domingo, 29 de agosto de 2010

EL PACIENTE CHAMPAÑÉS



Otoño del año del Señor 1270

La galera real parte por fin del puerto de Túnez. Lo hace con todos sus estandartes arriados porque Luis IX de Francia vuelve muerto a su país, y hasta la Oriflama que hace ondear el abrasador viento africano, parece más pañuelo de enjugar el llanto que bandera de guerra.

En la cubierta, el rey Teobaldo II de Navarra permanece con los ojos fijos en la costa que va quedando atrás. A duras penas se mantiene en pie, pues contrajo las mismas fiebres que su suegro en el duro verano que han pasado empantanados en la arena de aquel secarral de Cartago. El lugar de donde salió Anibal para conquistar Roma –piensa mientras tiembla de frío- se ha convertido en nuestra tumba…

De nada sirven los reproches de los físicos ni de los caballeros que le rodean, que le imploran que baje a descansar al camarote. Conoce los síntomas, ha visto cursar la enfermedad en cientos de soldados cuyos huesos, apenas cubiertos por una oración, han quedado para siempre en tierra infiel, y sabe que no pasará de aquella noche, así que se aferra a la barandilla y sigue mirando hacia aquel lugar que ha enhechizado de tal modo su entendimiento, que no es capaz de recordar ya las alegres ferias de Champaña que tanto le gustaban, ni el furioso color verde de los helechales que se inclinaban dócilmente para dejar paso a su caballo cada vez que retornaba de Francia a Navarra.

No. Sólo puede, sólo quiere, revivir las noches en el desierto, cuando aquel enorme silencio preñado de vida, no como ese otro silencio que a cada hora que pasa le envuelve más y más sin remedio, se abría para mostrar todas las estrellas que la bóveda celeste pueda albergar. Y allí, a despecho de los ataques enemigos, de los alacranes y de las tormentas de arena, pasaba las noches cavilando en la locura que supone invadir otros países para imponer tu forma de vida a quienes ya han escogido la suya propia. Y entonces sí, sí que deseaba estar en los brazos de Isabel, que le espera en Tiebas y a la que ya nunca más volverá a ver, y hasta le parecía que la constelación más cercana al horizonte punteaba con estrellas el rostro de su esposa. Pero esta noche de huída y de muerte, no hay luceros ni astros reverberando en el firmamento, que permanece cubierto de nubes negras como sudarios…

El flamear de las velas le saca de su ensimismamiento, y ha de ser ayudado a sentarse en una silla porque sus piernas se niegan ya a sostenerle en pie. Así habla, con un hilillo de voz, a su capellán, don Miguel de Azpiroz:

-Dicen que el demonio se lleva las almas de quienes mueren en una noche sin estrellas…

-Nuestro Señor no consentirá que la vuestra se pierda, Sire –responde mientras mira desesperanzado el cielo, que sigue tan oscuro como ala de cuervo.

Y el alférez Domingo de Iriso, que es tan alto como dos hombres, ha oído las palabras de su señor, al que mucho aprecia pues muchas veces ha salvado con gran valentía su vida y la de sus compañeros durante esta malhadada jornada de Túnez, así que baja a la sentina del barco y va despertando a los maltrechos navarros supervivientes, que son apenas tres centenares. Y aunque alguno rezonga y maldice el sorpresivo despertar, todos callan cuando Domingo les cuenta que su rey está a punto de entregar su alma a Dios. Y todos cumplen sus órdenes y le siguen hasta la cubierta de proa.

Y pide Domingo al capellán que sitúen a don Teobaldo mirando hacia estribor, y cuando vuelve a donde están sus compañeros, los encuentra ya con los arcos bien tensados y las saetas dispuestas para ser encendidas en el gran farol que ilumina el puente de mando. Y a un gesto de su brazo, todos apuntan hacia lo alto sus flechas de fuego y las lanzan en parábola hacia el mar, de tal forma que en un instante el cielo se cubre de luminosos y brillantes meteoros, más veloces que los que lo cruzan la noche de San Lorenzo. Y el rey cree volver a estar en el desierto, y cuando la última flecha se apaga en el mar, la cabeza del soberano se inclina sobre el pecho decorado con el carbunclo dorado de Navarra y la banda de plata de Champaña, y al capellán le parece que sonríe, quizás porque el diablo no ha podido llevarse al infierno su alma…

Entonces los navarros regresaron afligidos, pues su señor, que era valiente y agradable, había muerto. Vinieron a Navarra y cuando los escucharon, se levantaron por la tierra llantos, dolor y lamentaciones, porque el señor justo había muerto, y había dejado su reino sin heredero…

Guilhem Anelier de Tolosa

“La guerra de Navarra” Canto XVI

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 25 de agosto de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS V: PERO HAY QUE ECHARLE UN POCO MÁS DE...



Año 1349.

Carlos II se hace cargo del reino tras la muerte de su madre. Recién concluida la ceremonia de coronación, el Consejo se reúne para escuchar las directrices del soberano de cara a la nueva época que se avecina. Así les habla el rey:

-Señores, el anterior gobernador, proveniente del reino de Murcia, me ha hecho saber que Navarra es una nación modesta, que nuestros competidores siempre han contado con más medios que nosotros a la hora de lograr sus objetivos, y que los arbitrajes del Papa y de otros monarcas extranjeros no suelen favorecernos prácticamente nunca.

