sábado, 17 de noviembre de 2018

EL CAPITÁN VILLARREAL Y YO

En los largos veranos de Pedroso, la misa de los domingos era una cita ineludible a la que ineludiblemente también solía llegar siempre tarde, apurando hasta el tercer toque de la cantarina campana en casa, y bajando acto seguido corriendo hasta entrar, intentando hacer el menor ruido posible -lo que resultaba complicado, dado el tamaño de las puertas del cancel de la iglesia, decoradas con dos sentencias que a mí me parecían que habrían sido dictadas por el Tribunal de la Inquisición: "En la casa del que jura, no faltará desventura", y "Esta es casa de oración, y no de conversación". En todo caso, nadie las hacía ya demasiado caso, y lo que es al final del templo, donde nos sentábamos los chavales, casi siempre en un banco en el que alguien -vete a saber cuándo- había grabado la palabra "Keleto", las conversaciones eran largas y provechosas, pues normalmente versaban sobre la rapidez a la que saldríamos en cuanto el cura dijese: "podéis ir en paz".

No obstante, otras veces, ya fuera por el calor ambiental, o porque la prédica desde el altar resultara más aburrida aún que de costumbre, una especie de sopor o modorra invencible caía sobre la parte masculina de los fieles -las mujeres se sentaban todas en los bancos de delante- y, si estabas atento, podías pasar un buen rato apostando a ver quién iba a ser el siguiente en dar una buena cabezada o incluso en roncar sin miedo al castigo divino. Se acababan también las ganas de hablar o de contar cuántos murciélagos podían salir de las capillas en plena misa. Todo era entonces silencio y sueño...

Debió ser en una de esas ocasiones casi a punto de cerrar los ojos arrullado por el sermón parroquial, cuando reparé por primera vez en un cuadro que colgaba, sin marco, junto a la puerta de entrada. Representaba a una especie de mosquetero (al menos iba vestido igual que los de las películas), con larga melena, bigote y perilla, y además llevaba una magnífica espada de la que se adivinaba una empuñadura de lujo sobre la que reposaba su mano izquierda. Con la derecha sostenía un elegante sombrero, junto a una mesa cubierta de seda roja, en la que se veían pluma, tintero, y una carta en la que resultaba imposible, desde donde yo  me encontraba, leer que ponía.


EL CAPITÁN JUAN DE VILLARREAL ALMARZA Y MORENO
NATURAL DE PEDROSO (LA RIOJA)
HACIA 1670
Para más señas, el lienzo estaba colocado justo encima de una especie de huchas excavadas en la pared que llevaban escrito en las puertas que las protegían algo así como "Pan de San Antonio" o "Pan de los Pobres", no recuerdo bien, pero que por la antigüedad que aparentaban yo imaginaba siempre llenas de doblones o escudos de oro. A veces echaba yo dentro alguna peseta, sólo por oírla caer sobre ellos, y poder corroborar así, por el tintineo, si era cierto que estarían repletas de monedas de aquellas que sólo aparecen ya en los cofres de los piratas.

No creo -ahora- que al abrirlas en alguna restauración aparecería doblón alguno, pero si salieron varias pesetas (puede que hasta algún duro incluso) de la época del Mundial 82, puedo asegurar sin temor a equivocarme que primero estuvieron  en la cartera de mi padre o de mi madre. Conste que, como he dicho, lo hacía como experimento científico-numismático.

Muchas veces, desde aquella primera, me fijé yo desde nuestro banco en el caballero, que resultó tener el grado de capitán y llamarse Juan de Villarreal Almarza y Moreno, según rezaba la inscripción que tenía a sus pies, y que sí que se podía leer desde abajo. Pero la carta sobre la mesa seguía sin poder leerla... Tuve que esperar a un toque de campana especial, que sólo se daba justo antes de fiestas, para que quien quisiera acudiese a limpiar la iglesia, para, encaramado a una endeble escalera de doble hoja, ponerme casi a la misma altura del capitán y leer al fin: "A Pedro Lázaro Ruiz, pintor, mi amigo, que Dios guarde, con dos mil pesos..."

Dos mil pesos... Sonaba a fortuna de las grandes, no en vano parecía ser que el capitán Villarreal, hijo de la villa de Pedroso, había llegado a ser Gobernador General de México allá por el año 1670, aunque nunca había forma de probar de dónde sacaban ese dato los contadísimos libros que hablaban del personaje, y que a lo largo de los años pude consultar. Tampoco era que me importase mucho entonces ni ahora qué es lo que llegó a ser realmente el paisano representado en aquel cuadro.

No, prefería y prefiero imaginármelo tomando agua de limón para refrescarse mientras descansa de su sesión de esgrima, durante la que ningún contrincante puede siquiera soñar con alcanzarle, pues es legendaria su rapidez y destreza, adquiridas ambas, sin duda alguna, cuando siendo niño la pelota escapaba rodando de la plaza, y había que lanzarse a por ella calle abajo, desbocado ante el miedo de que acabase en la Cueva, si no la alcanzabas antes. O puede que su técnica fuese también perfeccionada esquivando las piedras que lanzaba Mario con puntería certera, si veía a los chavales encaramarse al muro para coger sus avellanas. O quizás corriendo en la Rampla al otro lado de la pared del frontón, para poder ver dónde caía la pelota y no darla por perdida.

O me imagino también al capitán Villarreal en una de sus campañas en los desiertos mexicanos, añorando el agua helada de Fuentepiojosa, o lo veo capaz de subir los cerros más altos, tarea poco dificultosa para quien desde muy pequeño subía y bajaba del Serradero sin despeinarse, siendo capaz asimismo de deslizarse desde los muros altos de las fortificaciones virreinales hasta el suelo, empleando la técnica aprendida en los resbaladeros cubiertos de paja del Carrascal.

O echando de menos las noches en las que el cielo de agosto se llena en la Carrera o el Patrocinio de las estrellas que caen vertiginosas. O adivinando la hora que es sólo con mirar la peña del Reloj, allá enfrente, en Tobía. O mirando el monte San Lorenzo nevado desde el camino del Roble. O haciéndosele la boca agua con las sabrosas tortas que maese Sobrón elabora en Baños de Río Tobía, aunque sus médicos le digan que es mucho más sano comer sólo nueces, cosa en la que él está en el fondo totalmente de acuerdo, por eso repite siempre a quien quiera escucharle que las mejores nueces de Europa y de América son las de Pedroso. Con el barco correo de Yucatán se hace traer todos los años un saco, aunque para cuando llegan a México están ya un poco secas, pero bien molidas curan cualquier enfermedad o melancolía...


Sí, así me imagino yo al Capitán don Juan de Villarreal, al que ahora le hacen hasta estupendas visitas guiadas y a quien sé que pusieron todavía más guapo en una reciente restauración, y que hasta lo llevaron a una Gran Exposición sobre el Barroco en La Rioja.

Aunque siguieron dejándole sin marco, probablemente porque así tiene mucho más fácil bajar a mezclarse con sus paisanos y paisanas, al menos alguna noche de Fiestas en el bar de Fidel. Creo que una de esas veces tuve que pagarle yo su vaso de ron, porque según me dijo no tenía más que doblones en su faltriquera, y esa ya no es moneda de curso legal más que en los sueños. Sobre todo en los que nacen en la infancia...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018