sábado, 23 de abril de 2011

DÍA DEL LIBRO



23 de abril de 1290

No es novedad que el infante Teobaldico suba a la torre donde se custodia la fabulosa biblioteca del castillo de Tiebas, que ya le vimos hace tiempo solazarse con un Tratado Angélico traido de la Anatolia por su abuelo, el primero de los Teobaldos en ceñir la corona de Navarra.

Y por eso hoy, día del señor San Jorge, patrón de todos los caballeros: de los andantes y de los que nunca salieron de sus dominios, rebusca entre los polvorientos volúmenes uno que hable sobre este santo tan guerrero y servicial, pues cree sin poder asegurarlo, que tuvo en sus manos un tomo de factura parecida al ya mencionado sobre las jerarquías de los guardianes alados de Dios, pero que únicamente disertaba sobre el bienaventurado Jorge.

Y lo halla finalmente, bien que tras revolver todos los estantes, pues pareciera como si se hubiera pretendido esconderlo de miradas ajenas, cosa que no extraña al ansioso joven, pues lee, escrito con la elegante caligrafía de su antepasado, un mensaje adherido a la portada, en el el que el rey admite que si bien, y tal como se contó en la crónica titulada "En la cabeza de un alfiler", los monjes le dejaron escoger el libro que quisiese, él además escamoteó de tan estupenda librería unos cuantos volúmenes más, que esto de hacer desaparecer libros bajo las sayas y los pellotes es cosa muy propia de príncipes y testas coronadas, que muy pocas veces se quedan atrás a la hora de robar, bien sea a sus súbditos o, como acabamos de ver, a monjes griegos cercados por los turcos...

Sea como fuere, el infante bendice la memoria de su abuelo, gracias a cuya audacia podrá ahora deleitarse con las hazañas de Jorge de Capadocia, que por cierto no tiene nada que ver con el otro Jorge cuya cabeza se guarda devotamente en el monasterio de Azuelo. Y muy comodamente sentado abre el apergaminado infolio, que ya desde su mismo título promente maravillas sin cuento: "Verdadera y desnuda historia, sin halagos ni embustes, de los sucesos que llevaron al exterminio del sibarita dragón comedor de doncellas y otras similares exquisiteces culinarias, que aterrorizó el Oriente en los tiempos del emperador Arcadio".

Y va leyendo Teobaldico verso y reverso, y no encuentra nada nuevo que no haya visto ya en la Leyenda Dorada de Jacobo de la Varágine, que cuenta como el caprichoso dragón sólo admitía frenar sus destrozos si cenaba doncella una vez al mes, hasta que muy pronto sólo quedó la propia hija del rey como aspirante a oblata draconiana, y que justo en ese momento apareció, no se sabe muy bien venido de donde, un mozo muy galano cubierto de argentea armadura de la cabeza a los pies. De por qué no apareció antes tan sin par caballero, no dicen nada los autores antiguos. Digo yo si no será por que estos señores no se ponen en camino más que si son princesas o reinas las que están en peligro de ser engullidas por gardachos más enormes que los que pueblan alguna cueva de las Bardenas...

Y es justo en este mismo momento cuando el libro robado se aparta de la leyenda tradicional y comienza a ofrecer nuevas e inesperadas noticias, pues parece ser que, llegado al palacio del rey, Jorge quedó prendado de inmediato de la infanta, y ésta también de él. Y debió ser por eso, y también por encomendarse más a Dios que al Diablo -uno de cuyos títulos nobiliarios predilectos es el de "Amo y señor de todos los dragones"-, que ambos salieron de noche al bosque, excusándose con el proyecto de investigar en dónde se guarecía el feroz endriago, pero que una vez entre las hayas y los robles, a lo que se dedicaron es a apagar otros furores muy comunes entre los enamorados, por más que a ella le costase soltar los petos y espaldares de Jorge casi tanto como le costó a él quitarle cierto sostén con fama de cruzado y mágico que algunas princesas llevan, poblado de corchetes diminutos que se aferran los unos a los otros como los roñosos eslabones de las cadenas de un puente levadizo...