Le he agradecido sus servicios y le he dado licencia para volver a sus dominios, pues vienen tiempos nuevos para nuestro país. Pasó la época de la resignación y de conformarnos con perder sólo dos o tres pueblos fronterizos. La política, como el juego, no tiene sentido alguno si no demuestras ambición por ganar, y yo, señores, soy muy ambicioso…

Sé que los resultados de las últimas confrontaciones han sido totalmente contrarios a nuestros intereses, y que eso viene siendo así al menos desde hace un siglo, cuando Martín Tippia era quien adiestraba a los nuestros, bajo el mandato de don Sancho VII. A partir de entonces sólo derrotas o salvaciones in extremis, cuando ya todos daban por perdido el reino. Y yo os pregunto:

¿Cuál creéis que puede ser la causa?

Así contesta el álferez real, don Enrique Martín de Monreal:

-Majestad, es bien sabido que las últimas hornadas de guerreros navarros no han colmado las expectativas que en ellos teníamos puestas. Hay épocas en las que salen muchos y buenos, y otras en las que cuesta distinguir el grano de la paja. Por si eso fuera poca cosa, el señor de Vizcaya se empecina en tentar a nuestros mejores elementos apenas muestran su destreza…

-Todo eso que me decís está muy bien, don Martín, y ciertamente una de las cosas que más ansío conseguir bajo mi gobierno es aplastar a los vizcaínos, a ser posible en su propio terreno. Pero todo esto no deja de sonarme a excusa, pues ante esas ausencias y robos que lamentáis, vos teníais la potestad otorgada por la anterior mandataria para haceros con los servicios de mercenarios venidos de otras tierras, que pudieran enseñar su supuesta maestría a nuestros jóvenes. Sin embargo, no parece que hayáis mostrado mucho tino en vuestro cometido, pues ahora yo debo hacer frente a sus fabulosos sueldos, y según las crónicas que he podido consultar, excepto un par de ingleses, un súbdito de la corona polaca, y otros dos ciudadanos de la República Oriental, todos los demás no han hecho más que cobrar y escurrir el bulto...

-Con el debido respeto, Sire: con el dinero del que dispongo habitualmente no podemos atraer más que a descartes de las Grandes Compañías o a expedicionarios a los que ya no les quedan muchos años de ejercicio…

-¿Y entonces no será mejor combatir utilizando a luchadores que sientan de verdad el escudo que llevan sobre el corazón? Y sé lo que me vais a decir: que es de locos pretender el nivel de los grandes reinos sólo con gente de casa. Pero si no les damos oportunidad de demostrar lo que valen ¿cómo sabremos si sirven o no?

-Alteza: la estrategia habitual ha sido siempre dejar que se fogueasen en batallas de menor categoría y, si rinden, después recuperarlos. El anterior gobernador, además, era partidario de utilizar una mayoría de veteranos bien bregados en estas lides…

-Pero entonces son otros los que se aprovechan de los años de adiestramiento que les hemos proporcionado, señor alférez. Y en cuanto a la veteranía, yo mismo cuento dieciocho primaveras, justo es pues que confíe más en quienes tienen parecida edad a la mía que en aquellos que están de vuelta ya en este complicado mundo del prestigio internacional…

-Os entiendo, Sire. Pero no dejéis que vuestra juventud atropelle a vuestra prudencia. Llevo muchos años en estos menesteres como para no saber que si apostamos por un grupo eminentemente joven, el gobernador ha de ser alguien experimentado, que prácticamente haya nacido con una espada en la mano y que sepa de tácticas y de estrategias tanto como aquel Ricardo de Inglaterra que fue marido de vuestra antepasada Berenguela.

-¿Y dónde encontrar a alguien así, don Martín?

-Si consultáis los legajos que he ido recopilando en los últimos meses, podréis ver que tengo dos candidatos principales: el primero es don Clemente de Barakaldo, señor de Amarrategi. Su pericia no es muy complicada: le basta con dejar que el adversario lleve la iniciativa y aprovechar el menor descuido haciendo que la vanguardia se aproveche de los ataques en largo del resto de líneas. El otro aspirante, y si me lo permitís, mi favorito, es don Guidoriccio da Fogliano, condottiero italiano que ha mostrado sus habilidades en repúblicas postineras como Siena, Florencia o Lucca. Y no creáis que son aquellas plazas lugares donde resulte fácil acumular victorias, pues todos plantean los choques pensando más en no perder que en alcanzar los laureles del triunfo. Su despliegue táctico pasa por implicar a todas las fuerzas en el mismo afán: todos atacan y todos defienden. Eso le permitió alcanzar victorias tan renombradas como la de Montemassi y la de Sassoforte. Es cierto que esto sucedió hace casi veinte años ya, pero ha seguido peleando duro, y no ha perdido su mano para las batallas. Además, todos sus planteles se caracterizan por emplear una mayoría de jóvenes en sus estrategias, que no se pueden llevar a cabo si no es contando con mucha fuerza en sus filas. En la carpeta podéis ver su retrato, pintado por don Simone Martini, que le muestra valiente y orgulloso montado en un caballo engualdrapado con sus colores negros y dorados. No os costará trabajo imaginarle de la misma guisa defendiendo el rojo y azul de vuestra casa…

-Sea pues como decís, señor alférez: moved todos los hilos que sean necesarios para la contratación de ese don Guido, y no os preocupe esta vez el dinero, que, como marca el Fuero, el nuevo rey tiene potestad para acuñar ingente cantidad de moneda…

Y ojalá que con él queden desterradas para siempre expresiones tan inicuas y faltas de fe en nosotros mismos como “Somos Navarra, no podemos aspirar a más”, o “Aún no estamos salvados”, o “El principal objetivo es llegar a los 43 pueblos y aldeas conquistadas y después ya se verá” u “Os equivocáis: yo he visto el mismo número de combatientes almohades que navarros”.

