miércoles, 27 de junio de 2012

WESTERN


Desfiladero de Oskía, 24 de julio de 1512

-Pensar ya que tú no atreverte a venir, mariscal Pedro.

-Yo arriesgar más que tú para estar hoy aquí, conde de Lerín.

-Ser cierto, la caballería castellana cubrir toda la llanura desde aquí hasta la frontera. Tu vida valer menos que la de un perro de la pradera.

-Sí, yo saber. Haber visto desde Pamplona las señales de humo que nuestros hermanos encender en todas las cumbres. Jefe de Guerra Labrit marchar a Lumbier. Concentrar allí a todos los guerreros…

-Vuestra causa estar perdida. Oponer arcos y flechas a cañones y arcabuces es como mandar a niños a domar potros salvajes.

-Gran lástima ser oírte hablar como quien ya ha sido derrotado, conde. Tú saber que no ser sólo “nuestra causa”. También ser la vuestra. La nación navarra extenderse en tiempos hasta donde llegar el ojo del águila. Enemigos venir entonces por el norte, con sus grandes jefes Carlomagno y Roldán al frente, pero nosotros resistir y vencer porque estar unidos. Por eso pedirte ahora esta reunión secreta. Por toda la que nuestros clanes han hecho correr, yo ofrecerte ahora un pacto de sangre entre nosotros dos. Dejar atrás nuestras rivalidades. Luchar juntos de nuevo para honrar a nuestros antepasados...

-Tú no darte cuenta, pero tú formar ya parte del pasado, mariscal. Gran Padre Fernando de Aragón ser el futuro. Él tener gran poder, él ofrecer compartirlo con nosotros. Aunque tú derrotes ahora a su ejército, vendrá otro más grande aún y aplastará sin piedad a los que se nieguen a obedecer su voluntad...

-Sí, quizás yo ser ingenuo por pretender ser tan libre como lo fueron nuestros padres. Pero tú no serlo menos que yo, conde. Ahora vosotros servirles de guías. Vosotros conocer perfectamente estos territorios y ellos pagar bien por esa información. Incluso haberte dado galones para lucir en tu casaca azul. Pero cuando campaña acabar, vosotros también seréis perseguidos. Ellos no distinguir entre nación beamontesa y nación agramontesa, para ellos ser sólo navarros. Guerreros que siguen una bandera roja y a los que hay que exterminar. Ojalá que pudiéramos vernos a nosotros mismos igual…

-Tú siempre ser un soñador, mariscal. Mi padre matar al tuyo. Matar también a tu hermano. ¿Ser acaso tú hombre-medicina para poder perdonar tanto?

-¡Yo no hablar en vano, conde! Haber firmado muchos tratados ya con Fernando, y él haberlos roto todos. Conocerlo mejor que tú, y en el fondo tú saber que él siempre hablar con lengua de serpiente: prometer mucho, y no cumplir nada. Gran Jefe Labrit acabar con la guerra intestina que durante cientos de lunas ensangrentó la nación navarra, ahora él abrir sus brazos a ti y a tu clan…

-Él sí ser peor que un zorro traidor, mariscal. Él expulsar a mi padre y arrebatarnos todos nuestros territorios de caza. Ahora sentirse tan acorralado como presa ante su cazador y por eso ofrecernos el perdón. Tú llevarle en mano mi respuesta: este cuchillo largo que el general Alba me ha dado. Ser el primer regalo de muchos que yo ganar a su servicio. Si tú ser listo, deber seguir mi ejemplo, mariscal…

-Sentirme tan triste como el lobo que aúlla a la muerte, conde. Creer que ser capaces de llegar a un acuerdo hoy aquí, pero el ruido de los tambores de guerra no permitir entendernos entre nosotros. Quizás algún día muy lejano el Gran Espíritu quiera que dos navarros puedan ponerse por fin de acuerdo en algo. Sin duda ese día el corazón de nuestro pueblo brincará como el ciervo que pasta alegre en la montaña…


Adenda: “Su Majestad puede quedar bien tranquilo sobre la conservación de este, su reino de Navarra. Además, sería muy difícil que hubiera aquí trato con el enemigo que no se pudiese parar a la primera señal de conspiración. Digo esto apoyado en la gran cortedad de los naturales de este reino, en la envidia y gran desunión que se profesan los unos a los otros, y también en la gran pobreza de las villas y de sus pobladores, lo cual acorta los ánimos y los pensamientos…” *

*(Carta auténtica del virrey D. Luis de Guzmán al rey Felipe IV de España, fechada el 25 de diciembre de 1648).

