sábado, 17 de noviembre de 2018

EL CAPITÁN VILLARREAL Y YO

En los largos veranos de Pedroso, la misa de los domingos era una cita ineludible a la que ineludiblemente también solía llegar siempre tarde, apurando hasta el tercer toque de la cantarina campana en casa, y bajando acto seguido corriendo hasta entrar, intentando hacer el menor ruido posible -lo que resultaba complicado, dado el tamaño de las puertas del cancel de la iglesia, decoradas con dos sentencias que a mí me parecían que habrían sido dictadas por el Tribunal de la Inquisición: "En la casa del que jura, no faltará desventura", y "Esta es casa de oración, y no de conversación". En todo caso, nadie las hacía ya demasiado caso, y lo que es al final del templo, donde nos sentábamos los chavales, casi siempre en un banco en el que alguien -vete a saber cuándo- había grabado la palabra "Keleto", las conversaciones eran largas y provechosas, pues normalmente versaban sobre la rapidez a la que saldríamos en cuanto el cura dijese: "podéis ir en paz".

No obstante, otras veces, ya fuera por el calor ambiental, o porque la prédica desde el altar resultara más aburrida aún que de costumbre, una especie de sopor o modorra invencible caía sobre la parte masculina de los fieles -las mujeres se sentaban todas en los bancos de delante- y, si estabas atento, podías pasar un buen rato apostando a ver quién iba a ser el siguiente en dar una buena cabezada o incluso en roncar sin miedo al castigo divino. Se acababan también las ganas de hablar o de contar cuántos murciélagos podían salir de las capillas en plena misa. Todo era entonces silencio y sueño...

Debió ser en una de esas ocasiones casi a punto de cerrar los ojos arrullado por el sermón parroquial, cuando reparé por primera vez en un cuadro que colgaba, sin marco, junto a la puerta de entrada. Representaba a una especie de mosquetero (al menos iba vestido igual que los de las películas), con larga melena, bigote y perilla, y además llevaba una magnífica espada de la que se adivinaba una empuñadura de lujo sobre la que reposaba su mano izquierda. Con la derecha sostenía un elegante sombrero, junto a una mesa cubierta de seda roja, en la que se veían pluma, tintero, y una carta en la que resultaba imposible, desde donde yo  me encontraba, leer que ponía.


EL CAPITÁN JUAN DE VILLARREAL ALMARZA Y MORENO
NATURAL DE PEDROSO (LA RIOJA)
HACIA 1670
Para más señas, el lienzo estaba colocado justo encima de una especie de huchas excavadas en la pared que llevaban escrito en las puertas que las protegían algo así como "Pan de San Antonio" o "Pan de los Pobres", no recuerdo bien, pero que por la antigüedad que aparentaban yo imaginaba siempre llenas de doblones o escudos de oro. A veces echaba yo dentro alguna peseta, sólo por oírla caer sobre ellos, y poder corroborar así, por el tintineo, si era cierto que estarían repletas de monedas de aquellas que sólo aparecen ya en los cofres de los piratas.

No creo -ahora- que al abrirlas en alguna restauración aparecería doblón alguno, pero si salieron varias pesetas (puede que hasta algún duro incluso) de la época del Mundial 82, puedo asegurar sin temor a equivocarme que primero estuvieron  en la cartera de mi padre o de mi madre. Conste que, como he dicho, lo hacía como experimento científico-numismático.

Muchas veces, desde aquella primera, me fijé yo desde nuestro banco en el caballero, que resultó tener el grado de capitán y llamarse Juan de Villarreal Almarza y Moreno, según rezaba la inscripción que tenía a sus pies, y que sí que se podía leer desde abajo. Pero la carta sobre la mesa seguía sin poder leerla... Tuve que esperar a un toque de campana especial, que sólo se daba justo antes de fiestas, para que quien quisiera acudiese a limpiar la iglesia, para, encaramado a una endeble escalera de doble hoja, ponerme casi a la misma altura del capitán y leer al fin: "A Pedro Lázaro Ruiz, pintor, mi amigo, que Dios guarde, con dos mil pesos..."

Dos mil pesos... Sonaba a fortuna de las grandes, no en vano parecía ser que el capitán Villarreal, hijo de la villa de Pedroso, había llegado a ser Gobernador General de México allá por el año 1670, aunque nunca había forma de probar de dónde sacaban ese dato los contadísimos libros que hablaban del personaje, y que a lo largo de los años pude consultar. Tampoco era que me importase mucho entonces ni ahora qué es lo que llegó a ser realmente el paisano representado en aquel cuadro.

No, prefería y prefiero imaginármelo tomando agua de limón para refrescarse mientras descansa de su sesión de esgrima, durante la que ningún contrincante puede siquiera soñar con alcanzarle, pues es legendaria su rapidez y destreza, adquiridas ambas, sin duda alguna, cuando siendo niño la pelota escapaba rodando de la plaza, y había que lanzarse a por ella calle abajo, desbocado ante el miedo de que acabase en la Cueva, si no la alcanzabas antes. O puede que su técnica fuese también perfeccionada esquivando las piedras que lanzaba Mario con puntería certera, si veía a los chavales encaramarse al muro para coger sus avellanas. O quizás corriendo en la Rampla al otro lado de la pared del frontón, para poder ver dónde caía la pelota y no darla por perdida.

O me imagino también al capitán Villarreal en una de sus campañas en los desiertos mexicanos, añorando el agua helada de Fuentepiojosa, o lo veo capaz de subir los cerros más altos, tarea poco dificultosa para quien desde muy pequeño subía y bajaba del Serradero sin despeinarse, siendo capaz asimismo de deslizarse desde los muros altos de las fortificaciones virreinales hasta el suelo, empleando la técnica aprendida en los resbaladeros cubiertos de paja del Carrascal.

O echando de menos las noches en las que el cielo de agosto se llena en la Carrera o el Patrocinio de las estrellas que caen vertiginosas. O adivinando la hora que es sólo con mirar la peña del Reloj, allá enfrente, en Tobía. O mirando el monte San Lorenzo nevado desde el camino del Roble. O haciéndosele la boca agua con las sabrosas tortas que maese Sobrón elabora en Baños de Río Tobía, aunque sus médicos le digan que es mucho más sano comer sólo nueces, cosa en la que él está en el fondo totalmente de acuerdo, por eso repite siempre a quien quiera escucharle que las mejores nueces de Europa y de América son las de Pedroso. Con el barco correo de Yucatán se hace traer todos los años un saco, aunque para cuando llegan a México están ya un poco secas, pero bien molidas curan cualquier enfermedad o melancolía...


Sí, así me imagino yo al Capitán don Juan de Villarreal, al que ahora le hacen hasta estupendas visitas guiadas y a quien sé que pusieron todavía más guapo en una reciente restauración, y que hasta lo llevaron a una Gran Exposición sobre el Barroco en La Rioja.