-Majestad, ¿también la que dice que “Si nos confiamos somos muy malos”?

-Esa la juzgo como la peor de todas, y he de castigar con doscientas subidas seguidas a pie desde Tajonar al castillo de Irulegi a quien se la oiga, pues puede que no seamos mejores que nuestros enemigos, pero tampoco debemos tenernos en menos antes de empezar a guerrear.

No, señores. Os digo que esos tiempos quedaron atrás, y muy pronto se hablará de nosotros con miedo en las lejanas y escocesas tierras de Glasgow, en las germanas ciudades de Stuttgart y Leverkusen, en los otomanos lugares de Sofía y Trapisonda, en el ducado italiano de Parma, en los helados fiordos de Odense, y en los dominios franceses de la villa de Lens y de los Girondinos de Burdeos.

Lo habéis de ver todos bien pronto…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 22 de agosto de 2010

COMO LA LUNA Y EL SOL



Verano del año del Señor 1364.

El rey Carlos vuelve a Pamplona vencido. Esta vez quizás definitivamente. Ha esperado en Roncesvalles durante una semana noticias de la batalla que entre sus tropas y las del fementido traidor que dice ser el rey de Francia ha tenido lugar en los prados de Cocherel, allá por las verdes tierras de Normandía. Y por fin llegó el mensajero, mudada la color, y eso fue suficiente para saber el resultado de la lucha: todas las tierras del rey de Navarra en Francia confiscadas, saqueadas las ciudades que se negaron a arriar la bandera roja con el carbunclo dorado, muertos todos los partidarios que no pudieron refugiarse en la plaza fuerte de Cherburgo.
Y el reino ya no da más de sí. No hay más dinero ni más hombres que demandar a las Cortes. Él, que debió ser rey de Francia, ahora se ve obligado a mendigar en Navarra, un territorio más pequeño y más pobre que su perdido condado de Evreux…

En el trayecto su cabeza no deja de dar vueltas intentando hallar una solución, una salida que le permita enviar más tropas al rescate de los jirones de lo que una vez fueron sus dominios patrimoniales. Mas deja atrás Burguete, sube penosamente Erro, llega a Zubiri, alcanza ya Larrasoaña, y no acierta a imaginar cómo salir de ésta. Su más que probada astucia parece tan agotada como su cuerpo, exangüe del mucho cavilar y del poco dormir. Tendrá que volver a recurrir a sangrar a los judíos, si tras las múltiples rapiñas regias aún queda alguno en Pamplona…

Aquí y allá se siguen viendo peregrinos que buscan aliviar sus cuitas yendo a la tumba de Santiago de Galicia. Algunos, burlando a la guardia real, consiguen besar el pie del soberano, que cree hacer bastante con no sacarlo del estribo para alejarles de sí con una patada en la cara. No está para besamanos ni para besapiés. Se advierte que no quiere más que llegar cuanto antes a su palacio y allí transmitir las órdenes oportunas para preparar las levas.

Por eso toda la comitiva se sorprende y se detiene cuando ve al rey echar pie a tierra al pasar por la pequeña aldea de Zabaldika. Y es que Carlos ha creído oír...
¡Aunque no puede ser! ¿Quién cantaría de esa forma en aquel lugar tan pequeño?

Pero sí, no hay duda, es música de la que cantan los Tronos y las Potestades angélicas la que sale de los muros de la iglesia hacia la que se dirige prestamente el rey, seguido a corta distancia de muchos de sus caballeros. Y mientras entra en el templo escucha una estrofa que dice:

-“La novia ya salió del baño
y el novio ya la está esperando
Ya salió de la mar…”

Y cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad (¡ay, aquellas iglesias diáfanas y luminosas de Francia!), ve al fondo a una juglaresa bella como una sultana de Babilonia, vestida de tafetán morado y tañendo un extraño instrumento que aúna cuerdas y teclados, y que en sus manos se convierte en arma más poderosa que las trompetas con las que dicen que Josué derribó los muros de la ciudad de Jericó, pues a su mágico conjuro pareciera que los problemas y las preocupaciones se esfuman en el aire. La escoltan otros tres músicos vestidos de negro, que acompañan las melodías con tan singular destreza, que Carlos cree que no ha oído nunca otras tan preciosas, a no ser las de aquel noble leonés llamado Amancio, que una vez actuó en San Nicolás de Pamplona…

Y se sienta el rey, y ordena a sus hombres que no entren en la nave, que no quiere que el chocar de armaduras, espadas y espuelas moleste a los que allí dentro escuchan embobados a…
Es cierto, ¿quién será aquella que ahora mismo canta este otro verso?:

-“Los hijicos que mos nacen,
Amán, como la luna y el sol
Dermán, como la luna y el sol…”

Y ve entonces entre la concurrencia a don Fernando Nieto, que es uno de los pregoneros de noticias más ilustres del reino de Navarra, que también ha acudido a Zabaldika arrullado por el embrujo de aquellas suaves cadencias. Y convenientemente consultado saca de sus dudas al rey, pues le dice que aquella mujer con voz y planta de querube esculpido en el claustro de la catedral, es nada menos que Ana Alcaide, de Toledo, intérprete de las mejores que hay en Castilla, y que de Camino a Santiago ha tenido la cortesía de alegrar con sus canciones a los cobijados bajo aquella bóveda de piedra. Y que aquel raro instrumento que toca es propio de la Escandinavia, y lleva por nombre “Nyckelharpa”.