Y sea por estos trajines o porque era la hora de su diario paseo nocturno, aparecióse de repente ante ellos el antojadizo plesiosaurio, rabioso por haberse visto privado de su cena. Y como quiera que tras ciertos menesteres queda el varón casi siempre traspuesto, no pudo la princesa despertar al caballero, así que tuvo que ser ella misma quien, vistiéndose a toda prisa la desperdigada armadura, se enfrentase en desigual refriega a tan descomunal enemigo, que más acostumbrado a lidiar con las adocenadas maniobras de los alumnos de esgrima que con mujeres de rompe y rasga, vio de repente su corazón traspasado y roto por la espada de la infanta, que de otro certero tajo cortó la cabeza del monstruo, no sin antes encenderse con el último aliento brotado de la garganta infernal, alguna de esas aromáticas hierbas que los vikingos liaban, y que tanto apetecen tras andar por el bosque con caballeros...

Y mucho se cuidó la princesa de vestir a su amante -que seguía durmiendo tan tranquilo-, otra vez con la armadura, y de hacerle creer que unos vapores venenosos exhalados por el engendro le habían hecho perder la consciencia y la memoria, y que por eso no se acordaba de haberse enfrentado a él, y tampoco de haberlo matado. Y esto lo hizo así por no dejar en rídiculo a Jorge ante los ciudadanos al fin liberados, y porque tenía en mente dar muchos más paseos por el bosque con él de ahí en adelante...

Y cuando entraron los dos en la villa, con la cabeza del lagarto como recuerdo, mucho se alegró el rey de que su hija se hubiese salvado, y también de que conservase por tanto su doncellez. Cosa que ya hemos visto que no era cierta, pero no por el lelo de Jorge, que como todo bienaventurado tenía la cabeza en las nubes, sino porque una mujer tan dispuesta como aquella princesa, se dio cuenta enseguida de que si el dragón cenaba únicamente doncellas, lo más prudente era dejar de serlo inmediatamente, cosa que logró en brazos de cierto capitán de la guardia, con los ojos igualicos a uno de los actores más famosos de las obras de Aristófanes. Que el rey no hubiese reparado en ello, y que a aquel cansino dragón no le hubiese ella dado tiempo de enterarse, sólo venía a demostrar que en aquel reino, como en casi todos, es la mujer siempre la más despierta de todas las criaturas...

Sobre si el propio Jorge advirtió algo de todo esto, resulta ocioso hablar, porque no en vano es el patrón de los caballeros, y de estas cuestiones, un caballero que se tenga por tal, no debe tener memoria...

Y mucho se sorprende Teobaldico, al llegar al final de esta historia, de que libro semejante pudiesen guardarlo los castos monjes bizantinos entre los muros de su vetusto cenobio, así que además de prometerse a sí mismo buscar urgentemente los demás libros de los que se apropió el rey Teobaldo, piensa también, con mucha razón, que sería más que entrañable encontrarse algún día con una dama tan inteligente y habilidosa como aquella bellísima y sauróctona princesa griega...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 18 de abril de 2011

ESTOICISMO



16 de noviembre de 1452

El príncipe de Viana, prisionero en el palacio de Tafalla, ha recibido carta de su muy querida María de Armendariz, a la que no ve desde que fue derrotado el mes pasado en la batalla de Aibar. Así lee el desdichado:

...Pues os advertí que os quedáseis a mi lado, y no quisísteis hacerme caso, os veis ahora en tan triste situación, y como resulta evidente que no os parezco consejera tan sabia como para atender mis preceptos, aquí os envío los de otro que también, como vos, fue rey hace muchos siglos, y cuyo libro os dejásteis olvidado sobre mi mesilla la última vez que nos vimos. Marco Aurelio se llamaba tan ilustre autor, y por si acaso habéis olvidado sus máximas, o envuelto en los dulces trajines de nuestros amores ni siquiera llegásteis a leerlas, espero que consuelen vuestro encierro y os hagan comprender que la derrota no es más que la otra cara de la victoria, y que ambas componen una veleidosa moneda que nunca se sabe de qué lado caera.