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

domingo, 24 de junio de 2012

UN MUY GRAN MILAGRO DEL SEÑOR SAN JUAN



Y si es cierto que hubo en aquellos tiempos en Navarra caballeros de tanto renombre como don Pierres de Laxaga, don Ferrando de Ayanz, don Juan Martínez de Medrano o don Corbarán de Lete, no menos famoso que todos ellos fue don Fermín de Orkin, protagonista de un asombroso prodigio en la noche de San Juan. 


Y es que por sus habituales triunfos en todo tipo de torneos y competiciones deportivas, cogiéronle ojeriza sus adversarios, siendo el peor de todos ellos el malvado Barón de los Palés, título nobiliario que el Diablo debió concederle, pues no consta en el Libro de Armería del reino que ningún monarca navarro lo hiciera...




Y por ver de acabar de una vez con sus triunfos, y sabiendo que esa mágica noche se disponía don Fermín a saltar las hogueras que para recordar a santo tan ilustre se prenden, el muy traidor Barón de los Palés sembró de puntiagudos y escondidos abrojos los contornos de todos y cada uno de los fuegos encendidos, buscando sin duda herirle en el talón, como muchos siglos atrás hicieron otros malos caballeros con el héroe griego Aquiles.




Y tomó muy fuerte impulso nuestro protagonista y cuando ya estaba a punto de superar por los aires la fogata, y como es ley muy grave y obligatoria, comenzaba ya su descenso a la tierra, sintió en la riñonada un suave empujón que le hizo caer, no donde iba a hacerlo, sino un poco más allá, escapando así de la trampa urdida por el perverso Barón. 


Y sobre la medida de esa distancia salvadora no se ponen de acuerdo los diferentes narradores de este sin par milagro, y esto ha de ser porque en aquellos tiempos no se había inventado aún el sistema métrico, así que la midieron con alambicadas pero muy explícitas fórmulas, como el grosor de tres pestañas de la bella princesa doña Blanca, el cañón de una pluma caída de las alas de San Miguel de Izaga, o la media corona de plata de don Carlos II, que por ser una moneda tan delgada y fina, sólo se podía comprar aire con ella...


Y esta especial protección divina le llegó a don Fermín sin duda por compartir su padre el nombre del Santo que esa noche se festejaba, que por ser maestro de ingenios muy renombrados, hizo a petición expresa del propio San Juan un elevador hidráulico para ayudarle a levantar el cordero con el que siempre le representan en todos los retablos, que por haber nacido en Galilea, y no en Leitza, donde todo el mundo lleva desde que nace una piedra al hombro como si nada, tenía ya la espalda muy dañada de tanto cargar con el borrego de aquí para allá... 




Y por este gran favor que don Juan de Catalán le había hecho, además de atender otras hogueras, recibir muchas enramadas, bendecir las aguas de manantial y servir de notario a promesas de amor eterno que sólo en esa noche se cumplen, encontró tiempo San Juan para salvar a don Fermín de la punzante celada del Barón de los Palés. 


Y para que nunca se olvidase milagro tan grande, se repartieron por todo el reino de Navarra estampas que mostraban muy gráficamente lo acontecido, para que otros y otras, si llegan a verse alguna vez en el mismo trance, tengan por seguro que si se acogen a la protección de San Juan, serán librados de todo mal, aún de los más ocultos y escondidos...


VERA IMAGEN DEL ZAPATO DE DON 
FERMÍN DE ORKIN, TRAS SALTAR LA 
HOGUERA DE LA NOCHE DE SAN JUAN.
DIOS Y EL INVENTOR DE LAS SUELAS 
DE GOMA SEAN POR SIEMPRE ALABADOS...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012



 

viernes, 22 de junio de 2012

TRES CABALLEROS EN BUSCA DE IDENTIDAD


Lo de hoy no es exactamente un cuento, aunque sí podría considerarse una invención, puesto que se trata únicamente de elucubraciones sin pruebas consistentes que las avalen. Lo mismo que suelen hacer corrientemente los historiadores, vamos...

Si leísteis mi relato: Contra todo y contra todos, recordaréis cómo allí aparecían tres caballeros, los de Larrangoz, Lizoain y Redín, que se aliaban para fastidiarle la vida a otro caballero no errante, sino residente, el de Zuazu.

Bueno, pues esos tres caballeros me tienen comida la moral desde hace muchos años, y ahora que apenas queda nada de ellos, y dentro de muy poco se habrán perdido para siempre, quisiera reflejar unas consideraciones sobre el tema, para que a los que os gusten estos asuntos os sirvan de entretenimiento.

