viernes, 25 de enero de 2013

EXVOTO

A las afueras de Ujué, 25 de enero de 1371


-¡Suerte, hijo. Y procura que la pieza que cobres sea bien grande, así podremos cenarla esta noche!

Le martillean una y otra vez en la cabeza esas palabras de su padre, el rey Carlos II. Y sí, es cierto que ya ha salido otras veces de caza, pero nunca con una nevada tan copiosa como esta, que envuelve progresivamente el monte y los caminos que lo cruzan con su silencioso y blanco manto.

Pero es príncipe de Navarra, y aunque sólo tenga diez años ha de estar a la altura de sus antepasados, pues  ha oído muchas veces, al calor de la lumbre, como su abuelo don Felipe mató su primer ciervo teniendo esa misma edad.

Y parece que va a poder conseguirlo, pues al poco de soltar a los perros, divisan un estupendo ejemplar en el lindero del bosque, mas justo en ese momento arrecia la tormenta de nieve y, lanzados todos los jinetes en loca carrera  tras el animal, van desperdigándose hasta perderse de vista los unos de los otros en medio de aquella enmarañada arboleda.

Y por más gritos que da el joven don Carlos, no escucha respuesta a sus demandas de auxilio. Está completamente solo, y a su alrededor únicamente se escucha el manso y continuo caer de los gruesos copos. Y entonces, allá adelante, ve al ciervo que provocó la persecución, internándose más y más en el monte. Y aunque a su caballo cada vez le cuesta más avanzar, no se detiene hasta que la nieve le llega por los ijares.

Sin embargo el ciervo parece como si flotara en medio de aquel embravecido mar blanco, e incluso muestra su audacia desafiando al inexperto arquero, cuya flecha se pierde muy por encima de su objetivo.

¡Ha de ser suyo! No. No volverá a palacio con las manos vacías. Así que -ahora a pie-, continua tenazmente tras el venado, que no parece querer huir de él en absoluto. Al contrario, es como si quisiese guiarlo hacia algún lugar concreto. Pero, ¿hacia dónde? Calcula que ha debido alejarse al menos legua y media del pueblo. Muy pocas veces ha llegado tan lejos en las batidas de caza, y siempre acompañado por los monteros de su padre. Tampoco bajo la nieve puede distinguir referencia alguna que le señale su ubicación. Solamente aquel maldito ciervo parece saber a dónde ir...

Y en ese preciso momento, cuando el miedo comienza ya a morderle el ánimo, divisa a duras penas unos corrales y se dirige hacia uno de ellos con ansia renovada. No hay puerta que cierre las bien labradas jambas, porque en realidad parece ser una ermita, con su altar al fondo de la oscura estancia.

Ahora lamenta profundamente no haber hecho caso a su maestro don Fernando Pérez de Ollo, que ha intentado tantas veces que aprendiese los nombres y lugares de todas las ermitas del término de Uxue. Intenta recordar: San Blas, Santa Agueda, Santa Cruz, Santa Engracia...

¡Nada! No se acuerda de ninguna más. ¿Quizás sea ésta la Blanca? Lo cierto es que aunque supiese todos sus nombres tampoco le serviría de gran cosa, porque está completamente perdido en medio de aquel terrible vendaval. Y aunque ahora está bajo un débil cubierto, el viento helado entra en aquella estancia como si estuviese a la intemperie.


Está calado hasta los huesos, y no hay allá dentro nada con qué poder hacer fuego. Si no le encuentran pronto, puede que muera de frío. Se lo ha oído contar a su padre muchas veces, aunque él siempre hablaba de sucesos ocurridos en Normandía, donde al parecer nunca cesa el invierno...

Si al menos hubiera un trozo de tela con el que tapar el vano de la puerta... Y cuando mira por el hueco, ve otra vez al ciervo parado allí delante, mirándolo fijamente.  Y entonces escucha una voz de mujer que le dice:

-¡Ven a mí!

No es posible, debe de estar soñando. Hasta se pellizca para comprobarlo. Pero vuelve a oír la misma voz, fuerte y clara:

-¡Ven!