Y, ciertamente, consigue con él la gentil Ana lo mismo que aquel San Antonio que cuando niño hizo callar hasta a las aves del cielo para que atendiesen su prédica, pues abandonan los labradores sus aperos, las damas sus costuras, los arrieros sus mulas y los caballeros sus armas cuando ella entona:

-“La novia destrenza el pelo
Se desmaya el cabayero
La novia de la rosa blanca
Donde el novio se remirara…”

Y con cada nueva trova, va poco a poco el rey deshaciéndose de su rabia, y ya no tiene ganas de subir los impuestos de los judíos, y comienza a considerar perdonar al día siguiente a todos aquellos prisioneros que iban a ser ahorcados en la torre de la Galea y en Miluce, y piensa que ya vendrá el momento de recuperar lo perdido en Francia, e incluso que si no lo recobra nunca, todo eso que saldrá ganando Navarra, harta ya de guerras que ni le van ni le vienen. Y ante tan serena perspectiva, ordena que de la exhausta bolsa regia sean entregadas varias monedas de oro y muchas de plata a los cuatro músicos, pues siempre ha tenido Carlos tendencia a llenar los sombreros de los artistas ambulantes. Al fin y al cabo –piensa-, siempre será mejor emplear el dinero en esos menesteres que no en soldados y ballesteros…

Y hora es ya de callar y de dejar que doña Ana demuestre que lo atestiguado en esta crónica es totalmente cierto, y que quienes tienen la inmensa fortuna de escucharla, pueden discutir a partir de entonces sobre la esencia del Cielo hasta con el más sabio de los teólogos…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 18 de agosto de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS IV: LINEA 8



R. Steven Janke, que dedicó su interesante tesis doctoral a la figura de Jehan de Lome, escultor excelso de la corte de Carlos III de Navarra, fue el primero en percatarse de la ausencia del flamenco en los registros de Comptos del año 1417, aunque no pudo encontrar una explicación convincente a un hecho tan curioso, pues no en vano en ese momento concreto, Jehan estaba inmerso en la realización de su obra maestra: el sepulcro del propio rey Noble.

Efectivamente, numerosas noticias acreditan su presencia habitual en Olite, Pamplona y otras localidades del reino en fechas anteriores y posteriores a esa sorprendente “desaparición”, pero el vacío más absoluto se abría a la hora de intentar averiguar la trayectoria vital del artista en ese brumoso 1417.

Al menos así ha sido hasta ahora, porque el reciente descubrimiento por parte de la investigadora Agnese Pizzani de unas notas del quattrocento utilizadas en la encuadernación de un códice del siglo XVI en la Biblioteca Medicea-Laurenziana, ha venido a arrojar una inesperada luz sobre este asunto.

Dichas notas, publicadas en Il Giornale dell’ Arte, nº 103, 2007, pp. 216-297, parecen pertenecer a un aprendiz del taller del gran escultor florentino Donato di Niccolò di Betto Bardi, más conocido como “Donatello”, y en ellas describe con minuciosidad el trabajo diario en la “bottega” del maestro.

Pues bien, en las correspondientes al año 1417, el anónimo autor relata cómo durante el mes de julio el taller sufrió el “acoso” de un misterioso personaje que decía provenir del reino de Navarra, aunque no traía consigo ningún documento que lo demostrase porque había sido desvalijado por piratas genoveses durante su travesía, que le habían robado todo, hasta la credencial con el sello real de Navarra que acreditaba su condición de embajador. Al parecer defendía con tozudez que era el principal artista de aquel país, y que había sido comisionado por su rey para que conociera in situ la estatua de San Jorge que maese Donatello estaba tallando en ese mismo momento para el Gremio de Armureros de la ciudad, o “Arte dei Corazzai e Spadai”, como ellos hablaban.

A la pregunta de cómo habían podido conocer en un lugar tan lejano que tal figura se estuviese elaborando en Florencia, aquel a quien todos en un principio tomaron por loco, contestó que un grupo de peregrinos italianos que iban camino de Santiago de Galicia habían parado en la ciudad d’ Ollete [Sic. por "Olite"] para cumplimentar al rey Carlos. Y que allí, conociendo que la capilla del fastuoso castillo donde el gobernante moraba iba a dedicarse al patrón de los caballeros, les habían contado como en la ciudad de Florencia se estaba realizando en aquel mismo momento la mejor efigie del santo capadocio que se hubiera visto nunca en el mundo.

El monarca navarro no debió encontrar sosiego desde que conoció aquella noticia artística, y movido sin duda por su afán coleccionista, habría enviado a su maestro de obras para que hiciese todo lo posible por conocer (y en la medida de lo posible replicar) aquella maravilla.