Aunque siguieron dejándole sin marco, probablemente porque así tiene mucho más fácil bajar a mezclarse con sus paisanos y paisanas, al menos alguna noche de Fiestas en el bar de Fidel. Creo que una de esas veces tuve que pagarle yo su vaso de ron, porque según me dijo no tenía más que doblones en su faltriquera, y esa ya no es moneda de curso legal más que en los sueños. Sobre todo en los que nacen en la infancia...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

martes, 13 de noviembre de 2018

9º ARTE

Castillo de Monreal, 13 de noviembre de 1358



-Majestad, el enviado del Príncipe Negro de Inglaterra ha llegado. 

-Hacedlo entrar cuanto antes, ¿cómo habéis dicho que se llama?

-Stan Lee, mi señor. 

-¡Mirad que tienen nombres ridículos estos ingleses! Si no fuera porque los necesito para alcanzar el trono de Francia, no querría tratar con ellos ni en pintura. Pero silencio, que ya entra en el salón...

-¡Mesire Charles de Navarra, qué alegría me da conoceros al fin!

-¿Habéis oído hablar de mí, mister Lee? Espero que algo bueno...

-¡Por supuesto, Majestad! ¿Quién se atrevería a hablar mal del rey Carlos de Navarra, presunto heredero también de la corona de Francia?

-¿Presunto? Mal empezáis, mister Lee.

-Recordad que me debo a mi señor, el príncipe Eduardo de Inglaterra, también llamado Black Prince, también llamado Son of Storm, también llamado...

-¡Conozco bien sus apodos, que bien que paga a sus heraldos para que los repitan sin cesar por toda Aquitania, no hace falta que me los repitáis! ¿Qué es lo que quiere ahora mi primo Eduardo?

-Quiere ofreceros la ayuda de varios mercenarios que implementarán vuestras capacidades bélicas en la guerra contra el rey francés, mi señor.

-¿Implementar? Jamás había oído esa palabra... ¿Es acaso  alguna estrategia de mercado inglesa para que el resto de los mortales no entendamos nada?

-Nada de eso, Majestad. Tan solo os hablo de un Cluster de héroes que buscan sinergias para, combinando sus poderes, alcanzar un resultado óptimo. 

-Pues me quedo igual, no entiendo nada de lo que decís... ¿Me tomáis por tonto acaso? Porque tengo mucho sitio en mis mazmorras para los que lo hacen...

-Nada de eso, mi señor. Os lo explicaré mediante dibujos, para que no haya duda de qué o de quiénes os estoy hablando. Aquí tenéis el primero de la fantástica lista de colaboradores que os ofrece el príncipe de Inglaterra. Ved su preciosa armadura, confeccionada a su medida en Milán. Su nombre es: Doctor Muerte...

-Con ese nombre será buen soldado...

-Además es también rey, mi señor. De Latveria, un país en medio de los Balcanes que se complace bajo su tiranía. 

-Bueno, si es rey comprendo mejor su apelativo, que es muy fácil denigrar a quien gobierna. A mí mismo, sin ir más lejos, hay quien se empeña en llamarme "Malo". Pero qué curioso, en cuanto les corto sus lenguas, dejan de hacerlo...

-¡Oh, que prodigio de sensibilidad y gracia sois, mi señor don Carlos!

-Basta de hacerme coba y seguid con vuestra lista. ¿Quién es este bergante, por ejemplo?

-Este es Peter Parker, mi señor, un leal súbdito del rey Eduardo, hasta que un día le picó una araña recién salida de la pila de agua bendita de la catedral de Chester, e imbuida por tanto de poderes casi divinos, los cuales transmitió con su picadura al infeliz Parker, huérfano de padres que vivía con sus tíos Ben y May, y estaba prendado de la bella Mary Jane, que no le hacía ningún caso...

-¿Pero qué novela de caballería me estáis contando, don Stan? ¡Yo necesito guerreros de verdad, y no neuróticos arácnidos!

-¡Entonces este otro os vendrá de perlas, mi señor! Se trata de un semidiós venido de Asgard, que maneja un martillo mágico y puede hacer que llueva y truene donde le plazca! Se llama Thor...

-Hablaré con mi Servicio Meteorológico para que le den un empleo en las Bardenas, me comentan que empiezan a estar muy secas. Si ese Thor puede hacer llover donde quiera, allí será muy bienvenido, aunque tampoco le veo utilidad guerrera alguna. Me parece que me estáis haciendo perder mi valioso tiempo...

-No, simplemente había dejado al mejor para el final. Se trata de un prodigioso alquimista llamado Bruce Banner, que buscando la piedra filosofal se vio bañado por unos rayos que lo transforman, cuando se enfada, en una criatura de piel verde y fuerza descomunal que no puede ser controlado por nadie. 

-Pues si no puede ser controlado por nadie, ¿para que lo quiero yo? ¿No será que vuestro príncipe Eduardo quiere librarse de todos esos vagos y ha pensado: ¡vamos a colárselos al rey de Navarra, que tiene cara de gilí! ¡Guardias, a mí, poned preso a Stan Lee!

-¡Una orden que rima! ¿Puedo utilizarla en el guión de mi próxima historia, Majestad?

-Haced lo que os plazca con ella. Vais a tener mucho tiempo para escribir siendo mi huésped en la oscura espelunca de Monreal. ¡Y no se os ocurra llamar a ese bretón endiablado que sé que lucha también para vosotros. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí: el Capitán Armórica! Si veo aparecer su escudo por aquí, vos pagaréis las consecuencias, os lo juro. Otra cosa sería que llamaseis en vuestra ayuda a esa heroína tan hermosa llamada Tormenta, que en el cine fue interpretada por una súbdita nuestra llamada Halle Etxe-Berry...

-A quienes voy a llamar para que me liberen es a los Cuatro Fanáticos, unos dominicos que van quemando herejes por todo el Languedoc. Os vais a enterar, don Carlos.

-Pues entonces llamaré yo al Jabato y al Guerrero del Antifaz para que me defiendan. Y ya si me tocáis mucho los perendengues, también a mi amigo el Capitán Trueno, y entonces sí que os daremos una paliza que no olvidaréis jamás los malditos sajones, por querer quedarse con el mercado de los tebeos en exclusiva. Aunque si mandáis a la Bruja Escarlata a parlamentar conmigo, quizás os perdone...


Y ESTO FUE ESCRITO PARA RECORDAR AL MÍTICO EDITOR DE TEBEOS DE LA MARVEL, STAN LEE, QUE FALLECIÓ AYER A LOS 95 AÑOS, Y AHORA MISMO DEBE ESTAR DEBATIENDO CON GALACTUS CUÁL ES LA MEJOR MANERA DE CONQUISTAR LA TIERRA. THANKS FOR ALL, MR. LEE.



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

jueves, 4 de octubre de 2018

EL ESCUDO DESAPARECIDO DEL ARCEDIANATO DE LA CATEDRAL DE PAMPLONA


Se cumplen unos cincuenta años de una de las mayores barbaridades urbanísticas cometidas contra el patrimonio histórico-artístico de Pamplona, tan sólo superada -a mi humilde entender- por el holocausto arqueológico de la Plaza del Castillo y, en un futuro muy cercano, porque en esta ciudad el gusto por el horror no se detiene nunca, por la construcción de las torres en el solar de Salesianos, que arruinarán el paisaje que durante siglos ha mantenido Iruña para siempre.

