jueves, 22 de julio de 2010

EN COPA FRÍA



Octubre del año del Señor 1307.

Al fin el rey Felipe IV de Francia ha permitido que su hijo, el príncipe Luis, acuda a Navarra y sea proclamado rey en Pamplona con todos los honores que a él mismo se le niegan, pues las cartas enviadas a París por las Juntas de Infanzones no le reconocen el título, cosa natural pues la reina propietaria era su difunta esposa, la temperamental Juana…

Ni siquiera se lo conceden al príncipe. Al menos hasta que jure el Fuero. Así que bien entrado ya el otoño, una gentil comitiva sale de París en dirección sur, hacia ese agreste reino del que su madre tanto le hablaba, con sus reyes sabios, gigantes o poetas. ¡Díficil será estar a la altura! Aunque él sólo tiene 17 años, y tiempo habrá de igualar las hazañas de aquellos antepasados e incluso de superarlas…

Muchos hombres armados rodean a Luis, pues su astuto padre desconfía de la lealtad de los navarros hacia su inexperto hijo, cuyo rasgo de personalidad más destacado es una testarudez a prueba de bombarda, que muy pronto sus súbditos podrán conocer, pues no en vano acabarán apodándole "el Hutín"…

Pero Luis no piensa en política o en historia mientras se va acercando a la pequeña capital donde será coronado, sino que se regodea en la certeza de que aquel viaje es el primero que hace sin que los ojos de su padre vigilen hasta el mínimo detalle de su comportamiento. Y se siente el príncipe más libre de lo que se ha sentido nunca, y además el orgullo se le salta por las costuras advirtiendo que cuando vuelva a Francia, él será tan rey y soberano como su progenitor, pues será rey de Navarra y heredero de la corona francesa. Y en esas dulces reflexiones se le va el viaje hasta que cruza la frontera entre un reino y otro, y los administradores reales que trae consigo van ordenando a las tropas que deshagan las Uniones y Juntas de Infanzones tan dañinas para el honor y poder de la Monarquía.

Y cuando es alzado por fin sobre el pavés, puede Luis contemplar que la vetusta catedral de Pamplona está en tan mal estado como la dejaron las tropas de su abuelo el rey Felipe el Atrevido, cuando vinieron a pacificar a la levantisca ciudad de la Navarrería, hace más de 30 años. Pero ni aquella inminente ruina puede quitarle la sonrisa de la boca, porque ya es un rey ungido y coronado, tal y como dice la Biblia que fue tratado el rey David.

Y a la noche hay fiesta en el gran salón de palacio, y reina el contento y la alegría por doquier, pues vuelve Navarra a tener un rey propio que habita entre los navarros, y aunque Luis está acostumbrado al Beaujolais, al Provenzal o al Bordelais, los vinos que le van sirviendo sin descanso, y que a su oído suenan tan exóticos como “De Peralta”, “De Olite”, o “De Laguardia”, potencian sin tasa su regocijo, y hasta comienza a parecerle que las mozas navarras son mucho más bellas que las pavisosas doncellas francesas, incluida su mujer Margarita de Borgoña, que se ha quedado en Paris para evitar las incomodidades del viaje, y que a estas mismas horas celebra también ella una fiesta en la Torre de Nesle, que si su marido pudiera ver, tengo para mis entendederas que le darían muchas más ganas de beber, aunque esa es otra historia…

-Les femmes navarraises ont l’habitude d’avoir belle humeur, Monsieur–le susurra al oído su chambelán- y al joven rey le parece que tiene mucha razón. Y es a los postres cuando una delegación de nobles pide humildemente ser recibida, pues traen un misterioso presente para el soberano.

Va anunciando uno a uno sus nombres el portero, con muy solemne acompañamiento de trompetería:

-¡Dominus Juan de Velasco y de Viana, gran señor del Etxeko y de La Navarra!

-¡Dominus Ambrosio de Dicastillo, duque de Zoco!

-¡Dominus Joseph de Abarzuza, conde de Azanza!

-¡Dominus Martín de Campanas, marqués de Alaiz!

-¡Dominus Iesus Echavarri de Orkoien, señor de Usua!

-¡Lord Daniel de Baines, señor de todos los pacharanes de Navarra!

-¡Dominus Pablo de Esparza y de Villava, gran señor del Basarana!

