viernes, 25 de febrero de 2011

LIBERTATEM MEAM MECUM PORTO



Ciudad de Ginebra, 27 de octubre 1553

La sentencia del juez, un mero títere del fanático Calvino, aún resuena en sus oídos mientras es conducido al lugar donde todo encontrará su fin y también su principio:

"-Por estas y otras razones te condenamos a ti, Miguel Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, rodeado de leña verde y con una corona de ramas untadas de azufre en la cabeza. Y que allí arda también tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que pretendan cometer las mismas blasfemias que tú has cometido..."

Le han subido a una carreta descubierta, y le han encadenado a la barandilla para que toda la población pueda verlo en su recorrido hacia el cadalso. Tiene frío, que han debido pensar sus verdugos que harto calor tendrá dentro de muy poco, como para preocuparse por protegerle contra los gélidos otoños de aquellas tierras.



Y es justo en ese momento, mientras no atisba ni el menor signo de compasión en los ojos de la gente que se arracima para ver pasar al "hereje", cuando su mente -que nunca nadie ha podido doblegar, ni siquiera la terrible Inquisición católica-, viaja hasta el lugar de su nacimiento: la ciudad de Tudela, en el reino de Navarra. Y vuelve a sentir entonces aquel dulce calor del sol ribero sobre sus miembros desnudos. Un calor que nada tiene que ver con el de las hogueras que por toda la Europa intentan acabar con la libre expresión del pensamiento.

Sí, aquella luz que muestra la verdadera sustancia de Dios haciendo brotar de la tierra todos los frutos con los que el hombre y la mujer encontrarán su sustento.

Aquella mejana junto al Ebro donde su abuelo cuidaba con mimo las cebollas, los esparragos, las alcachofas, las habas, los guisantes... Y lo hacía siguiendo los consejos de un antiquísimo almanaque morisco, que aconsejaba plantar cada semilla siguiendo la forma de una determinada constelación celeste, de tal manera que al nacer y desarrollarse cada planta, podía observarse desde lo alto del granero como todas acababan formando las mismas imágenes astronómicas que figuraban en aquel libro cargado de la arábiga sabiduría, que afirmaba que todo lo sembrado según aquel método haría alcanzar a quien tuviese la dicha de comerlo, los mismos sabores y deleites de que gozan los bienaventurados en el Edén prometido por el profeta a sus adeptos.

Y cosa bien cierta era aquella promesa, que al menos tal como las preparaba su madre, se convertían aquellas hortalizas en manjar que permitía alcanzar la comprensión unívoca de Dios con sólo darles un bocado, pues aunque costase seguir tan extrañas instrucciones, y al tiempo de la sementera mucha sangre hubieran de bombear los corazones para cumplirlas al pie de la letra -y bien que dolían también los riñones al hacerlo-, era gran gozo al incorporarse de trabajo tan ingrato, poder contemplar en lo alto del cerro el brillante castillo de los reyes de Navarra, repleto de habitaciones y galerías doradas, mientras su padre repartía entre todos los hermanos la ración de pan y vino que permitía retomar con más brío incluso que antes la labor. Y les llegaban entonces muy nítidos los sonidos de las campanas de la catedral y de la Magdalena, y era como si Dios posase su aliento sobre ellos y sobre la tierra recién preñada...

Ya le atan al poste, y prenden la leña a su alrededor. Madera verde, para que su suplicio dure más. Pero Miguel, al notar el fuego que pronto le convertirá en polvo, no puede sentir ya más que el gentil aroma de la cocina de su madre, allá en la ciudad de Tudela, en el reino de Navarra. Y pide al Supremo Hacedor, como última voluntad de quien tanto se empeñó en alcanzar el conocimiento del Dios único y verdadero, que consienta que sus cenizas, llevadas por el viento del norte, franquéen los ríos y las montañas y vayan a posarse en aquella mejana donde conoció la verdadera esencia de la felicidad.