Recordemos que las iglesias parroquiales de esas tres localidades -datadas entre finales del siglo XIII y principios del XIV-, cuentan cada una con una portada practicamente idéntica entre sí, y unos capiteles que muestran a un lado un caballero montado que porta un escudo adornado con una cruz recruzada y vacía, y al otro un águila de hermoso plumaje y alas desplegadas que atrapa una liebre entre sus garras. Tan sólo la portada de Lizoain se aleja mínimamente de este modelo, cambiando la imagen del águila por la de un San Miguel batallando contra el dragón.

Veamos:

PORTADA DE LARRANGOZ:




    CABALLERO DE LARRANGOZ


AGUILA ATRAPANDO UNA LIEBRE EN LARRANGOZ

     
PORTADA DE LIZOAIN:




    CABALLERO DE LIZOAIN

SAN MIGUEL DE LIZOAIN


PORTADA DE REDÍN:


    CABALLERO DE REDÍN


AGUILA ATRAPANDO UNA LIEBRE EN REDÍN



Ese símbolo del águila atrapando una liebre es muy común en las obras de arte medievales. En Navarra tenemos muchos ejemplos de ello, por ejemplo en la arqueta de Leyre o este otro del precioso portal de  la parroquia de Larumbe:


 Aparece también en el claustro de la catedral de Pamplona, como podemos ver:


Todo indica que se pretendía representar la asechanza del alma humana por parte de la muerte. De hecho unos versos del poeta hispano-árabe Ibn Jafaya (1058-1138) así nos lo recuerdan:

"El alma del hombre es como un pobre animal sobre el que planea el águila de la muerte"

Al únir esa imagen a la de un caballero que porta orgulloso la Cruz en su escudo, el autor de la iconografía buscaría por tanto representar cómo el cristiano sale vencedor del combate con la muerte, igual que Cristo acabó con ella en la Cruz.

Ese simbolismo parece desde luego acertado, pero en este caso concreto lo que llama poderosamente la atención es que en un radio muy pequeño, tres iglesias compartan casi exactamente la misma portada. A mí parecer eso indicaría algo más. Quizás quisieron remarcar la posesión de esos lugares colocando los símbolos de un caballero concreto. Además, que ese componente simbólico no es el único de estas piezas, queda demostrado si consultamos el Libro de Armería del reino de Navarra (de mediados del siglo XVI, pero copia de uno mucho más antiguo) y vemos que el águila de Larrangoz o bien acabó representando las armas heráldicas de su palacio, o bien ese sentido heráldico era el único que quería reflejar quien ordenó que se tallase en la portada de aquel templo:


¿Se podrá entonces saber quién pudo ser aquél caballero a quien tanto le gustó aparecer en portada? Bueno, se puede intentar....

La imagen del águila atrapando una liebre, de antiquísima raigambre oriental, ha llegado también sorprendentemente hasta nuestros días a traves del escudo de una ilustre ciudad navarra, Corella:



Y no es precisamente una invención moderna, porque ya aparece en el sello más antiguo conservado del concejo de Corella, fechado hacia el año 1305, la misma época por tanto en la que se edificaron las tres iglesias antedichas:



¿Y qué tendrá que ver Corella con estos valles de Longuida y Lizoain de los que venimos hablando?
Pues reconociendo que entro completamente en el terreno de las hipótesis, si acudimos a la Gran Enciclopedia de Navarra y buscamos alguna conexión plausible, encontramos que la villa estaba defendida por un castillo:

"...del que no quedan vestigios, y cuya antigüedad se remontaba al parecer a los primeros años del siglo XII. En 1276, Sancho de Valtierra prestó homenaje a la reina Juana, como gobernador de esta fortaleza. Existían además dos torres destacadas en el recinto amurallado, que en 1290 estaban a cargo de Aznar y Fortún Iñiguez. Ese mismo año aparece don Juan Martínez de Medrano como alcaide del castillo, con una retenencia de 15 libras y 75 cahíces."

En la misma enciclopedia, al seguir la pista del caballero que acabo de destacar en rojo, leemos:

"Ricohombre de Navarra y señor de Santacara. Junto con Juan Corbarán de Lehet fue designado "regente" del reino por los nobles y los representantes de las buenas villas que en febrero de 1328, al morir Carlos I el Calvo, decidieron reconocer como reina a Juana I, hija de Luis I el Hutín. Los regentes actuaron como máxima autoridad en Navarra hasta que los nuevos monarcas enviaron desde Francia sus propios mandatarios."

Es decir , que don Juan Martínez de Medrano fue uno de los caballeros más importantes de su tiempo. Tanto que hasta llegó a ser regente, cuando el cambio dinástico del año 1328. Vale, ¿pero y qué tiene que ver con Larrangoz, Lizoain y Redín?