Me estoy refiriendo a las horribles "Casas de los Canónigos" de la calle Dormitalería, que a su intrínseca fealdad sumaron además la nefasta consecuencia de aislar y ocultar el maravilloso patio del Arcedianato para siempre. A tantos años vista, podríamos preguntarnos con mucha razón cómo pudo el Ayuntamiento dar permiso para una actuación tan desdichada, pero no os preocupéis, porque el Ayuntamiento no concedió licencia alguna, sino que el obispo de entonces secundado por los propios canónigos -el Dios de la belleza se lo tenga en cuenta el día del Juicio Final- hicieron lo que les salió de la mitra y de la casulla, y derribaron las viejas casas que daban un sabor único a ese lugar. Total, para levantar los desaboridos bloques de pisos que ahora podemos lamentar. Pamplona, en estado purísimo...

El caso es que el Arcedianato tenía una puerta gótica (tardogótica más bien) que, que sepamos al menos, esos auténticos homicidas artísticos no se molestaron tampoco en conservar, aunque tampoco les hubiera costado gran cosa mantenerla en su sitio, porque no era tan grande, pero vaya... En la clave de esa puerta, lucía un escudo donde campeaban orgullosas las armas de los Beaumont, una de las dos sagas familiares que contribuyeron a desangrar Navarra desde mediados del siglo XV.



Son muchos los autores locales que se han ocupado de este desastre arquitectónico: Urmeneta, Uranga, Arazuri y más recientemente Mendiburu, pero quien me permite ahora evocar cómo era ese escudo es Pedro García Merino, que desde mediados de los 60 publicó en la revista Pregón una estupenda serie de paseos por el barrio de la Navarrería, en los que trató sobre casi todos los escudos que lucían en las fachadas de las casas, algunos desgraciadamente ya desaparecidos, como este del que os voy a hablar, aunque no esté de acuerdo con la explicación que dio sobre su posible ordenante. Veamos lo que García Merino dijo en el número de Otoño de 1964:


"Sobre la puerta gótica de esta casa hay un escudo episcopal, que posiblemente perteneció a don Carlos de Beaumont, elegido obispo de Pamplona por el cabildo catedral, a propuesta del príncipe de Viana, el año 1457, en contradicción con el candidato agramontés, don Martín de Amatriain, al que apoyaba Juan II".

Ocurre que esa casa, que ocupaba los números 3 y 3bis, situada justo al lado del palacio donde hoy en día se halla la librería diocesana, era conocida desde muy antiguo como "Casa del Arcediano de la Tabla", uno de los cargos más importantes -y también el que más medios económicos tenía a su disposición- del cabildo.

Y efectivamente, el citado Carlos de Beaumont fue elegido como obispo, aunque su nombramiento no fue aceptado por el Papa, pero hasta ese momento, había ostentado el cargo de Arcediano de la Tabla, por lo que podría haber sido él  quien ordenase la construcción de ese portal. Sin embargo, tanto el diseño general del pórtico -al que mucho más tarde se le añadió una hornacina con la figura de san Francisco Javier- como el del propio escudo, me hacen pensar que el personaje a quien realmente podría adjudicarse esta fachada es a Juan de Beaumont, que siguió casi miméticamente la trayectoria eclesiástica de su antecesor y pariente, aunque medio siglo después.

Siguiendo al gran Goñi Gaztambide, en su tomo III de la Historia de los Obispos de Pamplona, Juan de Beaumont fue nombrado por la Santa Sede en 1510 (cuando todavía era menor de edad) arcediano de la Tabla de la catedral de Pamplona. De hecho tras los consabidos recursos y protestas, tuvo que ser su padre, el señor del palacio de Arazuri, llamado también Juan de Beaumont, quien tomara posesión del cargo en calidad de procurador de su hijo. El caso es que en 1520 murió el obispo de Pamplona, Amaneo de Labrit, y la mayoría del cabildo, reunido en sesión el 20 de diciembre, escogió como sucesor al agramontés Remiro de Goñi, pero una minoría escogió a Juan de Beaumont, repitiendo punto por punto la división que se daba en la sociedad navarra de la época.

Juzga Goñi Gaztambide:

"Juan de Beaumont no podía competir con él ni en ciencia ni en experiencia, aunque sí en ambición. Era arcediano de la Tabla desde 1510, pero no  hizo nada notable. Murió joven en 1528. Juan de Beriain, de 99 años de edad, declaró en 1579 que Juan de Beaumont "fue a la corte de Castilla, donde fue electo obispo de Huesca y, viniendo para Navarra, murió en el camino". Las fuentes contemporáneas ignoran tales circunstancias. Sin embargo, si sabemos que Francés de Beaumont, que estaba luchando en la guerra de los comuneros, pidió licencia para dirigirse a Alemania a fin de solicitar personalmente la mitra de Pamplona para su hermano Juan de Beaumont".

Este Francés de Beaumont no era un personaje cualquiera, pues fue uno de los principales comandantes hispano-beaumonteses en la batalla de Noain de 1521, en la que Navarra perdió definitivamente la independencia, y de hecho fue ante quien se rindió Asparrots, el jefe del ejército franco-agramontés. El caso es que el emperador -como de costumbre- hizo caso omiso a la decisión del Cabildo pamplonés y a la petición de su lacayo Francés de Beaumont, y se negó a aceptar los dos nombramientos.

El Cabildo corrió a justificarse ante Carlos V:

"Tristán de Beaumont, hermano de Juan de Beaumont, seguido de media docena de espadachines, acometió al arcediano de la Valdonsella, Miguel Cruzat, de sesenta años de edad, que, revestido de su capa coral y acompañado de un clérigo, se dirigía al coro, gritándole: "¡Arcediano, yo y mi hermano estamos muy mal contentos de vos, por cuanto no habéis querido dar vuestra voz en postular el dicho don Juan, mi hermano, y lo habéis hecho muy mal!" E luego, por su mandado, los suyos, el dicho Tristán seyendo presente, las espadas rancadas y palos en las mano, le maltrataron y, pensando matarle, le siguieron hasta dentro de la Catedral". O sea, el Cabildo alegó ante el emperador que los Beaumont les habían amenazado para que eligieran a Juan, el arcediano de la Tabla.

Finalmente Carlos V mantuvo la sede de Pamplona vacante, hasta que Roma decidió nombrar a un italiano, el cardenal Cesarini, que gobernó mediante procuradores, siendo realmente quien manejaba las rentas de la diócesis (lo único que importaba realmente a todos) el intrigante veneciano Juan de Rena, jefe de todos los espías castellanos en Navarra desde la conquista de 1512, que llegaría a ser obispo de Pamplona él mismo en 1538.

Es muy interesante destacar que no volvió a haber un obispo navarro ocupando la silla de San Fermín hasta más de dos siglos después, y que desde el año 1512, cuando Julio II limpió el culo de Fernando "el Católico" con sus bulas, hasta la actualidad, sólo ha habido cuatro (Añoa, Irigoyen, Uriz y Lasaga y Uriz y Labairu), cuando hasta la conquista la gran mayoría habían sido naturales de este reino, de lo que se deduce que Roma sí que paga a traidores, sobre todo si éstos van provistos de buena bolsa, como siempre iban los reyes de Castilla primero, y los de España después. Pero los de Navarra no podían competir en ese campo, por muy piadosos que fueran, así que con razón dicen que la Iglesia Católica tiene un sentido del tiempo muy especial. Tan especial, que el reloj de Roma parece haberse quedado parado, en relación con Navarra, en 1512, como si admitiera que no hay un navarro lo suficientemente apropiado para pastorear a sus paisanos. Pero doctores tiene la Iglesia...

