lunes, 24 de junio de 2013

DIÁDOCOS

E dicen que don Carlos de Artieda, cabeza señera del bando beamontés que había luchado con denuedo contra el rey usurpador, quedó tan afectado al enterarse de la muerte de su viejo amigo el príncipe de Viana, e tan desengañado por  la necia conducta de muchos de sus contemporáneos, que optó desde aquél mismo momento por encerrarse en su torre y pasar todo su tiempo leyendo a aquellos autores antiguos que vivieron en los imperios de Grecia y de Roma, creyendo que únicamente en aquella época y en aquellos lugares habían alcanzado la inteligencia y la belleza su reinado más perfecto en toda la historia de la humanidad.

E así dicen igualmente que como leía día y noche sobre todo a Plinio el Viejo, a Polibio, a Estrabón y a los cronistas bizantinos Constantino VII Porfirogéneta, Miguel el Sirio y Filón, le dio por pensar que aquello que todos ellos loaban podía servirle a él mismo de inspiración para honrar la memoria del príncipe, pues no en vano poseía rentas muy nutridas y, no teniendo hijos a quienes dejárselas en herencia, no tenía tampoco por qué poner freno a su desmesura.


Probablemente tampoco los lugareños se extrañarían gran cosa de su nuevo ajetreo, acostumbrados como estaban a verlo siempre afanándose en quimeras y complejas maquinarias. Ya agotaron su asombro cuando le vieron abandonar su extraordinario palacio de Artieda para fijar su residencia en este otro donde moraba desde hace ya muchos años, también hermoso a su manera, pero desde luego mucho más modesto que aquél otro que por herencia de linaje le correspondía.

Pero era justamente aquí, en los límites de Urraul Bajo con Lumbier, encajonado entre los ríos Irati y Areta, donde él sentía haber encontrado su lugar en la tierra, y donde despreocupado por las necesidades materiales, había conseguido reunir una impresionante biblioteca que juzgaba -quizá un poco exageradamente- que habría satisfecho a los mismísimos Aristóteles, Platón o Séneca.

El caso es que, como ya quedó dicho, el fallecimiento en Barcelona de ese nuevo Pericles que hubiera debido ser el príncipe de Viana, provocó tal conmoción en este señor del que venimos hablando, que no tardó en decidir -como muchas otras veces- hilar sus querencias más fieles con sus creencias más arraigadas para homenajear al gobernante más justo y leal que había existido en Navarra.

Y para ello volvió a leer y releer a muchos de aquellos autores antes citados, que hablaban admirados de una impresionante construcción que en una remota localidad griega comenzó a levantarse allá por el siglo III antes de Cristo, cuando las sangrientas guerras de los Diádocos, pues así se denominaban los generales que se repartieron el fastuoso imperio dejado por Alejandro Magno al morir.

Y uno de esos generales, el más taimado de todos salvo quizá el muy pérfido Seleuco I Nicátor, fue precisamente el macedonio Antígono I Monoftalmós, así llamado por haber perdido un ojo en las luchas por la conquista del Indo. Y este malvado tuerto tenía un hijo que al nombre de Demetrio I Poliorcetes respondía, pues justamente esa -asediar ciudades- era su ocupación favorita.

Y sucedió que este Demetrio vino a sitiar con gran aparato guerrero la ciudad a la que nos referimos, que tuvo que llamar a otro de aquellos diádocos para que la defendiera. Vino de esta forma el mismo Ptolomeo I Soter en persona a auxiliarlos, consiguiendo poner en fuga al violento macedonio, que en su huida dejó abandonada tal cantidad de ingenios guerreros fabricados en bronce, que a la impresionante cantidad de  trescientos talentos de oro fino ascendía su valor. Y queriendo inutilizar aquellas condenadas maquinarias para que no pudieran volver a ser usadas para el desdichado arte de la guerra, optaron por encargar a su paisano, el famoso escultor Cares de Lindos -discípulo del genial Lisipo- que emplease todo aquel metal para levantar el más descomunal homenaje al dios Helios que nadie hubiera podido imaginar.