Pues desafortunadamente he de reconocer que no he encontrado documentos que lo liguen a esos tres lugares. Tan sólo tengo por tanto la convicción personal de que puede ser él el tres veces representado. Bueno, la convicción, y el saber que sus armas heráldicas eran estas:  


¿Y recordáis?:


¿Simple casualidad, o es posible que uno de los dos caballeros más importantes de Navarra en aquella época, tenente del castillo de Corella, y con feudos y posesiones territoriales por doquier, y que por tanto es muy fácil que también las tuviera en este sector nororiental del reino del que estamos hablando, sea el aquí representado?

Yo, como imaginación no me falta, tengo para mí que sí, que nos ha llegado a través del tiempo una imagen de don Juan Martínez de Medrano, ricohombre y regente del reino...

Así que mis respetos, buen caballero probado...


FOTO DEL CABALLERO DE LARRANGOZ HACIA 1940

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

martes, 19 de junio de 2012

EL REY QUE FUE Y QUE VOLVERÁ A SER


A las afueras de Lumbier, 30 de julio de 1512


Tristes y exiguas son siempre las comitivas que marchan al exilio, y no lo iba a ser menos esta del rey don Juan de Labrit, que rodeado de sus últimos fieles, encara el camino que lleva al valle de Salazar, desde donde alcanzará el de Roncal, fronterizo con su seguro refugio del Bearne, donde le espera la reina doña Catalina.


Hace apenas una semana que tuvo que salir también a toda prisa de Pamplona, y apenas le dio tiempo a traer consigo lo más importante: la documentación regia, de la que está al cargo su canciller, el ilustre don Juan del Bosquet, y tres arcas con los libros más bellos de la nutrida biblioteca del palacio real, pues sabe que dejarlos allá hubiera significado su segura destrucción, que los invasores no ven nunca en manuscritos o impresos más que fácil combustible para las hogueras con las que se prepara el rancho de las tropas. Y no duda que ese será el fin de los volúmenes que han debido quedarse allí, en cuanto la guarníción castellana los descubra...


Y van esas tres arcas custodiadas por Pedro e Inés, que eran los encargados de mantener los tomos ordenados y dispuestos para cuando Su Alteza quisiera utilizarlos, allá en la capital. Y ahora van los dos en una de las carretas que forman tan apesadumbrado cortejo, y mientras ascienden el serpenteante puerto de Iso, y dejan atrás el hermoso puente de Bigüezal, van abriendo los tres baules para ver qué libros seleccionó personalmente su atribulado señor.


Y es el primero de ellos la biblia que para el rey Sancho el Fuerte confeccionó el ingenuo pero torrencial dibujante don Fernando Pérez de Funes, allá por el año 1198. Y muy bien escogido está, que no hay otra obra elaborada en aquellos remotos tiempos que pueda igualar una joya como ésta, con su completo santoral encabezado por el señor San Miguel, patrón celestial de Navarra, y de cuya pericia en combate muy buena cuenta deberá tomar ahora Su Majestad. Mucho se maravillan luego con el siguiente volumen, que es el Códice Albeldense, por haber sido manuscrito e iluminado en aquel remoto monasterio, y cuyas imagenes muestran  a los primeros reyes de estos territorios, cuyo ímpetu y valentía frente al invasor, hará bien en imitar don Juan III. Y nada más cerrar este tomo, más aún se sorprenden con el mapamundi que adorna el Beato del rey Sancho el Sabio, que establece muy claramente los cuatro puntos cruciales del Orbe: Jerusalén, Roma, Pamplona y el ígnoto lugar donde moran los patagones, que son seres de una sola pierna, y por tanto de un solo y enorme pie, que alzan al inclemente sol de aquellas latitudes, para utilizarlo a modo de sombrilla cuando quieren descansar en la agreste campiña. Y está también en aquellos cofres el Evangeliario sobre el que los Reyes de Navarra juran el día de su Coronación, con sus tapas decoradas por fabulosos relieves de oro y plata, donde puede verse por un lado al implacable Pantócrator y a la misericordiosa Santa María por el otro. No falta tampoco la Crónica Completa de los Reyes de Navarra, escrita de propia mano por el príncipe de Viana, incluida su trascendental cuarta parte, en la que se narran con mucho detalle todas las fechorías que debió soportar por parte de su padre, el malvado y usurpador Juan de Aragón... 


Y, como no,  tampoco se ha olvidado el soberano del ejemplar más antigüo del Fuero, que es la ley vieja y unívoca de esta tierra, ni del rolde de poemas de su lejano antepasado el rey Teobaldo I, que aparece dibujado en la primera hoja tocando el laud bajo el balcón de una dama que lo mira con arrobo. Y no es para menos, pues lo que le canta son versos muy inflamados:

"En cuanto a mí, vos sabéis perfectamente que soy vuestro, y no podría ser de otra manera. Y no sé si esto será malo para mí, pues he superado pocas de las pruebas que me habéis puesto. Tan pocas, que mucho tarda en llegarme la alegría..."