Volviendo al aspecto heráldico, el desaparecido escudo de la desaparecida puerta del Arcedianato, por su jefe (la parte superior del escudo) de tres puntas, y por las 6 borlas del capelo que lo rodeaban (que tanto podían hacer referencia a la condición de obispo "in pectore" que Juan de Beaumont tuvo durante un breve momento de su vida, como al cargo de protonotario apostólico que también ostentó), me parece más propio del primer tercio del siglo XVI que de mediados del siglo XV, igual que el pórtico en sí, que como vemos en la foto no era precisamente un arco de triunfo en cuanto a mérito artístico, pero que sí hubiera merecido al menos el indulto de la destrucción general de las casas del Arcedianato por ser testimonio de una época tan movida en lo político y lo religioso como lo fue el fin del reino independiente de Navarra. Pero eso no conmovió un ápice a sus destructores, claro está.

Artículo de Pedro García Merino en la revista Pregón, de Otoño de 1964



Poco más sabemos de Juan de Beaumont. Sólo que tras el desastre de Noain, el conde de Lerín -jefe del vencedor bando Beaumontés- dirigió una carta de su puño y letra al emperador pidiendo una vez más la mitra de Pamplona para su primo, en la cual, como remacha Goñi Gaztambide, dice pocas cosas buenas de él. Apenas que "era criado de Vuestra Majestad y buen servidor y vasallo vuestro, que ha días que vive con mucha esperanza de una merced como ésta, que vuestra cesárea y católica Majestad le ha de hacer". Aunque como ya he dicho, Carlos V no hizo ni caso ni merced a las reiteradas peticiones. En este caso sí que Roma no pagaba a traidores...

Pero parece que Juan de Beaumont se consoló pronto, haciéndose con otro cargo -y sus abundantes rentas- en el cabildo de la catedral de Pamplona: el de enfermero, que le fue confirmado en enero de 1525. Murió el 10 de abril de 1528, muy joven todavía, siendo protonotario apostólico, familiar y comensal de un cardenal, canónigo enfermero y arcediano de la Tabla, que era la dignidad más rica del Cabildo. De su paso por la Diócesis de Pamplona, que estuvo a punto de regir, sólo nos habría quedado, pues, ese escudo que las malhadadas obras de 1965 se llevaron por delante. ¿Sólo?

Pues no, dejó otro testimonio físico que, milagrosamente, sí que se ha conservado: su lauda sepulcral, que se halla en alguna dependencia interior de la Catedral, sin que podamos decir ahora mismo exáctamente en cuál, aunque confiamos en que alguna vez se exponga públicamente como merece. Si comparamos ambos escudos, veremos que la lápida hasta tiene unas proto-borlas rodeando las armas de Juan de Beaumont, muy similares a las del escudo perdido del Arcedianato. Como he dicho, serían dos testimonios muy valiosos de aquella terrible época en la que Navarra quedó partida por dos banderías opuestas en todo, menos en el ansia de acaparar todo tipo de cargos bien remunerados.

Lauda sepulcral del arcediano de la Tabla,
Juan de Beaumont, fallecido en 1528
La foto es de T. Martínez Alava

Que no vuelvan nunca más esos tiempos a nuestra tierra ni a ninguna otra.



® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018





martes, 2 de octubre de 2018

IGUAL QUE LA RAÍZ DEL ARBÓL EN LA TIERRA


Palacio real de Trapani (Sicilia), asignado al rey Teobaldo II de Navarra,
de regreso de la Cruzada de Túnez, diciembre de 1270

-Está delirando, ya no se le entiende. Mirad que es desgracia que vaya a morir de la misma peste que su suegro el rey Luis de Francia.

-Sí que se le entiende: está recitando unos versos de su padre, el gran trovador Teobaldo I de Champaña. Lo que pasa es que no recuerda ya todas las estrofas...

-¿Pero qué decís, no tenéis ni idea de música: lo que masculla no lo escribió su padre, sino un trovador armenio que Teobaldo I trajo consigo desde Antioquia cuando volvió de Tierra Santa. Si nos ponemos muy cerca, podremos transcribir lo que está diciendo el rey:

Tenía yo sin ti
mi corazón dormido.
Pensaba que jamás
podría despertar.
Y al escuchar tu voz
corriendo desperté,
y ha vuelto a mí el amor,
más fuerte aún que ayer.

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¡Está llamando a la reina!

-¡Qué desgracia, el barco en el que viaja desde Marsella no llegará a tiempo para que ella pueda verlo vivo todavía!

-Además cuando arribe a puerto no lo tendrá fácil para llegar hasta este palacio, porque las calles de esta condenada ciudad de Trapani no pueden ser más intrincadas: una reina podría perderse en ellas con mucha facilidad...

Igual que la raíz del arból
en la tierra,
tú estás dentro de mí
fundida con mi piel.
Tan dentro estás, amor,
que cuando tú te vas,
se queda en mi tu voz,
gritando más y más:

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¿Ha dicho arból? ¿Será acaso el acento champañés? No sé... Casi no se le escucha ya:

Las horas junto a ti,
son rápidos segundos.
Un día sin tu amor
es una eternidad,
pues cuando tú no estás,
no queda nada en mí
y el alma se me va
detrás de ti.

Isabelle
ja ja
Isabelle
ja ja ja ja
Isabelle
No, oh!
Isabelle
Oh! Oh!
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¿Qué hacemos? ¿Avisamos al rey de Sicilia?

-¿A ese maldito perro que fue quien nos metió a todos en el infierno de las arenas de Túnez tan sólo por su propio interés político? ¡Ni pensarlo!

-Pues su corazón está a punto de dejar de latir, no sé cómo tiene fuerzas aún para hablar:

Tú vives en la luz
y yo en las tinieblas.
Tú mueres por vivir
y yo muero por ti.
Me basta con besar,
tu sombra nada más.
Me basta con saber,
que un día, me querrás.

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¡Ved cuánto quería a la reina, que ha muerto nombrándola!

-Desde luego la Cruzada de Túnez no puede saldarse con peores resultados: la muerte de Luis de Francia y de Teobaldo de Navarra. Con razón puede decirse que la Cristiandad ha bajado dos escalones...



-¿Y qué haremos ahora con el rey, lo enterramos aquí?

-¡Ni pensarlo! La reina Isabelle dio órdenes muy claras de que si sucedía lo peor, se hirviera su cuerpo para separar la carne de los huesos y que se introdujeran en barricas de miel para ser llevados a Champaña y a Navarra. Aquí sólo se quedarán sus vísceras, excepto el corazón, que será expuesto en Provins, una vez que ella también muera, pues mientras viva quiere tenerlo siempre a su lado...