Lástima que las notas no reflejen las aventuras que debió soportar Jehan de Lome en su viaje hasta la capital toscana, pero a juzgar por el incidente con los genoveses, no debió pasarlo nada bien hasta alcanzar su objetivo.

Aún así tampoco le resultó sencillo que los desconfiados artistas florentinos creyeran su descabellada versión, y ya estaban a punto de entregarlo a los alguaciles de la Signoria para que lo recluyesen en el Hospital de los Locos, cuando Lome, zafándose de los brazos de los sirvientes, se había abalanzado sobre un montón de arcilla allí dispuesta para abocetar las figuras que luego se realizarían en materiales más lujosos, y en un santiamén había realizado una graciosa estatuilla (eso sí: “a la bárbara manera del norte”, como se encarga de subrayar la crónica), de San Juan niño. Aquella inesperada acción fue el pasaporte para que pudiese conocer a maese Donatello, que hasta ese momento había permanecido encerrado en su sección del taller, dando los últimos toques de su arte a su famoso y aún inédito San Giorgio.

De muy buena gana recibió al maestro venido de tan lejanas tierras, al que más por curiosidad que por desconfianza, ofreció que tallase otra figurilla, esta vez en madera. Moviendo las gubias y los formones con alegría, en poco tiempo tuvo Donatello en sus manos una María Magdalena penitente de rostro desencajado y dolorido. Tanto le gustó al florentino esta obra, que la guardó siempre cerca de su mesa de trabajo, y hasta hay algún erudito que defiende que fue el modelo que utilizó para la que él mismo esculpió años más tarde, que en la actualidad se conserva en el Museo Delle Opera del Duomo.

Y llegó el momento tan largamente esperado por el enviado del rey de Navarra: los criados descorrieron el velo que cubría una figura mayor del tamaño natural, de pulido mármol, y cuentan las notas que Jehan, ante tan soberbia muestra de maestría y destreza escultórica, debió exclamar que “su arte era como el de un niño, mientras que el de Donatello era más propio de Dios, pues hacía figuras tan semejantes a las personas reales que talmente parecían capaces de hablar y de moverse por sí mismas”. Pero que el florentino le respondió que "el arte tiene infinitos caminos, y cada uno debemos transitar por aquel que mejor dominemos. Vos por el vuestro y yo por el mío, lo verdaderamente importante es que hallemos la belleza allí donde se encuentre".

Lome se llevó bien con el maestro italiano, que al parecer le sirvió de guía por la ciudad, donde debió enseñarle todo el arte de los antiguos romanos, que era el que inspiraba a la multitud de artistas que poblaban los talleres del Oltrarno y del borgo de Ognisanti. Le presentó incluso a otros artistas amigos suyos, como Brunelleschi, Ghiberti o el pintor Masaccio. También de su propio peculio dotó al flamenco para que pudiese volver a su patria adoptiva, y a la hora de despedirse, le entregó una pequeña estatuilla, replica perfecta del San Giorgio, pues no en vano la había fundido él mismo, para que le sirviese de inspiración a la hora de realizar su versión en la capilla regia de Olite. Y mucho lo agradeció el extranjero, pues había buscado por toda Florencia una parecida, y lo único que había obtenido eran negativas rotundas y grandes dolores en la planta de los pies por tanta caminata sin resultado…

De esa estatua que esculpió Jehan de Lome a la vuelta de Italia sí que se conocen más datos. Siguiendo el modelo que le había regalado su amigo Donatello, reprodujo en oro y alabastro una copia perfecta, aunque enriquecida con finos detalles de arte borgoñón, del San Giorgio que simultáneamente asombraba a los florentinos en el templo de Or San Michele. El rey Carlos III quedó tan complacido con ella que regaló una casa de piedra en la rúa mayor de Olite a su artista de cámara.

Desgraciadamente se conoce también el triste final de tan singular efigie, pues fue ordenada deshacer por Juan II de Aragón, que necesitaba todo el oro que hubiera en Navarra para sus guerras en Castilla. Ni los ruegos de su esposa Blanca, ni los de su hijo Carlos –atestiguados por la documentación-, fueron suficientes para salvarla. En definitiva, una gran pérdida para el patrimonio histórico-artístico navarro e incluso mundial...

Jehan de Lome murió en 1449, en Viana. Su testamento, conservado en la parroquia de Santa María de aquel lugar, refleja que entre sus escasas pertenencias tan sólo destacaba “una pequeña figurilla de bronce fundido que parecía representar a San Jorge desafiando al dragón infernal”.



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

sábado, 14 de agosto de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS III: HASTA EN EL INFIERNO



Me explicas que llevabas nueve años planeando tu encuentro con ella, que únicamente la habías visto una vez antes de aquella, cuando ambos teníais nueve año; que hasta habías hecho coincidir la cita con su salida de misa, justo a la hora nona del día nueve del noveno mes. Y yo sólo puedo decirte que, aparte de no entender muy bien esa extraña obsesión tuya por el número nueve, no tengo la culpa de haberme puesto a tocar precisamente en la puerta de esa iglesia en ese mismo momento. Debió ser cosa del destino…

Ya me habrás visto otras veces por la ciudad. Sólo tengo dos posesiones: mi daga y mi flauta, que en mi tierra llaman “txistu”. Cuando el vino no hace temblar mi mano, pongo la primera al servicio de quien mejor me pague. Cuando no tengo tanta fortuna, me conformo con ganar unas monedas en cualquier plaza concurrida.