Así que, asustadísimo, se arrebuja en el empapado manto y vuelve a salir tras el rumiante que, a paso muy lento, parece llevarle de nuevo a la espesura del sotobosque, que sólo se abre cuando llegan a la orilla de un pequeño lago que alimentan los barrancos cercanos. Su superficie se mantiene sorprendentemente serena, a pesar de la tremenda fuerza del viento que zarandea violentamente los matorrales.

De repente, desde el mismo centro de las aguas comienza a producirse un furioso remolino del que emerge una majestuosa dama con un niño en brazos. Los dos parecen hechos de la misma agua de la que han brotado. Carlos querría correr y alejarse de allí a toda velocidad, pero es como si sus piernas se negaran a obedecerle. La mujer le habla entonces con esa voz -salida del amanecer de los tiempos- que ya escuchó en la ermita:


-Príncipe de Navarra: soy Lakubegis, aquella a quien -hace más de mil años- adoraron en ese  mismo santuario donde tu familia se postra ahora ante la que llamáis santa María de Uxue. Ella me quitó primero mis sacerdotes y después mis fieles, más no pudo arrebatarme ni este lugar ni mi poder primigenio. Y éste es mi hijo bienamado: Etorkizun. Pues el futuro es como el agua: imprevisible y huidizo. Y sólo los más valientes se atreven a conocer lo que el destino les aguarda. ¿Serás acaso tú uno de ellos? Aunque piénsalo bien, porque tú y sólo tú serás quien deba determinar -llegado el momento- si llevas o no a cabo lo que hoy aquí vislumbres. Y esa decisión, y las consecuencias que a ti y a tu pueblo acarree, te perseguirán toda tu existencia...

Y el joven Carlos, tan aterido como atemorizado, asiente con un titubeante movimiento de cabeza. Ella y el niño le tienden entonces sus manos, y cuando él las toma, el ambiente gélido se torna sorpresivamente en agradable tibieza, que va causándole un sopor invencible.



Y en esa duermevela puede ver al rey Carlos, exigiendo cada vez más y más impuestos a los exhaustos campesinos, y no para invertirlos en Navarra, sino en las lejanas guerras normandas, donde nada se le ha perdido al reino. Y ve también el momento final de la vida terrena de su padre, y también cómo ninguno de sus súbditos le llora con verdadero dolor. Y después se ve a sí mismo coronándose en una catedral sin más bóveda que la celeste, que parece y a la vez no parece la de Pamplona. Y ve que posee entonces el poder de decidir si continuar enfangado en las mismas batallas que su progenitor o lograr para su país la ya casi olvidada paz. Y contempla como le llegan carros y más carros cargados de monedas de oro de la mejor ley, pues ha vendido definitivamente aquellas tierras anegadas en sangre al rey de Francia. Y con ese dinero se dispone a levantar los palacios más hermosos que monarca alguno, ni aún aquellos de la imperial Roma, hayan conocido. Y surgen ante sus ojos el de Olite, el de Tafalla, y también el de Tudela, repletos los tres de obras de arte maravillosas. Y luego ve como se cubre por fin la catedral de Pamplona de una bóveda de piedra y, bajo ella, justo en el mismo lugar donde fue coronado, ve labrar para él la tumba más preciosa que escultor alguno hubiera podido siquiera imaginar. Y cuando ve huir definitivamente la luz de este mundo de sus ojos, puede ver también los de todos y cada uno de los navarros bañados en lágrimas, pues jamás hubo ni habrá otro rey tan bueno como él, salvo quizás su nieto del mismo nombre...

Los gritos de su padre, a lo lejos, le sacan de aquel extraño trance...

-¡Llevamos toda la noche buscándote, Carlos! Si algo te hubiera pasado, alguno de éstos ganapanes que dejaron que te perdieras lo hubiese pagado con su vida. Lo juro.

-Sosegaos, que mía y de nadie más fue la culpa, por querer atender vuestro deseo de cenar ciervo.

