lunes, 22 de abril de 2013

DESCONOCIDO

Foto de Zolina, de EstudioOberón.com

Desde bien pequeña supo la infanta Constanza qué cosa es el dolor, pues tiró tan fuerte de su pierna la comadrona para sacarla del vientre de su madre, que le dislocó para siempre la cadera, y por más remedios que los físicos de su padre, el sabio rey Sancho VI, intentaron muchas veces, nunca pudo correr tras sus hermanos Sancho, Fernando, Blanca y Berenguela, pues simplemente andar un corto trecho le provocaba ya muy grandes dolores.

Pero si bien no podía aventajarlos a campo abierto, sí que era la  más despierta e inteligente de todos ellos, cosa que no pasó desapercibida jamás para sus padres, que fomentaron siempre la viveza de ingenio de su hija mayor proporcionándole todos los libros que fuesen menester para que el tiempo de convalecencia tras cada infructuosa intervención de los médicos se le hiciera mucho más llevadera.

Y pasaron así los años, y no sin amargura tuvo que aceptar que los estratégicos matrimonios diseñados por el rey para sus hijas la dejaban invariablemente al margen, pues, al fin y al cabo ¿quién querría a una princesa coja? Así que mientras Berenguela y Blanca volaban a las afamadas cortes de Inglaterra y Champaña, ella debió permanecer al lado de sus ya muy ancianos padres, a los que cuidó hasta que murieron.

Y cuando el rey don Sancho estaba a punto de pasar a mejor vida, le pidió que lo mismo que había hecho con ellos hiciera ahora con su hermano Sancho, cuyo mediocre entendimiento no presagiaba nada bueno para Navarra. Y acató Constanza su nueva misión resignadamente, pues efectivamente el nuevo rey no destacaba más que por su descomunal altura.

Y a ratos le dio miedo que las gentes se rieran y pensaran de ellos lo mismo que se piensa de esas atracciones que se muestran en las ferias de Pamplona: "¡¡¡Damas y caballeros: pasad y ved algo verdaderamente singular:una princesa coja y un rey gigante!!!".

Mas toda esa ciencia aprendida durante los dolorosos años de infancia, le sirvió ahora para guiar a su desastrado hermano Sancho, que asombró a muchos con su inesperada pericia a la hora de gobernar, aunque más se hubieran sorprendido si hubiesen sabido que en realidad era Constanza quien diseñaba la política del reino.

Y el fortísimo monarca estaba tan contento, que concedió a su hermana muchos títulos y señoríos para que pudiera sostener con más honor y prestigio su casa. Y entre ellos estaba la tenencia del palacio de Zolina, que es pueblo muy hermoso y cercano a la capital. Así ella podria disfrutar de la paz de aquellos contornos y él tenerla cerca ante cualquier crisis de gobierno que pudiera presentarse.

Y mucho le gustó efectivamente a la infanta aquel lugar, aunque era obvio que el palacio necesitaba un adecentamiento urgente, pues había servido de prisión hasta hace muy poco. Pero ahora ya no quedaba nadie encerrado en sus mazmorras.

¿Dije nadie? Pues me equivoqué, porque al parecer aún quedaba un hombre en el calabozo. Y cuando Constanza ordenó sacarlo de aquella oscura zahurda, vieron todos los presentes al hombre más barbudo que se haya visto en el mundo desde el tiempo de los patriarcas, pues eran muchos los años que llevaba allí metido. Y el soldado que tenía la misión de darle de comer todos los días sólo sabía de él que era un aragonés al que el padre de la infanta había ordenado encerrar allí por cuestiones ignoradas, aunque se rumoreaba que era por haber conspirado para que Navarra acabase dividida entre Castilla y su país natal.

Otros decían, sin embargo, que era un juglar que había cantado cosas muy feas y deshonestas sobre el antiguo rey, y que por eso éste lo mandó encerrar y que tirasen la llave de su celda a la cercana y procelosa balsa junto al palacio, pero nadie lo podía asegurar a ciencia cierta, ni siquiera el propio prisionero, pues a ratos parecía tener demasiados pájaros anidando en su sesera, y lo mismo hablaba entusiasmado de su próxima embajada ante el Kan de los tártaros, que recitaba de memoria la obra poética completa del trovador Giraut de Borneilh.

