lunes, 27 de junio de 2011

UN DÍA DE CUENTO...



Ahora lamenta no haber planificado su huida del monasterio para la hora de Laudes en vez de para la de Completas, porque su último día en Leyre se le está haciendo tan largo, azogado sin duda por el temor a que todo salga mal, que querría estar ya tan lejos de allí como ese milano que cruza el cielo hacia Aragón...

Y no verla aparecer en las Vísperas, aunque falten dos horas para la cita, no hace sino incrementar su miedo a que todo haya sido un sueño, a que ella se lo haya pensado mejor y ya no quiera trocar sus privilegios de princesa por el amor de un simple monje.

Así que, para que nadie pueda sospechar, se une en el umbrío presbiterio del templo al canto de los que hasta ese día han sido sus hermanos, y mientras resuenan los himnos y los salmos que establece la liturgia, va recorriendo sus rostros: el aún muy joven del miniaturista Adelmo de Orzanco, el sudorosamente orondo de Berengario de Buñuel, el aparentemente distraído del traductor Venancio de Sagüés, los ojillos hundidos de tanto leer del bibliotecario Malaquías de Cemborain, el absolutamente lleno de arrugas de Alinardo de Burlata, el siempre tiznado por las mezclas de especias del herbolario Severino de Berrioplano, el amarillento del estudiante de retórica Bencio de Arizala, el muy desgreñado del cillerero Remigio de Barañain, el horriblemente desfigurado de su extraño y políglota ayudante Salvador de Monreal, el siempre adusto y vigilante del abad mitrado, Abdón de Villanueva y sobre todo observa con el resquemor acostumbrado los ojos muertos del antiguo bibliotecario Jorge de Burgui, censor incansable de cualquier tipo de burlas o risas en el cenobio...

Probablemente no echará de menos a ninguno de ellos, a lo sumo al novicio Adso de Yelz, por ser de su misma edad. Pero sí que sabe que echará de menos la muy surtida biblioteca, en la que nunca ha buscado precisamente los libros de religión, sino todos aquellos en los que los sabios antiguos habían descrito el mundo. Ese mundo que apenas podía atisbarse desde la ventana del scriptorium...

Hasta que el prior le ordenó una mañana que se pusiera en camino hacia una cercana posesión del monasterio que había que organizar para que sirviera al mantenimiento de la comunidad. ¿Cómo iba a imaginar entonces que al otro lado del Arangoiti, apenas cruzado el río Salazar, en el humilde lugar de Adansa, iba a encontrar la respuesta a todas sus preguntas?

Jorge de Burgui hubiera dicho sin duda que fue el diablo quien hizo que aquella misma mañana la comitiva de la hija del rey García Ramírez estuviese detenida justamente allí. Pero un monje ciego jamás podría entender la belleza de una mujer sentada al borde de la balconada de piedra que mira hacia Usún. Y sólo esa imagen vale más que todos los tratados de Teología que se hayan escrito desde los tiempos de los eremitas del desierto egipcio hasta la actualidad...

Y el joven novicio así lo comprendió en cuanto la vio, y supo también en aquel preciso instante, que si un antiguo abad de su monasterio había pasado trescientos años escuchando a un ruiseñor, él podría estar otros tantos, incluso añadiendo seiscientos más de propina, mirándola sin cansarse nunca de tal contemplación.

Y todas las promesas que se hicieron el uno al otro desde entonces van a cumplirse esta noche, cuando tras las últimas antífonas y preces, él vaya a cambiar definitivamente la fría cubierta de plata de la mujer a la que todos en Leyre dirigen sus plegarias, por la piel -de color tan dorado como el de los sillares que forman los tres ábsides perfectos del monasterio-, de la infanta que le espera al final de las naves.

Y cuando la última estrofa de la impresionante Salve se pierde entre las nubes de incienso que ascienden hacia las bóvedas, y todos los frailes se van retirando, él acude al rincón más oculto, donde ella le ayuda a cambiar el áspero hábito de estameña por otras ropas más apropiadas para empreder viaje. Y camuflados entre el resto de las gentes que salen del templo, oyen cerrarse tras ellos el recio cerrojo de la Porta Speciosa, y saben entonces que la suerte está echada, y que ya no hay vuelta atrás. Y sólo lleva con él, como recordatorio de su antigua vida, un pequeño libro del poeta romano Publius Sirus que ha salvado, y no robado, de la biblioteca monacal, pues sabe que al final hubiera ardido sin duda en la necia y persecutoria hoguera del ciego Jorge.

Y ya subidos a los caballos que, siguiendo el antiguo consejo del trovador inglés Miguel de Oldfield, los llevarán a Francia, no puede evitar recitar al oído de la princesa uno de los versos más bellos de ese libro redimido del fanatismo:

-"Amor animi arbitrio sumitur, non ponitur..."