-Pues habéis sido tan imprudente como esos caballeros que cargan contra la infantería sin pararse a mirar si sus compañeros le siguen en tan loco empeño. Un futuro rey no puede consentirse ser temerario. Recordadlo siempre.

-Lo haré, padre mío, aunque me temo haber salido a vos, al menos en eso -le responde mientras mira de reojo al lago, que sigue sin perder de vista mientras emprenden el retorno a Uxue...

Y fue este rey don Carlos III de tan buen cáracter y recta inteligencia, que durante su gobierno alcanzó Navarra el gozoso bienestar que durante el de su belicoso padre le había sido una y otra vez negado. Y levantó los más espléndidos edificios que imaginarse pudieran, a la misma usanza de los de las novelas de caballería que tanto le gustaban. Y fue toda su vida muy devoto de santa María de Uxue. Tanto que acudió puntualmente hasta allí como romero siempre que le fue posible.

Y dicen que fue tan fervoroso que, cada año, cuando ya todos los peregrinos se habían marchado, se retiraba él solo a meditar en la ermita que se conoce como "la Blanca", y que allá, junto a un pequeño lago, se entregaba durante días a los más piadosos ejercicios, cual sacerdote de un antiquísimo culto, igual que habían hecho durante generaciones sus antepasados...


Ara votiva del siglo IV d. C. encontrada en la ermita de la Blanca de Ujué,
conservada en el Museo de Navarra en la actualidad.

COELI TESPHORO ET FESTA ET TELE / SINUS LACUBEGIS EX / VOTO
Celio Tesfhoro y Festa y Telesinus a Lacubegis cumpliendo un voto.



 © Mikel Zuza Viniegra, 2013

jueves, 17 de enero de 2013

ABRACADABRA

Olite, 17 de enero de 1445


Fue puesta la carta en el correo antes del día que marca el solsticio de invierno, y a pesar de ello, sigue sin recibir respuesta a su petición. Y empieza a sospechar si algún hechicero no habrá interceptado su mensaje, pues no es normal tanta tardanza en el raro comercio de libros de nigromancia...

Y es que tiene pinta este anhelado grimorio de recoger toda la oculta sabiduría que aparece en las Clavículas de Salomón, el Libro de los Tesoros de San Cipriano o incluso en la misma Tábula Esmeraldina. Por eso al tener noticia por boca de un mercader recién llegado a la corte de Olite, y que al parecer había podido contemplarlo en una zahurda del zoco de la ciudad de Barcelona, no tardó el príncipe en enviar mensajeros a solicitarlo, ofreciendo por él las monedas de plata de buena ley que fuesen menester.




Y en un principio marchó el negocio bibliófilo como la seda, y ya se veía el joven Carlos manejando con soltura las arcanas Bandas de Cyttorak -capaces de atrapar a su contacto los espíritus de quienes vivieron en tiempos pasados-, y consultando con mucho cuidado el ominoso Ojo de Agamotto, que permite ver lo que sucede en mundos muy lejanos del nuestro.

Mas de repente, sin aviso previo, el librero catalán dejó de comunicarse con el mensajero del príncipe de Viana, y aún aseguró éste que le fue imposible encontrar dónde había quedado la tienda del desaparecido, pues juró una y mil veces que al preguntar por él a otros vendedores del zoco, ninguno dijo reconocerlo, ni recordar siquiera que alguien con aquella descripción hubiese ocupado siquiera un único día un lugar en tal mercado. Pero ¿cómo podía ser aquesto, si el mensajero había estado precisamente en aquella tienda y había hablado con aquel extraño vendedor justo el día anterior?

Y es lo que tiene perseguir esta clase de obras iniciáticas: que uno no sabe si es que, al interesarse por ellas, acaba poniendo en marcha fuerzas que escapan de la comprensión humana, y que andan buscando siempre sortear, cuando no sustituir, la omnipotencia divina...