Y piensa Pedro que es una pena no tener la facilidad de palabra de aquél príncipe poeta, para poder recitarle cosas parecidas a Inés, que está tan atareadica como siempre buscando aplicar a todos aquellos tesoros librarios las cinco leyes del sabio alfaquí moro don Shiyali Ramamrita Ranganathan, y eso que traquetea tanto la carreta por estos caminos de montaña, que resulta imposible pensar en que cada lector tiene su libro, y cada libro su lector, como dejó sentenciado tan renombrado autor, aunque en este caso está bien claro que el rey ha escogido los libros más simbólicos de la monarquía navarra, aquellos que guardan su pasado y su razón de ser.... 



Y mucha suerte tienen cuando el rey ordena detener la caravana junto a la muy bella iglesia de Santa María del Campo de Navascués, que tiene forma de podio olímpico, con su torre muy alta y airosa en medio de la imponente nave de piedra. Y lo que más llama la atención en el conjunto son los maravillosos canecillos que adornan el alero del ábside, y entre ellos, mucho les gusta a los asendereados bibliotecarios uno que muestra a un hombre que parece descorrer una cortina, tras la que vaya usted a saber qué cantidad de misterios insondables se esconderán...


Y reanudada la marcha, atraviesan a buen paso aquel almiradío, que toda precaución es poca en tiempos de guerra. Y en poco tiempo llegan a Esparza de Salazar, que es hermosa villa donde las haya. Y hay junto al río un carnicero ambulante vendiendo ricas txistorras, que vendrán muy bien para no pasar hambre en el camino, y han de tener en aquel pueblo mucho cuidado las damas del séquito, que es traicionero el empedrado para quienes porten en sus pies escarpines de delicados tacones.


Y a medida que el rey don Juan va viendo las preciosas poblaciones que va dejando atrás, se le encoge el corazón por la magnitud de lo que está perdiendo, y lamenta profundamente no tener suficiente fuerza para oponer a su poderoso enemigo el rey Fernando de Aragón. Pero dice también a quien quiera escucharle, que prefiere mil veces vivir errante por montes y sierras a ser esclavo en su propia tierra...

Pero no es sólo al soberano a quien se le entristece el alma por tener que abandonar el reino, que a Pedro e Inés les va dominando también cada vez más la melancolía a medida que se van acercando a la muga, así que para cuando la compañía acampa en Ezcaroz, ellos ya han decidido quedarse para ayudar a organizar la resistencia desde dentro. Y así se lo comunican al rey, que tras dudar un instante, les concede finalmente su permiso mientras abre una de las arcas y busca un libro en concreto para regalárselo a sus fieles servidores.



Se trata de "La Morte d'Arthur", de Sir Thomas Malory. Y nada menos que en la edición original del impresor William Caxton, fechada en 1485. Por haberlo catalogado lo conocen bien, y por eso saben también que no pueden aceptar un tomo de tal categoría, obsequio personal además del rey Enrique VIII de Inglaterra, el traidor cuyas tropas colaboran ahora en la invasión de Navarra. Pero don Juan insiste tanto que no les queda más remedio que consentir a su deseo.

Y cuando la columna, con el rey a la cabeza, enfila hacia Ochagavía y los altísimos puertos que tras aquella villa aguardan, ellos se aposentan a la orilla del río, junto al camino que lleva a Jaurrieta. Y allí sentados, frente a las señoriales casas que se apiñan junto a la iglesia, no envidian a quien lleva la corona, pues bien ven que trae aparejados muchos más disgustos que alegrías. Y abre entonces Pedro al azar el libro que el rey les acaba de entregar, y lee en voz alta para que Inés pueda oírlo:

-"Aunque dicen algunos que el rey Arturo no ha muerto, sino que por voluntad de Dios se fue a otro lugar, y dicen que volverá, y ganará entonces todas las batallas. Y otros muchos dicen que sobre su tumba escribieron: HIC IACET ARTHURUS, REX QUONDAM REXQUE FUTURUS...*"

Y aunque ambos esperan fervientemente que tan regia profecía se cumpla en la persona del rey don Juan, que ha de volver muy pronto desde el Bearne al mando de un poderoso ejército para recuperar Navarra de una vez por todas, lo cierto es que se está allí tan bien, juntos los dos a la vera del Salazar, que no les importaría que aquel momento durase hasta el día del Juicio Final... 