Los siete inclinan su cabeza respetuosamente ante el rey, y de una caja muy bien sellada, extraen unas bellas redomas repletas de un líquido rojo como la sangre, que a la luz oscilante de las candelas, refulge como el más pulido de los rubíes o las espinelas. En otra caja que los criados abren con cuidado, va muy bien aplastada la primera nieve caída en la montaña más alta del reino, y dentro de ella unos cálices que, al contacto con el hielo, hasta duelen al tocarlos con la mano. Mas, según explican a Luis, a esa temperatura está mucho más rico el contenido de las redomas, que muy pronto es vertido en las copas y servido al monarca, que se relame de gusto, pues no ha probado en la corte de París nada parecido a aquel brebaje tan bermejo y dulzón.

Mucho le advierten los obispos, frailes y sacerdotes de que tenga cuidado con aquel entrañable jarabe, pues no conviene abusar de sus efectos, pero considera Luis, como todos los jóvenes, que él ya sabe muy bien cuál es su medida, y continúa toda la noche bebiendo aquél néctar con sus amigos, siempre bien abastecidos por los siete nobles, a los que en el calor de la velada el rey ofrece tierras y señoríos sin cuento al otro lado de los Pirineos. Y, cuando el sol se eleva sobre los tejados, las redomas aquellas han quedado tan vacías y limpias que, si hubiera habido ches o cuacho docenas más (obsérvese el dulce acento estellés), también hubieran sido “confiscadas” por la regia comitiva.

Y es fama que el rey Luis I de Navarra apenas habitó dos meses en su reino, y que de esos 50 días, 20 los pasó en cama con la mayor resaca que conocieron los reyes franceses desde tiempos de don Carlomán, y que cuando aquellas nuevas fueron llegadas a la corte de París, ordenó el rey don Felipe que le surtieran los siete nobles navarros de varias cajas de redomas de aquellas, pues también quería él probarlas, que mucho le había hablado su esposa de aquel licor tan feliz y regocijante…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 18 de julio de 2010

VIBRA EN TI NAVARRA ENTERA...


Armas de Navarra en el
"Libro del conoscimiento
de todos los reinos".
Siglo XIV.

Cuentan las crónicas del libro de los Teobaldos que el escudo que los reyes de Navarra llevaban al entrar en batalla fue siempre completamente blanco. Tan sólo la bloca que le servía de refuerzo, fundida con el oro que los romanos encontraron en Aralar, y la piedra preciosa que tenía atrapado en su interior todo el verde de Sorogain, destacaban sobre la plata bruñida que, embrazada por el soberano, servía de guía y ejemplo al resto de los guerreros.

Fueron numerosísimas las ocasiones en las que aquel escudo demostró su temple perfecto, y aun pareció a muchos de sus portadores que tenía el poder de reforzar su valor cuando el rival apretaba en la contienda. Por eso cuando don Teobaldo el Trovador consiguió detener una nueva invasión del reino realizando tan temerarias e inauditas hazañas que a todos pusieron espanto, muy pocos se fijaron en su sobreveste desgarrada por decenas de impactos de flecha, espada y puñal, pues mucho se había introducido entre las tropas enemigas. Así que aunque la victoria fue finalmente suya, también fue aquel su último día sobre la Tierra.

Y cuando se dieron cuenta de que su buen rey había muerto, lo colocaron sobre su escudo y se pusieron en marcha hacia Pamplona, pues el Fuero ordenaba que allí debían ser enterrados los monarcas navarros.
Por todo el camino salían al paso de la fúnebre comitiva muchos hombres mesándose las barbas y arrojando ceniza sobre sus cabezas, y también muchas mujeres llorando por aquel que yacía tan pálido ya como su broquel, pues había sido justo y bueno con todos.

Llegados a la catedral de Pamplona, y cuando se disponían a aposentar el cuerpo sobre el altar, pudieron observar como la plata del escudo había quedado teñida por la sangre del rey, que había ido derramándose por la multitud de heridas que cosían el cadáver, de tal forma que en vez de la blancura que cegaba a los adversarios cuando el sol resbalaba por el albo metal, ahora un bermejo intenso hacía refulgir más aún que antes el oro y la gema que lo ornaban.

Mas como no toda la plata había quedado cubierta, fueron dadas órdenes a los mensajeros reales de que anunciaran la infausta nueva a todo el pueblo de Navarra, y también de que pidieran a tan leales súbditos que vinieran a despedir por última vez a su señor natural, que ahora cabalgaba definitivamente hacia la gloria eterna.