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 15 de febrero de 2011

CON BRÍO ARROLLADOR



De vuelta a Navarra, año de 1364

Y no es grato hacerlo en estas circunstancias -piensa el rey Carlos II-, tras la tremenda derrota sufrida en le Parc de Cocherel ante el Stade de France. Pero retirarse no es rendirse, y además aún queda por resolver la confrontación doméstica, ciertamente abandonada en sus preferencias los últimos tiempos...

Verdaderamente, hace bastante tiempo que no centra sus desvelos en la hueste que dejó en Pamplona. Esa labor se la encomendó al sozmerino de Izco, y del triste estado en que la ha encontrado al regresar, a él y sólo a él le corresponderá dar cuentas. Todos le dicen que la garra que siempre caracterizó a las tropas navarras se ha esfumado como por ensalmo desde que fueron puestas bajo el mando de un estratega del reino de Murcia, que pareció llegar a Navarra tan sólo para recoger su abundante soldada, y no para lograr aquello para lo que se le contrató: que los hombres a sus órdenes dominaran las artes de la estrategia, del ataque alegre y de la sólida defensa.

Al contrario. Desde su llegada las pocas nociones que de esos conceptos demostró tener el ejército navarro, se perdieron en un marasmo de aburrimiento e indolencia. Y otras milicias, que en épocas recientes huían sólo con agitar ante ellos el estandarte rojo del reino, ahora masacran a los nuestros sin que éstos opongan la más mínima resistencia. La vanguardia no recibe el suficiente apoyo de la columna central, que se asienta en una retaguardia mansa y sin recursos. Sólo el último hombre se muestra capaz de detener casi todos los avances enemigos, pero él solo no puede sostener a toda la tropa. Justo es reconocer también la labor del capitán, que desde Huarte brega sin descanso en cada batalla, muchas veces sin ayuda ninguna de sus compañeros...

Mucho enfadan estas noticias al rey, así que nada más cruzar la frontera de Navarra, envía a Pamplona un mensajero con la orden estricta de que el sozmerino tome medidas enérgicas antes de que él llegue a la capital; pues de no hacerlo incurrirá en su más furibunda ira, y hay en Miluce mobiliario muy bien dispuesto para ocasiones como ésta...

Y es lo que tiene ser hombre de palabra, que todo el mundo sabe que cumples lo que prometes, así que el señor de Izco no tarda en enviar al falso táctico murciano al otro lado del Ebro, avisándole, pues al fin y al cabo han sido muy amigos, que si vuelve a verse su oronda figura en Navarra, nadie podrá garantizar su integridad, que es muy mala cosa hacerse enemigo de monarca tan poderoso como don Carlos. Y ese camino es el que toma sin dolor alguno el ilustre condottiero, que sabe que su trabajo es así: hoy llegas a Navidad, y mañana no te comes los turrones...

Resuenan por las calles de Pamplona los atabales, ministriles y vuvuzelas, pues el rey está otra vez en su casa. Todos le reciben agitando desde las ventanas los colores rojos y azules de su divisa. En cuanto ha descansado un poco, hace llamar a palacio al sozmerino, que inclina su cabeza ante él, pareciendo que no le llega la camisa al cuerpo. Así le hablar el rey:

-¿Qué habéis hecho de las tropas que os entregué para que las convirtiérais en ejército temible? Me dicen que en vez de miedo, la mayoría de las veces lo único que causan es risa y hasta pena. Si no os mando encerrar ahora mismo en la mazmorra más profunda del castillo de Monreal, es porque la experiencia me enseña que en tiempo de tribulación es mejor no hacer demasiada mudanza, fuera de la de librarse de ese cantamaitines al que confiásteis el mando...

-Señor, los combates son así. En las batallas no hay nada escrito. No hay enemigo pequeño. El que perdona, lo acaba pagando. Ni ahora somos tan malos, ni antes éramos tan buenos. Los jueces son humanos. Ahora hay que pensar en el siguiente combate. Si nos confíamos somos muy malos...