Resiste, Carlos, que pronto estaremos juntos de nuevo, tu cabeza en mi regazo a la fresca sombra del roble que dio nombre al primero en ceñir la corona de Navarra...

Y así habló el emperador de romanos en el libro IV de sus Meditaciones:

-"Todo lo que acontece es tan habitual y conocido como la rosa en primavera y los frutos en el verano, pues igual a esto es también la enfermedad, la muerte, la calumnia, la conspiración y cuantas cosas encantan o entristecen a los necios."

-"Mira siempre las cosas humanas como efímeras y banales. Ayer te enfriaste, mañana, serás mojama y cenizas. Por tanto, recorre esta pequeñez de tiempo que se te asigna acorde con la naturaleza, y despídete propicio, como la aceituna que maduró y cayó bendiciendo a la que la produjo, y dando gracias al árbol que la había críado."

-"Sé igual al promontorio donde sin cesar se quiebran las olas. Él permanece inconmovible, y a su alrededor se adormece la furia burbujeante del agua. "Desgraciado de mí, porque me ha pasado esto." Nada de eso, sino "Afortunado yo, porque a pesar de pasarme esto continúo sin pesar, ni quebrantado por el presente ni atemorizado por el porvenir". Porque esto igual podía pasarle a cualquiera, pero no todos seguirían adelante después de esto sin pesadumbre. ¿Por qué ha de ser aquello más desgracia que esto fortuna? ¿Llamas, en fin de cuentas, desgracia del hombre a lo que no es un fallo de la naturaleza del hombre?¿Por qué? Has aprendido su deseo. ¿Acaso este deseo te impide ser justo, magnánimo, moderado, prudente, libre de juicios repentinos, leal, reservado, libre...? Acuérdate además en ocasión de todo lo que te lleve a la tristeza, de echar mano de este principio: que no es esto mala suerte, sino que llevarlo con clase es signo de buena fortuna."


Y mucho confortan al príncipe estas palabras de los clásicos, y más aún le hubiesen confortado, si doña María hubiera recordado que en Aibar fueron precisamente quienes llevaban los odiados colores rojiblancos de los señores de Haro quienes se hicieron con el triunfo, y que esos fementidos ingratos, cuyas tropas se nutren de traidores y renegados a la bandera de las cadenas y las flores de lys, enmascaran una y otra vez sus añagazas en el campo de batalla diciendo que defienden no sé sabe qué "filosofía", que según ellos les permite reclutar mercenarios desde Finisterre hasta las tierras del Gran Kan de los Tártaros, y por tanto no está él, que yace en esta prisión, que ni sabe cuando es de día, ni cuando las noches son, para muchas "filosofías", aunque éstas sean de don Marco Aurelio...

Pero Carlos agradece de todas maneras la carta de doña María, que al fin y al cabo no sabe nada de torneos y combates. Y bien que hace viviendo en esa discreta ignorancia, que ya se ve a dónde lleva enarbolar banderas contra bravucones con muchos maravedíes y muy poca educación.

Eso sí, en cuanto recupere la libertad, además de correr a los siempre muy agradables brazos de doña María, lo primero que hará será dictar un decreto de estricto cumplimiento, que ordenará perseguir a patadas y puntapiés hasta echar del reino a ciertas personas que deshonran la intachable trayectoria de fidelidad a los colores rojos y azules que siempre mostraron los fieles súbditos del barrio de la Chantrea.