Elegimos amar, pero no podemos elegir dejar de amar...





© Mikel Zuza Viniegra, 2011

viernes, 24 de junio de 2011

A QUIEN CONMIGO VA



Olite, 24 de junio de 1443

Con esto de que es la mañanica de San Juan, y que Agnes se pasa el día leyendo romances, resulta cada vez más difícil sorprenderla...

Pero como no es la imaginación algo que escatime el príncipe, anoche, ya muy de madrugada, en cuanto se apagaron los rescoldos de las últimas hogueras, ordenó a los arqueros más diestros de su escolta que tomasen posiciones en cada una de las torres del castillo de Olite.

Y saliendo muy silencioso de la cama para no despertarla, en cuanto el sol empieza a despuntar, mueve los brazos don Carlos para que todos vean la señal convenida desde sus puestos. Y comienzan entonces todos a arrojar muchas flechas desde lo más alto hacía los jardines colgantes bajo la torre del homenaje, y luego todos juntos desde allí, lanzan un nuevo y nutrido montón de saetas hacia la torre de la Joyosa Guarda, que es la más alta de todas. Y cada flecha lleva consigo atada una cuerda dorada, de tal forma que muy pronto el cielo de palacio está cubierto de tantas maromas y jarcias de oro torzal, como un barco a punto de salir a mar abierta.

Y es que es el romance favorito de doña Agnes, aquél que narra el encuentro del Conde Arnaldos con una misteriosa embarcación la mañana de San Juan, y ha querido por eso su marido convertir el castillo en un bajel de piedra, que si bien no tiene tanta forma de nao capitana como cuentan del que poseen los reyes de Castilla en Segovia, podría pasar muy bien el de Olite por buque insignia de la armada navarra, si aconteciera alguna vez que el reino volviera a disfrutar de la condición ultramarina que nunca debió perder...

Y para seguir llevando a cabo el plan, unen con un grueso cordel la torre de la Atalaya, que ya quedó dicho que es la más alta de todas, y por eso ejerce de mástil principal, y la de las Cuatro Grandes Finiestras. Y va en esa cuerda desplegada un gran telón de seda blanca, con las armas de los príncipes de Viana bordadas en él. Y como coincide que últimamente no hay mucho viento, y no es cosa de fastidiar la sorpresa a doña Agnes, ha enviado don Carlos al siempre probo maestro de ingenios Sagastibelza para que se traiga desde los altos de Guerinda la cabeza de uno de los molinos de viento que mueven allá con brío sus aspas.

Y mucho debió costar traerla desde allí, pero quedará para otra ocasión contar semejante hazaña, porque a juzgar por el elevado tono de los juramentos que pudieron escucharse, no estaban los bueyes y las caballerías por la labor de colaborar en la idea del príncipe...

Mas una vez colocado el invento frente al telón que hará las veces de vela mayor, se hincha éste con más curvatura que la barriga de un canónigo, para general contentamiento de toda la concurrencia. Y sobre un escabel coloca el príncipe una rueda que gira muy alegre, para que su esposa pueda hacer como que dirige el buque desde este improvisado timón. Y muy cerca hace colocar también un mascarón de proa recién tallado por el maestro Jean de Lomme, y que representa a una señora sirena muy rubia y de grandes y redondos pechos que señalan hacia el norte, y a los que muy alegre se agarraría cualquier marinero en caso de sufrir, Dios no lo quiera, terrible naufragio su nave. Y para completar todos los detalles no falta ya más que clavar una tabla a la torre con el nombre de tan pintiparado navío. Y ese nombre es el de "La Albanesa", en honor al antepasado más viajero de don Carlos.

Y cuando despierta al fin la princesa y sale de su aposento al jardín, ve semejante despliegue y comprende al instante que es amor fuerza tan fuerte que es capaz de convertir el rígido secano de Olite en proceloso oceano presto a ser cruzado. Y muy pronto se disponen a ambos lados del timón todos los invitados, unos a la izquierda y otros a la derecha. Y como en toda fiesta navarra que se precie, acaban gritando los primeros como poseídos:

-¡Es babor, que gana, que gana, es babor, que gana a estribor!

Y les responden los segundos:

-¡Estribor, que gana, que gana, estribor que gana a babor!

Y muy pronto hay montado tal guirigay que tal parece a los príncipes estar en medio de una fenomenal e incontrolable galerna, que no se detiene hasta que los capitanes de ambos grupos, perdida la prudencia, se arriman tanto a las aspas del molino que quedan ambos prendidos en ellas, y suben y bajan como los ángeles de aquella escalera que vio el patriarca Jacob, hasta que tan mareados como si hubiesen bajado de una galera turca, son puestos sanos y salvos en tierra. Y mucho se preocupa don Carlos por saber cómo se llaman aquellos dos hipermóviles caballeros, y resultan responder uno al nombre de Alonso Quijano, y el otro más grueso al simple nombre de Sancho. Y manda el príncipe que sean atendidos por su propio médico personal, y aún que en pago a su valentía, se les conceda una ínsula en la laguna de Lor o en la de Pitillas, para que la gobiernen a su libre albedrío...

