domingo, 23 de septiembre de 2012

CARONTE


23 de septiembre de 1461, Palau reial de Barcelona

Esta vez va de veras.

Ya te has sentido mal muchas otras veces, pero los rostros de tus servidores, por más que intenten aparentar, no pueden ocultar la gravedad de tu dolencia.

Vas a morir, y lo vas a hacer en un palacio real y no en una prisión, pero no en el de Olite, mirando desde la torre de las tres grandes finiestras hacia Ujué, o en el de Tafalla, oyendo por última vez a lo lejos el dulce rumor de las aguas remansadas en la presa de Pericueta. No, la muerte va a salir a tu encuentro en otro lugar muy lejos de tu patria.

Porque sí, eras también el heredero de la corona de Aragón, y has defendido esos derechos lo mejor que has sabido o te han permitido hacerlo. Pero como sabe cualquier exiliado, tu corazón se quedó en tu tierra cuando te obligaron a abandonarla, y nunca ha salido de allí, por más adulaciones y elogios -la mayoría de ellos interesados- que te hayan dispensado en otros lugares. También aquí, en Cataluña, donde la comedia va a llegar a su fin...

Y a cada momento que pasa te sientes más fuera ya de este mundo. Pero como oyes llorar a los pocos fieles que aún te siguen, con un titánico esfuerzo procuras mantener tu consciencia un poco más. Por la ventana abierta llega un son que algún músico callejero está tocando en la plaza. Es una melodía tan preciosa que sientes que merece la pena luchar un poco más contra el destino con tal de oírla entera. Con un tono que es ya más eco de tumba que voz humana pides:

-El juglar, el juglar...

-Es verdad, ¡Haced callar a ese juglar!

-No, por el amor de Dios. Traedlo a mi presencia. Pero hacedlo presto, que tengo un pie en el estribo...

Y pensando que su pobre señor está tan loco a la hora de morir como lo estuvo mientras vivió, pues locura manifiesta es preferir la poesía a la espada, salen todos a buscar al músico. Y cuando, muy asustado, se ve frente al lecho donde -pálido como el alabastro- reposa don Carlos, se arrodilla ante el príncipe con mucha unción.

-¿Qué canción estabais tocando? Juro que jamás oí una tan bella...

-Es un canción muy antigua de estas tierras, señor. Le llaman "La Mariagneta". No se sabe quien la compuso. Alguien que se sintió muy vencido debió ser...

-Entonces has llegado al lugar oportuno, que soy yo rey de todos los derrotados, y mi próximo combate tampoco lo voy a ganar. Cántala para mí, por favor. Utiliza mi laud, el que cuelga allí, con su mástil tallado con las figuras de los apóstoles que adornan la portada de Santa María de Olite, allí donde me casé con Agnes. Cuando termines puedes quedártelo, nadie más en esta habitación sabe tocarlo, y no quiero que acabe en la almoneda de un usurero. Que sirva para alegrar a las gentes, lo mismo que sirvió para alegrarme a mí...

Y es tan magnífico aquel instrumento que el juglar apenas debe emplear unos instantes en afinar su cordaje, y  todos ven en esto intercesión divina, pues muy desesperante cosa son los músicos que se pasan más tiempo afinando que tocando. Sólo la agitadísima respiración del príncipe rompe el silencio que todos mantienen cuando comienza a sonar el melancólico canto:

 Ai adéu Mariagneta 
Princesa dels meus sospirs!
Tu robes el cor dels homes
I a mi em fas penar i morir.

Ai adéu Mariagneta
Princesa del meu sufrir!

Ton amant és a la porta,
Que no espera sinó el sí;
No desconsolis tos pares
Per aconsolarme a mi.

Ai adéu Mariagneta
Princesa del meu sufrir!

Que jo ja mén faré frare
de l'ordre caputxí.
Quan ne siguis casadeta
Ja m´ho enviarás a dir.

Ai adéu Mariagneta
Princesa del meu sufrir!


Y con esa última estrofa resonando aún en sus oídos, comprende don Carlos que no tendrá ya que suplicar, ni que rebajarse, ni que luchar más por lo que en justicia y en razón le pertenece. Que va a recuperar por fin los maravillosos palacios de Tafalla y Olite, y también la soledad de la Bardena, la frescura del Arga al pasar por el molino de Santa Engracia de Pamplona, y el viento perfumado de pasto que viene de más allá de Belate. Y sobre todo que va a encontrarse con su princesa, y que ya no habrá nada que vuelva a separarlos.

Y sonríe al juglar, y le entrega una moneda de plata que muestra su divisa del triple lazo, porque no quiere ni necesita otro barquero que le lleve a la otra orilla...