Digan lo que digan los filósofos romanos...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 11 de abril de 2011

PLATA Y AVENTURINA



Si no estuviera ya tan cerca de su destino, no le importaría quedarse a morir en Gaskue, a la vera del muy noble San Urbano, abogado protector contra los males del reuma. Recuerda, acodado en sus muros, cuando de mocete se reía de los viejos que hasta allá se llegaban buscando recuperar algo de movilidad en sus atenazados miembros. Le parecía entonces que a él nunca le ocurriría nada igual, que sus brazos podrían empuñar la espada siempre con la misma fuerza, que sus rodillas soportarían todos los saltos que les ordenase dar, o que sus manos seguirían sin advertirle nunca de la proximidad de los cambios de tiempo. Pero ahora era ya tan anciano como aquéllos, y toda ayuda que el cielo pudiera enviarle sería bien recibida, por más que no creyese ya en la misma religión que cuando era niño. O quizá sí que lo hacía, porque pensaba que todas vienen a ser la misma.

Y no es que las alforjas le pesasen mucho en esta última vuelta de su camino, pues no llevaba consigo más que su gran espada, oxidada y sin punta de tanto usarla como bastón de peregrino, ahora que su dueño había abandonado definitivamente el sendero de la guerra, y una pequeña escarcela de la que, cuando su espíritu flaqueaba, extraía dos zarcillos elaborados con plata y aventurina, y se quedaba largo rato observándolos como si su brillo pudiese conjurar las presencias del pasado...

Quizás al principio pensó incluso que aquellas joyas le ayudarían a recuperar el amor de su esposa, pero habían pasado demasiados años desde su partida como para creer que aún pudiera seguir viva. A pesar de todo la escuchaba hablar como si fuera ayer:

-¿Y qué nos importa a nosotros dos si el rey Sancho se ha encaprichado de una princesa sarracena? Que vaya él solo a buscarla, si tanto le place, y quédate tú aquí conmigo, que ir a tierra de moros no te asegurará la fama o la gloria, como crees, si no tu ruina y aún puede que tu muerte. Vosotros os iréis a la guerra cantando, pero nosotras nos quedaremos aquí entre lágrimas...

Y, como siempre, ella tuvo razón: la pequeña hueste del rey de Navarra, que cruzó el estrecho pensando en servir de escolta nupcial a una exótica y desconocida soberana, tuvo que defenderse con uñas y dientes del acoso constante de bandas de fanáticos vestidos de negro de la cabeza a los pies, hasta que en uno de aquellos desesperados combates, quedó él tan maltrecho que todos lo dieron por muerto. Y lo hubieran enterrado en aquellas ardientes arenas si un alfaquí no se hubiera dado cuenta a tiempo de que aquel infiel todavía respiraba, aunque parecía dormir un sueño tan profundo que ni la tormenta más furiosa sería capaz de despertarlo.

Pero al fin despertó. Y lo hizo para darse cuenta de que aunque aquellos nómadas le habían salvado la vida, también le habían llevado tan lejos que nadie era capaz de darle ya nuevas sobre el rey Sancho o sobre sus compañeros de expedición, y que tampoco eso importaba demasiado, pues su nueva condición era la de esclavo al servicio de un bey moro. Tantas veces como intentó escapar, tantas veces fue inmediatamente capturado, incapaz de orientarse en aquel horrible secarral, donde todos los lugares eran siempre el mismo, pues por mucho que anduviera, al final siempre acababa descubriendo que lo había estado haciendo en círculo.

No le quedó más remedio pues, buscando sobrevivir, que aceptar que su vida ya no le pertenecía, y que aunque aprovecharía cualquier ocasión para volver a ser libre, tendría ahora que cumplir la voluntad de su dueño. Y recorrió con él desde entonces muchas de las rutas por las que las caravanas de aquellas gentes comercian entre sí, y aprendió su lengua y sus costumbres, y con el tiempo acabó olvidando casi su propio idioma, el país donde había nacido y hasta las oraciones dirigidas al Dios de los cristianos.