Y ya definitivamente calmados los ánimos, parece a todos los presentes que las habituales cigüeñas de las torres se han transmutado en gaviotas y cormoranes, y hasta baja el aire desde Ujué con olor a sal en vez de a romero. Y entrega Carlos a Agnes una cadenilla de oro que lleva colgando una pequeña ancla de plata muy elegante, en señal y testimonio de que ella y sólo ella es su puerto más seguro y el lugar amable donde fondear tras las más arduas singladuras.

Y a quien no se crea que todo esto ocurrió como lo cuento, que se lo lleve a lo más profundo del piélago el mismo Leviatán que se tragó a Jonás.
¡Mil millones de rayos y truenos...!



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 21 de junio de 2011

GEOGRAFÍA HUMANA


Foto de Larrión y Pimoulier para "La imagen del mal en el románico navarro", de Esperanza Aragonés.


Conviene leer antes que esta historia, las del Libro de los Teobaldos 9, 10, 11, 14 y 15

Ha tenido que refugiarse de la terrible ventisca de nieve en las ruinas de una pequeña abadía junto al camino que poco a poco le aleja de la imponente ciudad de Sigridsholm, llevándole cada vez más al norte. Apenas resisten en pie dos rincones, sin duda por haber sido los únicos construidos en piedra de buena calidad, aunque en la oscuridad de la noche no pueden reconocerse los motivos labrados en ellos...

Ata a Aristarco y a las mulas de carga, y tapa su lomo con la manta más gruesa que lleva en las alforjas. Otro que no fuese él tendría muchas dificultades en encender fuego en aquel lugar prácticamente abierto a todos los vientos del Orbe, pero muchos años en batalla le han hecho conocer todas las mañas, así que como acostumbra, va arrancando páginas de los tratados que los antiguos romanos escribieron y que siempre lleva consigo por si vienen al caso para momentos extremos como éste.

Y es que no hay material que arda tan bien, ni tan siquiera esos densos y oscuros aceites de Persia, como los libros con los que martirizaron su juventud algunos maestros que nunca hicieron honor a ese honroso oficio. Y de todos ellos, el que más aína crepita ante el mordisco de la llama, es cualquiera firmado por aquél pesadísimo Catón, pues a Esteban nunca le hicieron nada los ejércitos de Cartago, y hasta le caen bastante mejor aquél inteligente Aníbal que el presuntuoso Escipión el Africano.

También van a la hoguera muchos discursos del bisnieto del mismo y cansino orador, muy contrarios a un tal Catilina, a quien el capitán hubiera ayudado de mil amores en su rebelión, si le hubiese asegurado que, al hacerlo, podría haber envíado a mejor vida a este Catón "el joven", tan aburrido y presumido como su bisabuelo...

Y efectivamente, con la primera chispa que reciben aquellos malhadados cartapacios, surge una llamarada lo suficientemente potente como para recibir sin extinguirse un buen trozo de viga desprendida de la desvencijada cubierta. Y a la luz del fuego recién invocado, puede el capitán contemplar por fin las extrañas figuras talladas en los capiteles de las columnas que ya nada sostienen. Y mucho se sorprende de ver allá arriba, un triple rostro muy bien esculpido, y muy cerca de él, pero justo enfrente, el semblante amenazador de un demonio de largos cuernos. Y basta con esos detalles para que su memoria evoque otro lugar mucho más agradable que éste en el que ahora se encuentra...

Así que mientras lía esas hierbas tostadas que trajeron los vikingos desde el condado de Chesterfield, más allá de donde termina el mar tenebroso, se deja llevar por las primeras volutas de humo al jardín de la muy espléndida iglesia de Artaiz, desde cuya cerca, junto al ábside que sigue la misma orientación de todos los templos cristianos, y mirando por tanto al Este, puede verse la silueta guerrera del castillo de Leguin. Y más al sur, justo en la dirección que marca el ojo más a la izquierda del trifronte tallado en el alero -que cuentan los sabios que representa el insondable misterio de la Trinidad de Dios-, está el nido de águilas donde mora todo el año la imagen de San Miguel de Izaga, que desde aquella altura vigila todo su valle.

Y estaba Blanca tan bella en aquella ocasión, que los finos granos de polen dorado desprendidos de los lirios silvestres pespunteaban su brial de seda oscura, como hacen las estrellas en lo más profundo del firmamento. Y la recuerda llevándole de la mano a la parte de atrás de tan afamada construcción, desde donde puede verse el castillo de Irulegui, cerrando el camino de Idoate. Y hay en este otro jardín un acebo de hojas tan puntiagudas como los tridentes de Belcebú, y también dos cerezos muy bien plantados, siempre con abundante fruto, pues no les quita Satanás ojo desde su canecillo del alero, y por eso dicen las gentes que estos árboles pertenecen al diablo. Pero ella no tiene miedo ni de aquel demonio ni de ningún otro...