*AQUÍ YACE ARTURO, EL REY QUE FUE, Y QUE VOLVERÁ A SER...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012



jueves, 7 de junio de 2012

TEMPLE



Ciudad de Soria, 6 de junio de 1195


Harto ya don Sancho el Fuerte de ver sus dominios repartidos sobre el papel en los continuos proyectos de invasión de sus parientes los reyes de Aragón y de Castilla, ha decidido esta vez golpear él el primero, y por eso, en una vertiginosa operación relámpago, se ha plantado con sus tropas a la orilla del Duero y, aposentando sus reales en el muy hermoso claustro mozárabe de San Juan, ha ordenado arrasar aquella ciudad, de la misma forma que lo hicieron los soldados romanos hace ya muchas generaciones.


Y tanto ímpetu han puesto los navarros en cumplir el mandato de su rey, que en pocas horas cede la puerta menos reforzada de la muralla, y desde aquella brecha va extendiéndose por toda la población el humo negro de los incendios. Y sólo se salva de aquella devastación el venerable monasterio de Santo Domingo, cuyo tímpano comparte autor con el de San Nicolás de Tudela, y por eso Sancho ordena que se ampare a las dueñas que en él habitan. Pero ni un sólo edificio más es respetado por el saqueo: ni el palacio más lujoso, ni la cabaña más mísera.




Y a medianoche sólo resisten al invasor el castillo allá en lo alto del cerro, y la encomienda templaria de San Polo, ante cuyas puertas se agolpan cientos de mujeres y niños que pretenden acogerse a la protección de la bandera negra y blanca de los frailes guerreros, que no se deciden a abrirles las puertas, pues ciertamente no son aquellos muros demasiado gruesos como para pretender hacer frente a tan poderoso contrincante, y además sólo el hermano Pedro podría empuñar la espada con éxito, pues todos los demás que allí residen, o son viejos que ya cumplieron sus votos en Tierra Santa, o están a punto de entregar su alma al Creador. Y es que los mejores brazos del Temple están ahora ausentes, que se han ido a servir al rey de Castilla contra los almohades del emir Abu Yaqub ibn Yusuf al-Mansur, y sólo el navarro Pedro de Aberin, ha quedado allí como custodio de la encomienda.




Y al llegar el alba, un destacamento al mando del propio rey Sancho se dispone a apresar a todas aquellas mujeres que se agolpan frente al portón, para que acaben sirviendo de diversión a sus hombres en el campamento. Y aunque golpean aterradas las puertas de San Polo, Pedro no abre el gigantesco cerrojo, pues la estricta Regla de su Orden sólo le obliga a guardar sobre cualquier otra cosa la morada de sus hermanos, sin que deba importarle nada la suerte que corran quienes vivan al otro lado de sus muros.


Pero cuando sube a la torre que protege el acceso, ve allá abajo, acurrucada junto al rastrillo, a una joven de ojos tan negros como la mitad del estandarte Beauseant -que flamea en lo más alto-, y que le mira con silencioso gesto de súplica. Y sabe desde aquel preciso instante que ya nunca más volverán a importarle los 72 capítulos de la Regla dictada por el mismísimo San Bernardo de Claraval. Así que corre a la enfermería y despierta a fray Gaufrido de Saluzzo, que a pesar de ser tan viejo, fue el único hermano que escapó a la matanza de templarios que Saladino hizo en Hattin, cuando los cristianos perdieron Jerusalén, hace apenas ocho años.




Y le ha oído contar esa historia mil veces: que se introdujo en el desierto mientras los sarracenos iban acabando uno por uno con sus compañeros, y que cuando ya iban a darle alcance también a él, recordó la palabra que hacía levantarse el viento más furioso que nadie imaginarse pudiera, aprendida cuando niño en uno de los herméticos grimorios celosamente guardados en el monasterio de Grottaferrata. Y al conjuro de esa misteriosa fórmula, fue tal la tempestad de arena que se desató sobre sus perseguidores, que rápidamente quedaron enterrados, pudiendo el templario de esa manera ponerse a salvo, aun siendo ya un venerable anciano...


Y ahora le ruega que le diga cuál era esa fórmula. Y el viejo Gaufrido, de entre los jirones de su dañada memoria, consigue al fin recordarla y decírsela a Pedro al oído. Y con ella en su cabeza, corre de nuevo al torreón y comprueba que están a punto ya de apresar a la muchacha de los ojos garzos. Y entonces, sobre el tumulto y los gritos de pánico comienza a oírse una y otra vez una rítmica cadencia. Primero como un murmullo, pero finalmente como un pavoroso alarido:


-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!


Los navarros, con su rey a la cabeza, primero se sorprenden ante la ocurrencia de aquel templario loco, y luego ríen de buena gana mientras se disponen a seguir con su inicua tarea. Pero Pedro no se calla, y cuando el soberano promete una bolsa llenica de sanchetes a quien consiga hacer callar de un flechazo a aquel canso del hábito blanco, comienza de repente a soplar una lígera brisa...