Monumento donde se guardaba el corazón de Teobaldo II de Navarra,
en el convento de Les Cordeliers de Provins

ADDENDA:
Ayer murió Charles Aznavour, cuyas canciones tanto me gustan desde siempre. Y es curioso, pero la que menos me gustaba cuando era pequeño: "Isabelle", la que me parecía tan aburrida y que Charles no cantaba, sino que sólo recitaba; la que ponía mi hermana expresamente en el tocadiscos para que yo saliera de la habitación y la dejase tranquila, es ahora la que más me gusta, y la que hace que pronuncie yo todavía la palabra arból, con acento "champañés".

Merci beaucoup pour tout, Charles, mon ami.


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018





miércoles, 12 de septiembre de 2018

DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA


Podéis creerlo o no, pero una vez, estando en Barcelona, paseando bastante distraídamente por los puestos del Mercat dels Encants, pensando en encontrar algún viejo tebeo de la editorial Bruguera o de Vértice, lo que hallé por pura casualidad fue un pequeño cuaderno, de tapas de hule negro, que desafortunadamente contenía ya muy pocas hojas de las que originalmente debió albergar, pues apenas una docena seguían sujetas al lomo. De ellas sólo siete tenían algo escrito. Leí sorprendido la etiqueta engomada en la portada:

Apuntes de Juan Iturralde y Suit, años 1891-1894

Por supuesto me llamó inmediatamente la atención aquel nombre, miembro de la Comisión de Monumentos de Navarra desde el año 1866, autor de varios libros narrativos e históricos y también dibujante de gran mérito. Sabía que no hace demasiados años algunos libros de su biblioteca -fácilmente reconocibles por su ex-libris- habían salido a la venta, así que no me sorprendió demasiado encontrarme este otro resto del naufragio. Tampoco me extrañó hallarlo en Barcelona, ciudad en la que Iturralde murió en 1909.

Intenté negociar el precio con el vendedor, pero no hubo forma de que bajase ni un céntimo la exagerada cifra que me pidió por aquellos maltrechos papeles. Sabía perfectamente que si seguía regateando con él, daría por cierto que estaba yo dispuesto a pagarle aquella barbaridad, lo cual me resultaba realmente imposible, así que opté por rogarle que me dejara fotografiar aquellas páginas, con la excusa de enviárselas a un amigo que es quien verdaderamente estaría interesado en comprarlas. Pero el taimado comerciante sólo me permitió sacar una foto. Tuve que elegir a toda prisa, casi sin poder leer la picuda y apretada letra del cuaderno, así que fotografié con el móvil la página numerada con el cinco.

Me marchaba al día siguiente, y quería ver todavía muchas cosas, así que no pude mirar detenidamente la foto hasta que llegué por la noche al hotel. Las notas parecían el fragmento de un acta oficial. Las transcribí cuidadosamente en el portátil. Venían a decir lo siguiente:

...Emprendiéronse las obras el dia 8 de Mayo de 1891, bajo la dirección del arquitecto vocal de la Comisión de Monumentos, Sr. Ansolega, en la forma siguiente: después de levantar algunas grandes losas del pavimento del coro, próximo al sepulcro de los reyes D. Carlos III el Noble y su esposa D.ª Leonor, penetróse en la pequeña bóveda que existe bajo dicho monumento, conocida ya y explorada en épocas anteriores; en ella se encontraron dos ataúdes de construcción moderna, conteniendo el de la derecha un cráneo bien conservado, restos de otro, varios huesos y harapos que debieron ser vestiduras (de las cuales sólo se distinguían trozos de dos mangas adornadas con filas de pequeños botones de tela) y un tubo de plomo que encerraba un documento de papel (probablemente un acta, colocada allí en alguna de las ocasiones en que se abrió aquella tumba) que fue imposible leer por estar completamente deshecho y borrado, a consecuencia, sin duda, de no haber sido soldado el tubo convenientemente. En el ataúd de la izquierda había cuatro cráneos grandes, fragmentos de otro de niño, muchos huesos y una masa informe compuesta de jirones o hilachas de ropa y telas. Supúsose que esas osamentas, que por su estado de conservación parecían de muy distintas épocas, eran las de D. Carlos III, el Noble, y su esposa D.ª Leonor, antes nombrados, y las de algunos reyes o príncipes enterrados en la Catedral románica que se derrumbó en el año 1390, los cuales pudieron ser depositados posteriormente en aquel sitio...

Rebusqué entonces en Internet hasta hallar un artículo digitalizado de la Comisión de Monumentos que recordaba haber leído en papel hacía unos cuantos años. Efectivamente: ambos textos coincidían  al cien por cien, así que el que yo había fotografiado debía ser el borrador manuscrito del publicado en Pamplona en 1915, referido a las excavaciones llevadas a cabo por la Comisión en la bóveda regia de la catedral de Pamplona.


Sin embargo, en la imagen de mi teléfono habían entrado dos párrafos más. Uno de ellos era lo que unos días después, en el Archivo General de Navarra pude comprobar que no era más que otro borrador de un acta de la Comisión de Monumentos, concretamente la nº 324, de 25 de abril de 1893. Decía así:

"...Reunidos los sres. Iturralde, el Marqués de Echandía, Ansoleaga, Robles, Polit, jefe de Fomento, y Campión a las cuatro de la tarde en la Santa Iglesia Catedral, bajaron a la cripta o enterramiento de los Reyes de Navarra, debajo del sepulcro de don Carlos III el Noble que se halla situado en el coro, contemplaron con el mayor respeto los restos mortales de personas reales que en dos ataúdes están depositados, y después que el sr. Polit y algún otro sacerdote hubieron rezado responsos por el eterno descanso de aquellas, se depositó el acta levantada al efecto, en el ataúd de don Carlos el Noble..."

Pero el otro párrafo de mi fotografía, por más que inquirí posteriormente en los registros de actas, no hubo forma de hallarlo, lo cual tampoco resulta demasiado raro, si tenemos en cuenta que indudablemente no fue escrito para que lo leyeran extraños, porque lo que decía era lo siguiente:

"10 de mayo de 1891: ... Al poco de entrar por primera vez en la cripta, y mientras Campión y los demás escuchaban (o fingían escuchar) las siempre aburridas explicaciones de Ansoleaga sobre la técnica constructiva de aquel macabro lugar, aproveché que ellos eran quienes portaban los quinqués de petróleo para acercarme en la oscuridad a la caja que contenía los restos de quien debía ser Carlos III el Noble y, sin que los demás repararan en ello, extraje de su dedo un pequeño sello o anillo de plata dorada con un lazo heráldico, como trazado a golpe de compás, tallado en él. Lo guardé en mi bolsillo y al llegar a casa lo deposité en..."

¡El texto se cortaba justo allí, en lo más interesante, para continuar en la siguiente página! Huelga decir que apenas dormí, con la idea fija de acercarme al mercat en cuanto amaneciese para hacerme con aquel cuaderno como fuera, a pesar de que mi tren salía a las 10'30 horas. Estaba en los Encants desde las seis y media, pero aunque en aquel dédalo no era fácil orientarse, y aunque recordaba perfectamente el rostro del vendedor, no hubo forma de encontrarlo.