Y recuerda Esteban como si fuese ayer, que Blanca recogía en su halda las cerezas, y se las ofrecía entre risas, hasta que de pronto, poniéndose muy seria, con un gesto que sólo en ella ha advertido y que detiene el tiempo, pues parece como si sus ojos pudiesen mirar más allá del valle, de las montañas y de la Tierra entera, le pregunta:

-¿Irías hasta el Infierno por mí?

-Y más allá si tú me lo pides...

Y cabalgando luego por toda la Zaranda, que así se llama el camino que atraviesa el valle, por ser su recorrido tan sinuoso y curvado como los ganchos que cuelgan del apero de labranza, se llegaban en un suspiro hasta el hayedo que hay un poco más arriba de Ardanaz, que es bosque tan cerrado y verde que parece que las señoras lamias vayan a salir en cualquier momento por los huecos de las enormes y musgosas pudingas que les sirven de morada, pues no necesitan tan especiales damas mucho más que un peine de oro para ser felices. Mas aquella tarde debieron decidir no dar señales de su existencia, muy probablemente porque son de natural recelosas, y al ver a Blanca tan hermosa estarían rabiando de envidia...

El ulular del viento, que parece querer derribar su pobre refugio, saca a Esteban de sus ensoñaciones. El fuego sigue encendido, y aunque su calor conforta, es sólo pálido reflejo del que sentía estando junto a aquella a la que ahora va buscando por este Infierno helado, en cumplimiento de la palabra dada al pie de los cerezos del Diablo de Artaiz. Así que se levanta y extrae de otra surtida alforja una redoma con licor de enebro, y también un vaso de cristal tan recio que ni la voz de Blanca podría romperlo, lo llena hasta la mitad del hielo que consigue partiendo un largo carámbano sobre su casco de plata, y vierte en él la cantidad justa del transparente líquido, que mezcla muy bien mezclado con la fórmula espumosa de micer Schweppes.

Pero esta vez hace flotar en tan entrañable brebaje una de aquellas supuestamente diabólicas cerezas recogidas ex-profeso por él mismo antes de emprender este viaje sin sentido. Le trae a Blanca un frasco lleno, porque aunque pueda ser que ella haya olvidado, él no puede evitar acordarse...

Y a lo lejos continúa silbando el viento entre los árboles, y debe estar repiqueteando un río allá abajo...


Fotografía de Carlos Crespo

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

miércoles, 15 de junio de 2011

DREI KÖNIGE



Sangüesa, 25 de abril de 1503

Ya corre por toda la ciudad que el príncipe acaba de nacer en el palacio de los Sebastianes, en plena rúa mayor, donde los reyes estaban acomodados por ser ese lugar más cálido y abrigado que el vetusto palacio de sus antepasados.

Y tanto se ha alegrado el rey don Juan del feliz alumbramiento de su mujer, la reina propietaria doña Catalina, que ha prometido convidar a todos los habitantes a vino y buenas viandas, hasta que se vacíen las despensas reales. Y en esa invitación no están incluídos sólo los moradores habituales de tan hermosa ciudad, sino tambien los romeros y peregrinos que la cruzan a diario en pos del sepulcro del muy santo señor Santiago.

Y como el soberano de los navarros es tan rocero y de personalidad tan agradable, se promete a sí mismo que ha de nombrar padrinos de bautismo de la criatura a las primeras personas que se encuentre en cuanto traspase el portón del palacio. Y dispone la Providencia que los afortunados sean tres viajeros alemanes que cumplen su voto jacobeo.

Muy honrados por tan regia e inesperada propuesta, que no es nada común que un pobre peregrino emparente con el heredero de un trono, se dirigen todos a la muy pulcra iglesia de Santa María, donde ya les espera el obispo con una redoma de agua recién recogida del caudaloso río Aragón. Y ante la pila de piedra dan cada uno de los tres germanos su nombre, para que el rey pueda escoger el más apropiado para quien, si Dios quiere, ha de sucederle un día llevando la corona...

Y se llama uno de ellos Enrique, y otro Adán, y el tercero es el ilustre don Andreas Prittwitz, músico excelso donde los haya. Y aunque mucho se devana los sesos don Juan de Labrit sobre la conveniencia de llamar a su hijo como el primero de los hombres que Dios creó para que habitara el jardín del Edén, meditando con mucha razón que no se incluye hasta ahora dicho nombre en la nómina de los monarcas navarros, y tampoco el muy elegante de don Andreas, decide finalmente que impongan al niño el nombre de Enrique, pues ya hubo otro señor de Navarra con el mismo nombre, y al parecer, aunque algo obeso, fue buen rey y muy querido por sus súbditos. Así que mientras el prelado derrama el agua sagrada sobre la cabeza del infante, pone cada viajero su mano sobre el recién nacido, y le ofrecen cada uno una palabra en su idioma natal para que marquen para siempre su cáracter.

