domingo, 22 de agosto de 2010

COMO LA LUNA Y EL SOL



Verano del año del Señor 1364.

El rey Carlos vuelve a Pamplona vencido. Esta vez quizás definitivamente. Ha esperado en Roncesvalles durante una semana noticias de la batalla que entre sus tropas y las del fementido traidor que dice ser el rey de Francia ha tenido lugar en los prados de Cocherel, allá por las verdes tierras de Normandía. Y por fin llegó el mensajero, mudada la color, y eso fue suficiente para saber el resultado de la lucha: todas las tierras del rey de Navarra en Francia confiscadas, saqueadas las ciudades que se negaron a arriar la bandera roja con el carbunclo dorado, muertos todos los partidarios que no pudieron refugiarse en la plaza fuerte de Cherburgo.
Y el reino ya no da más de sí. No hay más dinero ni más hombres que demandar a las Cortes. Él, que debió ser rey de Francia, ahora se ve obligado a mendigar en Navarra, un territorio más pequeño y más pobre que su perdido condado de Evreux…

En el trayecto su cabeza no deja de dar vueltas intentando hallar una solución, una salida que le permita enviar más tropas al rescate de los jirones de lo que una vez fueron sus dominios patrimoniales. Mas deja atrás Burguete, sube penosamente Erro, llega a Zubiri, alcanza ya Larrasoaña, y no acierta a imaginar cómo salir de ésta. Su más que probada astucia parece tan agotada como su cuerpo, exangüe del mucho cavilar y del poco dormir. Tendrá que volver a recurrir a sangrar a los judíos, si tras las múltiples rapiñas regias aún queda alguno en Pamplona…

Aquí y allá se siguen viendo peregrinos que buscan aliviar sus cuitas yendo a la tumba de Santiago de Galicia. Algunos, burlando a la guardia real, consiguen besar el pie del soberano, que cree hacer bastante con no sacarlo del estribo para alejarles de sí con una patada en la cara. No está para besamanos ni para besapiés. Se advierte que no quiere más que llegar cuanto antes a su palacio y allí transmitir las órdenes oportunas para preparar las levas.

Por eso toda la comitiva se sorprende y se detiene cuando ve al rey echar pie a tierra al pasar por la pequeña aldea de Zabaldika. Y es que Carlos ha creído oír...
¡Aunque no puede ser! ¿Quién cantaría de esa forma en aquel lugar tan pequeño?

Pero sí, no hay duda, es música de la que cantan los Tronos y las Potestades angélicas la que sale de los muros de la iglesia hacia la que se dirige prestamente el rey, seguido a corta distancia de muchos de sus caballeros. Y mientras entra en el templo escucha una estrofa que dice:

-“La novia ya salió del baño
y el novio ya la está esperando
Ya salió de la mar…”

Y cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad (¡ay, aquellas iglesias diáfanas y luminosas de Francia!), ve al fondo a una juglaresa bella como una sultana de Babilonia, vestida de tafetán morado y tañendo un extraño instrumento que aúna cuerdas y teclados, y que en sus manos se convierte en arma más poderosa que las trompetas con las que dicen que Josué derribó los muros de la ciudad de Jericó, pues a su mágico conjuro pareciera que los problemas y las preocupaciones se esfuman en el aire. La escoltan otros tres músicos vestidos de negro, que acompañan las melodías con tan singular destreza, que Carlos cree que no ha oído nunca otras tan preciosas, a no ser las de aquel noble leonés llamado Amancio, que una vez actuó en San Nicolás de Pamplona…

Y se sienta el rey, y ordena a sus hombres que no entren en la nave, que no quiere que el chocar de armaduras, espadas y espuelas moleste a los que allí dentro escuchan embobados a…
Es cierto, ¿quién será aquella que ahora mismo canta este otro verso?:

-“Los hijicos que mos nacen,
Amán, como la luna y el sol
Dermán, como la luna y el sol…”

Y ve entonces entre la concurrencia a don Fernando Nieto, que es uno de los pregoneros de noticias más ilustres del reino de Navarra, que también ha acudido a Zabaldika arrullado por el embrujo de aquellas suaves cadencias. Y convenientemente consultado saca de sus dudas al rey, pues le dice que aquella mujer con voz y planta de querube esculpido en el claustro de la catedral, es nada menos que Ana Alcaide, de Toledo, intérprete de las mejores que hay en Castilla, y que de Camino a Santiago ha tenido la cortesía de alegrar con sus canciones a los cobijados bajo aquella bóveda de piedra. Y que aquel raro instrumento que toca es propio de la Escandinavia, y lleva por nombre “Nyckelharpa”.

Y, ciertamente, consigue con él la gentil Ana lo mismo que aquel San Antonio que cuando niño hizo callar hasta a las aves del cielo para que atendiesen su prédica, pues abandonan los labradores sus aperos, las damas sus costuras, los arrieros sus mulas y los caballeros sus armas cuando ella entona:

-“La novia destrenza el pelo
Se desmaya el cabayero
La novia de la rosa blanca
Donde el novio se remirara…”

Y con cada nueva trova, va poco a poco el rey deshaciéndose de su rabia, y ya no tiene ganas de subir los impuestos de los judíos, y comienza a considerar perdonar al día siguiente a todos aquellos prisioneros que iban a ser ahorcados en la torre de la Galea y en Miluce, y piensa que ya vendrá el momento de recuperar lo perdido en Francia, e incluso que si no lo recobra nunca, todo eso que saldrá ganando Navarra, harta ya de guerras que ni le van ni le vienen. Y ante tan serena perspectiva, ordena que de la exhausta bolsa regia sean entregadas varias monedas de oro y muchas de plata a los cuatro músicos, pues siempre ha tenido Carlos tendencia a llenar los sombreros de los artistas ambulantes. Al fin y al cabo –piensa-, siempre será mejor emplear el dinero en esos menesteres que no en soldados y ballesteros…

Y hora es ya de callar y de dejar que doña Ana demuestre que lo atestiguado en esta crónica es totalmente cierto, y que quienes tienen la inmensa fortuna de escucharla, pueden discutir a partir de entonces sobre la esencia del Cielo hasta con el más sabio de los teólogos…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010