-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!


Y esa brisa va convirtiéndose poco a poco en feroz simún, que hace agitarse a los espigados chopos que pueblan la cercana ribera del Duero. Y el viento los bate de tal manera, que comienzan a soltar sus semillas envueltas en pelusa más fina que la seda que viene del Algarve. Y va acumulándose todo ese etéreo material sobre el ejército invasor, que al poco aparece totalmente cubierto por él, como si en vez de Soria fueran estos los dominios del Zar de Novgorod. Y en lo que le cuesta decir seis veces más "¡Mi-o-las-tan!", queda el terreno delante de la encomienda de San Polo de color tan blanco como el sagrado suelo de todas las Rusias. Y se meten de forma demoníaca esas pelusas en los ojos y las gargantas de los navarros, sobre todo en las del rey don Sancho, que está a punto de ahogarse al no poder respirar ante semejante tromba. Así que sólo puede abrir su boca para gritar:




-¡Retirada!


Y aunque Pedro de Aberin se siente tan navarro como el que más, no le importa en absoluto ver la desbandada de sus compatriotas, pues piensa con mucha razón que nada se le ha perdido en una ciudad tan pacífica como Soria a quien viene con la espada en la mano. Y para evitar complicaciones, aún grita tres o cuatro veces más "¡Mi-o-las-tan!", para que esta prodigiosa y cuasi invernal nevada en pleno mes de junio acompañe a los fugados hasta la misma frontera de su reino, de donde harán bien en no salir nunca más, al menos si la próxima vez no lo hacen en son de paz.




Y como cree que ha cumplido de sobras con su Orden al hacer frente él sólo a todo un ejército, se despoja para siempre de su hábito, monta en su caballo y abre las puertas de la encomienda. Allí, acurrucada junto al rastrillo, y cubierta por una fina capa de semillas de chopo, más blanca que la mitad del estandarte Beauseant, está aquella por la que desobedecería a todos los Grandes Maestres. Saca pues de las alforjas una cantimplora llena de un brebaje que en aquellas tierras llaman "tiesto", y que no es más que una mezcla de moscatel y vino blanco, y se la ofrece para que pueda despejarse la garganta. Y bebe él también, que en aquellos tiempos se podía galopar un poco ebrio, sin miedo a infames y punitivas caloñas.


Y cuentan que se fueron a vivir allí cerca, en una preciosa casa cubierta de hiedra, a mitad de camino entre San Juan de Duero y San Polo, y que si alguna vez les molestaba el ruido de los paseantes por la ribera del río, o el de las máquinas que construían San Saturio, o el de las cornetas y tambores de las cofradías que ensayaban para Semana Santa, salía Pedro a uno de los balcones y gritaba:


-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!


Y quedaba así de nuevo  la ciudad de Soria tan quieta y calmada, que podían los dos acercarse otra vez sin problemas a tomar algo al almacén de vinos de Lázaro Pérez, donde se expenden chispeantes y muy sabrosos bebestibles, cuya exquisita composición sólo allá dentro conocen...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

viernes, 1 de junio de 2012

ODISEA ESPACIAL



Aralar, 1 de junio de 1335


Nada, que no hay manera. Es como si de repente se hubiese quedado sin fuerzas. Intenta, como tantas otras veces iniciar el despegue vertical pero apenas puede elevarse cinco o seis varas del suelo. Y volar a esa mísera altura hace difícil pasar desapercibido, así que tendrá que hacerlo de noche...

Y es que sabe perfectamente dónde ha de acudir para obtener ayuda, así que con un titánico esfuerzo estira sus anquilosadas alas e inicia el descenso hacia el valle. En condiciones normales no le hubiera costado más de lo que duran tres avemarías, pero ahora hubiese podido recitar tres docenas de credos antes de atisbar por fin la herrería. 

Sabe que no son horas, pero no duda en llamar fuertemente a la puerta varias veces, hasta que por fin una ventana del primer piso se abre y María de Aldatz, enarbolando un candil, se asoma somnolienta. Y no le sorprende gran cosa ver un ángel delante de su casa, pues en aquellos tiempos medievales eran estos encuentros algo mucho más corriente que ahora, y a nadie llamaban la atención especialmente. 

Primero le ayuda a dejar la cruz en el suelo, que llevarla de continuo por encima de la cabeza exige un esfuerzo sobrehumano, nunca mejor dicho. Y tras escuchar los síntomas de flojera generalizada que su paciente le narra, revisa concienzudamente cada tornillo, cada soldadura, cada junta metálica, hasta que descubre que la escafandra que protege su cabeza está abollada, y su visera de cristal rajada. 


