Olite, 24 de junio de 1443
Con esto de que es la mañanica de San Juan, y que Agnes se pasa el día leyendo romances, resulta cada vez más difícil sorprenderla...
Pero como no es la imaginación algo que escatime el príncipe, anoche, ya muy de madrugada, en cuanto se apagaron los rescoldos de las últimas hogueras, ordenó a los arqueros más diestros de su escolta que tomasen posiciones en cada una de las torres del castillo de Olite.
Y saliendo muy silencioso de la cama para no despertarla, en cuanto el sol empieza a despuntar, mueve los brazos don Carlos para que todos vean la señal convenida desde sus puestos. Y comienzan entonces todos a arrojar muchas flechas desde lo más alto hacía los jardines colgantes bajo la torre del homenaje, y luego todos juntos desde allí, lanzan un nuevo y nutrido montón de saetas hacia la torre de la Joyosa Guarda, que es la más alta de todas. Y cada flecha lleva consigo atada una cuerda dorada, de tal forma que muy pronto el cielo de palacio está cubierto de tantas maromas y jarcias de oro torzal, como un barco a punto de salir a mar abierta.
Y es que es el romance favorito de doña Agnes, aquél que narra el encuentro del Conde Arnaldos con una misteriosa embarcación la mañana de San Juan, y ha querido por eso su marido convertir el castillo en un bajel de piedra, que si bien no tiene tanta forma de nao capitana como cuentan del que poseen los reyes de Castilla en Segovia, podría pasar muy bien el de Olite por buque insignia de la armada navarra, si aconteciera alguna vez que el reino volviera a disfrutar de la condición ultramarina que nunca debió perder...
Y para seguir llevando a cabo el plan, unen con un grueso cordel la torre de la Atalaya, que ya quedó dicho que es la más alta de todas, y por eso ejerce de mástil principal, y la de las Cuatro Grandes Finiestras. Y va en esa cuerda desplegada un gran telón de seda blanca, con las armas de los príncipes de Viana bordadas en él. Y como coincide que últimamente no hay mucho viento, y no es cosa de fastidiar la sorpresa a doña Agnes, ha enviado don Carlos al siempre probo maestro de ingenios Sagastibelza para que se traiga desde los altos de Guerinda la cabeza de uno de los molinos de viento que mueven allá con brío sus aspas.
Y mucho debió costar traerla desde allí, pero quedará para otra ocasión contar semejante hazaña, porque a juzgar por el elevado tono de los juramentos que pudieron escucharse, no estaban los bueyes y las caballerías por la labor de colaborar en la idea del príncipe...
Mas una vez colocado el invento frente al telón que hará las veces de vela mayor, se hincha éste con más curvatura que la barriga de un canónigo, para general contentamiento de toda la concurrencia. Y sobre un escabel coloca el príncipe una rueda que gira muy alegre, para que su esposa pueda hacer como que dirige el buque desde este improvisado timón. Y muy cerca hace colocar también un mascarón de proa recién tallado por el maestro Jean de Lomme, y que representa a una señora sirena muy rubia y de grandes y redondos pechos que señalan hacia el norte, y a los que muy alegre se agarraría cualquier marinero en caso de sufrir, Dios no lo quiera, terrible naufragio su nave. Y para completar todos los detalles no falta ya más que clavar una tabla a la torre con el nombre de tan pintiparado navío. Y ese nombre es el de "La Albanesa", en honor al antepasado más viajero de don Carlos.
Y cuando despierta al fin la princesa y sale de su aposento al jardín, ve semejante despliegue y comprende al instante que es amor fuerza tan fuerte que es capaz de convertir el rígido secano de Olite en proceloso oceano presto a ser cruzado. Y muy pronto se disponen a ambos lados del timón todos los invitados, unos a la izquierda y otros a la derecha. Y como en toda fiesta navarra que se precie, acaban gritando los primeros como poseídos:
-¡Es babor, que gana, que gana, es babor, que gana a estribor!
Y les responden los segundos:
-¡Estribor, que gana, que gana, estribor que gana a babor!
Y muy pronto hay montado tal guirigay que tal parece a los príncipes estar en medio de una fenomenal e incontrolable galerna, que no se detiene hasta que los capitanes de ambos grupos, perdida la prudencia, se arriman tanto a las aspas del molino que quedan ambos prendidos en ellas, y suben y bajan como los ángeles de aquella escalera que vio el patriarca Jacob, hasta que tan mareados como si hubiesen bajado de una galera turca, son puestos sanos y salvos en tierra. Y mucho se preocupa don Carlos por saber cómo se llaman aquellos dos hipermóviles caballeros, y resultan responder uno al nombre de Alonso Quijano, y el otro más grueso al simple nombre de Sancho. Y manda el príncipe que sean atendidos por su propio médico personal, y aún que en pago a su valentía, se les conceda una ínsula en la laguna de Lor o en la de Pitillas, para que la gobiernen a su libre albedrío...
Y ya definitivamente calmados los ánimos, parece a todos los presentes que las habituales cigüeñas de las torres se han transmutado en gaviotas y cormoranes, y hasta baja el aire desde Ujué con olor a sal en vez de a romero. Y entrega Carlos a Agnes una cadenilla de oro que lleva colgando una pequeña ancla de plata muy elegante, en señal y testimonio de que ella y sólo ella es su puerto más seguro y el lugar amable donde fondear tras las más arduas singladuras.
Y a quien no se crea que todo esto ocurrió como lo cuento, que se lo lleve a lo más profundo del piélago el mismo Leviatán que se tragó a Jonás.
¡Mil millones de rayos y truenos...!