Pero la mayor magia que poseen los libros, sean o no de tema esotérico, es provocar la desazón que sólo se calma cuando se consigue la pieza codiciada -aunque sólo hasta que no se pone la voluntad en el siguiente objetivo, claro-. Así que puestos de nuevo los desocupados mensajeros del heredero de Navarra en camino, no tardaron en enviar a Olite la noticia de que el grimorio de marras había sido localizado en una oscura botica situada en la rua de la Pabostría de Zaragoza, junto a la Seo de San Salvador.


Y ganas dieron al príncipe de acercarse él mismo a por tan preciado volumen, mas otras ocupaciones menos placenteras impidieron su entrada en el reino de Aragón, pues un inoportuno constipado lo mantenía arrebujado en el lecho, siendo todos los físicos de la misma opinión: que no era buena cosa que anduviesen todos aquellos extraños animales sueltos por los jardines de palacio, y que de esa acumulación de zarafahs, lebreles, estrucios, leones, búfalos y rapaces, venían sin duda todas aquellas frecuentes infecciones pulmonares que le aquejaban.

Palabrería hueca de médicos demasiado bien pagados para lo poco que de su ciencia saben, pensó el príncipe. Porque creía con bastante fundamento que no de aquellos animales, sino de otro con una joroba repleta de humo azul le vendrían más bien los acatarramientos. Y si no, del similar regalo que el señor inglés Lord Chesterfield le hizo cuando detuvo en Pamplona su viaje hacia Santiago. Pero nada de eso importaría cuando, mediante los conocimientos adquiridos en el grimorio, pudiese convertir el aire cargado de las cien habitaciones del palacio de Olite y aún también el de las doscientas del de Tafalla en perenne y refrescante viento de montaña, de tal suerte que las afecciones bronquiales pasarían a ser un mal recuerdo en aquellas estancias primero, y en todo el reino después.

Y en esas ensoñaciones estaba, cuando llegó un nuevo mensaje avisándole de que, sintiéndolo mucho, el librero zaragozano había vendido la noche anterior el grimorio a una desconocida y bellísima señora, que a más de pelirroja, tenía un lunar con forma media luna en el pecho izquierdo, el que protege el corazón.

Y el príncipe reconocío de inmediato esas señas como propias de Urganda la Encantadora, mujer del Sabio Frestón, que anda siempre a la husma de este tipo de libros de magia negra y que una vez más se le había adelantado.

Juramentos muy deshonestos profirió entonces don Carlos, que dicen que se oyeron hasta en Beire, pues ya iban dos ocasiones en las que el grimorio se le escurría de las manos. Mas como a grandes males es necesario poner grandes remedios, decidió acudir a la fuente natural donde todos los magos de esta parte del mundo vienen a saciar su sed de conocimientos: Salamanca.


-Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado -se dijo a sí mismo el príncipe-. Cuna de las más regias librerías, aquellas que pese a ser una y otra vez desvalijadas por legiones de bachilleres -que bajo sus jubones y abrigos esconden los tomos y, marchándose sin pagar, dejan sin género y sin dinero a sus legítimos dueños-, renacen una y otra vez de sus cenizas. Sí: allí y sólo allí es a dónde tenía que enviar a sus mensajeros para que encontrasen el grimorio maldito.

Y resultó que había allá establecidos más navarros y navarras que en toda la merindad de Sangüesa junta. Los más, dedicados al noble arte de tocarse o de que les tocasen la barriga -cuando no otras partes más meridionales-, y los menos a estudiar con aprovechamiento todas las ciencias que el conocimiento humano alcanza. Así que no costó mucho al mensajero encontrar uno que supiera indicarle en qué lugar podría hallar el singular volumen que tanto ansiaba don Carlos: la librería El Buscón.


Y le pareció muy buen presagio ese nombre al mensajero, así que no tardó en dirigirse al paseo de las Carmelitas, y allá, tras una concienzuda rebusca en un mar de pobladas estanterías, halló por fin el anhelado libro, que tantas vueltas había hecho dar al príncipe de Viana. Y pagó por él un precio justo y adecuado, no como intentan hacer sus compatriotas y los de muchas otras nacionalidades en esas honradas librerías salmantinas.

