martes, 30 de diciembre de 2014

OBRA


Artaiz, 31 de diciembre de 1140


Hace frío, mucho frío. Todo el mundo está recogido junto a su hogar, y el humo de cada chimenea puntea el cielo gris que amenaza tormenta de nieve. No has querido que nadie te ayude a terminar tu obra. Porque es solamente tuya: ni del poderoso señor que te la encargó, ni de los trabajadores que te ayudaron a levantarla, ni siquiera de ese rey don García que viajó desde Pamplona sólo para conocerla. Tuya y de nadie más.

Por eso era importante que todo el proceso se cerrara precisamente con este canecillo que tus ateridos dedos se esfuerzan en cincelar mientras haces peligrosos equilibrios sobre el frágil andamio. El otro, el que representa la condición humana, siempre esclava de las tres vertientes del tiempo: el pasado, el presente y el futuro, no te importó esculpirlo al resguardo de tu taller. Pero éste, el que marca el final, tenías que tallarlo aquí mismo, haciendo saltar chispas de la piedra con tu cincel, igual que un guerrero haría saltar las escamas de un dragón con su espada.

Y había de ser el último día del año, para que todo lo malo y lo bueno que en él ha ocurrido -y ha sido mucho de lo primero y poco de lo segundo- quede definitivamente atrás. Por eso estás dando forma a un hombre-cerradura, que habrá de representarte sólo a ti, y a la vez a todo el mundo, pues cada uno carga con una pesada arca donde esconde lo que es y enseña lo que aparenta ser.


Sí, quédese cerrada a buen recaudo por los siglos de los siglos detrás de este guardián de piedra, desafiando a quienes quieran interpretar su significado, que no será otro que el que tú sabes y dictas a cada golpe de mazo.

Al final, sólo quedará nuestra obra...  



© Mikel Zuza Viniegra, 2014

viernes, 26 de diciembre de 2014

SÉPTIMO

Uxue, 26 de diciembre de 1344


-Tú dirás lo que quieras, Carlos, pero una cosa son las historias talladas en la portada norte, y otra lo que unos muetes como nosotros podamos hacer...

-El príncipe Alejandro de Grecia domaba leones a los seis años. Así lo atestiguan todas las crónicas. ¿Vamos a ser nosotros menos que él? Tú tienes trece años, yo doce, y tú, Inés, diez. ¿Cómo no vamos a poder bregar con esas bestias siendo ya tan mayores?


-Me temo que aquí la única bestia eres tú, hermano. Parece que es verdad que los centauros la tenían tomada con las sirenas allá, en el Asia Menor, pero nunca he oído nada de eso que dices de que en Navarra los príncipes tengamos que demostrar nuestro valor atrapando cigüeñas.


-Pues es precepto recogido en el Fuero, os lo aseguro. Y quien lo redactó debió sin duda inspirarse en lo que dicen que hacen los habitantes de la India -osease: los indios- cuando deben demostrar a sus mayores que ya han alcanzado la edad adulta. Bien es cierto que allá lo que al parecer capturan son águilas, pero afortunadamente nosotros no tenemos que llegar a tanto, así que nos bastará atrapar a esas tres cigüeñas que estos días se han enseñoreado de la torre principal del santuario. Ya he conseguido hacerme con la llave maestra, así que podemos subir en cuanto vosotras queráis, mis muy aguerridas hermanas. ¿Habéis conseguido lo que os pedí?

-Sí, hemos traído los bastidores de bordar más grandes que hemos encontrado, aunque creo que por mucho que los ates con esa cuerda tan fuerte que traes, no será nada sencillo lograr que esos enormes pájaros metan su cabeza en ellos.

-No hay problema: haremos como dicen que hacen los habitantes del lejano Oeste para capturar a las vacas y las terneras, pero en lugar de con un simple lazo de cuerda, nosotros les arrojaremos esos resistentes bastidores sujetos para que no puedan escaparse.

-Tú has leído demasiadas novelas de caballería, hermano. En concreto del 7º de caballería, que es tropa muy dada a exagerar sus intervenciones, pero ya los querría yo ver hoy aquí...


-No hables tanto, y guarda el aliento, Blanca, que estos escalones no se suben solos... Y muy mal me parecería que hayas dejado a Inés en su habitación, si no fuera porque de este modo queda para ti y para mí mucha más gloria para repartir todavía.

-Pues claro que no le he permitido participar en tu locura, Carlos, es demasiado pequeña. Y si yo te estoy acompañando es sólo  porque tengo verdadera curiosidad por saber cómo acabará esta "hazaña" tuya. Por de pronto da bastante miedo ya el tremendo ruido que sus picos hacen al otro lado de esta puerta...

-Ese ruido que hacen estos monstruos emplumados se llama "crotorar", pero yo haré que se callen inmediatamente. A la de una, a la de dos, y a la de tres: ¡adelante!