Con esto de que es la mañanica de San Juan, y que Agnes se pasa el día leyendo romances, resulta cada vez más difícil sorprenderla...
Pero como no es la imaginación algo que escatime el príncipe, anoche, ya muy de madrugada, en cuanto se apagaron los rescoldos de las últimas hogueras, ordenó a los arqueros más diestros de su escolta que tomasen posiciones en cada una de las torres del castillo de Olite.
Y saliendo muy silencioso de la cama para no despertarla, en cuanto el sol empieza a despuntar, mueve los brazos don Carlos para que todos vean la señal convenida desde sus puestos. Y comienzan entonces todos a arrojar muchas flechas desde lo más alto hacía los jardines colgantes bajo la torre del homenaje, y luego todos juntos desde allí, lanzan un nuevo y nutrido montón de saetas hacia la torre de la Joyosa Guarda, que es la más alta de todas. Y cada flecha lleva consigo atada una cuerda dorada, de tal forma que muy pronto el cielo de palacio está cubierto de tantas maromas y jarcias de oro torzal, como un barco a punto de salir a mar abierta.
Y es que es el romance favorito de doña Agnes, aquél que narra el encuentro del Conde Arnaldos con una misteriosa embarcación la mañana de San Juan, y ha querido por eso su marido convertir el castillo en un bajel de piedra, que si bien no tiene tanta forma de nao capitana como cuentan del que poseen los reyes de Castilla en Segovia, podría pasar muy bien el de Olite por buque insignia de la armada navarra, si aconteciera alguna vez que el reino volviera a disfrutar de la condición ultramarina que nunca debió perder...
Y para seguir llevando a cabo el plan, unen con un grueso cordel la torre de la Atalaya, que ya quedó dicho que es la más alta de todas, y por eso ejerce de mástil principal, y la de las Cuatro Grandes Finiestras. Y va en esa cuerda desplegada un gran telón de seda blanca, con las armas de los príncipes de Viana bordadas en él. Y como coincide que últimamente no hay mucho viento, y no es cosa de fastidiar la sorpresa a doña Agnes, ha enviado don Carlos al siempre probo maestro de ingenios Sagastibelza para que se traiga desde los altos de Guerinda la cabeza de uno de los molinos de viento que mueven allá con brío sus aspas.
Y mucho debió costar traerla desde allí, pero quedará para otra ocasión contar semejante hazaña, porque a juzgar por el elevado tono de los juramentos que pudieron escucharse, no estaban los bueyes y las caballerías por la labor de colaborar en la idea del príncipe...
Mas una vez colocado el invento frente al telón que hará las veces de vela mayor, se hincha éste con más curvatura que la barriga de un canónigo, para general contentamiento de toda la concurrencia. Y sobre un escabel coloca el príncipe una rueda que gira muy alegre, para que su esposa pueda hacer como que dirige el buque desde este improvisado timón. Y muy cerca hace colocar también un mascarón de proa recién tallado por el maestro Jean de Lomme, y que representa a una señora sirena muy rubia y de grandes y redondos pechos que señalan hacia el norte, y a los que muy alegre se agarraría cualquier marinero en caso de sufrir, Dios no lo quiera, terrible naufragio su nave. Y para completar todos los detalles no falta ya más que clavar una tabla a la torre con el nombre de tan pintiparado navío. Y ese nombre es el de "La Albanesa", en honor al antepasado más viajero de don Carlos.
Y cuando despierta al fin la princesa y sale de su aposento al jardín, ve semejante despliegue y comprende al instante que es amor fuerza tan fuerte que es capaz de convertir el rígido secano de Olite en proceloso oceano presto a ser cruzado. Y muy pronto se disponen a ambos lados del timón todos los invitados, unos a la izquierda y otros a la derecha. Y como en toda fiesta navarra que se precie, acaban gritando los primeros como poseídos:
-¡Es babor, que gana, que gana, es babor, que gana a estribor!
Y les responden los segundos:
-¡Estribor, que gana, que gana, estribor que gana a babor!
Y muy pronto hay montado tal guirigay que tal parece a los príncipes estar en medio de una fenomenal e incontrolable galerna, que no se detiene hasta que los capitanes de ambos grupos, perdida la prudencia, se arriman tanto a las aspas del molino que quedan ambos prendidos en ellas, y suben y bajan como los ángeles de aquella escalera que vio el patriarca Jacob, hasta que tan mareados como si hubiesen bajado de una galera turca, son puestos sanos y salvos en tierra. Y mucho se preocupa don Carlos por saber cómo se llaman aquellos dos hipermóviles caballeros, y resultan responder uno al nombre de Alonso Quijano, y el otro más grueso al simple nombre de Sancho. Y manda el príncipe que sean atendidos por su propio médico personal, y aún que en pago a su valentía, se les conceda una ínsula en la laguna de Lor o en la de Pitillas, para que la gobiernen a su libre albedrío...
Y ya definitivamente calmados los ánimos, parece a todos los presentes que las habituales cigüeñas de las torres se han transmutado en gaviotas y cormoranes, y hasta baja el aire desde Ujué con olor a sal en vez de a romero. Y entrega Carlos a Agnes una cadenilla de oro que lleva colgando una pequeña ancla de plata muy elegante, en señal y testimonio de que ella y sólo ella es su puerto más seguro y el lugar amable donde fondear tras las más arduas singladuras.
Y a quien no se crea que todo esto ocurrió como lo cuento, que se lo lleve a lo más profundo del piélago el mismo Leviatán que se tragó a Jonás.
¡Mil millones de rayos y truenos...!
© Mikel Zuza Viniegra, 2011