Y esto fue escrito el 23 de septiembre de 2012, día del 591 aniversario de la muerte del príncipe de Viana en el palau  reial de Barcelona.

LA MARIAGNETA

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

martes, 18 de septiembre de 2012

BARRUNTOS I

Salón del Arquero, redacción del diario "Arriba España"
Calle Zapatería nº 50 de Pamplona.
20 de septiembre de 1940. 1'45 h. de la madrugada

El redactor-jefe está sentado a la mesa, iluminada por un flexo cuya exangüe bombilla da un aire un tanto lúgubre a la estancia. Como siempre, está enfrascado en dibujar las arquitecturas fantásticas que brotan de su mente en cualquier papel libre de tinta que haya podido encontrar: los restos de la edición, las libretas reaprovechadas o incluso los márgenes del periódico que acaba de salir de la rotativa, listo para ser distribuido por toda la ciudad. Da pena molestarlo -piensa el recién llegado-, pero aclarándose la garganta con una tos impostada, da por fin a conocer su presencia:

-No entiendo cómo no recoges todos esos dibujos tuyos en una publicación, Angel María. Son una pura maravilla...

-¡Caramba,  qué sorpresa, don Gabriel! Agradezco sus elogios, y en pago le regalo mi última obra -si no maestra, si al menos bien fundada-. Son cuatro trazos sobre como pienso yo que debió ser la fachada románica de la catedral de Pamplona. Pero trasnocha usted mucho hoy, y aún queda bastante rato para nuestra cita habitual en la primera misa de la mañana en San Cernin...

-Lo que yo decía: lo que tú llamas "cuatro trazos" están a la altura, e incluso creo que los superan ampliamente, de los diseños de los arquitectos más encumbrados. Espero no incordiarte, pero andaba un poco desvelado y me he dicho, vamos a ver qué nuevas sobre la guerra europea puede contarme el eximio amigo y periodista Pascual.

-Espero ser más amigo que periodista, aunque sobre su inquietud por saber noticias nuevas, quizás sea usted, don Gabriel de Biurrun, el ilustre cónsul de la República Oriental del Uruguay en Pamplona quien pueda alumbrarme a mí, porque lo cierto es que, más allá de la vertiginosa rendición francesa ante Alemania de hace unos meses, la censura no permite vislumbrar avances o retrocesos destacados en los frentes...

-Algo sé, a qué negarlo. Sobre todo cuestiones relacionadas con cómo se está desarrollando la evacuación de las tropas inglesas desde el continente. Algunas patrullas estaban destacadas demasiado al sur del territorio francés, y seguro que no te descubro nada si te digo que el Foreign Office precisó cierta ayuda desde este lado de los Pirineos...

-No creo que les gustase saberlo allá en Londres, pero algo conozco de todo este asunto, aunque le agradezco que me lo confirme de viva voz. Puede que nuestras ideas políticas sean muy distintas, pero al fin y al cabo somos amigos y compartimos la misma fe en Dios, y en que él pondrá fin a este terrible enfrentamiento. Incluso fuimos capaces de mostrar a todo el mundo que es posible dejar atrás las diferencias de signo político cuando colaboramos en la edición de aquel libro que tanto nos costó sacar adelante en plena contienda: "El coqueto don Sancho Sanchez".

-Buen libro fue aquel, sí señor. Y aún creo que le podremos sacar más partido todavía... En cualquier caso, es lástima que esa convicción de poner la religión por encima de cualquier otra cosa, que sabes que es también mía, no sirviera de nada a muchos de los que ahora yacen enterrados en tumbas sin nombre. Yo mismo me salvé de milagro, supongo que por mi condición de diplomático, mucho más que por ser un convencido católico. En esta misma sede en la que ahora nos encontramos escribí muchos años para el periódico "La Voz de Navarra", hasta que vosotros lo incautaisteis en julio del 36...


-Estos son tiempo nuevos. No merece la pena andar lamentando el pasado. Además, en una guerra, y más en una de liberación nacional, como lo fue la nuestra, se cometen muchos excesos, don Gabriel. Aunque quizás algunos sean más necesarios de lo que ahora mismo, apenas recién llegada la paz, podamos colegir. También muchos camaradas míos murieron en combate. Todos, amigos y enemigos, descansan ahora juntos en el seno del Señor. Yo al menos así lo creo.

-Tú lo has dicho, Angel María: pensamos diferente, y aunque no veo qué liberación puede venir de la muerte, sigue uniéndonos nuestra fe. Por eso precisamente estoy aquí a estas horas tan intempestivas. Lo que tengo que decirte es preciso que no lo sepa nadie más. E incluyo en ese "nadie más" a don Fermín Yzurdiaga, director de este periódico y buen amigo nuestro...