El caso es que cuando lo afeitaron, resultó que no era nada mal parecido el cautivo. Y cuando de rodillas besó la mano de su benefactora, y se puso a cantarle:

No posc sofrir c'a la dolor
De la den la lenga no vir
E.l cor ab la novela flor,
Lancan vei los ramels florir
E.lh chan son pel boschatge
Dels auzeletz enamoratz,
E si tot m'estauc apensatz
Ni pres per malauratge,
Can vei chans e vergers e pratz,
Eu renovel e m'assolatz
. *

Cayó Constanza rendida de amor ante aquel hombre que nadie sabía de dónde había podido venir. Y como aquél ya no era tan mozo que no supiese que las princesas no caen del cielo, en mucho se tuvo porque una tan dispuesta como aquella se hubiera fijado tanto en él, que hacía muy poco no era más que un condenado en vida.

Y así fueron los dos convirtiendo aquel palacio de Zolina en un pequeño vergel de poesía del que no apetecía salir para nada. Y cuando ante las ausencias cada vez más prolongadas de Constanza, los asuntos de la corte fueron tambaleándose hacia el fracaso más notorio, muchos envidiosos fueron a pedirle al sobrepasado rey Sancho VII que acabase con aquél escándalo protagonizado por su hermana, que al parecer vivía amancebada con un desconocido.

Y hasta Zolina que fue el soberano montado en su mula, pues era tan grande que ningún caballo podía soportar su peso, y mucho reconvino a Constanza por haber desatendido las labores de gobierno, mas hubo de admitir las justas razones de su hermana, que siempre se había desvivido por su familia: primero por sus padres y ahora por él mismo.

Por tanto ahora nadie podía echarle en cara nada de lo que hiciese o dejase de hacer, y así pues, y si quería que siguiera guiándole en las intrincadas selvas de la política, haría bien el rey en apoyarla y en respetar su felicidad junto al embajador juglar preso, al preso embajador juglar o lo que quiera que fuese aquél hombre, que le había demostrado con su amor que hay cojeras mucho peores que las de las piernas, como son las que anquilosan el corazón, y que de este último tipo era la que evidentemente padecían quienes les habían denunciado.

Y en cualquier caso, pensase lo que pensase él, ella seguiría haciendo lo que le pluguiese, que mucho le había costado alcanzar esa felicidad de la que es cosa sabida que no gozaban ni su hermana Berenguela ni su hermana Blanca, como para perderla ahora por las habladurías de tan tiñosos cortesanos.

Y aunque Sancho no era muy despierto, comprendió la sensatez y el acierto de las palabras de Constanza, así que desde aquel momento puso bajo su completa protección a la pareja, y ya nadie más se atrevió a elevar maledicencia alguna contra ellos.


Y para que a todos quedase clara su postura, envió a Zolina a su mejor escultor para que tallara una advertencia de piedra que todo el mundo pudiese contemplar: un capitel en la torre donde se ve a los dos enamorados de medio cuerpo -que no hacen falta piernas para según qué cosas-, muy alegremente abrazados y besándose despreocupadamente al sol del verano, ese que tanto echaba en falta el desconocido en su mazmorra. Y al lado de ellos, como demostración del mandato regio, el águila poderosa de su mismo emblema, que bajo sus fuertes alas acoge a la feliz pareja.

Fotografía de Andrés Ortega
Y allá siguen Constanza -con su corona de princesa- y su desconocido, y de momento llevan 800 años besándose, para los que quieran tomar ejemplo o certificar su record ante micer Guinness.

© Mikel Zuza Viniegra, 2013



Foto de Andrés Ortega



*No puedo evitar el dolor,
ni impedir que mi lengua vuelva a cantarlo,
como vuelve mi corazón a la nueva flor,
cuando retoñan las hojas y
se oyen por el bosque otra vez los trinos
de los pájaros enamorados.

