miércoles, 5 de septiembre de 2012

NUMISMA

Torre del Rey, Pamplona, 5 de septiembre de 1365

Con razón dicen que los constipados que se pillan a final de verano son los más difíciles de curar, porque lleva su alteza Carlos II resfriado desde que trasnochó un tanto allá por las fiestas de la virgen de agosto, y el  caso es que no deja de estornudar por más visitas que hace a los físicos y boticarios.

Y algo mejor estaría -piensa contrariado- debajo de media docena de mantas en su palacio de la Navarrería  que aquí, en este helado salón, esperando iniciar una nueva sesión con Juan de Esteve, el muy renombrado maestro monedero de la ciudad de Morlans, que ha sido contratado especialmente para que acuñe la siguiente muestra de groses de plata que Navarra necesita para pagar las tropas que mantienen en alto su bandera en Normandía, pero también para vivificar el languideciente comercio dentro de las mugas a este lado de los Pirineos.

Naturalmente la nueva pieza llevará la cruz en su reverso, igual que todas las monedas acuñadas por el resto de naciones de la Cristiandad, pero para el anverso ha decidido el Consejo Real que se recupere la costumbre -perdida durante los reinados de los Teobaldos-, de que aparezca el busto del rey muy elegantemente representado. Y para eso ha de posar el soberano todo el tiempo que el maestro monedero considere oportuno.

Y ya han trascurrido cuatro jornadas en las que el rey, con su melena muy bien acicalada y peinada, y con su corona más lujosa adornándole la testa, se queda muy quieto delante del morlanés para que éste muestre su dominio del retrato y termine de una vez el dibujo que luego se grabará en las monedas. Pero no hay caso: cuanto más concienzudamente intenta Carlos permanecer inmóvil, más tenazmente le asciende ese picor por la garganta que termina adueñándose completamente de su nariz hasta que, sin que pueda evitarlo, surge la violentísima exhalación que le hace doblarse sobre sí mismo como uno de esos acróbatas que piden limosna en calles y plazas.

Y aunque el maestro Juan es hombre paciente, y además cobra por sesión, pues está muy solicitado en muchas de las cecas de Francia, comienza a notársele un cierto hastío en el semblante tras la enésima suspensión del posado regio. Tanto, que en lugar de salir a perder el tiempo por las tabernas de las Tecenderías, prefiere esta vez, mientras el rey se retira en su litera, quedarse a dibujar el borrador de la moneda que al fin y al cabo le pagan por diseñar.

Mas como no hay forma de que el rostro del monarca muestre esa natural serenidad que los de su elevada magistratura deben observar, se divierte trazando sobre el cartón, y una vez muy bien compuesta la leyenda de la bordura exterior con letras muy claras, la única imagen que el rey de Navarra le ha ofrecido todos estos días. Así que aparece el rostro del gobernante de perfil, inclinado hacia delante, con el pelo revuelto, los ojos cerrados y la boca abierta, en trance de soltar un impetuoso estornudo, de tal suerte que hasta la corona está ya un palmo fuera de su acatarrada cabeza, representada justo en el momento de caer estrepitosamente al suelo...

Y aunque muy bien le parece a Juan de Esteve su dibujo, sabe que no es don Carlos hombre dado a demasiadas bromas, así que piensa que será mucho más conveniente romper el diseño en mil pedazos. Pero en el preciso instante en que va a hacerlo, llaman urgentemente a su puerta pues parece ser que el rey ha dado orden urgente de que acuda a su presencia. Y es que ha decidido acogerse al sagrado refugio de la iglesia de San Nicolás, donde espera que mediante la intercesión del beato San Blas, su garganta quede completamente curada y pueda dejar de toser tan abruptamente.

Y con las prisas de atender inmediatamente los deseos del monarca y cargar con sus aparejos de trabajo, olvida el maestro su heterodoxo diseño sobre la mesa. Y como suele suceder siempre en estas ocasiones, en las que se demuestra que el Demonio está siempre al acecho, al poco de salir el morlanés por la puerta de la torre del rey, llega allí mismo Bartuquet,  el recadero de los acuñadores, que llevan ya días esperando el diseño de la moneda que tienen que grabar. Y pregunta al ordenanza si el maestro ha terminado ya por fin su labor, y como los guardias le han visto trabajar toda la tarde, dejan pasar al muchacho a su habitación para ver si ha dejado algo encima de la mesa...

