura, Carlos, es demasiado pequeña. Y si yo te estoy acompañando es sólo  porque tengo verdadera curiosidad por saber cómo acabará esta "hazaña" tuya. Por de pronto da bastante miedo ya el tremendo ruido que sus picos hacen al otro lado de esta puerta...

-Ese ruido que hacen estos monstruos emplumados se llama "crotorar", pero yo haré que se callen inmediatamente. A la de una, a la de dos, y a la de tres: ¡adelante!

-¡Pero ponte antes un casco como el mío, idiota! ¡Cuidado con esa que tienes detrás! ¡No puedo mirar: te están dando más picotazos que azotes dieron los romanos a nuestro Señor! ¡Corre hacia la puerta mientras puedas!

-¿Pero por qué no me has ayudado, Blanca?

-Porque tú eres el príncipe heredero, Carlos, así que me ha parecido mucho mejor dejar todos los "honores" en exclusiva para ti. ¿No estás contento? Agradece más bien que haya podido yo espantar a esas pobres cigüeñas empleando un sacude-colchones. Lo que no sé es cómo explicarás tu aventura a nuestra madre, la reina Juana, porque tienes tantos chichones y pelo arrancado en tu cabeza, que va a pensar que en realidad te han atacado los castellanos o los franceses...

-No te burles encima, que de sobra sé que eres mucho más inteligente y pragmática que yo, hermana. Pero desde luego procuraré hacerte caso la próxima vez que me deje llevar por mi calenturienta imaginación...

-Que, conociéndote, será sin duda muy pronto, querido Carlos. Espero al menos que, para cuando llegues a ser rey, hayas comprendido que el valor personal no se demuestra con estúpidos arranques como el de hoy, sino haciendo en cada momento lo que te dicte tu conciencia.
Y lo que es aún más importante: que los navarros son tan libres como esas cigüeñas que pretendías tan vanamente apresar. Y eso sí que viene expresamente escrito en el Fuero...


Las muy hermosas fotos de Ujué (y también las mejores pastas) son de Juana Urrutia.

©Mikel Zuza Viniegra, 2014


sábado, 20 de diciembre de 2014

TODOS LOS CAMINOS

Roma, noche de Navidad de 1456


Nadie diría, al verte, que acabas de entrevistarte con Su Santidad Calixto III. Paseas por las atestadas calles sin que nadie repare en ti, y lo que es peor, sin que tú prestes atención a nada: ni a los puestos que ofrecen todo tipo de mercancías a los peregrinos, ni a los poetas que cantan con más o menos destreza sus composiciones, ni siquiera al marmóreo y casi funerario arte de los antiguos habitantes de esta ciudad.

Llegaste hasta aquí buscando apoyo a tus justos derechos sobre el reino de Navarra, que tu padre Juan II te usurpa, e igual que te ocurrió con el rey de Francia te ha pasado con el Papa: has obtenido buenas palabras, pero ninguna ayuda tangible. Más que príncipe de Viana, eres príncipe de nada, y toda esta algarabía desatada a tu alrededor te lo recuerda dolorosamente.

Y esos gelati que todos van comiendo por las calles, tan terriblemente fríos, no son ni remotamente parecidos a los sabrosos dulces que maese Donezar traía cada año a la corte para que tu madre la reina los repartiese -entre risas, pero equitativamente- contigo y con tus hermanas Blanca y Leonor. Y tampoco se parecen nada al turrón royo que los regidores de Tafalla entregaban cada 25 de diciembre a la familia real. Tu padre prefería las frutas escarchadas de Aragón, y alguna vez le incrustabais Blanca y tú entre ellas unas cuantas almendras amargas, para que rabiase y pudieseis reíros con las caras de asco que ponía. No has vuelto a sentir jamás aquel calor de Olite...

El camarlengo del santo padre te ha obsequiado con una caja de pastas, dijo que elaboradas por las sorelle de la rozagante caritá. Incomibles. Aunque puede ser también que todo te sepa ya acre y amargo. La cambias por una fiaschetta de grumoso vino del Lazio en la primera taberna que encuentras.

Has vivido mejores navidades que esta, sí, pero ¿a quién puede importarle ya? Tu madre murió hace muchos años, tu esposa Agnes también. Tu padre vive, y mil veces mejor sería que hubiese muerto. Y de las dos hermanas con las que pugnabas cuando eras un niño por aquel delicioso mazapán, Blanca es tan desgraciada como tú, y Leonor te odia a muerte. Tus viejos amigos están al otro lado del mar, y hasta tus antiguas amantes hace tiempo que calientan ya la cama de otros. El vino que bebes es malo, sí, pero no tanto como el veneno que te corroe por dentro.