Mientras regresaba a Pamplona en el bamboleante vagón, fui maldiciendo mi suerte y, de pura rabia, hasta borré aquella foto. Suerte que en el portátil conservaba las transcripciones que había hecho, y que me han permitido desde entonces y hasta hoy mismo elucubrar sobre dónde iría a parar aquel anillo decorado con el triple lazo, que quizás fuera el signeto original con el que Carlos III el Noble sellaba sus documentos más importantes.

Ni siquiera considero que Iturralde hiciera mal al llevarse el anillo, que muy probablemente habría acabado desapareciendo de todas formas, sobre todo teniendo en cuenta que, muy pocos años después, ocupó el obispado de Pamplona José López-Mendoza, uno de los mayores responsables de que no hayan llegado a nuestro tiempo joyas maravillosas del arte navarro, que él se encargó, muchas veces personalmente, de malvender a anticuarios sin escrúpulos.



Al contrario, sabiendo que Iturralde y Suit consiguió, a base de un trabajo ímprobo, que se conservase lo que hoy nos queda del palacio de Olite (porque muchos otros bárbaros estaban deseando arrasar incluso lo que a finales del XIX había llegado), casi lo veo como un trato entre él y el rey Carlos, que le habría agradecido así sus desvelos para mantener su memoria y recuerdo.

Una memoria y recuerdo que, muchos años después, cuando se llevó a cabo la restauración total de la catedral de Pamplona, en la década de los 90 del siglo XX, no pareció importar demasiado a los encargados de realizarla, porque, que se sepa, ni siquiera mostraron interés por volver a entrar a la cripta donde supuestamente descansan los restos de los reyes de Navarra. Al menos no queda ninguna prueba gráfica o testimonial de que los arqueólogos hubieran entrado en ella.

Cosas incomprensibles de la historia del arte navarro...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018


sábado, 8 de septiembre de 2018

LA SORPRENDENTE HISTORIA DEL CABALLERO DON JUAN DE PEDROSO


Aprovechando que este fin de semana se celebran las fiestas de la Virgen del Patrocinio, vuelvo al pueblo y os dejo aquí unas notas sobre una de las pocas historias “literarias” 100% pedrosiñas de la que tengo constancia, porque me la contaba mi abuelo Fermín, uno de esos hombres buenos que tuvieron poco tiempo en su vida para otra cosa que no fuera trabajar, lo cual no les dejó nunca demasiado tiempo para libros o fantasías, aunque si que le gustara leer, sobre todo el periódico, una sana costumbre que he debido heredar de él.

Pero cuando le pedía que me contase alguna cosa sobre su pueblo, incluso antes de que yo llegara a ir allí, siempre acababa acordándose de una historia que aseguraba que a él le habían contado sus padres: que su abuelo, siendo muy niño, había visto –escondido para que no le descubriesen- cómo el alcalde y el resto de miembros del Ayuntamiento habían levantado la losa que, al pie del altar mayor, cubría los restos del fundador de la iglesia de San Juan, maravillándose todos ellos de cómo estaba enterrado como si se tratase de la habitación que había disfrutado en vida, pues habría aparecido tumbado sobre una cama, y rodeado de muebles, como si fuera a despertarse de un largo sueño en cualquier momento. La sorpresa inicial no habría impedido a las autoridades, no obstante, despojar al muerto de las joyas que, a lo que se ve, llevaba puestas o había ordenado que colocasen cerca de él para toda la eternidad, porque el caso es que nadie más volvió a verlas nunca más en el pueblo…
 
Tan escuetamente como sus padres se la contaron a él, mi abuelo me la contaba a mí, sin más detalles que permitieran hacerse una idea mejor de lo sucedido aquella fantástica noche. Por eso mi imaginación iba llenando los huecos de la narración. Pensaba de esta forma que el muerto/dormido debía ir vestido como los conquistadores del Perú o de México, con un morrión en la cabeza tirando a puntiagudo sujeto a su calavera por un barbuquejo de seda, una lujosa coraza plateada cubriéndole el torso y un jubón acuchillado y unas calzas sobre sus huesudas piernas. Y por supuesto oro, mucho oro, en barras y sobre todo en monedas, esparcido por toda la tumba. Supongo que mi visión era esa porque habría visto en algún libro que hubiera por casa alguna ilustración con el retrato de Hernán Cortés, de Ponce de León o de Coronado, y por eso me había hecho una imagen de la momia del mecenas pedrosiño muy similar a la que ofrecía Orellana en una de las pelis de Indiana Jones:


Y naturalmente también con muchas y enormes telarañas por toda la estancia, de esas que sólo unas arañas tan lustrosas y trabajadoras como las que suele haber en Pedroso podían tejer. Un cuadro, para concluir, que provocaba bastante miedo en el niño que yo era entonces, que imagino que es el terrorífico efecto que mi abuelo pretendía conseguir al contarme la historia de su abuelo “arqueólogo” que, bien mirado, era también mi tatarabuelo.

No se me olvidó esa historia, mucho menos cuando por fin pude pasar muchos largos veranos en Pedroso, donde confirmé lo que ya mi abuelo me había contado también: que la iglesia de San Juan llevaba muchos años en ruinas, manteniendo solamente sus muros exteriores, y algún arco de bóveda haciendo equilibrios en el aire. Parece ser que el párroco de finales del siglo XIX o principios del XX dejó que una pequeña gotera en el tejado fuese aumentando de tamaño hasta que el estropicio ya no tuvo remedio alguno, pues la techumbre se vino abajo dando apenas tiempo para salvar alguno de los retablos y cuadros que todavía hoy en día se conservan en la iglesia del Salvador. Así me lo contó una vez mi inolvidable tía Mercedes, hermana de mi abuelo Fermín, mientras preparaba aquellas rosquillas con anís y limón tan sabrosas que sólo ella sabía hacer.

Por cierto, que ella también había escuchado a sus padres la historia del muerto enterrado como si aún viviera que una vez hubo en esa iglesia hundida. Así por lo menos pude confirmar que la historia no era un invento de mi abuelo, sino que sus padres se la contaron a todos sus hijos e hijas por igual. Comprendí entonces también que mi tatarabuelo, aquel niño que se atrevió a esconderse en el templo, quizás no lo haría solo, sino que algún otro mocete pudo colarse con él, porque en un pueblo tan pequeño sería imposible guardar el secreto de un hecho tan sorprendente como este, y que por tanto esta historia no sólo pertenecía a los Viniegra, sino muy probablemente también a muchas otras familias asentadas en el pueblo desde hace siglos, que habrían ido contándosela a sus hijos para entretenerlos o asustarlos durante generaciones, así que cada una de ellas habría ido añadiendo detalles por su cuenta, y al final el tatarabuelo de cada uno y de cada una sería quien verdaderamente estuvo allí aquella noche. Seguro que fue así, pero yo os la cuento exactamente como a mí me la contaron.