Y fue notable la pena que se extendió por el reino cuando se conoció la noticia, y mucho sorprendió a todos que el escudo de los reyes de Navarra no fuera ya de color blanco, por lo que cuando a los pocos días una multitud fue llegando a Pamplona, ninguno de los adustos guardias que velaban el cuerpo impidió que muchos mostraran su respeto al viejo rey ayudando a cubrir completamente los trozos del escudo que aún permanecían con su color original.

Y era de ver cuando aparecieron los representantes de la morería de Tudela y ofrecieron la alheña con la que sus mujeres decoran su cabello y todo su cuerpo, hechizando la voluntad de quienes las contemplan. O cuando llegaron los labradores de Olite y vertieron el más bermejo de sus vinos sobre las armas regias. O cuando los hebreos de Estella extendieron el tinte rojizo que solían emplear en la confección de sus tejidos más lujosos. Y vinieron desde lo más profundo del valle de Esteribar portadores de cestos llenos de pacharanes recién recogidos, e igual que quienes les habían antecedido en tan respetuosa ofrenda, enjugaron el escudo con el líquido de tan nobles frutos. Y se llegaron también ante el difunto don Teobaldo los hidalgos del Baztán, que traían consigo sacas de finísimas marrubiak, y también muchos caballeros de Izagaondoa, que habían recolectado con sus propias manos las korostias de los acebos que defienden el impenetrable bosque que rodeaba el castillo de Leguin. Y el regalo que las bellas damas de Tafalla aportaron, fueron las rosas más rojas y fragantes de sus jardines, y aún llegó al templo una delegación del equipo que justa sus torneos a la vera del río Sadar, cuyos representantes prometieron ante tan cortés demostración, que a partir de entonces nunca jamás lucirían otros colores que los siempre triunfantes del rey de Navarra. Los últimos en comparecer, como si quisieran rubricar con el favor del cielo la ceremonia, fueron los monjes de Irache y Leyre, que trajeron sendas redomas llenas de la tinta cobriza con la que escribían sus libros y dibujaban sus beatos…

Nadie volvió a echar nunca más en falta el color blanco en la divisa de Navarra, pues ese color es casi siempre el favorito de farrucos y atorrantes, más amigos de los maravedís que del sentimiento verdadero, y de esta forma el siguiente Teobaldo que se sentó en el trono de Navarra sancionó con su sello, naturalmente de cera roja, un decreto que reconocía a todos los efectos legales que la sangre vertida por su padre y los dones aportados por su pueblo, merecerían pasar en adelante a todos los armoriales heráldicos que quisiesen dar a conocer cuáles eran las armas del reino de Navarra.


Y esto es lo que dice el ya mencionado libro, y también muchos otros que se escribieron después.
Habrá quien quede convencido, y quien crea que todo esto no son más que supercherías.
Y quizás ambos acierten en su juicio…





© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 14 de julio de 2010

Y MI PALABRA ES LA LEY...


Otro ilustre y egregio
simpatizante de La Jarana...


-¿Pero dónde habrá ido ésta? –piensa mientras recorre con su mano el vacío que ella ha dejado al levantarse de la cama.

La luz de la tarde se filtra por la persiana y se clava en su adolorido cerebro como puñales brillantes. Aún seguiría durmiendo si no hubiese oído cómo daban las cuatro en el reloj de la cercana catedral. Quizás sería buena cosa mandar al campanero a pasar una temporada al castillo de Monreal…

Se incorpora con cierta dificultad y siente inmediatamente la boca pastosa, como si hubiese comido dos o tres bolsas de los polvorones que Maese Molinero elabora en Arroniz. Pero no recuerda haber comido nada la noche anterior. Bebido sí, y mucho. Es que resulta difícil negarse a tanta invitación. Y siempre con vino de Navarra, claro. Qué menos.

Y luego está lo de Agnes, que la pobre sólo bebe cerveza y no sabe lo que se pierde. Seguro que se ha ido por ahí con sus parientes alemanes…

Tira del cordón esperando que aparezca algún criado. Pero al tercer tirón se acuerda de que hoy les concedió el día libre. ¡Maldición! ¿Dónde estará guardada la ropa blanca? Él se pondría la misma de ayer, pero huele tanto a ese sahumerio vegetal que, envuelto en un pergamino muy delicado, hacen quemar los turcos de la embajada del Soldán, que no hay quien lo aguante. La verdad es que él también usó bastante de ese entrañable producto ayer, y ahora le suenan los pulmones como el fuelle del herrero de Beriain…

Abre la ventana y el sol le deslumbra haciéndole cerrar los ojos, cuyo reflejo le devuelve el azogue. Están tan rojos como los que una vez vio que tenía un transilvano que pasó por Pamplona haciendo la ruta del Ajoarriero…
De Zugarrondo le llega un barullo tremendo. Es lo que tiene vivir en plena Navarrería, por mucho que lo hagas en un palacio tan grande como éste, aunque ahora esté totalmente vacío y él sea el único que recorre sus espaciosas salas. Precisamente en la mesa de la estancia principal hay un mensaje garabateado por la gótica letra de su mujer:

-Han pasado tus amigos a recordarte que hoy te toca a ti llevar la merienda a los toros. Yo me voy con Marlene y el señor de Beckembauer a las barracas. Nos vemos luego. Besos.
Y aléjate de esa humo de los turcos, que apestas.