Sin darte cuenta has llegado al puente de Sant' Angelo. El Tíber baja tan turbio que a duras penas se distingue la corriente de las descuidadas orillas. La botella está vacía, la tiras todo lo lejos que tu brazo te permite y va a dar justo en la cabeza de lo que parece ser una mujer-pez, que antes de zambullirse se complace en enviarte al diablo empleando los juramentos más alambicados que ningún terrestre haya oído jamás. Qué más da: demasiado bien sabes ya que las sirenas sólo existen en los cuentos.

Y el río sigue fluyendo bajo el puente. No puedes apartar tu mirada de él: es como si te llamase con sus gastadas y húmedas palabras.

-Un salto, y se acabaron los problemas, ¿no es cierto? -te dice alguien que se ha puesto a tu lado sin que le dieses permiso para hacerlo-. Pero esa es la salida más fácil -prosigue su salmodia-, piensa más bien, peregrino, qué hubiera sido de todos aquellos que te conocen si tú no estuvieses aquí ahora, si ni siquiera hubieses llegado a nacer...

Pero no quieres pensar ya más nada, así que empujas al locuaz entrometido para que sea él quien caiga al agua y pueda allí discurrir sobre los misterios de la existencia. No: esta noche no necesitas que pesados ángeles de la guarda extiendan sobre ti sus alas. Te bastará con que las solícitas y caras moradoras del Trastévere abran para ti sus piernas.

Estás ya ante la majestuosa tumba del emperador Adriano, tan enorme que ha acabado convertida en castillo. De un hueco del muro, más allá de la vacilante luz que da la última de las antorchas, parece salir un ruido. Te acercas, pero no es un ruido. Es un llanto: un niño recién nacido patalea sobre el vientre de su desvanecida madre, abandonados los dos a su suerte por algún soldado de la guardia papal a la que ella ya no puede servir de entretenimiento.

Cortas el cordón que todavía los une. Están helados, probablemente no llegarán vivos al  amanecer. Te sientas junto a ellos, los incorporas y los abrazas mientras cubres a ambos con tu capa para darles todo el calor que seas capaz de proporcionarles. Hay una mula y un buey atados allí enfrente.

El Tiber os arrulla, y lo único que rompe su monótono sonido durante toda la noche es ese prácticamente inaudible "che Dio ti benedica, signore!" con el que la mujer te agradece cada poco tiempo tu presencia.

Y no dejarías de sostenerla entre tus brazos ni por todo el oro de Arabia, ni por todo el incienso de Egipto, ni por toda la mirra de la India...
  



©Mikel Zuza Viniegra 2014

martes, 2 de diciembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA VI: PAPELES

Inbuluzketa. Foto de J. M. Etayo
Gabriel de Inbuluzketa fue el heredero de una saga famosa por atestar todos sus palacios con los legajos y papeles que cada generación familiar producía. Conocer todos y cada uno de los hechos y los nombres de sus antepasados era la primera, sino la única, obligación de un miembro de su linaje.

Así, Gabriel sabía de memoria que el primero de los suyos –don Marzal- fue eytán de don Eneko Aritza, primer rey de los navarros. Y que cuando Sancho el Mayor acudió a reunirse en Angely con Roberto el piadoso de Francia para celebrar el descubrimiento de la cabeza de Juan el Bautista, don Marcos de Inbuluzketa les guardaba a ambos las espaldas. Y que don Simón de Inbuluzketa había sido quien espantó las feroces moscas cartaginesas del rostro exangüe de Teobaldo II en su cruzada a Tunez.

Y cada día aprendía un nuevo dato con el que engrosar la honrosa memoria de su familia.

Por esa misma época comenzaron a sucederse terribles heladas en invierno y crueles sequías en verano, de manera que las cosechas que conseguían  a duras penas sobrevivir a la escarcha, se perdían sin remedio al llegar el implacable estío. Y nada menos que cinco años duró este infernal ciclo.

Y no había tampoco rey a quien servir, pues ocupaban entonces el trono los Capetos de Francia, que no sentían allá lejos, en su ciudad de París, cariño alguno por este reino de Navarra. Así que los caudales de los Inbuluzketa rápidamente se agotaron, y con ellos las provisiones y la leña que permitía calentar la sala del gélido palacio donde se arracimaban cada vez más necesitados.