Y a esa sobrehumana misión dedicó el resto de su corta vida el pobre Cares, pues agobiado por las deudas y los problemas de cálculo y resistencia inherentes a semejante obra, decidió suicidarse completamente sobrepasado por tan hercúlea tarea, que será mucho más fácilmente comprendida si decimos que medía aquella gigantesca  estatua setenta codos de altura, y estaba colocada además sobre una base de mármol blanco de otros cuarenta codos.

Pero el fatal deceso del buen Cares no desanimó a sus conciudadanos, que encargaron la continuación del titánico esfuerzo a otro célebre artista, Laques de Lindos, que fue quien terminó llevando a cabo aquella estatua que no tardó en ser incluida en la lista de las Siete Maravillas del Mundo, al menos durante los apenas setenta años en que se mantuvo en pie, pues en el fatídico año de 226 antes de Cristo un violento terremoto la derribó para siempre.

Y era por eso una verdadera suerte -pensaba don Carlos- que fueran estas tierras en las que vivía muy firmes y ausentes de temblores, al menos desde que había crónicas para poder consultar tan geológicos datos. Pues coligió que  eso le brindaría la pintiparada oportunidad de invertir sus caudales en erigir una estatua que al menos tuviese el mismo tamaño que aquella del dios Helios, pero esta vez en recuerdo y memoria de su amigo el príncipe de Viana.

Y sí aquella ciudad griega que consiguió llevar a término tan hermosa locura lució el sonoro nombre de Rodas, ¿Qué mejor lugar para emularla que este otro de Ripodas donde tan  a gusto él mismo vivía?
Bastaría, juzgó muy lógicamente, con eliminar las letras "I" y "P" del cartel que anunciaba el nombre del pueblo a los viajeros, para que la estatua se sintiese como en casa.

 Por supuesto previamente pidió el  permiso de edificabilidad al buen alcalde del valle, don Fernando Cabodevilla, que por ser hombre justo et cuerdo, no puso ninguna traba administrativa a tan légitima solicitud. Y allá que hizo don Carlos venir a los mejores canteros navarros, dirigidos por Roberto de Lomme -hijo a la sazón del excelso Jehan de Lomme-, una de cuyas primeras órdenes fue la contratación de Beltrán de Lindux, un talentoso y joven artista que además de provenir de aquél hermoso lugar del pirineo y poseer una probada aptitud para estos menesteres escultóricos , a todos pareció que podía alegar cierto aunque lejano parentesco con aquellos famosos Cares y Laques de Lindos.

Así pues les encargó aqueste Coloso de Ripodas que debía dejar pequeño a su derrumbado hermano griego. Y varios años duraron las obras, más cuando por fin se acabaron, pudieron todos los habitantes de Urraul Bajo y y luego del resto del mundo -que es clasificación muy apropiada entre las gentes, pues bien obvio resulta que van primero las y los de Urraul en sabiduría y entendimiento respecto a los de otras partes del orbe-, asombrarse ante aquella maravillosa estatua del nobilísimo y ecuánime príncipe de Viana, cuyo pulido bronce refulgía al sol con tal fuerza que mucho había que entornar los ojos para contemplarla los días de verano, y cuya altura la hacía visible desde las ciento dos  fortalezas que defendían el reino.

Y aunque el resultado fue en verdad prodigioso, quedó cierta desazón en el alma de don Carlos de Artieda, pues parescíale que no era el bronce metal tan lujoso como para alabar la memoria de un príncipe tan señalado como el de Viana.

Pero si hizo o no algo para remediarlo es ya otra historia que, si viene a cuento, se contará algún otro día...

© Mikel Zuza Viniegra, 2013

lunes, 10 de junio de 2013

EN BUENA COMPAÑA

Santa Colomba de Meoz, valle de Lónguida, 8 de junio de 1307

Y aunque ya está un poco harto el joven rey Luis de esta vertiginosa tournée por Navarra que va llevando a cabo desde hace un mes, no ha sido capaz de negarse a acudir hasta este recóndito pero milagroso rincón del país que acaba de heredar, pues es justamente hoy cuando se celebra la festividad de la mártir romana Santa Colomba. 

Pero él, al contrario que el resto de los numerosos peregrinos, no busca sólo lograr las muchas bendiciones que allí se reparten, sino que mayormente ha venido hasta aquí para acompañar a la muy hermosa doña Jordana de Javerri, que se ha convertido en su guía desde que la conoció en Sangüesa hace dos semanas. 

