domingo, 29 de agosto de 2010

EL PACIENTE CHAMPAÑÉS



Otoño del año del Señor 1270

La galera real parte por fin del puerto de Túnez. Lo hace con todos sus estandartes arriados porque Luis IX de Francia vuelve muerto a su país, y hasta la Oriflama que hace ondear el abrasador viento africano, parece más pañuelo de enjugar el llanto que bandera de guerra.

En la cubierta, el rey Teobaldo II de Navarra permanece con los ojos fijos en la costa que va quedando atrás. A duras penas se mantiene en pie, pues contrajo las mismas fiebres que su suegro en el duro verano que han pasado empantanados en la arena de aquel secarral de Cartago. El lugar de donde salió Anibal para conquistar Roma –piensa mientras tiembla de frío- se ha convertido en nuestra tumba…

De nada sirven los reproches de los físicos ni de los caballeros que le rodean, que le imploran que baje a descansar al camarote. Conoce los síntomas, ha visto cursar la enfermedad en cientos de soldados cuyos huesos, apenas cubiertos por una oración, han quedado para siempre en tierra infiel, y sabe que no pasará de aquella noche, así que se aferra a la barandilla y sigue mirando hacia aquel lugar que ha enhechizado de tal modo su entendimiento, que no es capaz de recordar ya las alegres ferias de Champaña que tanto le gustaban, ni el furioso color verde de los helechales que se inclinaban dócilmente para dejar paso a su caballo cada vez que retornaba de Francia a Navarra.

No. Sólo puede, sólo quiere, revivir las noches en el desierto, cuando aquel enorme silencio preñado de vida, no como ese otro silencio que a cada hora que pasa le envuelve más y más sin remedio, se abría para mostrar todas las estrellas que la bóveda celeste pueda albergar. Y allí, a despecho de los ataques enemigos, de los alacranes y de las tormentas de arena, pasaba las noches cavilando en la locura que supone invadir otros países para imponer tu forma de vida a quienes ya han escogido la suya propia. Y entonces sí, sí que deseaba estar en los brazos de Isabel, que le espera en Tiebas y a la que ya nunca más volverá a ver, y hasta le parecía que la constelación más cercana al horizonte punteaba con estrellas el rostro de su esposa. Pero esta noche de huída y de muerte, no hay luceros ni astros reverberando en el firmamento, que permanece cubierto de nubes negras como sudarios…

El flamear de las velas le saca de su ensimismamiento, y ha de ser ayudado a sentarse en una silla porque sus piernas se niegan ya a sostenerle en pie. Así habla, con un hilillo de voz, a su capellán, don Miguel de Azpiroz:

-Dicen que el demonio se lleva las almas de quienes mueren en una noche sin estrellas…

-Nuestro Señor no consentirá que la vuestra se pierda, Sire –responde mientras mira desesperanzado el cielo, que sigue tan oscuro como ala de cuervo.

Y el alférez Domingo de Iriso, que es tan alto como dos hombres, ha oído las palabras de su señor, al que mucho aprecia pues muchas veces ha salvado con gran valentía su vida y la de sus compañeros durante esta malhadada jornada de Túnez, así que baja a la sentina del barco y va despertando a los maltrechos navarros supervivientes, que son apenas tres centenares. Y aunque alguno rezonga y maldice el sorpresivo despertar, todos callan cuando Domingo les cuenta que su rey está a punto de entregar su alma a Dios. Y todos cumplen sus órdenes y le siguen hasta la cubierta de proa.

Y pide Domingo al capellán que sitúen a don Teobaldo mirando hacia estribor, y cuando vuelve a donde están sus compañeros, los encuentra ya con los arcos bien tensados y las saetas dispuestas para ser encendidas en el gran farol que ilumina el puente de mando. Y a un gesto de su brazo, todos apuntan hacia lo alto sus flechas de fuego y las lanzan en parábola hacia el mar, de tal forma que en un instante el cielo se cubre de luminosos y brillantes meteoros, más veloces que los que lo cruzan la noche de San Lorenzo. Y el rey cree volver a estar en el desierto, y cuando la última flecha se apaga en el mar, la cabeza del soberano se inclina sobre el pecho decorado con el carbunclo dorado de Navarra y la banda de plata de Champaña, y al capellán le parece que sonríe, quizás porque el diablo no ha podido llevarse al infierno su alma…

Entonces los navarros regresaron afligidos, pues su señor, que era valiente y agradable, había muerto. Vinieron a Navarra y cuando los escucharon, se levantaron por la tierra llantos, dolor y lamentaciones, porque el señor justo había muerto, y había dejado su reino sin heredero…

Guilhem Anelier de Tolosa

“La guerra de Navarra” Canto XVI

© Mikel Zuza Viniegra, 2010