Y tuvo entonces Gabriel que afrontar la mayor prueba que sus ancestros hubieran podido imaginar, pues ya no quedaba por quemar para calentarles a todos más que aquel montón de legajos y papeles en los que los Inbuluzketa habían basado siempre su prosapia…

Y aunque sentía sobre sí los ojos de todos sus insignes tatarabuelos, supo en seguida lo que tenía que hacer. Así que quemó primero, como correspondía, los hechos notables de aquel primigenio don Marzal, y continuó haciéndolo respetando el orden cronológico hasta que ya no quedó por quemar más que los folios en blanco que le hubiera tocado escribir con las supuestas hazañas que él mismo debería haber protagonizado.



Y ese día se sintió más vivo y más libre de lo que ninguno de los suyos se había sentido jamás, pues desaparecidas en las brasas para siempre todas las andanzas de su familia, no tenía obligación ya de parecerse ni de imitar a ninguno de sus antepasados, y podía por fin ser nada más y nada menos que él mismo, que es la cosa más complicada, y también más conveniente, que cualquiera –haya sido armado o no caballero- ha de llevar a cabo en su vida...






©Mikel Zuza Viniegra, abril 2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

PUEBLO


Pedroso, La Rioja, 7 de noviembre de 1498

-Señor don García Martínez de Lequeitio: se os contrató para que tallaseis la portada de la iglesia. Os comprometisteis a terminarla en cinco meses y va ya para un año que vivís entre nosotros, sin que vuestra obra avance significativamente. ¿Habré de dar la razón a quienes entonces me pedían que escogiese a don Lope de Navarrete? Y no farfulléis en vuestra lengua vascuence, que aunque no os entienda sé por el tono que empleáis que no me estáis llamando precisamente algo bueno…

-Señor párroco don Santiago: lo mismo que yo no me meto en vuestras misas, no sois vos quien para afearme cuestiones artísticas de las que nada entendéis.

-¿Que no soy quién? ¡Soy el que os paga vuestra generosa soldada, y quiero hechos, no palabras! ¿Olvidáis que según cómo os desempeñaseis en este trabajo me había ofrecido yo a recomendaros al capataz de obras de la catedral de Calahorra, que ahora mismo se está construyendo? ¿Y qué queréis que le diga? ¿Qué os pasáis el día no subido al andamio, sino de la mano de una feligresa escandalizando con vuestra conducta a toda la población?

-¿A la población, decís? ¿No será más bien vos quien se escandaliza? Pero no por lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer, que además no es asunto vuestro, sino porque la suciedad ya estaba dentro de vuestra desgreñada cabeza.

-¡La próxima vez que os vea juntos en la carrera he de soltaros a mi mastín para que os muerda!




-¡Milagro, milagro! Será la primera vez que veamos a un dragón paseando atado a un perro...

-¿Os atrevéis a insultarme llamándome dragón?


-¡En este caso el insultado es claramente el dragón, señor párroco!

-¡Basta! ¡O acabáis de una vez la portada, o haré que esa desvergonzada, esa auténtica anfisbena, sea recluida inmediatamente y a perpetuidad en el monasterio de Cañas!
   

-¿Anfisbena? ¿El monstruo de dos cabezas? ¿Ella? Habéis debido perder sin duda el escaso juicio que teníais…

-¿Lo veis? ¡Os tiene hechizado con su forma de danzar!

-¿Y a quién no? Recuerdo la primera vez que la vi. Era la romería y ella bailaba más ligera que un pájaro en el medio de la plaza. Y qué guapa era… La más guapa de todas sin duda.

-Lo recuerdo bien. Y también cómo danzasteis entonces con ella, y lo mucho que os reíais los dos, fomentando así las murmuraciones...


-Lo que me parece es que es a vos a quien os gustaría bailar y reír con ella…

-¿Pero qué decís, insensato?

 -Lo que os digo es que terminaré la portada cuanto antes, sí. Pero sólo para poder librarme de vos de una vez.

-No os conviene apostar por ello, don García…

Y ella bailaba y bailaba, y él tallaba y tallaba, hasta que la puerta de la iglesia de San Salvador quedó terminada. Y se veían en ella muchas de las cosas de las que habían hablado el cura y el maestro escultor.



Y gustó tanto cómo había quedado que subían de muchas partes a verla. Desde Villavelayo, desde Ezcaray, desde Briones y desde más lejos incluso. Y quedó también el abad de San Millán maravillado por el arte de García, hasta el punto de proponerle que tallase la puerta del monasterio que en Yuso estaban entonces construyendo.

Le ofreció mucho oro por ello, pero el maestro sólo le pidió una cosa: que se llevase de fraile a don Santiago y no lo dejase salir de su monasterio nunca más. A cambio él haría esa puerta completamente gratis.

Y esas fueron las dos únicas obras que labró en su vida, que ningún estudioso podrá hallar ninguna otra por mucho que se empeñe, pues don García Martínez de Lequeitio marchó a Pedroso y vivió allí desde entonces con aquella que bailaba más ligera que un pájaro en medio de la plaza, durante la romería. 