Y aunque esté triste y pensativo,
cuando oígo esos cánticos
y veo esos prados florecidos,
yo también revivo y quedo reconfortado.  

lunes, 15 de abril de 2013

IN ITINERE


Panorámica de Zubieta sacada de la web: http://www.zubieta.es

En su tiempo, el viejo señor de Zubieta sirvió en Normandia y en Murviedro a las órdenes del infante Luis, el hermano más querido y más valiente de su alteza el rey Carlos II. Y si no lo había seguido también a su aventura albanesa no había sido por falta de ganas, sino porque con un hijo a punto de llegar, lanzarse a aquel larguísimo viaje sin perspectivas seguras de retorno, le pareció con mucha razón que sería como jugarse el futuro del linaje que tanto le había costado levantar.

Ahora, con un pie ya en la siempre húmeda tierra del camposanto, podía decirse a sí mismo con orgullo que había acertado en su decisión, pues de todos aquellos que marcharon al otro lado del mar de los griegos, los que habian regresado apenas sumaban los dedos de una mano. Y uno de ellos había sido Pierres de Lasaga, el capitán que trajo el corazón del infante Luis en un relicario, para que pudiera siempre reposar a los pies de Santa María de Roncesvalles. Allí lo había visto él mismo muchas veces, cuando cabalgar no era el suplicio que ahora mismo le suponía sólo pensar en el esfuerzo de ensillar un caballo.

No. Su época había pasado ya, y ahora debía empezar la de su hijo, que haría carrera en la corte del nuevo rey, que por ser mucho más pacífico de carácter que su padre, seguro que multiplicaría los puestos a cubrir en la administración, pues esa era la única forma de mantener contentos a los ociosos nobles, que sin guerra en perspectiva no tardarían en enfrentarse unos con otros y en sumir al país en la más completa anarquía.

No. Bastante había combatido ya él. Y lo había hecho para que su hijo no tuviera que hacerlo más. Si acaso que luchase, sí: pero sólo con papeles, legajos y con el elegante protocolo de la mesa regia. Y para que no tuviese problemas para ser recibido en Olite, donde al parecer el soberano estaba construyendo un palacio que podría rivalizar con los lujosísimos que en Paris disfrutaba el rey de Francia, había dictado al cura de Donamaría -que era quien tenía la letra más elegante de todo el territorio- una carta de presentación para el ya mentado don Pierres, que por sus méritos desempeñaba ahora el cargo de chambelán, a entera satisfacción del monarca navarro.

En ella se ponderaban de tal manera los méritos intelectuales del muchacho, y se recordaban con tanto entusiasmo las hazañas guerreras de su padre, que el viejo señor de Zubieta no dudaba ni por un instante que en cuanto el señor de Lasaga la leyese, su hijo entraría a formar parte de manera inmediata de uno de los hostales en los que estaba dividido el servicio de su majestad Carlos III.

Y no era para menos, que realmente era su hijo bastante despierto, y muy instruido, pues había leído, además de todas las historias que aparecen en las santas escrituras, también las tres novelas de caballería que en el torreón de Zubieta se guardaban desde tiempo inmemorial, y a fe que no había tanto libro junto en otra casa de aquella merindad de las Montañas, si no era la del propio rey, que había oído decir que poseía nada menos que diez...

Y con ese bagaje en su volandera cabeza, los tres libros y la famosa carta en la faltriquera, y un caballo más acostumbrado a labrar la tierra que a acometer a los caballeros andantes, emprendió el heredero de Zubieta su viaje a la corte del rey de Navarra.

Mas no llegó muy lejos, aunque las magnitudes de lo cercano y lo lejano no sean iguales para todas las criaturas mortales. Y esto es algo que se echa de ver en que, al llegar al lugar de Elgorriaga, y queriendo dar de beber a su atolondrada montura en el siempre espejeante y helado río Ezkurra, acertó a poner sus ojos en la mujer más bella que hubiera contemplado jamás. Bien es cierto que no había visto a muchas, al menos no como aquellas de las que hablaban las tres novelas de caballería que con tanta fruición había leído desde la más tierna infancia.

Por eso aquella señora de la orilla pudo parecerle tan lozana. Pero como yo he visto una miniatura de la tal dama, puedo atestiguar que Zubieta el mozo tuvo motivos ciertos para sentirse deslumbrado.