-Este ha de ser sin duda el motivo -le explica- de que hayáis perdido vuestro arcangélico vigor, señor San Miguel. Quienes estáis acostumbrados a las purísimas atmósferas de las siete escalas celestes, no soportáis fácilmente el aire viciado de la Tierra, y por eso procuráis habitar siempre lo más alto de las montañas. Sellaré de nuevo vuestro casco, pero luego deberéis atreveros a poner a prueba la reparación ascendiendo más allá de las estrellas. ¿Creéis que estáis preparado?


-Nunca me han asustado las alturas, doña María. Haced vuestra labor, que yo cumpliré con la mía. Y para que no se note la reparación, fundid esta alianza de plata que traigo conmigo, que es la que yo mismo mostraba en el retablo de cobre dorado y esmaltado de mi santuario. Como casi nadie se había fijado en ella, nadie la echará tampoco ahora de menos, y pensarán que sólo estoy haciendo un gesto curioso con mi mano derecha...

Y dicho y hecho, el fuego de la fragua de Aldatz, sabiamente administrado por María, va restaurando punto por punto las doradas articulaciones angelicales. Y ya se asoma el sol cuando todo el proceso  está terminado. Y sí que se siente San Miguel más fuerte que antes, pero no lo suficiente como para emprender viaje hacia más allá de las esferas que iluminan el firmamento. Y no es nada extraño, pues por los rudimentos de Aeronáutica que María posee, resulta obvio que para llegar a esos niveles hará falta un combustible que pueda pasar de sólido a gaseoso, igual que esas astronaves que parten desde Cabo Gabarderal. 

Y lo único que se le ocurre para que todo esta aventura llegue a buen término, es recomendarle que en un vuelo se llegue hasta Goldaratz, donde ese proceso químico se da tan frecuentemente. Y como ya es de día, y no es cosa de llamar demasiado la atención, no viaja San Miguel por los aires como acostumbra, sino por lo más profundo del río Larraun, lo que le permite de paso comprobar el refuerzo de su escafandra. Y se arrodillan las truchas y aplauden con sus pinzas los cangrejos al paso de tan sumergido procesionante, que en agradecimiento bendice aquellas aguas para que de allí en adelante ningún impío pescador pueda volver jamás a molestarlos. 

Y cuando llega al famoso restaurante ya le están esperando, que la diligente María ha mandado aviso con un halcón peregrino. Por eso le tienen preparadas hasta veinte ollas repletas de alubias con todos sus sacramentos. Y pocos hombres podrían llegar a igualar ese record de comilón arcangélico, aunque haberlos, haylos, el cronista puede asegurarlo. Y va engullendo San Miguel una caldera tras otra hasta dejarlas más limpias que el espejo en el que se mira la reina de Navarra. 

Y para ayudar en el esperado proceso electrolítico pide también para finalizar una copa de patxarán, para que actúe a modo de espoleta. Así que hace que los allí reunidos se aparten hasta quedar a salvo, y les pide que cuenten hacia atrás, desde el número diez hasta el cero. Y cuando se alcanza esta cifra, se oye tal estallido que parece que se van a juntar las Dos Hermanas, y los que no quedan cegados por el resplandor, pueden ver al santo arcángel elevándose a velocidad de crucero. 


Y así alcanza sin gran dificultad el espacio exterior. Y se para un momento allí a saludar a San Gagarín de Kiev, que es santo ortodoxo y cosmonauta donde los haya. Y también a los presuntuosos beatos irlandeses San Armstrong, San Aldridge y San Collins, que mucho rabian al verle alejarse hasta regiones a donde ellos no podrán llegar nunca.

Y sigue ascendiendo hasta llegar a los confines donde habitan los serafines, los querubines, los tronos y las potestades. Y justo allí mismo recibe un mensaje de María, emitido desde el observatorio astronómico del monte Artxueta, pidiéndole que regrese ya a Aralar, no vaya a ser que acabe olvidando a quienes llevan adorándole desde hace tantas generaciones y que, al ser como niños, necesitan día y noche su protección contra todo tipo de dragones. 


Y como le parece esa petición muy acertada, baja vertiginosamente hasta su santuario, aunque por las prisas no atina aterrizar en su altar, sino que va a caer con estrépito en el agujero que permite vislumbrar la cueva de donde salían aquellos enormes endriagos. Y para poder escapar de allá ha de agrandar con mucha maña el exiguo perímetro del hueco, cosa que nunca le agradeceremos bastante todos los buruandis que hasta allí lleguemos a visitarle...



© Mikel Zuza Viniegra, 2012