E iban siempre de la mano por el camino del Patrocinio. Y el monte San Lorenzo, más allá de la peña de Tobía, se colocaba en los inviernos su mejor gorro de lana blanca para saludarles al pasar.



Y yo también la vi danzar, así que le debía esta historia desde hace mucho, mucho tiempo…


Behin batean Pedroson,             Una vez, en Pedroso,
erromeria zen                              durante la romería,
Hantxe ikusi nuen                        vi a una chica
Neskatxa bat plazan.                   en la plaza.     

Txoria baino ere,                          Bailaba más ligera
Arinago dantzan.                          que un pájaro.
Huraxe bai polita,                          ¡Y qué guapa era!
Hain politik bazan!                         ¡La más guapa de todas!



La canción original es de John Denver, y la 
versión en euskera de Egan.



©Mikel Zuza Viniegra, 2014

martes, 18 de noviembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA V: REFLEJO


Tristan de Irulegi era completamente feliz. Tenía una esposa y dos hijos que le amaban, y su carácter entre despreocupado y alegre hacía también que le estimasen sus criados y todos aquellos que debían tratar con él.

Cinco fuertes robles a la derecha del camino indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban a su palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado izquierdo. 

Y precisamente uno de esos viajeros fue quien trajo la maldición.

Al principio no pareció más que otro de esos desfallecidos peregrinos que nadie entiende cómo han podido llegar tan lejos si no es porque deben llevar consigo una fe tan inquebrantable que eso les permite dar un paso más tras el que parecía el último. Sin embargo la fe –aunque entonces no pudieran sospecharlo siquiera- no podía nada contra la enfermedad que anidaba en las entrañas de aquél moribundo.

Desde el oriente más lejano, dicen que en barcos de comerciantes genoveses, había llegado una plaga que se había cobrado ya centenares de miles de vidas mientras avanzaba vertiginosa hacia el oeste. Y ya estaba en Irulegi…

La primera en morir fue su hija más pequeña. Después murió su esposa, y finalmente su hijo mayor. Aterrados, o bien notándose ya enfermos, los criados y siervos huyeron a la campiña. Sólo Tristán quedó pues para enterrar a su familia.

Pero no lo hizo inmediatamente, si no que esperó a que a él también le alcanzara la muerte. Y así, como sumido en un sombrío letargo, le hallaron los hombres que el rey Carlos había enviado para conocer el alcance de la enfermedad.

Ellos fueron quienes, al marcharse, le dejaron un mapa con el que podría orientarse para buscar refugio en la capital, que no quedaba lejos. Pero Tristán no parecía ya capaz de ver nada en aquel plano. Nada que no fuese el nombre de Irulegi que, sorprendentemente, se repetía en dos ocasiones.

El suyo no quedaba lejos de Pamplona, efectivamente, pero el otro Irulegi aparecía marcado en Ultrapuertos, al otro lado de las altas montañas que dividían en dos el reino.


Y a Tristán, con la cordura que sólo los locos pueden sentir, le dio por pensar que si en su Irulegi todo había terminado, su vida no podría continuar en otro lugar que no fuese aquel Irulegi de más allá de los puertos. Y hacia allá se dirigió sin detenerse a comer más que las frutas del bosque, a beber de arroyos de montaña casi congelados y a dormir muy pocas veces bajo techado.

Y no pareció darse cuenta tampoco de los terribles estragos que la enfermedad había causado por todos los lugares por donde fue cruzando. Incluso en ese Irulegi al que por fin iba acercándose. Y vio entonces cinco fuertes robles a la izquierda del camino, que indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban al palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado derecho.

Pero no había más signos de vida en el recinto que un par de soldados en la puerta que el rey Carlos había enviado para impedir el saqueo. Y según ambos contaron al recién llegado, la dueña -María de Irulegi- había sobrevivido a su hijo menor, a su marido y a su hija mayor, y se había quedado allí a esperar la muerte hasta que ellos mismos la encontraron en tan lamentable estado que decidieron llevarla a que se recuperara en el castillo de San Juan. 
Pero por el camino había escapado de la carreta, llevándose únicamente un mapa consigo. 

Y Tristán comprendió entonces que María sólo había podido buscar refugio en el Irulegi al otro lado de las altas montañas, y hacia allá volvió a emprender viaje. 