-¡Basta, ganapán! ¡Todo eso no son más que memeces y ganas de marear la perdiz! Pero de toda vuestra verborrea la expresión que más me molesta es sin duda la última. No hemos llegado hasta aquí siendo conformistas: nos temen en Francia, en Inglaterra, en Castilla y hasta en la tierra de los mercenarios portugueses, que ahora parecen dominar los campos de batalla con su soberbia y engreimiento. Siempre es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, digáis lo que digáis. Voy a permitir que sigáis en vuestro cargo, pero si no observo un cambio radical en las prestaciones de la hueste, atenéos a las consecuencias...

-Con el debido respeto, si no abrís vuestra bolsa con más prodigalidad yo no puedo hacer gran cosa, Majestad. ¿Cónoceis acaso las fabulosas rentas de las que disponen otros contendientes?

-¿Y cuándo no ha tenido Navarra que vérselas con enemigos mejor provistos que ella? Porque yo no recuerdo haber empuñado nunca la espada en otras circunstancias...
Veremos qué se puede hacer. Lo primero será la contratación de el señor de Mendilibar, que ha de ser sin duda una gran persona, como demuestra que fuese expulsado de esa banda de cuatreros dirigida por los aborrecidos señores de Haro. Tiene además fama, como yo mismo, de ser duro, pero justo en sus decisiones, y aquí tendrá mucho trabajo que hacer para recuperar el tiempo perdido estos dos últimos años.
Sí, presiento que, por fin, vienen tiempos mejores...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 7 de febrero de 2011

ROMANZADO



5 de febrero del año 924

Piensa don Sancho Garcés I, que volver al hogar es siempre motivo de alegría, aun haciéndolo como lo hace él, quebrantado de salud tras tantos años de combates ininterrumpidos contra los infieles, cansado ya de cabalgar sin descanso de un confín al otro de sus dominios. Pues si el cercano y agreste condado de Aragón, o la fértil tierra roja de Najera adornan desde hace años la corona de Pamplona, ningún otro lugar tiene tanto ascendiente en su corazón como éste que baña el río Salazar, que roe sin pausa el lecho de piedra que le sirve de cauce. Y no hay mejor lugar para admirarlo que este privilegiado balcón de Adansa, que controla desde su altura la ruta que llega desde Lumbier, villa provista de todo bien.

Sí, vuelve para pedir curación al muy sagrado cenobio de Usún, tras haberla solicitado piadosamente en muchos otros santos monasterios a los que peregrinó sin éxito. Y ahora que el destino le trae de nuevo a donde pasó su infancia, este tibio y desacostumbrado calor en pleno invierno le hace evocar muchas historias perdidas en su memoria...

Y se las cuenta a su muy hermosa reina Toda, en cuya compañía discurren más gratos los viajes, ya que su nombre hace mucha justicia a su condición y mérito, pues toda ella es tesoro más codiciado que cualquiera de los que hasta ahora haya podido arrebatar a tantos emires sarracenos. Y allí, reflexiva y sentada casi al borde del precipicio, está tan bella que no necesita más corona que la brillante luz que el sol refleja en sus cabellos. Y le parece a Sancho que ni el soberbio califa Abderramán, con todo su inmenso poder allá en la legendaria pero siempre reseca ciudad de Córdoba, podría forjar a su sultana -que además será mucho menos guapa y dispuesta-, un trono más espléndido que este mágico, verde y azulado rincón de Adansa...

Y pues que el dolor no cesa de aguijonear el cuerpo del rey, emprenden ambos la última parte del viaje, que Usún está ya a poco más de tiro de piedra, en la vertiente de la imponente montaña de Arangoiti, que guarda celosa los pasos hacia el otro gran santuario pamplonés: Leyre, donde no encontró don Sancho remedio a sus males, quizás porque para poder reinar, tuvo que recluir allí al anterior monarca, don Fortún Garcés, abuelo de doña Toda. Y no sería de extrañar que el resentido anciano hubiera lanzado una maldición contra su sucesor...

Hay en Usún establos y granjas a porfía, con muchos caballos, vacas, ovejas, cabras y aún burros cuyo tranquilo semblante resulta mucho más señorial que el de varios de los nobles de la corte. Y hasta trata Sancho de embromar a Toda diciéndole que uno de aquellos asnos es igualico que ella, cuando no hay forma de negar que se parece tanto a él, que mirarlo de frente es como verse en un espejo.
Concedamos -dice riendo la reina-, que quizás al jumento le falte la barba para cumplir exactamente la semejanza...