¿Y quién pudo ser aquel tatarabuelo mío? El método genealógico a emplear resulta muy sencillo: basta con preguntar al miembro más anciano de la familia a cuantos antepasados suyos recuerda o al menos de cuántos ha oído hablar en casa. Y afortunadamente mi padre, Fermín Zuza, tuvo el empeño y la curiosidad de preguntarle -y de anotar su respuesta, lo que me permite a mí ahora transcribirla- a mi abuelo, que recordaba por supuesto a sus padres: Saturnino Viniegra y María Larios, que le habían hablado a su vez de su abuelo, a quien él no llegó a conocer personalmente: Juan Viniegra, casado con Agustina Blasco hacia 1820. Este Juan debió ser, por tanto, el aventurero que aquella noche, oculto en la oscuridad pre-eléctrica, vio como desvalijaban al fundador de la imponente iglesia de San Juan de Letrán.

Sabiendo esto, quedaban por conocer más cosas sobre quién fue dicho fundador, y muchos años después, nada menos que en 2009, gracias al estupendo trabajo en la revista Berceo de Juan Carlos Hernández Núñez, https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3138740.pdf pude conocer tanto al protagonista de nuestra historia –no sé si llamarla “de terror”- como al maravilloso tesoro que dejó para que mi tatarabuelo pudiera verlo siendo sólo un niño.

Así, acudiendo al Compendio Histórico de la Muy Ilustre Villa de Pedroso, escrito en 1786 por Juan Matías Herce, puede leerse: 

Tiene esta villa otra yglesia sacramental que fundó el señor don Juan de Pedroso, Caballero de la orden de Santiago, de los Consejos de Guerra y Hacienda de S. M. con tres capellanes y misa diaria que alternativamente cantan. Murió el año 1628 y su cuerpo está sepultado en su yglesia, cuyas armas están en la fachada de ella a un lado de la ymagen de SanJuan Baptista, que es el titular de la yglesia.”. Al parecer, el templo lo “hizo labrar en las casas de sus padres”.

El caso es que el caballero Juan de Pedroso y González, que debió nacer en la villa hacia 1581, dictó testamento el 1 de febrero de 1628 en Madrid, donde residía desde al menos 1613, como miembro del Consejo de Guerra primero y luego del Almirantazgo encargado de combatir a los rebeldes holandeses. En esos cargos, conoció y trató bastante con el Conde-Duque de Olivares, privado (primer ministro) del rey Felipe III. En su ya citado testamento, encomendó  a su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso la construcción de su capilla funeraria en Pedroso, habiendo de erigirse “una yglesia o capilla” en el solar que ocupaban las casas de su padre, en la villa de Pedroso. La advocación sería la de San Juan de Letrán, teniéndose que unir con la basílica de Roma, como se había hecho con la existente en Gibraltar. Si la unión no era posible, se dedicaría a los Santos Juanes y se conseguiría un privilegio para alguno de sus altares y un jubileo para el día de San Juan.

Para su edificación, así como para su ornato, dejaba 1.000 ducados, que si eran insuficientes se tomarían, mientras terminaban las obras, de las rentas de las tres capellanías que fundaba en el templo con un total de 600 ducados anuales. Concluidas éstas, el cuerpo de Juan de Pedroso sería trasladado a la capilla mayor, donde sería sepultado, prohibiéndose que ninguna otra persona fuera enterrada en la misma, a no ser su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso, al que nombraba patrón de la iglesia. A su muerte, el patronato pasaría a un órgano colegiado, constituido por el abad del monasterio de Nuestra Señora de Valvanera, un vicario nombrado por el Obispo de Calahorra – La Calzada y, de la población de Pedroso, el párroco de la iglesia de El Salvador y su alcalde ordinario. La Iglesia de San Juan de Letrán se erigió en los años siguientes y se consagró finalmente el año 1654.

La iglesia tenía tres altares, el mayor y dos colaterales, haciéndose los retablos con las “pinturas que al presente ay en mi cassa” y que pasarían al templo para su adorno. Éstas eran “un Sant Antonio grande con su marco dorado; Un Sant Francisco tambien grande; El Christo amarrado a una coluna; Otro cuadro grande de Christo en el supliçio quando le estauan los sayones azotando; Un Sancto Gerónimo grande; Un Sancto Pablo; Sant Juan Baptista, cuadro grande que ha de ser para el altar mayor y el del advocación; El cuadro de Sant Juan Ebangelista; El de la Virgen del Populo; Un Christo cruçificado; El Christo después azotado; La ressurrection de Laçaro; El cuadro de Dauid con Abigayl (y) Dos ymagenes de nuestra señora”. Además, también entregaba las esculturas de “El niño Jessus de bulto; el niño Sant Juan de bulto; los dos Cristos de bulto”. 

La donación se completaba con objetos de platería y textiles, tales como “El brasero de plata mio, con su escalfador; el cofrecillo de plata para que sirua de arca al serenísimo sacramento para enzerrarlo los dias del juebes sancto; Ocho candelero de plata grandes, Quatro candeleros de bugías redondas; Una fuente y un jarro de plata; La colgadura de brocateles nueua que son por acabar con la cama, que todo se compró en una almoneda, con la mejor madera, o el catre de hebano si se pudiere acomodar creciéndole los pilares (y) las alfombras grandes con los tapetes nuevos” 22. Asimismo, donaba “las dos cruzes de reliquias y el relicario que sea a la cabecera de mi cama (…) Las reliquias que traygo conmigo, metidas en una cruz de oro, que son una espina de la corona de Christo, nuestro señor, y [roto] es de lignun cruzis (…) juntamente con otras que estan en un cofrezito blanco de marfil”.

Terminadas las cláusulas sobre la fundación de la iglesia y las capellanías, en el testamento se continúa con el reparto de sus bienes. En total, sin contabilizar los destinados a la iglesia y a las capellanías, se repartieron 17.200 ducados; 12 escritorios, uno de ellos de ébano y marfil y dos de plata; 4 escribanías, de las que dos eran de plata; 3 cuadros y 2 láminas; 5 cadenas de oro, una de ocho vueltas y otra de dos; 2 cintillos de diamantes; 3 veneras, dos de oro y una de diamantes; 2 palanganas de plata; 5 vestidos, aunque se especifica que tenía más, con bordados, de felpa y de colores; un juego de tapices con la historia de los Infantes de Lara; un pabellón de seda, posiblemente perteneciente a una cama; y dos piezas de brocatel. Además, contaba con cuatro esclavos, Tomé Rubio, al que se le concede la libertad, y tres mahometanos, Azán, Alí y Almanzor, que de convertirse al cristianismo se les concedería la libertad. De no ser así, el último, Almanzor, pasaría a ser custodiado por su sobrina Francisca de Pedroso para que “mire mucho por su combersión y que sea cristiano y quando lo fuere le dé la libertad”. A éste se le mantendría de la hacienda de Juan de Pedroso hasta su bautismo y se le tendría que enseñar un oficio...

Varias cosas importantes a destacar: el caballero Juan de Pedroso disponía, en efecto, de bienes considerables, incluidos cuatro esclavos, que al menos tuvo la buena idea de liberar tras su fallecimiento. Tantos bienes que pudo cumplir su deseo de que se levantara una iglesia del impresionante tamaño que todavía hoy puede asombrarnos. Pero además este fue un templo con una clara finalidad funeraria: sólo él podía ser enterrado allí (a lo sumo también únicamente su sobrino Bernabé), y el alcalde de Pedroso formaba parte del Patronato establecido para cuidar el edificio, así que tenía poder de decisión sobre el templo y sobre su contenido...