La merienda… ¡Pero si son las cinco y media! Más vale que ha encontrado un pantalón y una camisa que, si no totalmente blancos, ofrecen una irisación bastante cercana. De lo que sí se acuerda bien es de quien preside hoy la plaza: su padre, el que no le cede el trono de Navarra. Pero se va a enterar de la pitada que le vamos a dar…

Así que en lugar de la faja y el pañuelico rojos, se los pone de color azul, que al fin y al cabo son la divisa de sus abuelos los reyes de Francia, para que rabie su progenitor. Y además son también los colores de cierta agrupación sita en el rincón de Pellejerías de la que forman parte muchos de sus amigos. Y se pone un gorro rojo, que es con el que le gusta ser retratado en todas las imágenes oficiales, y sale a la calle dispuesto a hallar un lugar donde pueda hacerse con algún bocado con el que satisfacer a sus amigos.

Lo encuentra al fin cerca ya de la plaza, aunque debe pagar a Abraham Kuant-Okobro casi todo el contenido de su faltriquera por apenas media docena de emparedados con un jamón tan fino y transparente como las vidrieras de San Nicolás. Y lo peor ha sido que el vino ni siquiera es de Navarra, sino de Valdepeñas, que está en el reino de Aragón.

-O lo tomas o lo dejas –le ha espetado el ladino comerciante-. Y por lo avanzado de la hora no ha tenido más remedio que aceptar, no sin pararse a pensar muy detenidamente la mazmorra en la que lo hará encerrar mañana mismo…

El sol cae a plomo sobre el tendido, y el vino y lo exiguo de los bocadillos hacen a sus amigos dudar de una de las virtudes cardinales que ha de poseer un príncipe: la magnificencia y la generosidad. Él se disculpa lo mejor que puede, y hasta se alegra de que Agnes se haya ido a la feria, pues con eso de ser de tierra extraña, habría acabado llevándose encima de su atuendo todo el vino aragonés, y no es cosa de que las ropas se ciñan demasiado al cuerpo, que se entrevé todo…

Pero en ese momento sale el rey Juan a la tribuna, y se lleva una bronca descomunal por parte de la zona donde el príncipe y sus amigos se han puesto ya de pie.

-Una minoría. Sucios beamonteses, Majestad –le recuerdan al rey sus consejeros-. Pero el viejo no quita el ojo de donde sabe que suele sentarse su hijo, y se da cuenta también de cómo éste tiene la valentía de sostenerle la mirada, e incluso de saludarle burlón tocándose el sombrero...

Y justo en ese momento una ruidosa banda de juglares comienza a entonar una bella balada que dice:

"No tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo el rey.

Una piedra en el camino
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar…"

Y al gritar con toda la atronadora concurrencia “¡Rodar y rodar!”, le parece al príncipe Carlos que aquella canción tendrá en el futuro mucho que ver con él mismo, pero piensa también que ahora no es momento de tristezas sino de divertirse con sus amigos, así que tira lo que queda del Valdepeñas, y se lanza a por unas botellas de Príncipe de Viana, que siempre es un vino mucho más agradecido.

Y el narrador detiene en este mismo punto la historia de Carlos, de Agnes, de Juan, de Abraham y del herrero de Beriain, porque se va a los toros él también, prometiendo que beberá navarro y fumará turco o de lo que haya...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 1 de julio de 2010

ES AMOR FUERZA TAN FUERTE...



Olite, 1444.

Cuando Agnes de Kleves llegó, hace cinco años, María de Armendariz ya estaba allí.

Incluso cuando Carlos fue a conocerla por primera vez a Estella, se la llevó consigo. Y no es que la desprecie o que la odie, aunque le gustaría que la sedienta mirada con la que él la busca en las audiencias o en los mercados, fuese dirigida también a ella alguna vez.