Aquella tarde, lo recuerdo bien, yo estaba tocando frente a Santa Margherita un aire que cantaba mi abuelo:

"Dama polita zera,
polita guztiz, ai!
baina halare zaude
oraindik ezkongai,
ezkon gaitezen biok!
esan zaidazu bai!"
"Ni zurekin ezkondu?
ni zurekin? Jai, jai!"

Y como Dios entiende todas las lenguas, la hizo aparecer ante mí, vestida de un color blanquísimo, en medio de dos gentiles damas de más avanzada edad y, al pasar por la calle, volvió sus ojos hacia donde yo estaba y me saludó muy alegremente, de modo que me pareció ver entonces todos los extremos de la Gloria…

Dices que eres escritor y poeta, aunque quizás demasiado joven para saber que las damas prefieren siempre a los músicos. Quizás porque su volátil carácter casa mejor con composiciones que se bailan y se olvidan nada más ser escuchadas, que con gruesos tratados de diminuta y apretada letra. Convendrá que lo tengáis en cuenta para el futuro, porque nunca suele fallar…

Sí, comprendo que puedas estar dolido porque las cosas no hayan salido como llevabais tanto tiempo proyectando, pero eso es lo que suele ocurrir cuando hay mujeres de por medio. Mas si albergas deseos de venganza porque aquella misma noche yo robara la joya más preciada que se guardaba en el palazzo Portinari, convendrá que te advierta de que hoy no he bebido vino, y por tanto mi daga está presta a ser usada. La decisión es exclusivamente tuya…

¿Qué cómo me llamo? Pronto os lo dire: Juan Pablo es mi nombre. Gian Polo, como vosotros decís. Y nací en el reino de Navarra.

¿Cómo dices? ¿Que tan parcos datos te bastan para mandarme al Infierno? Deja que me ría, joven fatuo y rencoroso, porque ya he estado allí. Entré al servicio del buen rey Teobaldo el joven, el que acompañó a su suegro San Luis de Francia a la Cruzada de Túnez. Allí pude ver yo bien qué cosa es el Infierno: sangre hasta las rodillas de mujeres y niños inocentes; robos sin cuento, incluso entre aquellos que presumían de cristianos; muerte y más muerte, hasta que el propio Teobaldo murió, y yo también tuve que matar y robar para poder salir de aquel maldito desierto de arena.

¿Podrás imaginar algo tan terrible tú, literato gomoso, que sólo sirves para presumir ante las jóvenes que pasean entre el Duomo y la Signoria? Yo no lo creo, petimetre florentino. Pero si lo consigues, y de tu mente sale alguna vez el plano detallado del Averno, tienes mi permiso para que mi nombre pase a la posteridad metido en las calderas ardientes del diablo. ¡Así podrá decirse con razón que hay navarros hasta en el Infierno, y que las montañas que rodean nuestra hermosa patria no son suficientes para mantenernos dentro de ella!



Se cumplen ya casi quince años de aquella conversación de taberna. También de la muerte de Beatriz, la joya de la familia Portinari que aquel navarro del demonio, superviviente de todo tipo de calamidades, arrebató de las manos, que no del corazón, de quien ahora se dispone a escribir el Canto XXII de una “Commedia” que le tiene absorto desde hace meses. Hunde la pluma en el tintero y, con una sonrisa, pues después de tantos años ya no le cae tan mal el astuto vividor Gian Polo, escribe sobre el pergamino:


Mi guía, Virgilio, se acercó a él y le preguntó de donde era, a lo que respondió:

“-Yo nací en el reino de Navarra, mi madre me puso al servicio de un señor; ella me había engendrado de un pródigo, que se destruyó a sí mismo y disipé su fortuna. Después fui favorito del buen rey Teobaldo, y me lancé a comerciar con sus dineros; crimen de que doy cuenta en este horno”.

Y el demonio Ciriatto, a quien salía de cada lado de la boca un colmillo como el de un jabalí, le hizo sentir lo bien que uno de ellos hería. Entre malos gatos había caído aquel ratón; porque el cruel Barbariccia lo sujetó entre sus brazos, diciendo: Quedaos ahí mientras que yo le ensarto. Y volviendo el rostro hacia mi Maestro, añadió:

-Pregúntale aún si deseas saber más, antes que otros lo destrocen.

Y habló el diablo Libicocco: Ya hemos tenido demasiada paciencia, dijo, y le enganchó por el brazo con su arpón, arrancándole de un golpe todo el antebrazo. El feroz Draghignazzo quiso también cogerle por las piernas; pero su Decurión se volvió hacia todos ellos lanzando una mirada furiosa. Cuando se hubieron calmado un poco, mi Guía no tardó en preguntar a aquel que estaba contemplando su herida:

- Si queréis ver u oír a toscanos y lombardos -empezó a decir en seguida el desgraciado pecador-, haré que vengan. Pero que esas malditas garras se mantengan un poco apartadas, a fin de que ellos no teman sus venganzas; yo, sentándome en este mismo sitio, por uno que soy haré venir siete, silbando como acostumbramos cuando uno de nosotros saca la cabeza fuera de la pez.
Al oír estas palabras, el horrible Gagnazzo levantó el hocico meneando la cabeza, y dijo:

-¡Oid el medio malicioso de que se ha valido para volver a sumergirse!