Únicamente se esforzó en no olvidar dos cosas: ni a la mujer que había dejado abandonada en Eusa, ni a manejar la enorme espada que tanto sorprendía a los lugareños, pues ellos estaban acostumbrados a hojas mucho más lígeras y curvadas. Su destreza en esas lides le mantuvo vivo en la multitud de algaradas en que se vio obligado a participar por defender los negocios de su amo, que, agradecido, acabó concediéndole la libertad en su lecho de muerte.

Es cierto que entonces pudo haberse quedado en Africa, pero sabía que si no aprovechaba sus últimas fuerzas, nunca regresaría ya a Navarra. Y se puso en camino, y muchos más adversarios y ladrones de los que él hubiera querido perdieron su cabeza al comprender demasiado tarde que aquel no era un simple anciano más al que poder asaltar impunemente. Y compró también en la medina de Fez dos zarcillos elaborados con plata y aventurina -que es cristal de color tan verde como la hiedra que cubre los robles de Lizaso-, y volvió a atravesar el mar. Y cruzó Al-Andalus de punta a punta, y entró luego en el reino de Castilla, y cuando llegó por fin a Navarra no se detuvo a saludar a su antiguo señor en el castillo de Tudela, sino que siguió hacia el norte, ya con miedo de no poder arribar a su meta porque sentía en su cuerpo las feroces dentelladas de la vejez y del hastío.




Y llegó a Eusa, y subió con mucha dificultad la empinada pendiente sobre la que se asienta su iglesia. Y volvió a entrar en la agradable umbría del pórtico, y su penumbra le hizo evocar una cueva que le enseñaron en mitad del desierto, en cuyas agrestes paredes hombres de otras épocas muy lejanas habían pintado las siluetas de unos alegres nadadores. Y deslizó sus dedos por los tres tableros del juego del alquerque grabados en el banco de piedra, recordando como ella le ganaba siempre todas las partidas. Y miró por última vez el silencioso y magnífico paisaje que a través de los seis arcos de cerrado medio punto puede desde allí vislumbrarse. Y entonces se sentó sobre la única losa del atrio, en cuya lápida leyó un nombre dolorosamente familiar, y por un pequeño hueco entre las piedras introdujo los zarcillos elaborados con plata y aventurina, no sin antes musitar unas palabras pidiendo perdón...



Y al día siguiente encontraron al guerrero inmóvil sobre aquella losa, y como su única pertenencia resultó ser un oxidado mandoble, un alma piadosa se encargó de darle sepultura en el mismo lugar que había elegido para morir, y grabó sobre la piedra una espada que, todavía hoy, guarda su tumba...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

Las fotos 1 y 4 son de Manuel Sagastibelza.
La 2 está sacada del Foro "Caminando entre Románico"

viernes, 1 de abril de 2011

ZAZPI



¿Por qué te lamentas ahora? Pudiste volver a casa hace casi veinte años, Pierres de Lasaga te ofreció esa posibilidad, y preferiste seguir los alocados pasos de Mahiot de Cocherel, de Pierres de Sant Superano y de Juan de Urtubia, que decidieron poner su brazo al servicio de quien mejor les pagase. Apostaste entonces por no regresar a Navarra por una causa que no te atreviste a confesar entonces a ninguno de tus acompañantes. Un motivo que te había traído justamente hasta allí y que, desde luego, no hubieran entendido quienes sólo se movían por el simple placer de degollar un enemigo tras otro.

No, tú sabes bien que la causa de que te quedaras tiene que ver con tu infancia, cuando tu padre decidió que, para no estorbar el estado de tu hermano mayor, dedicases tu vida a la Iglesia. Abandonaste entonces el palacio de Artieda y te dirigiste al Estudio de Sangüesa para aprender los primeros latines, y a fe que lo conseguiste. Tus maestros se congratularon de tu capacidad y tu memoria, sobre todo fray Miguel de Garitoain, que te enseñó lo mucho que él sabía sobre los antiguos griegos y romanos, sobre sus gestas y sus aforismos...