Otro asunto no menos importante, al menos para mí: a medida que iba adquiriendo conocimientos sobre la época, ya me imaginaba yo que Juan de Pedroso no pudo ir vestido como un conquistador español del siglo XVI. Así que me dio por pensar en que el atuendo con el que se encontrarían los atribulados concejales cuando fueron a sacarlo de su tumba, sería más o menos parecido al de Lord Bemburry, el malo de El Corsario de Hierro, con su peluca de bucles empolvados y su pie gotoso:


 Pero claro, eso acabó resultando también imposible, porque dadas las fechas (mediados del siglo XVII), lo más lógico es que el caballero fuera más bien vestido como su amigo (hasta le dejó un cuadro del gran pintor riojano Navarrete el Mudo en su testamento), el primer ministro de la monarquía hispánica: el conde-duque de Olivares.

Un aspecto un poco menos espectacular, reconozcámoslo, pero aún así imponente, sobre todo teniendo en cuenta que aquél fue varias veces retratado por Velázquez, el mejor pintor de todos los tiempos, a quien dado los elevados cargos que Juan de Pedroso desempeñó en la Corte, hasta podríamos suponer que  pudo conocer nuestro paisano. Un pedrosiño, con magnífico gusto para la pintura, tratándose de tú a tú con Velázquez, ahí queda eso…
  

¿Pero por qué despojarían, 150 años después, los concejales de su villa al cadáver de don Juan? Aunque como ya he dicho, juzgo imposible que fueran sólo los concejales, sino el pueblo entero quien se habría dado cita en San Juan aquella noche. Sobre todo teniendo en cuenta la razón por la que yo creo -con lo que me gusta a mí unir fantasía y realidad- que la leyenda mil veces repetida podría tener algún viso de autenticidad...

Pues sí, vaya que sí creo que puede tenerlo. Y la explicación nos la podrá dar, una vez más, mi tatarabuelo Juan de Viniegra, porque si sé con más o menos rigor en la fecha, que se casó hacia el año 1820, y suponiendo que lo hiciera a la edad de 20 años, tendría unos nueve cuando ocurrió algo trascendental en aquella parte de La Rioja

El 20 de diciembre de 1809, en plena Guerra que después sería llamada de la Independencia, los soldados franceses de Napoleón, acantonados en Nájera, subieron y saquearon a conciencia tanto el monasterio de San Millán como toda su comarca, sobre todo allí donde les habían contado que habría más riquezas que rapiñar. Se dice que, solamente de San Millán, se llevaron cerca de cuarenta arrobas de oro, plata y piedras preciosas, entre ellas el recubrimiento de la maravillosa arqueta de San Millán, encargado por el rey navarro Sancho IV el de Peñalén hacia 1070. De esa forma desaparecieron también las tablillas de marfil que faltan en la actualidad de esa preciosa obra de arte. Previamente, los soldados de Napoleón habrían amenazado a cada población con diezmar a sus habitantes si no se les entregaba todo lo que de valor hubiera en cada pueblo.

Esa me parece la explicación más plausible para que la corporación se viese obligada a despojar la tumba de uno de sus hijos más ilustres que, de dar credibilidad a mi hipótesis,  habría realizado también así -después de muerto, como el Cid Campeador- su mayor hazaña militar: salvar la vida de muchos de sus paisanos y probablemente lograr la supervivencia del propio pueblo, pues los franceses acostumbraban a quemar todas las casas de las poblaciones donde no se atendían sus exigencias.



Nunca sabremos, por tanto, lo mucho que quizás le debemos todos si, como creo, sus alhajas acabaron de forma completamente involuntaria en los bolsillos de los soldados franceses, comprando de esta manera la paz a costa del mayor tesoro (no hay más que repasar la lista de sus posesiones en el testamento) que entonces poseía la villa de Pedroso. Y si así ocurrieron las cosas, me resulta imposible echar en cara al atribulado Ayuntamiento de entonces, desde mi cómodo sillón de hoy en día, que actuaran de esa forma, porque aunque seguro que no les haría gracia que los franceses les robaran, negarse hubiera supuesto el fin definitivo de una historia que comenzó muchos siglos atrás, cuando el pionero Pedro se encontró al Oso

Quizás también porque existe la justicia histórica, los ayuntamientos actuales escogieron las armas de don Juan de Pedroso, aquellas que campean en la fachada de su iglesia, para que representasen a todo el pueblo, de manera que el escudo de la villa hoy en día es el del caballero que con sus bienes logró probablemente que la población sobreviviera a la furia napoleónica.



Con esa pérdida de las joyas de Juan de Pedroso, y con la posterior ruina, un siglo más tarde, de la propia iglesia de San Juan de Letrán, dicho tesoro entró en las nieblas de la Historia para siempre, aunque un verano, siendo muy crío, intentase yo buscarlo todavía, acompañado por mi amigo Miguel Angel, aprovechando que las maderas que tapaban siempre el vano de su puerta estaban removidas. Avanzamos por entre los paredones, con los vencejos como únicos testigos, y aunque estaba todo cubierto de una maleza espesísima, pudimos llegar hasta el fondo de la nave. Pero allí no había ya losa ni altar, sólo saúcos y ortigas más grandes que nosotros mismos, que de repente se abrieron y dejaron ver… una vaca negra y enorme que se había colado también allí dentro y que me dio un susto tremendo, porque hasta entonces la única vaca que había visto yo tan de cerca era la que salía dibujada en las cajas de leche Kaiku. Miguel Angel ni se inmutó, porque él sí que estaba acostumbrado. Pero a mí me pareció entonces y me parece todavía hoy que aquello fue un mensaje del caballero exigiendo que lo dejásemos en paz de una vez, y que mi tatarabuelo Juan ya le había visto lo suficiente: allí, en su  cama, con sus objetos más preciados, como para venir dos siglos después a seguir dándole la lata. Y creo que don Juan de Pedroso tenía toda la razón.




Y esto es todo. Como Juan se lo contó a su hijo Saturnino, éste a su hijo Fermín, éste a su hija Elisa, y ellos dos a mí, os lo he contado yo ahora. Siempre he conocido la iglesia de San Juan en ruinas. Restaurarla, dado su mal estado y su tamaño creo que nunca llegaremos a conocerlo, así que espero que tarde en hundirse del todo y prefiero quedarme con que  las piedras viejas tienen siempre su encanto y belleza.

De todas formas, ahora, cada vez que paséis por delante de su maltrecha fachada, podréis acordaros e incluso rezar una oración por el caballero de la Orden de Santiago Juan de Pedroso. Y por qué no, también por vuestros tatarabuelos y tatarabuelas, que vislumbraron en la penumbra de una iglesia un ejercicio de pragmatismo político-económico, que quizás prolongó la vida del municipio de Pedroso hasta hoy mismo.

Y que sea por muchos años.


¿Y dices que el caballero estaba tumbado en su cama
como si estuviera dormido, abuelo?


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018