Y hay quien dice que ambos siguen hoy en día cruzando esos mismos montes hacia el norte y hacia el sur sin encontrarse nunca, como si pagasen la antigua maldición que supone romper un espejo…





© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA IV: LITERATURA


Miguel de Soracoiz no aprendió nunca a leer, porque desde muy niño su único libro fue el arado. Pero no perdió tampoco nunca la oportunidad de escuchar a cualquier juglar que, camino de Santiago adelante, cruzase cerca de su pueblo.

Y de todas las historias que aquellos cansados y especiales peregrinos contaban a cambio de un poco de pan y una jarra de vino, las que más le gustaban eran aquellas que narraban las increíbles aventuras que vivieron los caballeros que siguieron al rey Sancho para luchar en las Navas.

Por ejemplo don Antón de Napal, del que se decía que era tan gordo que había agotado el hierro de todas las minas al tejer la cota de malla con la que procuraba proteger su descomunal cuerpo. O don Pedro de Larumbe, que era tan pequeño que para no perderse en el interior de su armadura debía sujetar brazos y piernas desde dentro con unas cuerdas, igual y aun mejor que los titiriteros, pues tenía tan controlado ese complicado juego de tirar y recoger extremidades que más de un enemigo perdió su cabeza mientras –muy imprudentemente- se reía de la extraña forma de moverse de su adversario.

Pero sin duda su preferida era la de don Lope de Gardalain, cuya desusada táctica era al parecer dejarse rodear por seis, siete u ocho contrincantes y, cuando ya los tenía a todos a la distancia justa de su acero, ponerse a girar sobre sí mismo como un demonio, de tal modo que las cabezas iban cayendo a su alrededor como por ensalmo. No en vano su espada llevaba el nombre de “Segadora”, lo cual le convertía a ojos de Miguel en una especie de colega de oficio, pues no en vano él pasaba toda la jornada manejando una hoz con la mano derecha y con la mano izquierda protegida por la zoqueta, como si empuñase un escudo o, aún mejor, una lujosa adarga.


Sí: al tórrido sol de julio cada espiga se le figuraba un moro con turbante coronado, cada apretada gavilla un montón de infieles que enviar al Infierno; así que una noche recogió todos sus aperos de labranza y se los llevó al herrero, que a cambio de un saco de trigo los fundió en su fragua para derramar luego el metal al rojo vivo en un tosco molde de espada comprado a algún soldado necesitado en el mercado de Puente la Reina.

Cierto que era bastante pesada y no tan brillante como las que alguna vez había visto blandir a la guardia real, pero a él se le antojaba la mejor espada del mundo, y mucho más merecedora del nombre de “segadora” que aquella otra de don Lope, pues al fin y al cabo su tajo sí que estaba formado por el de las hoces, las azadas y los dalles más afilados de las que pudo disponer.

Se veía tan capaz de cambiar el tallo de las espigas por el cuello de los almohades, que no tardó en imaginar también a uno de esos juglares que tanto le gustaba escuchar, enhebrando los fantásticos hechos de armas del caballero-labrador, que de maitines a vísperas había pasado de doblar su espalda en el surco, a hacer abrevar en sangre enemiga a su aún inexistente montura.

Tan absorto andaba en sus ensoñaciones que no se dio cuenta de que era rodeado por cuatro caballeros de aquellos que nunca salen en las canciones y que son gran mayoría dentro de su oficio y estado: los ladrones de cosechas como la recién terminada de recoger en Soracoiz.

Cuando al fin se apercibió de lo que ocurría, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo a toda la velocidad que sus gastadas alpargatas le permitían, girando y girando mientras blandía a la vez su espada segadora de negro y pesado hierro, que se partió por la mitad en cuanto una de las de brillante acero de los merodeadores la golpeó con fuerza.

Las otras tres se clavaron al unísono en su cuerpo mientras en su cabeza resonaban, por última vez, las fabulosas historias de los juglares...




© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014

viernes, 31 de octubre de 2014

ALBANIAONDOA


Disfrutando ayer del estupendo libro "Las claves de Izagaondoa" que mi amigo Simeón Hidalgo acaba de publicar, la conversación nos llevó al escudo de Evreux-Navarra que aparece en las pinturas murales de la iglesia de Ardanaz.


Me había fijado yo relativamente en él, y aunque en su momento leí el exhaustivo informe que las restauradoras Arantza Martinena y Marta Vidador, ahora no sé dónde puede andar guardado y no puedo saber si lo que voy a comentar ya lo trataron ellas o no. Si es así, les ruego que me disculpen.

El caso es que dicho escudo, que fue el de la monarquía Navarra entre 1328 y 1512, tiene su origen en el advenimiento al trono pamplonés de la dinastía de Evreux, cuyos primeros representantes fueron los reyes Juana II -que era la propietaria- y Felipe III, que era un importante noble francés, par del reino.