Ella es quien le ha ido explicando que esta gélida primavera navarra -comparable sin duda al invierno más crudo de la muy septentrional Bretaña-, no es cosa común en estas tierras, pero que este año parecen haberse abierto de par en par las compuertas del cielo y, como para confirmarlo, lleva lloviendo todo el día con furia tal que bajan los normalmente tranquilos ríos  mucho más caudalosos que el torrencial Sena, allá en la añorada ciudad de París. 

Pero a pesar de la contumaz borrasca, no puede negar el Hutin que supone este notable edificio de Meoz -nombre por cierto tan parecido al de la localidad champanesa de Meaux, donde curiosamente también se venera a Santa Colomba- un balcón inmejorable desde el que contemplar el feroz verde esmeralda que cubre todo el valle. Además, en la buenísima compañía de doña Jordana, hasta aquel árido desierto mongol de Gobi del que hace pocos años escribió el veneciano Marco Polo, le parecería a cualquier hombre jardín del Edén. 

Y va ella explicándole cómo se llaman todos aquellos pueblos que desde allí pueden verse. Justo delante Villanueva. Más atrás, a la vera del camino real, Murillo y su maravilloso palacio escarlata, y al fondo del todo, colgado ya en la sierra de Gongólaz, el adusto señorío de Larrangoz

Mucho divierten y extrañan todos estos sorprendentes nombres a los franceses oídos del joven rey, y por ver de aprendérselos, muchas veces hace que se los repita doña Jordana, obviando el riesgo de que tanta lluvia no les provoque a ambos una pulmonía. Y entonces repara en que allá lejos, en aquel último confín que marca "Laggangoz", parecen ir formándose poco a poco sobre aquel verde monte y como por arte de magia, unas reconocibles y enormes letras de color blanco... 

Efectivamente, también doña Jordana ve perfectamente esas letras que van añadiéndose unas a otras hasta formar un mensaje fácilmente legible:

"ZOAZ FRANTZIARA, ERGEL KOROADUNA!*

-¿Entendéis qué pone en ese gigantesco cartel, señora mía? -pregunta el rey.

Y como mujer muy hábil e inteligente que es, lo que de la secular lengua de los navarros al francés traduce a don Luis no es lo que realmente pone, sino lo que sabe que a él le gustaría oír: 

"¡No os volváis tan pronto a Francia, Señor!"

Y es que conoce y estima ella mucho al señor de Larrangoz, y sabe por ello que, como muchos otros paisanos, no sólo no acepta aquél que Navarra lleve ya más de veinticinco años sometida a Francia, sino que anhela fervientemente que recupere de nuevo su perdida independencia.

-¡Ah, qué caballero tan leal debe ser ese señor de Laggangoz, doña Jordana!

-Puedo aseguraros que no hay navarro más fiel que él, mi señor don Luis. 

-¿Mas cómo habrá logrado ese prodigio escrito? Fijaos: ahora las letras van poco a poco desapareciendo como si nunca hubiesen existido...

Y ella tampoco entiende semejante portento, pero mucho se alegra de que tal cosa ocurra. Y más le regocija todavía -aunque esto sólo en esta especial ocasión- que nadie entre los peregrinos allí congregados sepa leer, pues puede calcular las terribles consecuencias que para el desafiante señor de Larrangoz hubiese acarreado lo contrario. 

Así que como ya está bien de tanto mojarse, y con el ánimo de alejar por si acaso al testarudo rey de aquel lugar, le propone encaminarse hacia la muy afamada y cercana posada de Ekai, donde los deliciosos rollitos de ciervo con verduras que allá sirven habrán sin duda de reanimarlos.

Y mientras tal cosa ocurre, un muy risueño señor de Larrangoz sigue desalojando a las miles de ovejas que integran sus nutridos rebaños de los gigantescos rediles de madera que en forma de letra comenzó a preparar en cuanto se enteró de que el rey extranjero acudiría a Santa Colomba de Meoz. 

¡Y que aprendan en París de una vez que no es Navarra tierra de memos aduladores, sino de orgullosos amantes de la libertad!


* ¡VETE A FRANCIA, BOBO CON CORONA!

© Mikel Zuza Viniegra, 2013