-¡Pero ponte antes un casco como el mío, idiota! ¡Cuidado con esa que tienes detrás! ¡No puedo mirar: te están dando más picotazos que azotes dieron los romanos a nuestro Señor! ¡Corre hacia la puerta mientras puedas!

-¿Pero por qué no me has ayudado, Blanca?

-Porque tú eres el príncipe heredero, Carlos, así que me ha parecido mucho mejor dejar todos los "honores" en exclusiva para ti. ¿No estás contento? Agradece más bien que haya podido yo espantar a esas pobres cigüeñas empleando un sacude-colchones. Lo que no sé es cómo explicarás tu aventura a nuestra madre, la reina Juana, porque tienes tantos chichones y pelo arrancado en tu cabeza, que va a pensar que en realidad te han atacado los castellanos o los franceses...

-No te burles encima, que de sobra sé que eres mucho más inteligente y pragmática que yo, hermana. Pero desde luego procuraré hacerte caso la próxima vez que me deje llevar por mi calenturienta imaginación...

-Que, conociéndote, será sin duda muy pronto, querido Carlos. Espero al menos que, para cuando llegues a ser rey, hayas comprendido que el valor personal no se demuestra con estúpidos arranques como el de hoy, sino haciendo en cada momento lo que te dicte tu conciencia.
Y lo que es aún más importante: que los navarros son tan libres como esas cigüeñas que pretendías tan vanamente apresar. Y eso sí que viene expresamente escrito en el Fuero...


Las muy hermosas fotos de Ujué (y también las mejores pastas) son de Juana Urrutia.

©Mikel Zuza Viniegra, 2014


sábado, 20 de diciembre de 2014

TODOS LOS CAMINOS

Roma, noche de Navidad de 1456


Nadie diría, al verte, que acabas de entrevistarte con Su Santidad Calixto III. Paseas por las atestadas calles sin que nadie repare en ti, y lo que es peor, sin que tú prestes atención a nada: ni a los puestos que ofrecen todo tipo de mercancías a los peregrinos, ni a los poetas que cantan con más o menos destreza sus composiciones, ni siquiera al marmóreo y casi funerario arte de los antiguos habitantes de esta ciudad.

Llegaste hasta aquí buscando apoyo a tus justos derechos sobre el reino de Navarra, que tu padre Juan II te usurpa, e igual que te ocurrió con el rey de Francia te ha pasado con el Papa: has obtenido buenas palabras, pero ninguna ayuda tangible. Más que príncipe de Viana, eres príncipe de nada, y toda esta algarabía desatada a tu alrededor te lo recuerda dolorosamente.

Y esos gelati que todos van comiendo por las calles, tan terriblemente fríos, no son ni remotamente parecidos a los sabrosos dulces que maese Donezar traía cada año a la corte para que tu madre la reina los repartiese -entre risas, pero equitativamente- contigo y con tus hermanas Blanca y Leonor. Y tampoco se parecen nada al turrón royo que los regidores de Tafalla entregaban cada 25 de diciembre a la familia real. Tu padre prefería las frutas escarchadas de Aragón, y alguna vez le incrustabais Blanca y tú entre ellas unas cuantas almendras amargas, para que rabiase y pudieseis reíros con las caras de asco que ponía. No has vuelto a sentir jamás aquel calor de Olite...

El camarlengo del santo padre te ha obsequiado con una caja de pastas, dijo que elaboradas por las sorelle de la rozagante caritá. Incomibles. Aunque puede ser también que todo te sepa ya acre y amargo. La cambias por una fiaschetta de grumoso vino del Lazio en la primera taberna que encuentras.

Has vivido mejores navidades que esta, sí, pero ¿a quién puede importarle ya? Tu madre murió hace muchos años, tu esposa Agnes también. Tu padre vive, y mil veces mejor sería que hubiese muerto. Y de las dos hermanas con las que pugnabas cuando eras un niño por aquel delicioso mazapán, Blanca es tan desgraciada como tú, y Leonor te odia a muerte. Tus viejos amigos están al otro lado del mar, y hasta tus antiguas amantes hace tiempo que calientan ya la cama de otros. El vino que bebes es malo, sí, pero no tanto como el veneno que te corroe por dentro.

Sin darte cuenta has llegado al puente de Sant' Angelo. El Tíber baja tan turbio que a duras penas se distingue la corriente de las descuidadas orillas. La botella está vacía, la tiras todo lo lejos que tu brazo te permite y va a dar justo en la cabeza de lo que parece ser una mujer-pez, que antes de zambullirse se complace en enviarte al diablo empleando los juramentos más alambicados que ningún terrestre haya oído jamás. Qué más da: demasiado bien sabes ya que las sirenas sólo existen en los cuentos.

Y el río sigue fluyendo bajo el puente. No puedes apartar tu mirada de él: es como si te llamase con sus gastadas y húmedas palabras.