Le resultó muy duro admitir que a ella simplemente la apreciaba, aunque fuese con una estima tan cargada de afecto como sólo alguien tan bueno como Carlos podía ofrecer, pero que a quien él amaba realmente era a María. Y claro que había habido buenos momentos en todo este tiempo: las romerías a Ujué, los versos dedicadas por el príncipe y sus amigos poetas a la flamante esposa, el cariño de un pueblo acostumbrado a la paz desde los tiempos del viejo rey Noble…

Pero por más que intenta quedarse con los mejores recuerdos, no puede evitar sentirse una segundona en el corazón de Carlos, tan enamoradizo e ingenuo en su felicidad al lado de María, que no advierte que su padre va haciéndose poco a poco con todos los resortes del poder. Agnes se lo ha advertido muchas veces:

-El rey nunca te cederá el trono de Navarra, Carlos, y ya no tienes a tu madre para que te proteja, como cuando eras niño…

- ¿Cuándo se ha visto que un padre persiga a su hijo, mi señora? Nuestra vida no será una tragedia de esas que escribieron los griegos y que tanto me gusta leerte.

Y Agnes calla, porque Carlos nunca le ha leído esas obras que dice. La habrá confundido con María…

Y se traga el orgullo, y a ratos lamenta no vivir en tierra de moros, donde ha oído que el varón puede tener varias esposas, porque lo cierto es que ella le ama tanto que no le importaría compartirlo con otra, y prolongar eternamente, a pesar de su íntimo dolor, aquel dulce aburrimiento de la corte de Olite, que extiende su benéfico influjo por todo el reino, el único de la cristiandad que no está herido por la guerra.

No es tonta. Sabe que aquello no puede durar; que su obnubilado esposo chocará más temprano que tarde con su padre, y que éste le hará trizas, porque la compasión o el amor paterno nunca han estado entre sus virtudes, aunque no tiene muy claro que su suegro posea alguna. Además, ha leído en su salterio que los buenos mueren siempre jóvenes, así que no duda de que Carlos, e incluso ella misma, no conocerán las sienes plateadas ni los demás achaques de la vejez.

Y una mañana se da cuenta la princesa de que está en cinta. Y en el mismo momento comprende también que aquel niño, o aquella niña, crecerán sin padres, y que será su abuelo quien acabe moldeándolos a su pestífera imagen y semejanza. Que nunca aprenderán la historia del reino que les contaría su padre, ni las dulces palabras que tiene la lengua flamenca para tratar de amores que les enseñaría ella, ni comerían sanjaymetas en Ujué, ni querrían apiadarse de los corzos que en Aralar se pondrían al alcance de sus ensangrentadas ballestas…

Y sale de atardecida al maravilloso jardín del palacio, y recoge allí hierbas que sólo las mujeres conocen: la ruda, la corona real, las agujas fragantes de las sabinas… Y hace con ellas un emplasto y una infusión. Y cuando llega la noche y ya toda la corte se ha retirado, sólo se oyen los gemidos de Carlos y María en una habitación cercana, pues a pesar de que el castillo posee tantas como días tiene el año, no son éstas suficientes como para evitar que el amor herido alcance a oírles.

Y en la soledad de su cuarto, comienza la poción a hacer efecto, y a cada suspiro de los amantes responde Agnes con un grito de dolor amordazado, pues siente como si su vientre contuviera todo el fuego del infierno y cómo la sangre va brotando de su interior mezclada con el verde del beleño. Y cree agonizar, y a pesar de todo está contenta, porque si muere ahora no verá sufrir a Carlos ni al hijo que ya nunca tendrán, convertido en un tirano como su abuelo Juan...

El amanecer la sorprende aterida y desmayada entre las sabanas que ella misma ha preparado para sus propósitos y, aunque le duelen atrozmente las entrañas, se abriga todo lo que puede y recoge hasta la más mínima evidencia de lo que allí ha ocurrido esa noche. Lo envuelve todo en un hatillo y lo arroja al foso más oscuro del palacio.

A la tarde hay baile en el gran salón. Ella, tan blanca como las grandes damas del Norte, no llama la atención por su palidez ni por su gesto de dolor, que a duras penas logra disimular. Pide permiso a Carlos para retirarse.

Cuando abandona la estancia, observa de reojo como Carlos abre obsequioso la danza con María, y una lágrima resbala silenciosa por su mejilla. No por celos, como alguna de sus damas piensa apenada, sino porque le parece a Agnes que suena aquella música como el coro de los ángeles fúnebres, que entonan el Requiem por ellos dos y por Navarra entera…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010