-Es mucho más que un amigo para mí, don Gabriel, y usted lo sabe. Si me dedico a estos oficios de la literatura y el periodismo, es por seguir la senda que él me abrió hace ya tantos años.

-No tantos, Angel María, recuerda que sólo tienes 27. Yo lo conozco antes que tú, que no en vano tengo ya 51. Y aunque lo aprecio y lo estimo tanto como tú, sobre todo por su vasta cultura y por su condición sacerdotal, sé que si llega a conocer los pormenores de este asunto del que vengo a hablarte -y atendiendo a  su cargo como Consejero Nacional del Movimiento-, puede, aún de buena fe, poner en peligro toda la operación...

-¿"Operación"? Antes de que me cuente nada, don Gabriel, no olvide que yo soy tan "azul" o más que mi admirado don Fermín, y que si pretende convencerme de que ayude a salir de un mal paso a sus amigos británicos, puede usted ahorrarse el esfuerzo, porque no he escondido nunca mi simpatía por Alemania. El Nuevo Orden que tantos anhelamos se vislumbra al fin bajo el signo de la Esvástica...

-Aún eres muy joven, Angel María. Es verdad que has tenido la desgracia de conocer ya una guerra civil, pero eras muy niño cuando estalló la 1ª Guerra Europea, y no puedes hacerte a la idea del nivel de destrucción al que, con los avances de la técnica actual, puede llegarse si la actual conflagración prende en el  resto de continentes. Y es nuestro deber de cristianos al menos intentar que esta locura termine. En cuanto a Alemania, espero de verdad poder variar tu firme postura cuando sepas lo que he venido a contarte...

-Podrá intentarlo, pero dudo que lo consiga. No obstante me tiene ya usted en ascuas. Vaya de una vez al grano, por favor.

-No es tan sencillo, Angel María, no es tan sencillo Pero, por empezar la madeja por alguno de los hilos,dime: ¿Qué sabes sobre los Cátaros?

[Continuará...]      

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

jueves, 13 de septiembre de 2012

EQUILIBRIO



A las afueras de Nápoles, 12 de septiembre de 1457

¡En buena hora se le ocurrió acudir al palacio del rey Alfonso! Claro que él no quería, fue su esposa Marietta quien le obligó. "No seas tonto, Giuseppe, cualquiera de esos nobles -quizás el propio rey-, te pagarán bien por esa estatua que has encontrado en nuestras tierras de labranza, allá en Castellamare di Stabia".

Y es muy cierto que el monarca mostró su generosidad por aquella figura de mármol, pues quería regalársela a su bienamado sobrino Carlos, un príncipe navarro que llevaba apenas unos meses en la ciudad, y en tan poco tiempo ya se había ganado una merecidísima fama de sabio y erúdito. Pero, ¿por qué ha tenido que ordenarme que sea yo mismo quien se la lleve a su residencia en el monasterio de San Domenico? Dicen que no sale de la surtida biblioteca de los frailes sino para dar cuenta de la parca colación que aquellos consumen en las comidas y en las cenas, y que luego vuelve a  enfrascarse en los volúmenes y pergaminos antiguos, aquellos que fueron escritos por los mismos romanos que tallaron la escultura que ahora le lleva como obsequio personal del soberano aragonés.

Y mucho se alegra efectivamente Carlos al recibir presente tan bello y simbólico, pues según él representa aquella estatua nada menos que a Mercurio, mensajero de los dioses, de ahí el casco alado que porta la figura.

-¡Buen presagio es éste! -exclama en un bienintencionado italiano el príncipe-. Pero seguidme a la biblioteca, amable Giuseppe, que quiero que me mostréis sobre el mapa el punto exacto dónde habéis encontrado semejante tesoro...

Y cuando el azorado labrador le señala un punto a las afueras de la villa de Stabia, Carlos corre hacia la estantería más próxima, diciendo que cree recordar que no hace ni una semana que leyó algo sobre ese mismo lugar en un tratado del célebre historiador Tácito. No tarda en desplegarlo sobre la mesa y leyendo muy rápido sirviéndose de su dedo índice como guía en las apretadas del gastado manuscrito, encuentra finalmente el dato que buscaba:

-¡Aquí está, ya decía yo que me sonaba! Es una carta de Plinio el Joven a su amigo Tácito, en la que le cuenta la muerte de su tío, el ilustre naturalista Plinio el Viejo en la villa de Stabia, durante la terrible erupción del volcán Vesubio allá por el noveno día antes de las kalendas de septiembre del año 79...