Y mucho se alegró don Carlos cuando le llegó la noticia de que ya era suyo el grimorio, tan sólo a falta de que el correo llegase a su hora. Y pensó entonces en la cantidad de cosas que podría llevar a cabo cuando lo tuviese bien estudiado y asimilado.

Podría por ejemplo hacer que los vinos de Tafalla no dejasen resaca, pues tienden a mantenerse más tiempo en la cabeza que en el estómago. Podría conseguir igualmente que la capilla de música no desafinase al intentar seguir las complicadas composiciones del maestro don John de Oldfield. Podría también transformar el palacio en oceánico galeón con un mero chasquear de dedos -dejando así descansar al probo Sagastibelza para variar-. Y podría finalmente convertir el perecedero hielo conservado en la nevera en forma de huevo bajo la torre de las tres coronas, en diamantes eternos que rodeasen el cuello de su princesa Agnes de Kleves.

Pero ella no necesitó nunca tales adornos para realzar su belleza, que sólo un anillo de plata y corales rojos como el escudo de Navarra llevaba siempre en su mano. Así que únicamente pidió a su marido que utilizase su hipotético nuevo poder hechiceril para lograr que la capilla de música no sonase como los gatos del tejado de Santa María y que, si acaso conseguía convertir la nieve en diamantes -cosa en la que no confiaba lo más mínimo-, repartiera todas las joyas entre los habitantes de Olite, que siempre alegra a las buenas gentes que la declaración de impuestos salga a devolver, aunque sólo fuese por esta vez.

Y parece que algo debió hacer bien el curioso príncipe, pues dicen que todavía se conserva alguno de aquellos mágicos diamantes en unas cuantas casas de aquella hermosa ciudad.

Solamente hay que buscarlos con ganas, como los libros de magia...


© Mikel Zuza Viniegra, 2013

viernes, 4 de enero de 2013

CAMINO CARITAT

Tudela, año del Señor 1090 - 2013, 482 - 1434 de la Hégira, 4850 - 5773 de la Creación


Y está formado ya el cortejo a la puerta del castillo, presto a descender el cerro en colorida cabalgata, encabezado como no podría ser de otra manera por los tres reyes tudelanos por antonomasia: don García V Ramirez, don Sancho VI Garcés y don Sancho VII Sánchez.



Abriéndoles camino, y llevando muy bien embrazado el escudo donde campea el águila negra, va su muy leal servidor don Juan Carlos Alfaro, muy elegantemente ataviado con un lujoso collar del que pende un colgante de ágata entre verde y azulada. Levanta su brazo para dar inicio a la marcha mientras recuerda un fragmento de lo mucho que ha escrito sobre tan espléndidos monarcas:

"Recuerda la máxima de mi padre: aprovecha la ocasión cuando se presente, puesto que se presentará. Elige bien a tus consejeros y colaboradores. Mejor si a quienes nombres carecen de ambiciones de poder..."

Va conversando muy animadamente con don Miguel Servet, que además de ser un gran erudito, y buen conocedor del recorrido que la sangre lleva a cabo por todo el cuerpo, es quien evidentemente se ocupará de los problemas sanitarios que puedan surgir en tan inusual desfile.



Al poco de entrar en la ciudad, justo antes de llegar a la iglesia de San Nicolás, se les unen Don Juan Anchorena y Aguirre, autor de "Zorayda, la reina mora", don Guillermo de Tudela y don Abraham ben Meir ibn Ezra. Este último, harto ya de tanto viajar por toda Europa, les dice:

"¿Por qué mientras viva
sentiré el pesar de vivir errante?

Dentro de mí recuerdo       
la bondad de Dios y se desvanece mi dolor".

Y le replica don Guillermo:

"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, he aquí la Canción que compuso el maestro Guillaume, un clérigo que nació en Tudela, en Navarra. Mas vino pronto a Montauban, como se dice en el relato, y permaneció allí once años..."