Y cuando los argenteros desenrollan el cartón, mucho se sorprenden del diseño, pero como ellos son simples oficiales, y jamás osarían cuestionar a un artista venido desde tan lejos y escogido expresamente por el rey, se ponen a la tarea rápidamente, que saben que tampoco es don Carlos hombre de demasiada paciencia. Así que pasan toda la noche replicando aquella extraña silueta en el centro de la que será nueva moneda navarra, de la que, como de costumbre, sólo se elabora una única pieza, al menos hasta que el rey dé su aprobación para realizar el resto de la tirada. Y cuando creen que su trabajo ha terminado frotan con mucho ímpetu la pieza para que la plata resplandezca en el estuche que Jucef el carpintero ha preparado para llevarla bien protegida a palacio...

Y al final la estancia del rey en San Nicolás se ha prolongado por las numerosas tabernas que hay por aquellas rúas, así que si San Blas tuvo a bien atender las súplicas del monarca, éste con su manía de beber vino muy frío ha vuelto a enlazar otro resfriado de padre y muy señor mío, aunque ahora no se dé cuenta por los vapores que los caldos navarros provocan. Y muchos de los que le acompañan en su correría, incluido el maestro monedero, también están igual de embriagados que su señor, por eso no es extraño que, volviendo tan tarde a casa, no tenga ganas don Juan de Esteve de comprobar si su irreverente dibujo está o no aún sobre la mesa.

Y apenas ha amanecido cuando llaman muy desaforadamente a la puerta de la habitación del maestro, aunque a él le parezca que es dentro de su cabeza donde golpean, porque a decir verdad, le parece que acaba de acostarse, y no está muy equivocado...

El rey vuelve a reclamar su presencia. Ahora en el propio palacio, aunque el mensajero no sabe para qué le busca. Allí sin duda se lo dirá él mismo...

Y vaya que si se lo dice, porque el resacoso morlanés es recibido a gritos por don Carlos, que lleva una cajita en la mano y no cesa de soltarle improperios, denuestos y amenazas de tormentos variadísimos por haberse mofado de esa forma de su real persona.

Y Juan no entiende nada, así que cree que esta manera de pasar la resaca a gritos será otra extraña costumbre navarra más, pero entonces, al ver el contenido del estuche, quiere que la tierra se lo trague, porque no entiende como ha podido ser, pero allí dentro está acuñado en plata el dibujo que hizo para su exclusivo divertimento, y ya se ve arrastrado por las calles de Pamplona o algo peor...

Pero entonces, sorprendida por tanto escándalo y griterío, entra en el salón la reina Juana pidiendo explicaciones, y entre el rey y el maestro consiguen por fin dárselas, así que ella pide ver la moneda en cuestión, y cuando la tiene ante sí no puede evitar reírse con muchas ganas, pues no puede negarse que está muy bien cogido el gesto de su esposo. Y como entre enamorados todo hace gracia, ella se niega en redondo a fundirla, como exigía don Carlos. Al contrario, ordena al maestro que perfore la pieza de marras y por aquel agujero pasa un fino cordón y la cuelga de su cuello.

-Así podré recordarte siempre cuando estés lejos, "mon petit enrhumé" (mi pequeño acatarrado) -le dice con un irresistible mohín de coquetería.

Y por este gesto de cariño salvó su cabeza don Juan de Esteve, que mucho se apresuró en cualquier caso a realizar un diseño más convencional para el retrato del rey y salir a uña de caballo de Navarra, no fuera a ser que se arrepintiera el voluble monarca. Y esa es la moneda que hoy día puede verse todavía  en museos y notables colecciones privadas. Aunque, fijándose muy bien, todavía puede distinguirse en ese busto regio la expresión de extasiado botarate que a uno se le queda a la mañana siguiente de beber mucho vino frío.