A lo cual contestó aquél, que tenía abundancia de estratagemas:

¡En verdad que soy muy malicioso, cuando expongo a los míos a mayores tormentos!

No pudo contenerse el demonio Alichino, y en contra de lo dicho por los otros, respondió:

-Si te arrojas en la pez, no correré al galope detrás de ti, sino que emplearé mis alas para ello. Te damos de ventaja la escarpa, y el ribazo por defensa, y veamos si tú solo vales más que todos nosotros.

¡Oh tú, que lees esto, ahora verás un nuevo juego! Todos los demonios se volvieron hacia la pendiente opuesta, y el primero de ellos, el que se había mostrado más remiso.

El navarro aprovechó bien el tiempo; fijó sus pies en el suelo, y precipitándose de un solo salto, se puso al abrigo de los malos propósitos de aquellos. Contristados se quedaron los demonios ante esta treta, pero mucho más el que tuvo la culpa de ella; por lo cual se lanzó tras de él gritando:

-Ya te tengo.

Pero de poco le valió, porque sus alas no pudieron igualar en velocidad al espanto de Ciampolo; éste se lanzó en la pez, y aquél cambió la dirección de su vuelo; llevando el pecho hacia arriba.

No de otro modo se sumerge instantáneamente el pato cuando el halcón se aproxima, y éste se remonta furioso y fatigado. El furioso Calcabrina, irritado contra el voraz Lichino por aquel engaño, echó a volar tras él, deseoso de que el pecador se escapara para tener un motivo de querella. Y cuando hubo desaparecido el prevaricador, volvió sus garras contra su compañero, y se aferró con él sobre el mismo estanque. Pero éste, gavilán adiestrado, hizo uso también de las suyas, y los dos cayeron en medio de la pez hirviente. El calor los separó bien pronto; pero todo su esfuerzo para remontarse era en vano, porque sus alas estaban enviscadas. Y el rabioso Barbariccia, descontento como los demás, hizo volar a cuatro desde la otra parte con todos sus arpones, y bajando rápidamente hacia el sitio designado, tendieron sus garfios a los dos demonios, que estaban medio cocidos en la superficie de aquella fosa. Nosotros los dejamos allí enredados de aquella manera...

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 10 de agosto de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS II: ENTOMOLOGÍA SAGRADA



-La cofradía de orfebres de Florencia contrató vuestros servicios en marzo, hace ya seis meses, maestro Sandro. Se os encargó una tabla que representase a Santa María y a su divino hijo, con la advertencia de que la fecha de entrega debía ser la de la virgen de agosto. Sólo quedan dos semanas para que se cumpla el plazo y no habéis puesto aún un pincel sobre la paleta.
El Consejo de Aurifices comprende vuestro terrible dolor por la reciente muerte de la gentil Simonetta. Toda Florencia ha quedado perturbada tras tan funesto suceso, pero la vida sigue, y si vos no sois capaz de cumplir lo pactado, no faltan pintores en la ciudad que estarán encantados de sustituiros. Es el último aviso. Si en estas dos semanas no deponéis vuestra pasiva actitud, seréis denunciado a la Signoria y os veréis obligado a devolver el adelanto que se os otorgó. Viendo el aspecto de vuestra casa y de vuestra propia persona, dudo mucho que podáis hacerlo. Por mi parte estoy dispuesto a añadir una fuerte suma a la ya convenida si cumplís vuestra parte del trato. El Consejo cree de veras que hay mejores artistas que vos en esta ciudad. Yo creo que se equivocan y me gustaría demostrárselo con vuestra ayuda. Dentro de quince días sabré si tenían o no razón…

Cuando Sandro queda solo en su habitación, las palabras del síndico de los joyeros van borrándose de su cabeza igual que se borran los signos escritos en las tablillas de cera al pasarles un pañuelo por encima. El mal vino bebido la noche anterior se cobra ahora su tributo, y parece como si sus mefíticos vapores fueran raspando hasta el último resto de pensamiento consciente. Todos menos uno: el recuerdo de Simonetta no hay Chianti que lo borre, por más vinagre que se eche a las cubas…

Se levanta y, como un sonámbulo, cumple su cita diaria desde aquel maldito 26 de abril en que todo el arte que atesoraba en su interior siguió al sepulcro a su amada. Recorre el borgo de Ognisanti sin responder a los saludos que los artesanos de las bottegas le envían. Cruza la puerta de la iglesia y se sienta a los pies de la tumba donde yace la que hacía que el sol quisiese salir sólo para iluminar sus dorados cabellos, que la hierba deseara crecer más tupida tan sólo para ser pisada por sus delicados pies, que los músicos compitieran por acercarse a las humanamente imposibles notas que entonan eternamente los bienaventurados en el Paraiso, sólo para que ella sonriese durante un momento, un instante en el que el tiempo parecía detenerse, preso él también de tanta belleza.