Por tanto, y sabiendo esa fecha ineludible, las pinturas que muestren ese emblema no pueden ser anteriores al año 1328. Desde ese momento, en multitud de soportes aparecerán tales armas, en señal de patrocinio regio o quizás simplemente por orgullo de presumir de nacionalidad.

Sí: creo firmemente que todos esos cuentos de que nadie se sentía navarro en aquella época, o de que el concepto de nación es un invento del romanticismo decimonónico, son sólamente eso: cuentos, y bastante más imaginativos que los que yo escribo.

El cuartelado de Navarra-Evreux fue pasando de monarca en monarca. Primero lo heredó Carlos II, luego Carlos III, después Blanca I, el príncipe de Viana, y finalmente acabo adoptándolo también la dinastía de Foix, probablemente porque toda la Cristiandad identificaba esas antiguas armas con el reino de Navarra, pues no en vano llevaban ya casi dos siglos representándolo por todas las cortes de Europa...

Esas armas han aparecido ya muchas veces en este blog, donde he defendido muchas veces también que a mi juicio deberían volver a ser las que campeasen en nuestra actual bandera:


Pero la forma de mostrarlas en Ardanaz varía sobre lo que estamos acostumbrados a ver en otras representaciones prácticamente coetáneas.

Así, si nos fijamos en el escudo de Navarra-Evreux que pintó el maestro Johan Oliver en el refectorio de la catedral de Pamplona en 1335 podemos ver la disposición clásica:


Y si lo hacemos en la representación heráldica de la iglesia de San Adrián de Olloki, aunque prescinde de la forma habitual de escudo, muestra también el habitual cuartelado Navarra-Evreux:


Pero si nos fijamos en el escudo de Ardanaz, veremos un cambio en la forma de representar las armas reales: y es que una bordura lisa y blanca rodea por completo el escudo. Recordemos:


Bah, una casualidad sin más importancia...

Pues no, porque a pesar de lo que muchas veces -sin tener ni idea- se sigue diciendo sobre los artistas medievales, éstos no daban puntada sin hilo y todo lo que hacían tenía un significado concreto. Prueba de ello es que el escudo que hace pareja a este del que estoy hablando -y que pertenece al señor de Grez- no muestra bordura alguna, por lo tanto ésta no puede ser un convencionalismo estético que el pintor utilizara para resaltar meramente el escudo Navarra-Evreux:


No, que va. Esa bordura blanca y lisa por supuesto que tiene un significado concreto, porque resulta que dos personas de la familia real navarra la llevaron sin duda alguna. Uno, el infante Pedro de Mortain, hermano del rey Carlos III el Noble, nacido en 1366 y que apenas residió en Navarra, siendo toda su vida el representante de su hermano en la corte de París.

El otro personaje fue Luis de Beaumont, hermano del rey Carlos II, nacido hacia 1335 y que sí pasó buena parte de su vida en Navarra, hasta el punto de que fue el gobernador del reino muchos años (al menos entre 1355 y 1361), mientras su hermano estuvo preso u ocupado con las guerras de Normandía. La documentación nos muestra que recorrió el reino de arriba abajo muchas veces, y que en Falces estuvieron a punto de acabar con su vida, por un quítame allá esos impuestos...

ARMAS DE LOS TRES HERMANOS EVREUX
©Iñigo Saldise
Él infante Luis también ha aparecido unas cuantas veces  en estas historias mías, por la sencilla razón de que fue quien acometió la alucinada y alucinante expedición a Albania en el año 1376, asunto que me ha interesado desde que tengo memoria.


Desafortunadamente no quedan muchas huellas histórico-artísticas que puedan ser puestas en relación con él. Tan sólo alguno de sus sellos cereos, donde puede verse con toda claridad la bordura llana a la que nos estamos refiriendo:


Así pues, y como de costumbre, saltándome todas las aburridas precauciones históricas que tan poco significan para este cronista, ahí dejo la posibilidad de que ese escudo sea el único recuerdo que ha llegado a la actualidad del conquistador de Albania, gobernador del reino y "fundador" por así decirlo de la parcialidad beamontesa, que habría de traicionar al rey de Navarra en 1512. Pero de eso él no tiene culpa ninguna...

Y si es así, me alegro mucho de que ese recuerdo de un guerrero medieval tan notable esté situado en mi querido valle de Izagaondoa.

Lo dicho, si acaso todo lo que he comentado ya lo decían las restauradoras en su informe, pido respetuoso perdón. Pero aunque así sea, agradezco a Simeón Hidalgo que me haya hecho evocar al infante Luis, con el que no me hubiera importado nada compartir aventuras  albanesas.