Por tanto, como si fueran los tres reyes magos redivivos, don Enrique, además de su nombre, le entrega el vocablo: "kameradschaftlich", que en lengua germana quiere decir "afable", para que cuando gobierne trate a todas las gentes por igual, sea cual sea su condición y estado.

Don Adán, ya que no su nombre, que hubiera resultado profético por unir en el niño el nombre del primero de todos los hombres, con la condición de ser el último rey nacido en territorio navarro, y no olvidando que el fin es siempre el principio de todas las cosas, le ofrece otra bella palabra: "zuvorkommend", que quiere decir "caballeroso", para que nunca olvide el príncipe que no ha de explotar el poder en beneficio propio, sino del reino.

Y finalmente don Andreas le dona el regalo mayor, pues es "intelligent" la palabra que otorga, y ya dice el libro de Salomón que ningun rey tendrá nunca mayor tesoro en la Tierra que la sabiduría que sea capaz de mostrar en el desempeño de su muy complicado oficio...


Y terminada la ceremonia, cumple el rey su palabra de agasajar a todo el vecindario, que llena la rúa mayor para festejar el nacimiento de su futuro señor. Y mientras comen y beben sin tasa, tienen la envidiable suerte de que don Andreas Prittwitz amenice el festejo con su portentoso dominio de todos los instrumentos de viento que existen en el mundo. Y son sus melodías tan preciosas que hasta doña Catalina abandona su lecho para escucharlas mejor desde el ventanal, y en honor a ella baila el rey don Juan, que es muy buen danzador, con todas las sangüesinas que se lo piden.

Y la pieza más hermosa de todas las que interpreta el virtuoso Andreas es, a juicio de este cronista, los Canarios, de don Gaspar Sanz, que habrá quien diga que en aquel año del que hablo no estaban aún compuestos. Pero yo sostengo que, por amor a la fantasía y la imaginación, indudablemente sonaron aquella noche para regocijar a todos los habitantes de la ciudad que responde al glorioso lema de "la que nunca faltó"...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

sábado, 11 de junio de 2011

NAPAR MEX



Tafalla, 1452

Vuelve a hacer frío, o quizás es que estando prisionero siempre hace frío...

No puede salir de la torre Ochagavía, que separa el palacio de los jardines. Tan sólo se le permite subir a la terraza, y otear desde allí arriba Valgorra, San Lorenzo, Macocha y tantos otros términos que conoce desde niño y que tantas veces ha recorrido a lomos de Tritonel, su caballo favorito.

Pero ahora ha perdido la batalla decisiva contra su padre, la que hubiera podido convertirle definitivamente en rey de Navarra, y como hicieron con Cristo sus apóstoles, todos sus partidarios le han abandonado o no se atreven a atraer sobre ellos la ira de don Juan II...

Sólo una noble dama residente en la ciudad se compadece del príncipe y acude todas las tardes a la Esperagrana para intentar arrancarle de sus sombríos pesares de derrotado. Y como ella sabe que mucho le gustan a don Carlos unos exóticos cantares de más allá de tierra de moros, porque siempre consiguen alegrarle, paga sus buenas blancas de vellón al alcaide para que el señor Ibáñez de Miranda, que es quien mejor domina esas artes en todo el reino, y su banda, puedan divertir esa tarde al prisionero...

Mas cuando el príncipe oye el trasiego de ruidos metálicos en la torre, cree ya llegada su última hora, así que no deja de extrañarse cuando al asomarse al ventanal ve como la guardía habitual de cada garita es sustituida por hombres que llevan lo que el cree que son largas espadas en sus fundas. Pero cuando el sol hace brillar los artefactos recién desenvainados, resulta que son trompetas más relucientes que el trono de la virgen de Ujué.

Y empiezan todos a tocar a la vez, como si anunciaran la llegada de un cardenal o un embajador, y desde el jardín va elevándose la voz del leal Ibáñez, que se pone a glosar como logró huir un soldado beamontés condenado a morir de la misma forma que el glorioso mártir cristiano San Sebastián, mientras la trompetería va enmarcando cada una de las estrofas:

"Caballo prieto azabache,
como olvidar que te debo la vida,
cuando iban a asaetearme,
las tropas leales al señor de Marcilla.

En una noche nublada,
una avanzada me sorprendió,
y tras de ser desarmado,
fui sentenciado al paredón.

Ya cuando estaba en capilla,
le dijo mosén Pierres a su asistente,
me apartas ese caballo,
por educado y por obediente.