Giuseppe nunca ha oído hablar de tales señores, ni sabe nada de las kalendas de las que aquel joven le habla. Pero al Vesubio sí que lo conoce bien. Y no es para menos, pues todos los habitantes de la bahía de Nápoles pasan toda su vida temiendo que las continuas vaharadas que salen de su cumbre se conviertan en el aviso de otro de sus inapelables despertares. Por eso cree que da mala suerte hablar de estas cosas, y lo único que quiere es regresar cuanto antes junto a Marietta. Pero ay, no parece que esa sea la intención de don Carlos, que sigue recitando en voz alta aquella antiquísima carta como si se la supiera de memoria, y no como si no tuviera que ir traduciéndola del latín mientras la lee:

-"Considero felices a los que, por gracia de los dioses, les es dado hacer cosas dignas de ser escritas o escribir cosas dignas de ser leídas, pero felicísimos considero a los que les cupo hacer ambas cosas. Mi tío se contará en el número de éstos, tanto por sus libros como por los tuyos, Tácito."

"A la hora séptima mi madre le indicó la aparición de una nube de inusitada grandeza y forma. Se calzó las sandalias y subió a un sitio desde donde se podía contemplar mejor aquel portento. Los que miraban la nube desde lejos no sabían de qué montaña salía, pero después se supo que se trataba del Vesubio. La nube tenía un aspecto y una forma que recordaba a un pino, pues se elevaba como si se tratara de un tronco muy largo y luego se diversificaba en ramas.

Como hombre sapientísimo que era, creyó que aquel prodigio bien merecía verse más de cerca, pero lo que había empezado con intención de estudio, se afanó en terminarlo prestando auxilio a quienes trataban de huir  de la ira del volcán. De tal forma, se embarca en cuatrirremes y derechamente se dirige a allí de donde los demás huían. Mantiene el timón en dirección al peligro, y tan ajeno al miedo que toma nota de todos los movimientos de aquella calamidad y de cuanto se ofrecía ante sus ojos.

Cuanto más se aproximaba, más ceniza caía en las naves, cada vez más caliente y más densa, y también pedruscos y piedras ennegrecidas, quemadas y rajadas por el fuego, al paso que el mar se abría como un vado y las playas se veían obstaculizadas por los cascotes. Estuvo a punto de regresar, pero dijo al piloto, que así se lo aconsejaba: la fortuna favorece a los audaces. Dirígete a la casa de Pomponiano, en Stabia, donde pasaremos la noche.

Y fue allí muy bien recibido, y como parecía que en aquel lugar el peligro no era inminente, cenó alegremente con los dueños o, lo que todavía es más digno de admiración, fingiendo estar alegre. Mientras tanto en el Vesubio relucían, en diversos lugares, anchísimas llamas y elevados incendios cuyo fulgor y cuya claridad se destacaban en las tinieblas de la noche.

El patio de la casa empezó entonces a llenarse de tal modo de ceniza  y de pedruscos que deliberaron si se quedarían allí bajo cubierto o saldrían al raso, pues el edificio vacilaba debido a los frecuentes y largos temblores. Optaron por la segunda solución y, poniéndose almohadas en la cabeza, sujetas con trapos, salieron a la intemperie.

En otras partes había amanecido ya, pero allí seguía una noche más densa y más negra que todas las noches, sólo rota por la luz de las antorchas.

Aún así consiguieron llegar hasta la playa, donde las nubes de azufre, precursoras de las llamas, que llegaron luego, asfixiaron a todos.

Al tercer día después del desastre sus cuerpos fueron hallados. El de mi tío Plinio estaba intacto y tal como iba vestido: más tenia el aspecto de dormir que el de estar muerto..."  

-¿Comprendes la importancia de la estatua del dios Mercurio que me has traído, Giuseppe? ¡Quizás a ella fueron dirigidas las últimas oraciones de aquel valiente don Plinio! Tienes que llevarme ahora mismo al sitio exacto donde la encontraste. Te prometo que me ocuparé de que seas bien recompensado. Pongámonos ahora mismo en camino, ya que calculo que tan sólo unas cinco leguas nos separan de aquel lugar...

Y así te ves ahora, sirviendo de guía a este príncipe, que además de ingenioso tiene fama de enamoradizo, así que será mejor no presentarle a tu hija, Cósima, que tiene ya edad de hacer perder la cabeza a los hombres, sean napolitanos o navarros. No, será mejor internarse en los desiertos campos cubiertos de lava reseca y acabar con esta empresa cuanto antes. Por eso en cuanto llegas a los límites de tus tierras, las últimas fértiles que lindan con el erial en que ha convertido la campiña cada bramido del volcán, y le señalas el agujero donde encontraste la estatua, coge Carlos un pico y una pala, y con ellos se pone a agrandar la fosa.