-Un salto, y se acabaron los problemas, ¿no es cierto? -te dice alguien que se ha puesto a tu lado sin que le dieses permiso para hacerlo-. Pero esa es la salida más fácil -prosigue su salmodia-, piensa más bien, peregrino, qué hubiera sido de todos aquellos que te conocen si tú no estuvieses aquí ahora, si ni siquiera hubieses llegado a nacer...

Pero no quieres pensar ya más nada, así que empujas al locuaz entrometido para que sea él quien caiga al agua y pueda allí discurrir sobre los misterios de la existencia. No: esta noche no necesitas que pesados ángeles de la guarda extiendan sobre ti sus alas. Te bastará con que las solícitas y caras moradoras del Trastévere abran para ti sus piernas.

Estás ya ante la majestuosa tumba del emperador Adriano, tan enorme que ha acabado convertida en castillo. De un hueco del muro, más allá de la vacilante luz que da la última de las antorchas, parece salir un ruido. Te acercas, pero no es un ruido. Es un llanto: un niño recién nacido patalea sobre el vientre de su desvanecida madre, abandonados los dos a su suerte por algún soldado de la guardia papal a la que ella ya no puede servir de entretenimiento.

Cortas el cordón que todavía los une. Están helados, probablemente no llegarán vivos al  amanecer. Te sientas junto a ellos, los incorporas y los abrazas mientras cubres a ambos con tu capa para darles todo el calor que seas capaz de proporcionarles. Hay una mula y un buey atados allí enfrente.

El Tiber os arrulla, y lo único que rompe su monótono sonido durante toda la noche es ese prácticamente inaudible "che Dio ti benedica, signore!" con el que la mujer te agradece cada poco tiempo tu presencia.

Y no dejarías de sostenerla entre tus brazos ni por todo el oro de Arabia, ni por todo el incienso de Egipto, ni por toda la mirra de la India...
  



©Mikel Zuza Viniegra 2014

martes, 2 de diciembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA VI: PAPELES

Inbuluzketa. Foto de J. M. Etayo
Gabriel de Inbuluzketa fue el heredero de una saga famosa por atestar todos sus palacios con los legajos y papeles que cada generación familiar producía. Conocer todos y cada uno de los hechos y los nombres de sus antepasados era la primera, sino la única, obligación de un miembro de su linaje.

Así, Gabriel sabía de memoria que el primero de los suyos –don Marzal- fue eytán de don Eneko Aritza, primer rey de los navarros. Y que cuando Sancho el Mayor acudió a reunirse en Angely con Roberto el piadoso de Francia para celebrar el descubrimiento de la cabeza de Juan el Bautista, don Marcos de Inbuluzketa les guardaba a ambos las espaldas. Y que don Simón de Inbuluzketa había sido quien espantó las feroces moscas cartaginesas del rostro exangüe de Teobaldo II en su cruzada a Tunez.

Y cada día aprendía un nuevo dato con el que engrosar la honrosa memoria de su familia.

Por esa misma época comenzaron a sucederse terribles heladas en invierno y crueles sequías en verano, de manera que las cosechas que conseguían  a duras penas sobrevivir a la escarcha, se perdían sin remedio al llegar el implacable estío. Y nada menos que cinco años duró este infernal ciclo.

Y no había tampoco rey a quien servir, pues ocupaban entonces el trono los Capetos de Francia, que no sentían allá lejos, en su ciudad de París, cariño alguno por este reino de Navarra. Así que los caudales de los Inbuluzketa rápidamente se agotaron, y con ellos las provisiones y la leña que permitía calentar la sala del gélido palacio donde se arracimaban cada vez más necesitados.

Y tuvo entonces Gabriel que afrontar la mayor prueba que sus ancestros hubieran podido imaginar, pues ya no quedaba por quemar para calentarles a todos más que aquel montón de legajos y papeles en los que los Inbuluzketa habían basado siempre su prosapia…

Y aunque sentía sobre sí los ojos de todos sus insignes tatarabuelos, supo en seguida lo que tenía que hacer. Así que quemó primero, como correspondía, los hechos notables de aquel primigenio don Marzal, y continuó haciéndolo respetando el orden cronológico hasta que ya no quedó por quemar más que los folios en blanco que le hubiera tocado escribir con las supuestas hazañas que él mismo debería haber protagonizado.



Y ese día se sintió más vivo y más libre de lo que ninguno de los suyos se había sentido jamás, pues desaparecidas en las brasas para siempre todas las andanzas de su familia, no tenía obligación ya de parecerse ni de imitar a ninguno de sus antepasados, y podía por fin ser nada más y nada menos que él mismo, que es la cosa más complicada, y también más conveniente, que cualquiera –haya sido armado o no caballero- ha de llevar a cabo en su vida...






©Mikel Zuza Viniegra, abril 2014