Sabía que no me escapaba
y sólo pensaba en la salvación,
y tú mi prieto azabache,
también pensabas igual que yo.

Recuerdo que me dijeron,
pide un deseo p' ajusticiarte,
yo quiero ser asaeteado en mi caballo
prieto azabache.

Y cuando en ti me montaron,
y prepararon, la ejecución,
mi voz de mando esperaste,
y te abalanzaste sobre el pelotón.

Con tres flechazos muy graves,
corriste azabache, salvando mi vida,
lo que tú hiciste conmigo,
caballo amigo no se me olvida.

No pude salvar la tuya,
y la amargura me hace llorar,
por eso prieto azabache,
no he de olvidarte nunca jamás..."


Y mucho aplaude y agradece también don Carlos con una elegante reverencia, primero al gran trovador Ibáñez y luego a la noble dama, que hasta se ha acordado de cuál es, entre todas esas notables canciones, la que más le gusta. Y porta el cantor un sombrero tan grande y redondo como el que llevan los labradores para protegerse del sol mientras siegan, y con muy buena maña se lo arroja al príncipe, que logra agarrarlo al vuelo, maravillándose mucho cuando comprueba que dentro lleva atada una lima de muy regular espesor...

Y esa misma noche, justo antes de terminar de serrar los barrotes de su celda, se pone a escribir para el fiel Chuchín Ibáñez uno de esos mismos cánticos que él interpreta como nadie, en agradecimiento a sus desvelos. Y esta copla está inserta en la recopilación de escritos del príncipe, para quien dude de la autenticidad de su autoría:

"Este es el corrido del caballo blanco
que en un dia domingo feliz arrancara,
iba con la mira de llegar al norte,
habiendo salido desde Santacara.

Su noble jinete le quitó la rienda,
le quitó la silla y se fue a puro pelo,
cruzó como rayo tierras tafallicas,
entre cerros verdes y el azul del cielo.

A paso mas lento llego a Muruzabal,
y por Belascoain ya se andaba quedando,
cuentan que en Guesalaz ya se iba cayendo,
que llevaba todo el hocico sangrando.

Pero lo miraron pasar por Urbasa,
y el valle de Yerri le dio su ternura,
cuentan que cojeaba, de la pata izquierda,
y a pesar de todo siguió su aventura.

Llegó a Lekunberri , siguió hasta Velate,
y ya por Cilveti sintió que moría,
subió paso a paso todo el monte Adi,
llegando a Orreaga con la luz del día.

Cumplida su hazaña, llegó hasta Baigorri,
mas no quiso echarse hasta ver Laxaga,
éste fue el corrido del caballo blanco,
que salió un domingo desde Santacara..."

Y ya en la calle, le hace entrega don Carlos a Chuchín de los versos recién escritos, para que pueda cantarlos por todo el reino, que es cosa notoria que da igual que uno sea agramontés o beamontés para disfrutar de su arte...

Y se suben el príncipe y la noble dama en un carro rojo, como corresponde a las armas del legítimo rey de Navarra, y se dirigen a la aduana de Castilla, esa que está por El Paso. Y van los dos canturreando mientras se alejan:

"Decía el principe de Viana:
esto tenia que pasar,
mis compañeros han muerto
en la batalla de Aibar,
y yo lo siento, don Juan,
pero no me cogerán..."



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

jueves, 9 de junio de 2011

LA CONQUISTA DEL ESPACIO

22 de julio de 1512

Las tropas castellanas al mando del duque de Alba, cercan completamente la ciudad de Pamplona. Las autoridades, recibido el permiso de sus reyes y señores naturales, don Juan y doña Catalina, han ido a reunirse con el invasor para conocer las condiciones de la rendición...

En la fiesta de Santiago, dentro de tres días, las puertas deberán serles franqueadas, so pena de incurrir en la ira de la soldadesca, que no dudará en saquear cada barrio si les es opuesta la más mínima resistencia, reduciendo a cenizas si es preciso toda la población, en caso de que osen no acatar al rey don Fernando.

La noticia es pregonada de inmediato mientras cunde el desánimo entre los vecinos, que oscilan entre la minoría que apuesta por resistir, y la mayoría que busca consuelo y refugio en los templos. Y en medio de esas dos posturas está monsieur Claude de Lacombe, astrólogo mayor de sus majestades los reyes de Navarra, ahora refugiados en el Bearne...

A buen paso acude a la Jurería, donde el alcalde y sus consejeros tratan de ganar tiempo del inflexible duque. Así habla el Maestro a todos los allí reunidos:

-Muy señores míos, sabido es que nada puede hacer esta villa contra ejército tan poderoso como el que la sitia en estos momentos, al menos no mientras su alteza el rey don Juan no consiga los refuerzos que fue a buscar al otro lado de las montañas. No obstante, y por ser la situación tan angustiosa, se impone encontrar una respuesta igual de desesperada, y la que yo os propongo así ha de pareceros...