Y también algo asustado, pues por aquellas mismas e incontestables fuentes literarias sabía que, por lo común, son hadas todas aquellas mujeres que refrescan sus pies en los arroyos del deshielo primaveral, y que por tanto lo que buscan no es descansar, sino atraer a incautos...

Por eso mientras se acerca, no deja de mirarle las piernas, y esto es costumbre masculina inveterada de la que ya escribió todo un tratado Lady Monroe, que al parecer pasando un día por encima del respiradero de la real herrería que los monarcas ingleses tienen en la ciudad de Londres, sintió elevarse sus sayas por la fuerza que avienta el gigantesco fuelle que allá emplean para mantener encendida la hoguera en la que se templan los aceros de las espadas británicas. Y el caso es que todos los que pasaban por aquel lugar en aquel momento, no pudieron dejar de alabar las piernas de la supradicha milady. Y allá fue el regocijo de ingleses, galeses e irlandeses ante tan beatífica visión. Los escoceses en cambio no se mostraron tan entusiastas, no por las piernas de la Monroe, a las que no tenían nada que objetar, sino porque de generalizarse aquellos fuelles, quedarian ellos mismos muy expuestos a las comparaciones, que son muy suyos estos escoceses...

Foto sacada de la web: http://mipropiaburbuja.blogspot.com

Pero no sólo por solazarse miraba las piernas de la bella dama el joven Zubieta, sino por ver si en vez de pies tenía patas de oca con membranas entre los dedos, que es cosa sabida que ese tipo de extremidad calzan tan mágicas señoras.


Así que mucho descanso cogió el mozo al comprobar que él era allí el único que hacía el ganso, pues los pies de su admirada eran pequeños y muy blancos, justo como dijo Marco Polo que los tienen las hijas del Kan del Catay. Claro que Zubieta no podía saber esto por el veneciano, pues su libro aún no había llegado a Navarra por aquellas fechas. Lo intuía más bien por los flanecicos chinos apellidados "el Mandarín", que al decir de su madre, habían venido del Pekín de la ilusión, de tal forma que cuando siendo niño devoraba aquellos flanes uno tras otro, le daba por imaginar a miriadas de princesas -que es cosa sabida las muchísimas hijas que tenía el kan- refrescando sus pequeños y blancos pies en el río Yang-Tse, que sí, sería más grande, pero desde luego no más hermoso que el río Ezkurra.

Y menos con aquella dama en su orilla, que por su apostura podría rivalizar sin problemas con la mitad de las princesas -fuesen éstas chinas o no-, y por su graciosa forma de refrescarse  superaba con creces a la otra mitad de princesas de las que tanto cotilleó don Marco Polo.

Quedaron por tanto los sueños del viejo Zubieta arrumbados en un momento, y en su lugar nacieron los de Zubieta el joven, que no llegó nunca a la corte de Carlos III, por mor de pasar muchos años de amor y compaña con aquella dama de pies pequeños y blancos, que resultó que se movían tan diestramente fuera como dentro del agua.

Pero por si acaso, y para evitar burocráticas o mágicas tentaciones, arrojó la carta de recomendacíón a las frías aguas, y a continuación los tres libros de caballería, que ya le habían servido bastante, pues juzgó con mucho acierto que muy pocos lectores de tan siempre recomendables tomos, habrían tenido nunca la fortuna de topar en la realidad con una de esas escurridizas hadas que poblaban la mayoría de sus páginas, y que, para una vez que ocurría, no era cuestión de anhelar más hechicerías que las propias de una mujer tan especial.

Y por aquellos verdes parajes deben andar todavía, parece que ahora sentados muy a gusto en un banco al sol, en el inicio de la cuesta que lleva a la iglesia de Ituren, que como está en un alto no tienen prisa por visitar, pues en ningún libro de caballería he visto yo nunca que hadas y caballeros no puedan ser perezosos...

© Mikel Zuza Viniegra, 2013


Foto de Sisco, sacada de la web: http://en.l4c.me/fotos/sisco/pies-frescos