Nada más ver allá abajo, junto al río, la torre del santuario, comienza el rey a sentirse mejor, puede que por la proximidad de tantas reliquias de los santos apóstoles San Pedro y San Pablo como los monjes han conseguido reunir en tan remoto lugar. El caso es que mientras él se siente plenamente restablecido, comienza Toda a mostrar su cansancio, que el camino no ha sido largo, aunque sí un poco molesto. Pero a ella, tanto como los rezos de los frailes, lo que le ayuda a reponerse son los muy bien envueltos dulces que vienen dentro de un Cofre Bermejo -que todos los meses envían desde Helvecia para cumplimentar a la regia pareja pamplonesa-, y que Sancho -siempre tan laminero-, ha tenido el buen sentido de meter en su alforja para salvar desfallecimientos como éste. Así que bien aposentadas sus espaldas en las recias paredes del monasterio, mucho se solazan ambos con tan cremosas grageas, que aún les queda camino hasta orientar sus pasos hacia Arbayún, y es conveniente hacer acopio de fuerzas, aunque sólo sea para llegar hasta donde quedó abandonado el carro que hasta tan santo lugar los ha traído.

Y al despedirse promete el rey a los frailes no olvidar que ha sido allí donde se ha curado por fin de sus males, y también que en pocos meses -calcula que el 28 de octubre próximo-, ha de donarles muchas aldeas, viñas y huertos para contribuir al mantenimiento de tan ilustre y antiquísima casa de oración...



Es la panorámica sobre la foz tan impresionante como aquel milagro que dicen las escrituras que hizo don Moises en Egipto al separar las aguas del Mar Rojo, sólo que aquí no son muros de agua salada los divididos, sino paredones de piedra abiertos de par en par para dejar pasar al río. Y no es tampoco cuestión de asomarse mucho hacia el barranco, si no es por hacerse el valiente ante Toda, que no gusta absolutamente nada de tan pueriles exhibiciones, por cierto...

Llegada la hora del yantar, dirigen sus pasos hacia Aibar, donde el señor de Zabaleta les espera con mesa muy bien dispuesta. Y tan agradable como los manjares, es el porche con el que cuenta el palacio, orientado hacia el sol y verdadero remedo del Paraiso terrenal, si no fuera por una miriada de infantes, que chillan y revolotean alrededor de un ruidoso invento que semeja en pequeño tamaño una batalla entre moros -vestidos de verde- y cristianos -vestidos de rojo-, cuyos efectivos se disponen en perfectas lineas unos enfrente de otros, pues van todos ensartados en varillas de metal que manipulan con saña los mocetes. Cuando uno de ellos pone sobre el tablero la redondeada y cortada cabeza de don Abderramán, todos se afanan en introducirla ,a patadas de los envarados contendientes, en el campamento que cada ejército tiene a su espalda. Y mientras no lo logran, hace la bola tal estruendo al golpear sobre el cerco de madera, y chillan tanto los jugadores, que a Sancho y a Toda no les importaría demasiado que otro rey, llamado Herodes, viniera prontamente en su socorro. Aunque se les pasa presto el enfado, entre las muy notables infusiones que en aquel establecimiento se expiden...

Ya cae el sol cuando entran en la villa, y sea por la falta de luz, o porque son las vías de aquel precioso pueblo más estrechas de lo conveniente para ser recorridas a lomo de carro, todos los cuidados de Sancho no son suficientes como para que su vehículo no quede marcado con una abolladura que hará sin duda las delicias de algún avispado herrero de la capital, que debería pagar comisión a quien trazó los endemoniados planos de tan empinadas calles. Y aunque le hubiera gustado al rey enseñar a la reina una sirena muy bien tallada que navega coqueta entre los capiteles de la iglesia de San Pedro, se dan con la cerrada puerta del templo en las narices, así que dan los dos por muy bien empleado el día, y emprenden el viaje de vuelta, que muchas han sido las maravillas para una sola jornada...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011