Y ahora ella no es más que un montón de cenizas bajo las ajadas bóvedas de un templo junto al Arno. Y Sandro se arrojaría a la fosa contigua si se abriese bajo sus pies, pero como Dios hace tiempo que no atiende sus ruegos, las frías losas no se mueven de su sitio, así que abandona lentamente la iglesia, y como cada día recorre las fiaschetterias y los vinnaios de más baja estofa, pagándose el vino o bien con la limosna de otros pintores que se apiadan de su circunstancia, o bocetando en sucias servilletas los desdentados rostros de las puttane y bandidos que en aquellos antros anidan.

Es la única manera de que al llegar la noche, cuando vuelve a su casa arrastrándose, Simonetta le esté esperando. Como antes. Pero cuando despierta por la mañana, ella no está, y el infierno vuelve a abrirse a sus pies.

Pero esa noche ocurre algo diferente. Es cierto que se deja caer en el lecho como una torre que se derrumba, y que la luna que se filtra por la claraboya parece dibujar el pálido semblante de Simonetta sobre la almohada. Sólo quiere dormir para reunirse con ella. Dormir y no despertar nunca más. Pero esta noche Sandro despierta muy pronto, porque un ruido como de diminutas trompetillas se cuela en sus oídos, y siente también aguijonazos en todas las partes de su cuerpo no cubiertas por las sábanas.

-¡Maldito verano florentino! –piensa mientras enciende las velas del candelabro que reposa en su mesilla. Y cuando, frotándose los ojos, lo eleva hacia la pared, ve una nube de mosquitos de esos que pueblan a porfía la ciudad de los Medicis que, como siguiendo el pulso de una divina calígrafa, van apiñando sus alargados cuerpos y sus brillantes alas hasta formar una frase que hace a Sandro caer de rodillas:

-Píntame con el rostro de Simonetta.

Y tan pronto como se ha formado la oración, se deshacen aquellas letras vivas, que vuelan frenéticamente rodeando y picando inmisericordemente al pintor que, aturdido, cae rendido al suelo.

El alba le sorprende en la cama. Por primera vez en muchos meses se siente dueño de sus pensamientos, y la cabeza no le suena como los aspavienteros carros de la Misericordia de Firenze, que para ir a atender a los enfermos atruenan toda la ciudad con sus infernales carracas.

Vuelca el agua en la palangana para lavarse, y observa sorprendido su antebrazo derecho, donde un montón de abonazos parecen formar la palabra “Ricorda!”
Y sí, sí que recuerda. Y por eso prepara con mimo la tabla, mezcla hábilmente los colores y el aceite hasta lograr la mixtura exacta, aquella que permite deslizar los pinceles sin esfuerzo. Y se pone a dibujar compulsivamente con el carboncillo, hasta volver a tener el familiar perfil de Simonetta frente a sí.

Pasa los días siguientes en este afán, y al llegar la fiesta del quince de agosto, una madonna tan bella que, a juicio del Gremio de Joyeros y de toda la ciudad de Florencia, reunida para la procesión, ni siquiera micer Giotto hubiera podido mejorarla. Y todo el mundo se hace lenguas del peculiar detalle de que la imagen está rodeada por una compacta órbita de mosquitos, tan bien pintados que parecen vivos. Es por eso que la multitud pronto bautiza el cuadro como “La Madonna di Zanzare”, aquella a la que deberán dirigir sus ruegos todos aquellos y aquellas que tengan la fortuna de pasar una o varias noches de verano en questa bellisima cittá. No les faltarán ocasiones para hacerlo...

Tan sólo un barbudo artista, nacido en la cercana villa de Vinci, parece no estar de acuerdo con el juicio popular, pues mueve ostentosamente su cabeza ante la tabla en señal de desaprobación, aunque pronto ha de buscar refugio porque docenas de mosquitos –y estos sí que son reales- se lanzan contra él, con más saña incluso de la habitual, que puedo atestiguar que es mucha…

Y Sandro recuperó de esta manera su maravilloso arte, y es cierto también que muchas de las mujeres que pintó a partir de entonces guardan enorme parecido con aquella cuya piel era más blanca que el mármol de las paredes del Duomo. Y bien que se lo agradecemos los que no tuvimos la oportunidad de conocerla mientras vivía.

Y hasta hay evidencias de que un peregrino navarro, que moraba esos días en Florencia, quiso que Sandro le pintase una copia de aquella singular Madonna, pero que lo escaso de su peculio hizo que el maestro le recomendara más bien la adquisición de una “Kodakina”, que son unas copias de imágenes hechas a toda prisa con las que se gana la vida por esos pagos un inglés llamado Sir George de Eastman. Mas como el navarro le cayó bien, le pintó también como recuerdo un cuadro tan pequeño como la palma de la mano, en el que podía verse un fiero y amenazador mosquito florentino, con su trompetilla bien dispuesta ya al picotazo. Y por detrás firmó orgulloso su obra: Sandro di Filipeppe, detto “il Botticelli”. Firenze, AD 1476.

Y este cuadro del mosquito podía verse hasta hace no mucho tiempo en el muro izquierdo de la nave de la iglesia pamplonesa de San Cernin, justo debajo de la imagen de piedra de San Jorge, pues mucha devoción tenía el peregrino por aquel lugar, y allí pidió ser enterrado. Y digo podía verse porque su realismo era tal, que un sacristán lo tomó por verdadero y de un fuerte paletazo destruyó para siempre lo que él creyó ser un mosquito fiero, no ya de las riberas del Arno, sino de las del Arga, que tampoco son precisamente mancos a la hora del picar…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010