Y esto sorprende muchísimo a Giuseppe, pues no ha visto nunca a un noble empuñar utensilios tan modestos. Así que ha de explicarle el príncipe como su señor abuelo, el rey don Carlos el Noble, de buena memoria, decidió construir dos excelentes castillos, uno en Olite y otro en Tafalla, ciudades que apenas distan una legua una de la otra. Y como quería que los viajes entre una y otra residencia regia se pudieran hacer de la manera más discreta posible, ordeno que se excavara un túnel que, partiendo de las bodegas del palacio de Olite llegara hasta las del palacio de Tafalla, para poder acceder a tan regias moradas sin que nadie pudiera verlo.

Y que como semejante obra de ingeniería exigía mucha mano de obra, a él mismo, y después a sus descendientes, no se les cayeron jamás los anillos por tirar de azada y ponerse en muchas ocasiones en el surco con todos aquellos súbditos suyos naturales de esos dos lugares, que son sin duda los mejores labradores de toda Navarra. Por tanto estaban los reyes y príncipes navarros muy hechos a trabajar la tierra. Eso sí, cuando el príncipe, perseguido por su padre, el usurpador rey Juan, se vio obligado a exiliarse, la obra aún no estaba terminada, así que no sabía en qué estado permanecería ahora...

El caso es que entre los dos, y deteniendo de tanto en tanto la ardua labor para recobrar el resuello con unas botellas de Lachryma Christi, el estupendo vino blanco napolitano, consiguen ahondar lo suficiente como para acabar dando con una especie de bóveda que resuena muy honda al otro lado hasta que de un fuerte golpe de pico, Carlos la resquebraja y varias piedras van a caer al oscurísimo fondo con gran estrépito. Y cuando arrojan una antorcha recién encendida por aquel lóbrego agujero, se encienden de repente las paredes cuajadas de lo que parecen pinturas de muy buena mano.

Y no pudiendo resistir más las ganas de verlas más de cerca, se ata el príncipe una soga muy gruesa alrededor del torso, y la anuda luego al tiro de mulas en las que han llegado hasta aquel mágico lugar, encargando a Giuseppe que las tenga muy bien sujetas mientras desciende, y las haga luego caminar muy lentamente cuando le pida que lo suba de aquella ignota catacumba.

Y no se queda nada tranquilo el buen labriego mientras ve a don Carlos introducirse en ella, pues teme que si algo le ocurra, las iras de su tío el rey Alfonso se desaten sobre sus inocentes espaldas, por lo que cuando el principe desaparece en la negrura sólo iluminada por las antorchas que porta, se pone a rezar las letanías de San Gennaro con muchísima fe y convicción.

Y a sólo siete u ocho varas de la luz que entra ahora por el techo, hace pie el príncipe en un suelo cubierto de endurecidas cenizas hasta casi sus rodillas, y cuando alza la llama que lleva en su mano, no puede dejar de maravillarse ante lo que ve, porque están pintadas en aquellas paredes muchos hombres y mujeres en posturas que prueban sin duda la prodigiosa elasticidad de la humana naturaleza. Hasta el punto que no puede evitar exclamar en voz alta:

-Desde luego, en Olite no tenemos pinturas como estas...

-Cosa? -replica extrañado Giuseppe allá arriba.

-Niente.  Ho detto che non abbiamo questo a Olite. Y bien que lo siento...

Así que mucho rato se detiene Carlos en grabar muy bien dentro de su cabeza todos aquellos ademanes, pues piensa que nunca sabe un buen historiador cuándo le hará falta poner en práctica estos conocimientos tan necesarios. De todas maneras tampoco se engaña, pues comprende perfectamente que son bastantes de aquellas galantes gestualidades mucho más propias de gimnastas o de acróbatas, que de personas entradas en razón y en edad. Aunque nunca se sabe...

Y allá, al fondo de la estancia, se aprecia una puerta que da a otra habitación, y aunque las antorchas están empezando a agotarse decide explorarla también, por si los maestros que pintaron aquellos frescos dejaron también en ella muestras de su excelso arte. Pero al entrar en ella algo traba sus piernas y cae al suelo violentamente.

Cuando consigue recuperar la exhausta antorcha y la sitúa ante sus ojos, lo que ve le deja helado: docenas de cuerpos atrapados por las cenizas y la lava ardiente, que debió vaporizarlos al instante, descansan sobre el suelo con una expresión de angustia tal en sus rostros, que es aquella sala panteón terrible y no casa de placeres. Aterrado grita a Giuseppe que lo saque de allí, pero cuando siente ya el tirón de la soga, ve brillar algo en el dedo de una de aquellas siluetas. Es un anillo que incomprensiblemente sobrevivió a la hecatombe. Carlos lo recoge cuidadosamente, como si aquella mujer -porque aquella pobre condenada fue una mujer: su figura perfectamente petrificada en la ceniza la delata-, se lo entregase de buen grado.