Y esta historia terminaría aquí, sino fuera porque Juana llevó siempre consigo esa singular medalla, de tal forma que incluso al morir en 1373 en París, tan lejos de don Carlos II, fue sepultada con ella en la basílica de Saint Dennis. Y allí seguiría seguramente si la madrugada del 23 de abril de 1793 no hubiesen sido saqueadas todas las tumbas regias por los revolucionarios que seguían los dictados de la Convención. Y puede que dijeran hacerlo en nombre de la Diosa Razón, pero el hecho cierto es que la mayoría sólo buscaba metales preciosos entre los despojos de los antiguos gobernantes del país.

Tres o cuatro anillos fueron arrancados de las descarnadas manos, pero al llegar a los restos de Juana, cuya mano derecha descansaba sobre la moneda de la que venimos hablando, muchos forcejeos y entre varios hombres muy fornidos hicieron falta para conseguir hacerse con aquél tesoro, que por obra y gracia de uno de aquellos bellacos acabó en la bolsa de una prostituta que ejercía su oficio junto al Sena.

Todo esto lo sabemos por la crónica que de aquella noche macabra dejó escrita Pierre Boileau, a la sazón proveedor del mercado de abastos de la ciudad de Paris, pero también enfebrecido coleccionista numismático, que si bien no pudo hacerse en aquel momento con "le petit enrhumé" -como todos los tratados de moneda medieval conocían desde siempre a la rarísima pieza, que se creía definitivamente desaparecida-, no dudó en seguir a aquél facineroso hasta el burdel junto al río, y allí esperó hasta poder amenazar con una visita a "madame Guillotin" a la momentanea dueña de aquella inopinada rareza.

Hasta la caída de Napoleón, Boileau conservó esa joya en su poder, e incluso se atrevió a proclamarlo con la publicación de un opúsculo titulado "Le petit enrhumé et la resolution du mystere". Pero precisamente querer presumir de su posesión le atrajo la ruina, pues con la llegada de Luis XVIII al trono, todos aquellos que habían participado en el saqueo de Saint Dennis fueron encarcelados y sus bienes requisados, pasando de esta forma la famosa moneda a las colecciones reales custodiadas en el Louvre.

Y allí se le hubiera perdido la pista definitivamente sino fuera porque Lord Winston Glaurie, un riquísimo hacendado escocés, aprovechó los disturbios provocados en abril de 1871 por la insurrección de la Comuna de París para incendiar una de las alas de aquel palacio, donde en medio de la terrible confusión, y despreciando a su paso obras maestras egipcias,griegas o mesopotámicas, sólo buscó la vitrina dónde se hallaba "le petit enrhumé", como dejó escrito en su libro "I did it for love" (Lo hice por amor), en el que explicaba que tras leer el folleto de Boileau, y desasosegado por los continuos rechazos amorosos a los que le sometía su pretendida lady Jane Ellis, resolvió obtener a toda costa la extrañísima moneda navarra con el ánimo de, por su intercesión, conseguir al fin el cariño de su amor imposible.

Lord Glaurie asegura que se la regaló el 17 de marzo de 1872, apenas unas horas antes de que lady Jane se casara con el duque de Northumberland, y que presente tan regio no la hizo cambiar de opinión. Así que parece ser que el efecto amoroso, si es que alguna vez "le petit enrhumé" lo tuvo, sólo funcionaba entre navarros. Lo cual, bien mirado, no está nada mal...

Y el caso es que en mi última visita a Normandía, en un desconocido pueblo cerca del campo de batalla de Cocherel, al entrar en un pequeño museo rural juraría que vi una moneda agujereada, de plata muy ennegrecida por el paso del tiempo, y con una postura muy rara del rey representado en su anverso...

Y quiso sonarme de algo, pero andaba yo entonces muy acatarrado, o muy enamorado, o muy enamorado y acatarrado a la vez, que es una manera muy dulce de pasar los resfriados, y no pude encontrar ya luego esa aldea, cuyo nombre había olvidado.

Pero sigo buscándola...  


© Mikel Zuza Viniegra, 2012