Y efectivamente, mucho se extrañan todos cuando en vez de oírle solicitar polvora o cañones, les pide únicamente que le traigan a los cinco mejores músicos que queden en la ciudad, aquellos que sean capaces de arrancar a una campana un sonido determinado, y no uno cualquiera.

Previendo que aquella descabellada orden pueda ser una de las últimas que puedan ejecutar siguiendo su propio criterio y no el de su conquistador, obedecen prontamente al estrellero, que en cuanto tiene delante a los convocados, les entrega una pequeña partitura de sólo cinco notas, mientras ordena que cada uno de ellos suba a uno de los cinco campanarios principales de Pamplona...

Y preparados ya cada uno en el lugar acordado, comienzan a tocar según el ritmo apenas ensayado: "Re", en la repujada campana Micaela, que da las horas desde la esbelta torre mayor de San Cernin. "Mi", en la broncinea Catalina, que derrama sus bandeos desde el torreón de San Nicolás. "Do", en la belicosa "Gabriela" que se enfrenta al campamento del duque desde la altísima torre de San Llorente. Otro "Do" desde la ilustre y conventual "Catalina", que desde la torre de San Agustín guarda las calles de la antigua judería. Y finalmente "Sol", desde la hercúlea y tonante María, que enseñorea toda la cuenca desde su torre de la Catedral.

Y empieza a escucharse tan curiosa melodía (Re-Mi-Do-Do-Sol) a eso de las tres, y continúan tocandola toda la noche, y todo el día siguiente, y aunque el vecindario se solivianta por no poder dormir, muestra el sabio un documento sellado con las armas del legítimo rey don Juan de Labrit, que le faculta para hacer todo aquello que considere necesario para evitar los planes del traidor y fementido rey de Aragón.



Por eso siguen interpretando los cinco titanes la misma tonada, aunque les duelan ya los brazos y los oídos de tanto tocar, pero no les importa porque saben que, a su modo, están luchando por la libertad del reino. Así que el consabido Re-Mi-Do-Do-Sol resuena sin interrupción hasta el mediodía asignado para llevar a cabo la entrega de las llaves de los portales de la muralla al duque.

Pero justo cuando la última nota cierra tan maravilloso concierto, comienza el sol a perder intensidad y brillo, y como si un repentino y no anunciado eclipse mordiera al astro rey, va desapareciendo su luz mientras un luminoso y gigantesco objeto volante se sitúa sobre la ciudad, dejándola completamente a su merced...



Y mucho sonríe entonces el señor de Lacombe, pues comprende que han sido sus súplicas escuchadas, y hasta se sorprende y se asusta menos que el resto de los vecinos, cuando observa que un rayo surgido de aquella nave va abduciendo a toda la hueste del duque de Alba, de la que en breves momentos no quedan más que las tiendas vacías sobre el campo.

Y ciertamente no tiene de qué sorprenderse, que para eso lleva su vida entera estudiando los astros, y conoce perfectamente la armonía de las esferas celestiales, y cómo la música es lenguaje tan universal que puede ser comprendido tanto por las criaturas terrestres como por las que moran en aquellas desconocidas alturas, que además han acudido tan prestos a su llamada de socorro...

Y al verse libres de nuevo, se abren alegremente las murallas, y se lanzan los pamploneses a cantar y a bailar por las calles, de tal manera que los improvisados campaneros comienzan a tocar unos nuevos acordes desde sus carillones y sus sonerías. Justamente los que compuso hace eones el maestro Miguel de Astrain, y que recuerdan a todos los que los oyen que llegaron las fiestas de esta gloriosa ciudad, que son en el mundo entero, unas fiestas sin igual...

Y desde la nave voladora, que ya se aleja veloz hacia lo más alto del firmamento, surgen dos sonidos que Claude Lacombe no tarda en apuntar en su cuaderno, por si fuese alguna fórmula mágica venida desde más allá de las constelaciones estelares.

Y por más que intenta descifrarla, no acierta a comprender qué cosa puedan querer decir aquellos dos tonos. Tan sólo sabe que sienta bien pronunciarlos, y más aún gritarlos en celebraciones tan dignas de recordar como aquella: Riau-Riau.




© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 6 de junio de 2011

NIRE AITAREN ETXEA DEFENDITUKO DUT



Echarren de Guirguillano. Año de Gracia 1452

Se quedó atrás cuando su familia escapó esta mañana a toda prisa. Es tan menuda que nadie la echó en falta al huir. Pero es la única de su estirpe que se ha quedado a defender la casa de su padre.

De su padre muerto en la batalla que ha pocos días enfrentó en Aibar a los partidarios del príncipe contra los del rey. Y el señor de Echarren combatió a favor de don Carlos. Y los hombres de don Juan, con el malvado señor de Arzoz a la cabeza, ya cabalgan hacia aquí para cobrarse esa deuda...