Es de plata brillante como la luna y de rojo coral como el magma del Vesubio que aquella noche destruyó esta ciudad de muertos cuyo sueño de siglos ha profanado Carlos.

Una vez fuera, y sólo con mentar la palabra "muertos", el príncipe y Giuseppe, que no para de santiguarse, no tardan en cubrir de tierra otra vez la fosa.Y promete el labrador, haciendo todo tipo de gestos para alejar el mal de ojo,  que no volverá ni dejará  hurgar a nadie más en aquellos terrenos malditos.

Y de vuelta ya a su refugio de San Domenico, no para Carlos de dar vueltas a aquel asombroso anillo. Y de esta -hasta hoy- oculta aventura saca en claro que la vida es tanto Eros como Tanatos. Y que el Amor y la Muerte, el Placer y el Dolor están siempre tan imbricados entre sí, que si queremos conocer la felicidad en este mundo, debemos andar haciendo muy cuidadosos equilibrios por la estrecha senda que separa los dominios completamente estancos de cada uno de ellos.

Y exponiendo justamente esta filosofía tan cierta, le escribe una carta a aquella que quedó en Navarra, contándole además toda la historia del anillo templado por el volcán napolitano, que introduce luego en la misma caja donde va el documento lacrado con su sello real, para que ella comprenda que tiene casi mil quinientos años, y que, a su modo, es como el símbolo de que sólo el Amor puede vencer a la Muerte.

Y también para que sepa que nunca la olvida, ni aunque se desaten a su alrededor todos los terremotos y volcanes del Infierno. Y que, de tenerlas, surcaría el mar en cuatrirremes como las del anciano Plinio, sólo por poder ver ese anillo en su dedo...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

La carta de Plinio el joven a Tácito contándole la muerte de su tío Plinio el viejo, está sacada del libro "Reportaje de la Historia I", de Martí de Riquer. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

NUMISMA

Torre del Rey, Pamplona, 5 de septiembre de 1365

Con razón dicen que los constipados que se pillan a final de verano son los más difíciles de curar, porque lleva su alteza Carlos II resfriado desde que trasnochó un tanto allá por las fiestas de la virgen de agosto, y el  caso es que no deja de estornudar por más visitas que hace a los físicos y boticarios.

Y algo mejor estaría -piensa contrariado- debajo de media docena de mantas en su palacio de la Navarrería  que aquí, en este helado salón, esperando iniciar una nueva sesión con Juan de Esteve, el muy renombrado maestro monedero de la ciudad de Morlans, que ha sido contratado especialmente para que acuñe la siguiente muestra de groses de plata que Navarra necesita para pagar las tropas que mantienen en alto su bandera en Normandía, pero también para vivificar el languideciente comercio dentro de las mugas a este lado de los Pirineos.

Naturalmente la nueva pieza llevará la cruz en su reverso, igual que todas las monedas acuñadas por el resto de naciones de la Cristiandad, pero para el anverso ha decidido el Consejo Real que se recupere la costumbre -perdida durante los reinados de los Teobaldos-, de que aparezca el busto del rey muy elegantemente representado. Y para eso ha de posar el soberano todo el tiempo que el maestro monedero considere oportuno.

Y ya han trascurrido cuatro jornadas en las que el rey, con su melena muy bien acicalada y peinada, y con su corona más lujosa adornándole la testa, se queda muy quieto delante del morlanés para que éste muestre su dominio del retrato y termine de una vez el dibujo que luego se grabará en las monedas. Pero no hay caso: cuanto más concienzudamente intenta Carlos permanecer inmóvil, más tenazmente le asciende ese picor por la garganta que termina adueñándose completamente de su nariz hasta que, sin que pueda evitarlo, surge la violentísima exhalación que le hace doblarse sobre sí mismo como uno de esos acróbatas que piden limosna en calles y plazas.

Y aunque el maestro Juan es hombre paciente, y además cobra por sesión, pues está muy solicitado en muchas de las cecas de Francia, comienza a notársele un cierto hastío en el semblante tras la enésima suspensión del posado regio. Tanto, que en lugar de salir a perder el tiempo por las tabernas de las Tecenderías, prefiere esta vez, mientras el rey se retira en su litera, quedarse a dibujar el borrador de la moneda que al fin y al cabo le pagan por diseñar.

Mas como no hay forma de que el rostro del monarca muestre esa natural serenidad que los de su elevada magistratura deben observar, se divierte trazando sobre el cartón, y una vez muy bien compuesta la leyenda de la bordura exterior con letras muy claras, la única imagen que el rey de Navarra le ha ofrecido todos estos días. Así que aparece el rostro del gobernante de perfil, inclinado hacia delante, con el pelo revuelto, los ojos cerrados y la boca abierta, en trance de soltar un impetuoso estornudo, de tal suerte que hasta la corona está ya un palmo fuera de su acatarrada cabeza, representada justo en el momento de caer estrepitosamente al suelo...