Y, por supuesto lo  más importante: acudid si podéis a ver el escudo y el resto de pinturas aparecidas en Ardanaz en el año 2002. No os arrepentiréis.

ARMAS DEL INFANTE  LUIS DE BEAUMONT

© Mikel Zuza Viniegra 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA III: IDO


En tiempos en que Teobaldo era solamente conde de Champaña y no rey de Navarra, Martín de Izanoz fue un caballero que sobrevivía alquilando su espada a pueblos de labradores que no podían defenderse de otro modo de los caballeros malvados –conocidos también como “balderos”- que abundaron al final del reinado del encerrado y gigantesco Sancho el Fuerte.

Y entre tanto combate, encontró tiempo para enamorarse de una comarcana de lo que andando el tiempo sería la merindad de Olite. Pero por no saber desbrozar esas intrincadas sendas que emplea el amor, acabaron alejándose el uno del otro.

Y por ver si la olvidaba, se lanzó con más ahínco todavía a la defensa de aldeas donde nada se le había perdido, pues creyó que lo correcto era continuar defendiendo a quien no tenía otro brazo al que encomendarse.

Al fin y al cabo eso era lo que se suponía que debía hacer un caballero, según se decía en todos los libros y romances que de tal tema trataban. Y lo haría al menos hasta que un nuevo rey llegase con todo su leal poder.

Así que lo mismo luchó a partir de entonces contra el traicionero Ximeno de Eguaras en nombre de los collazos de Irurzun y de Goldaraz, que contra el muy astuto Eneko de Iracheta por amparar a los humildes moradores de Legaria. Y no hubo enemigo en todo ese tiempo que pudiera derrotarlo, de forma que cuando efectivamente llegó el nuevo y trovador soberano, le ofreció la jefatura de su hueste, pues no había caballero en todo el reino que la mereciese más.

Pero Martín –aun agradeciendo desde lo más profundo de su fe de caballero el gesto regio- y considerando que su trabajo estaba hecho,  rechazó la oferta y, dirigiéndose hacia el sur, galopó en busca de aquella de quien hacia tanto tiempo no sabía nada, a pesar de que no hubiera dejado de recordarla ni un solo instante.

Y al llegar a aquel pueblo la encontró casada con otro, pues en realidad no habían hablado nada entre ellos sobre esperarse mutuamente. Y como comprendió que ella era feliz así, no organizó ningún escándalo, si no que  tiró de las riendas de su caballo y se alejó para siempre de aquel lugar, donde lo único que dejó fueron los pedazos rotos de su corazón.

Y se abandonó desde entonces por trochas y caminos de montaña, desatendiendo el cuidado tanto de sus bruñidas armas como de sí mismo, preguntándose una y otra vez de qué le había servido demostrar su bondad defendiendo a todos aquellos desharrapados, cuya inútil gratitud no servía para acompañarlo en las largas noches de invierno ni para reír a su lado oyendo a los juglares en las de verano. Sí: tal vez hubiera sido mucho más productivo ser uno de aquellos caballeros ladrones mil veces temidos por todos…

Y en esas enmarañadas disquisiciones pasaba los días, y no ofenderá a Dios contar que si alguna noche no se lanzó al vacío desde lo alto de cualquier torre tan abandonada como él mismo, fue porque en el instante decisivo siempre se lo impedía el recordar aquel precioso gesto de ella rizándose con el dedo índice el mechón que como una cascada de agua fresca le caía por el lado derecho de su cabeza, mientras sonreía alegre, reflexiva y sabia.

Y subieron hasta aquellos perdidos montes muchos buenos caballeros amigos suyos para reconvenirle por su actitud. Y hasta le trajeron una cantimplora llena de la mezcla de licor de enebro y del jugo del árbol de la fiebre por ver si así lo convencían para que retornase a su antigua vida y volvía a alegrarse y a cantar como antes solía. Pero no lo lograron, ni tampoco lo consiguió el rey cuando le renovó su oferta de alistamiento. Y eso sucedió así porque había comprendido Martín que su única patria verdadera era ella, y no le importaba ya lo que le sucediese a Navarra o a cualquier otra nación del orbe.

Y como esta no es una de esas historias que los que moran al otro lado del mar océano  proyectan sobre un gran lienzo blanco, no tiene por qué tener tampoco un  final más feliz que el que hasta aquí se ha narrado. 




© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014

lunes, 27 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA II: EN PIE


Bertran de Janariz nació para ser capitán de la guardia del rey, igual que lo habían sido antes que él su padre, su abuelo, y también su bisabuelo. De este último aseguraban que había alcanzado tal honor por haber jurado que nadie de su familia cuestionaría jamás las órdenes de un soberano de Navarra.