Y luego, ya en la rúa,  les salen al encuentro desde la pastelería Zuazu, llevando consigo varias bandejas repletas de alajúes y almojábanas, para que la comitiva pueda reponer fuerzas,  don Juan Antonio Fernández, don José Yanguas y Miranda, don José Ramón Castro, don Julio Segura Moneo y don Luis María Marín Royo, que están a no dudarlo entre los mejores archiveros e historiadores de este reino, y que entre bocado y bocado no tardan en poner al corriente a sus majestades de las últimas andanzas tanto de sus antecesores como de sus sucesores en el trono de Navarra, pues es potestad que tienen los sabios historiadores esta de aprovechar las enseñanzas del pasado para no repetir los mismos errores en el futuro...



Y con estas nuevas incorporaciones siguen todos adelante, para visitar el portal del Juicio de la catedral, que sería muy gran necedad pasar tan cerca y no detenerse a admirar semejante maravilla, y aunque casi no caben todos en tan estrecho callejón, aún se les unen muchos de aquellos sosos bienaventurados  y también de aquellos mucho más interesantes y pícaros condenados, que han decidido abandonar su quietud de piedra al menos por esta noche. Y van los cinocéfalos muy en su papel, corriendo tras los muetes por la esquina del palacio decanal hacia la plaza de San Jaime.




Allí les esperan -comiendo unos pinchos y debatiendo sobre ciertas oscuras interpretaciones del Muqtabis-, don Carlos Aurensanz y don Abu Al-Abbás Ahmad Ben Abdullah Ben Abi Hurayra Al-Qaysi, conocido como el ciego de Tudela. Recuerda el primero al segundo días cargados de triunfo para la media luna:

"Esa misma tarde, los habitantes de Tutila se echaron a la calle para contemplar a la comitiva que atravesó la ciudad en dirección a la puerta meridional. Un total de doce hombres a caballo desfilaron entre la muchedumbre ataviados con sus mejores túnicas de lana y seda y sus cabalgaduras ricamente enjaezadas. Zahir, como representante de mayor edad de los Banu Qasi, acompañaba a Musa junto a Sulaaf, en calidad de jefe militar..."

Y el otro le agradece la épica evocación recitándole una de sus dulces moaxajas:

"Es la gloria del visir Abul Husein,
cuyo influjo y esencia encontrarás si lo deseas,
en la liberalidad de sus rasgos y de sus manos.

Lo hallarás en el foro de la majestad, osado y magnificente;
como un jardín de rosas sus mejillas sonrosadas..."


Y ya muy cerca de la meta, pidiendo silencio a tan ruidosa concurrencia, les recibe finalmente don José María Iribarren, que como para recordarles por qué se han reunido allá, saca su libreta y les lee una copla antigua de las muchas que tiene recopiladas:

"El ser pobre no es deshonra,
ni mancha ningún linaje;
Jesucristo vino al mundo
pobre y sin quererlo nadie. "


-¿Estamos todos entonces? -pregunta elevando la voz.

-No, que aún faltamos nosotros tres.


Son don Alberto Pelairea, don Benjamín Bar Jonah y don Mikel Zuza, que por estar recién llegado no conoce bien este dédalo de calles, y ha de usarlos siempre de lazarillos para llegar a la hora convenida. Dice el primero:

"Gracias mi buen amigo; 
estas sendas me son tan familiares,
y tengo de su sol los resplandores
de los ojos del alma en la mirada, 
y a mis tierras le dan tantos fulgores
mism buenos padres y mi esposa amada,
¡que la noche más negra y más sombría
marchando hacia mi casa se hace día!"

Ante lo que Benjamín responde:

"Primeramente salí de mi ciudad de Tudela hacia la de Zaragoza, descendí por el curso del río Ebro hasta Tortosa, y desde allí caminé dos jornadas hasta la antigua Tarragona, que era de construcción de cíclopes griegos como no se encuentra nada semejante en todas las tierras de España".