Y aunque muy bien le parece a Juan de Esteve su dibujo, sabe que no es don Carlos hombre dado a demasiadas bromas, así que piensa que será mucho más conveniente romper el diseño en mil pedazos. Pero en el preciso instante en que va a hacerlo, llaman urgentemente a su puerta pues parece ser que el rey ha dado orden urgente de que acuda a su presencia. Y es que ha decidido acogerse al sagrado refugio de la iglesia de San Nicolás, donde espera que mediante la intercesión del beato San Blas, su garganta quede completamente curada y pueda dejar de toser tan abruptamente.

Y con las prisas de atender inmediatamente los deseos del monarca y cargar con sus aparejos de trabajo, olvida el maestro su heterodoxo diseño sobre la mesa. Y como suele suceder siempre en estas ocasiones, en las que se demuestra que el Demonio está siempre al acecho, al poco de salir el morlanés por la puerta de la torre del rey, llega allí mismo Bartuquet,  el recadero de los acuñadores, que llevan ya días esperando el diseño de la moneda que tienen que grabar. Y pregunta al ordenanza si el maestro ha terminado ya por fin su labor, y como los guardias le han visto trabajar toda la tarde, dejan pasar al muchacho a su habitación para ver si ha dejado algo encima de la mesa...

Y cuando los argenteros desenrollan el cartón, mucho se sorprenden del diseño, pero como ellos son simples oficiales, y jamás osarían cuestionar a un artista venido desde tan lejos y escogido expresamente por el rey, se ponen a la tarea rápidamente, que saben que tampoco es don Carlos hombre de demasiada paciencia. Así que pasan toda la noche replicando aquella extraña silueta en el centro de la que será nueva moneda navarra, de la que, como de costumbre, sólo se elabora una única pieza, al menos hasta que el rey dé su aprobación para realizar el resto de la tirada. Y cuando creen que su trabajo ha terminado frotan con mucho ímpetu la pieza para que la plata resplandezca en el estuche que Jucef el carpintero ha preparado para llevarla bien protegida a palacio...

Y al final la estancia del rey en San Nicolás se ha prolongado por las numerosas tabernas que hay por aquellas rúas, así que si San Blas tuvo a bien atender las súplicas del monarca, éste con su manía de beber vino muy frío ha vuelto a enlazar otro resfriado de padre y muy señor mío, aunque ahora no se dé cuenta por los vapores que los caldos navarros provocan. Y muchos de los que le acompañan en su correría, incluido el maestro monedero, también están igual de embriagados que su señor, por eso no es extraño que, volviendo tan tarde a casa, no tenga ganas don Juan de Esteve de comprobar si su irreverente dibujo está o no aún sobre la mesa.

Y apenas ha amanecido cuando llaman muy desaforadamente a la puerta de la habitación del maestro, aunque a él le parezca que es dentro de su cabeza donde golpean, porque a decir verdad, le parece que acaba de acostarse, y no está muy equivocado...

El rey vuelve a reclamar su presencia. Ahora en el propio palacio, aunque el mensajero no sabe para qué le busca. Allí sin duda se lo dirá él mismo...

Y vaya que si se lo dice, porque el resacoso morlanés es recibido a gritos por don Carlos, que lleva una cajita en la mano y no cesa de soltarle improperios, denuestos y amenazas de tormentos variadísimos por haberse mofado de esa forma de su real persona.

Y Juan no entiende nada, así que cree que esta manera de pasar la resaca a gritos será otra extraña costumbre navarra más, pero entonces, al ver el contenido del estuche, quiere que la tierra se lo trague, porque no entiende como ha podido ser, pero allí dentro está acuñado en plata el dibujo que hizo para su exclusivo divertimento, y ya se ve arrastrado por las calles de Pamplona o algo peor...

Pero entonces, sorprendida por tanto escándalo y griterío, entra en el salón la reina Juana pidiendo explicaciones, y entre el rey y el maestro consiguen por fin dárselas, así que ella pide ver la moneda en cuestión, y cuando la tiene ante sí no puede evitar reírse con muchas ganas, pues no puede negarse que está muy bien cogido el gesto de su esposo. Y como entre enamorados todo hace gracia, ella se niega en redondo a fundirla, como exigía don Carlos. Al contrario, ordena al maestro que perfore la pieza de marras y por aquel agujero pasa un fino cordón y la cuelga de su cuello.