¡Qué orgulloso estaría si pudiera verte ahora...!
Porque aunque te cueste creerlo es verdad: estás recostado en las maravillosas columnas de mármol del templo de Apolo, en la recién conquistada ciudad de Corinto, sobre cuya acrópolis ondea la cada vez más deshilachada bandera de Navarra...

Y cerrando los ojos vuelves a aquellas aulas junto a Santa María, y escuchas de nuevo la voz profunda de tu preceptor:

-Hubo en Grecia siete hombres que asombraron a todos los de su tiempo y también a todos los que hemos vivido en el mundo después que ellos. Su fama fue tan grande que recibieron el siempre inusual tratamiento de sabios entre los más sabios. Grabad sus nombres en vuestras cabezas, y pedid a Dios que permita que alcancéis siquiera una décima parte del conocimiento que ellos llegaron a poseer: Cleóbulo de Lindos, Solón de Atenas, Quilón de Esparta, Bías de Priene, Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene y Periandro de Corinto..."

Y no, no sólo no olvidaste nunca esos siete nombres, que te repetías una y otra vez, sino que cuando los reclutadores del infante Luis pasaron por Sangüesa, anunciando las maravillas sin cuento que todos los que se apuntaran para conquistar Albania podrían llegar a ver, te faltó tiempo para consultar los polvorientos mapas. Y cuando comprobaste que aquella tierra ignota estaba tan cerca de Grecia, colgaste tus hábitos de estudiante y, dejando una carta para fray Miguel, te uniste a la Gran Compañía Navarra.

Por el camino hasta tan lejanos países, aprendiste a manejar la lanza y la espada, pues comprendiste desde el prncipio que ese era el precio que debías afrontar para poder conocer el legado de los siete sabios, y desde luego lo pagaste con creces: has acabado con la vida de muchos albaneses, venecianos, bizantinos, caballeros hospitalarios, turcos, y hasta con algún navarro que no entendió esa obsesión tuya por no participar en los saqueos de ciudades y monasterios más que con la intención de hacerte con el mayor número de libros posible. Libros de autores de los que te habló tu maestro, y también de muchos otros que aquél nunca llegó a imaginar, y que escribieron sus obras hace tanto tiempo que resulta milagroso que se haya conservado siquiera algún fragmento de ellas...

Y has estado desde entonces en Atenas, y en Esparta, y ahora en Corinto. Y en arriesgadas singladuras por el luminoso mar de los griegos has entrevisto las brumosas siluetas de Mileto, Lesbos y Mitilene, ahora en poder de los turcos, y en sus mismas infieles manos descansa también la ciudad de Príene, en cuyo ágora, allí donde el muy docto Bías declaró una verdad que tú sabes ahora incontestable: que "la mayoría de los hombres son malos", no te importaría dejar tus huesos algún día...

Entonces, ¿qué te muerde por dentro, impidiéndote cumplir tu destino? ¿No son acaso los ojos negros de aquella a la que conociste en Olite mientras se preparaba la expedición, y a la que dijiste que volverías sabiendo que le mentías? ¿Cuántas noches ha aparecido su rostro en tus sueños? ¿No mandarías al Diablo a los siete sabios por ella? Ahora estará tan vieja como tú, y esos ojos estarán rodeados de arrugas, como lo están ya los tuyos, y aún así querrías estar ahora con ella, pues hace tiempo que sabes que la isla de Itaca no está en medio del azul cegador de estos mares, sino que siempre estuvo a su lado.

Y cuando esa nostalgia te ataca, sólo conoces un remedio: extraes de la escarcela uno de los viejos pergaminos rescatados del incendio de ya no te acuerdas qué lugar, y lees los versos de una poetisa llamada Safo, que estás seguro hubiera amado aquellos ojos tanto como tú de haber podido llegar a conocerlos. Y con el istmo de Corinto a tus pies, haces tuyas sus hermosas palabras:

"Igual parece a los eternos Dioses,
quien logra verse frente a ti sentado.
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!"


© Mikel Zuza Viniegra, 2011