Y el pamplonés no ha de quedarse tampoco callado:

"Le han dicho que hoy es siete de abril, pero eso ya nada significa para el viejo rey de los navarros, Sancho, apodado "el Fuerte" en su juventud, y ahora simplemente "el encerrado", que pasa sus tristes días en el castillo sobre la hermosa ciudad de Tudela, cuya mejana reverdece al tibio sol primaveral.

Ya no puede recorrerla a caballo, como gustaba hacer junto con su hermano Fernando, que siempre le ganaba en las carreras que organizaban en el puente. Ordenaban en esas ocasiones a los guardias que mantuvieran abiertas las puertas de las tres torres y, a una señal de sus hermanas Blanca y Berenguela, que dejando caer un pañuelo al suelo indicaban el inicio de la competición, espoleaban los ijares de sus caballos y se lanzaban a toda velocidad hasta alcanzar la otra orilla del Ebro".

  
Bueno, pues ahora que por fin estamos todos -dice don José María Iribarren-, nada mejor que explicar el motivo de la reunión. Y saca entonces de su bolsillo una carta sellada en Jerusalén, que comienza a leer de inmediato:

"Hallándome aquí, en Sión, la tierra de mis antepasados, aquella que Yahvé entregó a su pueblo elegido, y de la que por nuestros pecados fuimos expulsados, no puedo dejar de pensar sin embargo en la ciudad donde mis ojos vieron por primera vez  la luz del sol.

Y sabiendo que Tudela fue siempre pródiga en talento literario, me atrevo a pedir a todos aquellos que ponen en las musas sus anhelos, que se ocupen por favor de mi hija Raquel y de mi nieto Isaac, recién nacido, a los que por seguir mi loca ambición de morir en la ciudad donde vivió el rey David, he dejado completamente desamparados.

Advierto a todos ellos que sólo podré pagar esos desvelos con versos y estrofas, pues sabed que:





Trocaría mi vida por el viento que visita
a ese hombre que siente mis propios males como suyos.
¿Sabe cuando revolotea si va volando
sobre las aguas del Éufrates o sobre sus mejillas?
Le digo: "¿Has venido a enjugar mis penas?"
y responde: "Mas bien a renovar sus jirones,
pues se alarga la separación de tu amigo,
y es muy fuerte su ausencia, igual que sus leones".
Le respondo: "Mas está lejos y cerca,
¡mi vida toda depende de su vida!
Que viva y tenga paz en donde more,
y según su corazón se realicen sus deseos".


Firmado: don Yehudah Ben Samuel Ha-levi


Y lo cierto es que desde que llegó tal misiva, todos se mostraron más que dispuestos a cumplir la solicitud del príncipe de los poetas tudelanos. Y por eso ahora, formando todos en perfecto orden tras sus majestades, se disponen a doblar la esquina y dirigirse al arco de la calle Cortadores, bajo el cual -y protegidos sólo por el calor que les proporcionan un buey y una mula- se refugian Raquel e Isaac.


Y la mula, por terca, se llama Yolanda. Y el buey, por la fatuidad de haber querido expulsar a ambos animales del pobre pesebre, Benedicto. Y muy pronto desmontan el Restaurador, el Sabio y el Fuerte, y ofrecen a la madre y al niño monedas de oro recién acuñadas en la ceca de Monreal, aromática lavanda nacida junto al palacio de Arazuri y un buen montón de eslabones de las cadenas traídas de las Navas. Y van pasando después uno tras otro el resto de los reunidos, y cada uno entrega el libro que tanto le costó escribir, hasta formar la biblioteca más selecta que tudelano alguno pueda imaginarse. 

Y aún se acerca también por allá doña Dolores Redondo a ofrecerles "El guardián invisible", que todavía huele a tinta fresca, que es la savia que llena de vida y de sueños el  aburrido papel en blanco. 


Y dicen que hubo esa noche gran animación en las terrazas de la plaza de los Fueros, que ya se sabe que las ideas y los proyectos literarios parece que llegan a mejor puerto si viajan en vaso largo con una rodaja de limón...


© Mikel Zuza Viniegra, 2013