-Así podré recordarte siempre cuando estés lejos, "mon petit enrhumé" (mi pequeño acatarrado) -le dice con un irresistible mohín de coquetería.

Y por este gesto de cariño salvó su cabeza don Juan de Esteve, que mucho se apresuró en cualquier caso a realizar un diseño más convencional para el retrato del rey y salir a uña de caballo de Navarra, no fuera a ser que se arrepintiera el voluble monarca. Y esa es la moneda que hoy día puede verse todavía  en museos y notables colecciones privadas. Aunque, fijándose muy bien, todavía puede distinguirse en ese busto regio la expresión de extasiado botarate que a uno se le queda a la mañana siguiente de beber mucho vino frío.


Y esta historia terminaría aquí, sino fuera porque Juana llevó siempre consigo esa singular medalla, de tal forma que incluso al morir en 1373 en París, tan lejos de don Carlos II, fue sepultada con ella en la basílica de Saint Dennis. Y allí seguiría seguramente si la madrugada del 23 de abril de 1793 no hubiesen sido saqueadas todas las tumbas regias por los revolucionarios que seguían los dictados de la Convención. Y puede que dijeran hacerlo en nombre de la Diosa Razón, pero el hecho cierto es que la mayoría sólo buscaba metales preciosos entre los despojos de los antiguos gobernantes del país.

Tres o cuatro anillos fueron arrancados de las descarnadas manos, pero al llegar a los restos de Juana, cuya mano derecha descansaba sobre la moneda de la que venimos hablando, muchos forcejeos y entre varios hombres muy fornidos hicieron falta para conseguir hacerse con aquél tesoro, que por obra y gracia de uno de aquellos bellacos acabó en la bolsa de una prostituta que ejercía su oficio junto al Sena.

Todo esto lo sabemos por la crónica que de aquella noche macabra dejó escrita Pierre Boileau, a la sazón proveedor del mercado de abastos de la ciudad de Paris, pero también enfebrecido coleccionista numismático, que si bien no pudo hacerse en aquel momento con "le petit enrhumé" -como todos los tratados de moneda medieval conocían desde siempre a la rarísima pieza, que se creía definitivamente desaparecida-, no dudó en seguir a aquél facineroso hasta el burdel junto al río, y allí esperó hasta poder amenazar con una visita a "madame Guillotin" a la momentanea dueña de aquella inopinada rareza.

Hasta la caída de Napoleón, Boileau conservó esa joya en su poder, e incluso se atrevió a proclamarlo con la publicación de un opúsculo titulado "Le petit enrhumé et la resolution du mystere". Pero precisamente querer presumir de su posesión le atrajo la ruina, pues con la llegada de Luis XVIII al trono, todos aquellos que habían participado en el saqueo de Saint Dennis fueron encarcelados y sus bienes requisados, pasando de esta forma la famosa moneda a las colecciones reales custodiadas en el Louvre.

Y allí se le hubiera perdido la pista definitivamente sino fuera porque Lord Winston Glaurie, un riquísimo hacendado escocés, aprovechó los disturbios provocados en abril de 1871 por la insurrección de la Comuna de París para incendiar una de las alas de aquel palacio, donde en medio de la terrible confusión, y despreciando a su paso obras maestras egipcias,griegas o mesopotámicas, sólo buscó la vitrina dónde se hallaba "le petit enrhumé", como dejó escrito en su libro "I did it for love" (Lo hice por amor), en el que explicaba que tras leer el folleto de Boileau, y desasosegado por los continuos rechazos amorosos a los que le sometía su pretendida lady Jane Ellis, resolvió obtener a toda costa la extrañísima moneda navarra con el ánimo de, por su intercesión, conseguir al fin el cariño de su amor imposible.

Lord Glaurie asegura que se la regaló el 17 de marzo de 1872, apenas unas horas antes de que lady Jane se casara con el duque de Northumberland, y que presente tan regio no la hizo cambiar de opinión. Así que parece ser que el efecto amoroso, si es que alguna vez "le petit enrhumé" lo tuvo, sólo funcionaba entre navarros. Lo cual, bien mirado, no está nada mal...

Y el caso es que en mi última visita a Normandía, en un desconocido pueblo cerca del campo de batalla de Cocherel, al entrar en un pequeño museo rural juraría que vi una moneda agujereada, de plata muy ennegrecida por el paso del tiempo, y con una postura muy rara del rey representado en su anverso...

Y quiso sonarme de algo, pero andaba yo entonces muy acatarrado, o muy enamorado, o muy enamorado y acatarrado a la vez, que es una manera muy dulce de pasar los resfriados, y no pude encontrar ya luego esa aldea, cuyo nombre había olvidado.

Pero sigo buscándola...  


© Mikel Zuza Viniegra, 2012