miércoles, 15 de junio de 2011

DREI KÖNIGE



Sangüesa, 25 de abril de 1503

Ya corre por toda la ciudad que el príncipe acaba de nacer en el palacio de los Sebastianes, en plena rúa mayor, donde los reyes estaban acomodados por ser ese lugar más cálido y abrigado que el vetusto palacio de sus antepasados.

Y tanto se ha alegrado el rey don Juan del feliz alumbramiento de su mujer, la reina propietaria doña Catalina, que ha prometido convidar a todos los habitantes a vino y buenas viandas, hasta que se vacíen las despensas reales. Y en esa invitación no están incluídos sólo los moradores habituales de tan hermosa ciudad, sino tambien los romeros y peregrinos que la cruzan a diario en pos del sepulcro del muy santo señor Santiago.

Y como el soberano de los navarros es tan rocero y de personalidad tan agradable, se promete a sí mismo que ha de nombrar padrinos de bautismo de la criatura a las primeras personas que se encuentre en cuanto traspase el portón del palacio. Y dispone la Providencia que los afortunados sean tres viajeros alemanes que cumplen su voto jacobeo.

Muy honrados por tan regia e inesperada propuesta, que no es nada común que un pobre peregrino emparente con el heredero de un trono, se dirigen todos a la muy pulcra iglesia de Santa María, donde ya les espera el obispo con una redoma de agua recién recogida del caudaloso río Aragón. Y ante la pila de piedra dan cada uno de los tres germanos su nombre, para que el rey pueda escoger el más apropiado para quien, si Dios quiere, ha de sucederle un día llevando la corona...

Y se llama uno de ellos Enrique, y otro Adán, y el tercero es el ilustre don Andreas Prittwitz, músico excelso donde los haya. Y aunque mucho se devana los sesos don Juan de Labrit sobre la conveniencia de llamar a su hijo como el primero de los hombres que Dios creó para que habitara el jardín del Edén, meditando con mucha razón que no se incluye hasta ahora dicho nombre en la nómina de los monarcas navarros, y tampoco el muy elegante de don Andreas, decide finalmente que impongan al niño el nombre de Enrique, pues ya hubo otro señor de Navarra con el mismo nombre, y al parecer, aunque algo obeso, fue buen rey y muy querido por sus súbditos. Así que mientras el prelado derrama el agua sagrada sobre la cabeza del infante, pone cada viajero su mano sobre el recién nacido, y le ofrecen cada uno una palabra en su idioma natal para que marquen para siempre su cáracter.

Por tanto, como si fueran los tres reyes magos redivivos, don Enrique, además de su nombre, le entrega el vocablo: "kameradschaftlich", que en lengua germana quiere decir "afable", para que cuando gobierne trate a todas las gentes por igual, sea cual sea su condición y estado.

Don Adán, ya que no su nombre, que hubiera resultado profético por unir en el niño el nombre del primero de todos los hombres, con la condición de ser el último rey nacido en territorio navarro, y no olvidando que el fin es siempre el principio de todas las cosas, le ofrece otra bella palabra: "zuvorkommend", que quiere decir "caballeroso", para que nunca olvide el príncipe que no ha de explotar el poder en beneficio propio, sino del reino.

Y finalmente don Andreas le dona el regalo mayor, pues es "intelligent" la palabra que otorga, y ya dice el libro de Salomón que ningun rey tendrá nunca mayor tesoro en la Tierra que la sabiduría que sea capaz de mostrar en el desempeño de su muy complicado oficio...


Y terminada la ceremonia, cumple el rey su palabra de agasajar a todo el vecindario, que llena la rúa mayor para festejar el nacimiento de su futuro señor. Y mientras comen y beben sin tasa, tienen la envidiable suerte de que don Andreas Prittwitz amenice el festejo con su portentoso dominio de todos los instrumentos de viento que existen en el mundo. Y son sus melodías tan preciosas que hasta doña Catalina abandona su lecho para escucharlas mejor desde el ventanal, y en honor a ella baila el rey don Juan, que es muy buen danzador, con todas las sangüesinas que se lo piden.

Y la pieza más hermosa de todas las que interpreta el virtuoso Andreas es, a juicio de este cronista, los Canarios, de don Gaspar Sanz, que habrá quien diga que en aquel año del que hablo no estaban aún compuestos. Pero yo sostengo que, por amor a la fantasía y la imaginación, indudablemente sonaron aquella noche para regocijar a todos los habitantes de la ciudad que responde al glorioso lema de "la que nunca faltó"...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011