Mas ella está preparada para recibirlos porque conoce hasta el último resquicio de su palacio, y porque aquella es su tierra y no ha de dar cuentas de sus dominios a nadie más que al legítimo señor de Navarra y a Dios, que todo lo ve desde el cielo. Y eso lo sabe aunque sólo tenga once años y haya quedado voluntariamente atrás sin que nadie haya reparado en su ausencia por no ser tan alta como sus hermanos...

Y no siente miedo cuando oye retemblar los cascos de los caballos ante los muros a su cargo. Ni cuando escucha al señor de Arzoz insultar a sus antepasados, llamándoles raza de cobardes, perros beamonteses y traidores a su rey y a su patria. Tan solo va colocando sobre cada almena los repletos orinales que los criados no tuvieron tiempo de vaciar, incluso el de la anciana tía Hildegarda, que por ser tan aficionada a las ciruelas, tiene siempre las tripas tan prestas a descargar como las de las cigüeñas que anidan en la torre...

Y los arroja uno a uno hacia quienes la asedian, que mucho se disgustan cuando comprueban las distintas sustancias que sobre ellos van lloviendo. Y lanzan entonces con furia sus flechas y sus saetas hacia el paseo de ronda. Pero como ella es tan pequeña, muy pegadica al muro, las ve pasar tan tranquila por encima de su cabeza. Y vuelve a colocar una segunda batería de orinales sobre cada almena, pero esta vez no van llenos de la materia acostumbrada, sino del aceite que guardan las bodegas del palacio. Ese que brota de los olivos que nacen en los carasoles y las solanas que miran hacia Mañeru. Y vuelve a arrojarlos uno por uno a sus enemigos, que esta vez ni siquiera hacen ademán de apartarse, pensando que ya no podrán oler peor. Así que tampoco tienen tiempo de retirarse cuando ven caer desde la almena una antorcha encendida, que al contacto con el líquido inflamable en el que todos están bañados, prende sus cuerpos en violenta llamarada, haciéndoles perecer entre horribles sufrimientos.

Y sólo queda ya en el campo el acobardado señor de Arzoz, para el que ella tiene preparado el regalo mejor. Así que con mucho cuidado abre la portezuela en el muro, y, como es tan pequeña, se introduce en la buharda o ladronera que defiende la puerta del palacio. Lo hace con mucho cuidado de no rozar siquiera un gran bulto cubierto de tela muy gruesa. Y cuando descorre la plataforma que se apoya sobre los modillones de piedra, puede ver justo debajo de sus pies la asombrada cara de su rival, que mira hacia lo alto incrédulo aun por lo que acaba de acontecer. Y entonces ella grita con todas sus fuerzas:

-¡Tomad un recuerdo del señor de Echarren!

Y descubriendo velozmente el fardo, deja caer sobre su rival una colmena repleta de furiosas abejas, que por la fuerza del impacto se parte en dos sobre la cabeza del desprevenido caballero que, enloquecidos su caballo y él por las miles de picaduras, sale huyendo hacia el norte perseguido por toda la jauría alada que la muchacha ha enviado en su contra. Y hay quien dice que desde aquel día, semejante bellaco fue conocido por el apodo de "Cara de piña", pues quedó tan horriblemente desfigurado, que finalmente su rostro fue verdadero espejo de su alma negra...

Y no tardó en correr la noticia de tan grande fazaña por todos los hogares del derrotado bando beamontés. De tal suerte que llegó incluso a oídos del príncipe de Viana, prisionero en Tafalla. Y éste, agradecido, envió desde allí el nombramiento para la pequeña de señora de la buharda o ladronera del palacio de Echarren de Guirguillano, encomiando su valor y habilidad, y lamentando no tener más capitanes tan dispuestos como ella en sus tropas.

Y está ese pergamino guardado todavía en dicho palacio, para quien quiera comprobarlo. Y hay muchos más testimonios de tan gloriosa defensa, pues mientras el palacio entero siguió conservando como armas heráldicas cinco panelas puestas en sotuer, la ladronera o buharda dispuso de las suyas propias, y fueron éstas una niña muy pequeña lanzando a cientos de abejas rampantes contra el viento.

Y la niña creció en edad, ya que no en estatura, y muchas otras proezas fue capaz de llevar a cabo, que se contarán en otra ocasión si a cuento vienen.

Y no se extrañe nadie de que mujer tan pequeña tuviera tal donaire, sino que recuerde todo el mundo las muy sabias y ciertas palabras del Arcipreste:

"...En pequeño jacinto yace gran resplandor,
en azúcar muy poco yace mucho dulzor,
en la mujer pequeña yace muy gran amor,
pocas palabras bastan al buen entendedor..."


© Mikel Zuza Viniegra, 2011