Y tal sentencia se fue cumpliendo inexorablemente durante generaciones, a pesar de estar meridianamente claro que un rey se equivoca en sus designios tanto o más que cualquier otra persona. Así, el abuelo de Bertran participó en el exterminio de los judíos de Monreal, y su padre reprimió a sangre y fuego el levantamiento de los moradores de Falces, sin que la más mínima sombra de duda nublase su entendimiento.

Y por eso mismo, por obedecer sin plantearse dudas ni albergar jamás remordimientos, el linaje de los Janariz llegó a ser el único en el cual los sucesivos reyes tenían seguro que podían depositar su total confianza.

Y llegó el momento del retiro del padre de Bertran, y naturalmente fue él quien lo sustituyó, pues nadie dudaba que su voluntad y la del rey eran y serían siempre una sola.

Por aquel tiempo se sucedieron varios años de malas cosechas, lo que unido a las eternas guerras con Aragón y a los elevados impuestos que para sostenerlas llevaban aparejados, provocó una fuerte carestía y hambrunas generalizadas. En todas las poblaciones del reino –grandes y pequeñas- se produjeron levantamientos, protestas y también muertes de muchos oficiales del rey.

Bertran y su implacable guardia real fueron entonces destacados para sofocar muchas de ellas. En la mayoría de los lugares bastaba con bajar ruidosamente la visera de sus cascos frente a los rebeldes para que éstos salieran corriendo a refugiarse en sus casas. Pero ya en Estella Bertran quedó sorprendido por la furia y el valor con el que los sublevados defendían sus posiciones, y mucho costó a sus tropas dominarlos. Y entonces estalló la revuelta en Pamplona…

Que la ciudad donde él mismo residía se hubiera atrevido a levantarse en armas fue tomado como un grave insulto por el rey, que inmediatamente convocó a los nobles más pendencieros para que reforzasen a su guardia real. Bertran recibió mandato imperativo de ahogar en sangre las quejas de todos los que se negasen a besar el emblema real.

Y así, aquella brutal horda de guerreros no tardó en situarse en el calleforte, justo delante de Portalapea y frente a la torre de la Galea, a cuyos pies se guarecían los revolucionarios, que sólo podían enarbolar orcas y cuchillos frente a las ballestas de hueso y las espadas de acero de los soldados. Entonces docenas de mujeres, con sus hijos pequeños en brazos, salieron de su refugio y se colocaron en primera fila de combate.

Nadie entre las filas del rey pareció inmutarse lo más mínimo por aquella desacostumbrada maniobra. Tan sólo parecían esperar la orden de Bertran para barrerlos definitivamente de las calles.

Sin embargo, y probablemente por primera vez en su vida, un Janariz ejercía la siempre costosa libertad de pensar por uno mismo. Así que se quitó el casco, agitó su sudorosa melena y avanzó silenciosamente hasta situarse en mitad de ambos grupos. Pero al desenvainar su espada miró fieramente hacia el lado de los soldados para dejar bien clara su elección.     

Y como vieron muchos la oportunidad de ocupar el puesto del capitán, para lo cual sólo tenían que evitar pensar por sí mismos, que es ejercicio que demasiados hombres acostumbran a practicar, corrieron al palacio de Navarrería para avisar al rey de lo que estaba sucediendo en el calleforte.

Y dio el monarca orden de matar a todos los insurrectos excepto a Bertran, que debía ser capturado con vida para recibir posteriormente el castigo adecuado a su traición.

Y aprovechando la estrechez de aquel pasaje, pudo aún el último de los Janariz acabar con los primeros autómatas –que eso y no otra cosa es quien obedece órdenes sin pararse a pensar las consecuencias- que contra el dirigieron sus espadas. Hasta dos docenas de cadáveres pudieron contarse a su alrededor, hasta que un ballestero acertó a clavarle una flecha junto al cuello.

Y después de esto se dio la mayor matanza nunca antes vista en Pamplona.

Y marcaba el Fuero que el reo de traición al rey debía ser arrojado desde lo más alto de la torre de la Galea. Y así se cumplió al día siguiente, cuando el malherido Bertran, sin necesidad de que ningún esbirro le empujara, se lanzó al vacío sin que uno solo de sus maltrechos músculos temblara.


Y quienes lo vieron dicen que semejaba al arcángel de la libertad mientras caía. Y que las mujeres –las únicas que se atrevieron a acercarse a su cuerpo- mojaban sus pañuelos en la sangre de Bertran, esperando que fuese semilla de otros muchos dispuestos a pensar por sí mismos...



© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014