jueves, 26 de diciembre de 2019

PAZ Y GUERRA


Entre los muchos temas y papeles que hube de desechar para que la publicación de “Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar” pudiera algún día ver la luz, quiero rescatar ahora esta elucubración mía sobre uno de los maravillosos libros que sabemos que Carlos tenía en su capilla privada, descrito así en el inventario de sus bienes realizado tras su muerte en Barcelona, el día 23 de septiembre de 1461:

“Hun Salteri: en la primera carta ha cosides quatre patenes d'or,
les tres redones en que es figurat en la maior la Veronica, en la mijana
Sancta Maria de Montserrat, en la plus chica sent Angel de Pulla, e en la
Gran, feta a manera de patena larch, es hun sant de Englaterra appellat
Osmundus. Ab los principis en les capletres grans ab les istories de les
letres et cetera ab los tancadors dor e ab la cuberta de vellutat blau.”

Que el historiador francés Desdevises du Dezert tradujo así en el siglo XIX para su biografía del príncipe:

“Hay cosidas sobre la primera hoja cuatro patenas de oro, de ellas tres redondas; en la mayor se representa a la Verónica, en la intermedia a Nuestra Señora de Montserrat, en la más pequeña la imagen del ángel de Apulia (San Miguel del Monte Gárgano), y en la mayor, que tiene forma de patena larga (elíptica), hay un santo de Inglaterra llamado Osmundus (San Edmundo). Los títulos y las iniciales son de gran tamaño, e iluminados,; la cubierta es de terciopelo azul y los cierres son de oro”.

Aparte de lamentar una y mil veces que la espectacular –para su época- biblioteca del príncipe de Viana se dispersase, vendida al mejor postor para enjugar sus numerosas deudas, y de no dejar de soñar con lo que supondría  tener ahora mismo en el palacio de Olite (de donde salieron muchos de ellos) aquel centenar largo de libros preciosos, y como ya hablé largo y tendido del más importante de todos ellos (el Salterio de San Luís, que sólo podían poseer los miembros de la Familia Real de Navarra), quiero poner el foco en este otro Salterio. Y dentro de él, en ese detalle curioso del santo inglés San Osmundo, que Desdevises tradujo como San Edmundo, que aunque suenen parecido, no son, como veréis, los mismos santos.

Porque San Osmundo fue uno de los altos clérigos normandos que acompañó al duque Guillermo en la Conquista de Inglaterra del año 1066, y por eso mismo fue premiado con el obispado de Salisbury, diócesis que rigió con mano de hierro hasta su muerte en 1099.

Pero San Edmundo fue un rey sajón de cuando Inglaterra estaba dividida en pequeños reinos. Él concretamente gobernó Anglia Oriental entre el año 854 y el 870, y fue famoso por su piedad y ansia de saber. Resistió las acometidas de los vikingos daneses, hasta que el ataque conjunto de los jefes Hinguar (Ivar el Deshuesado) y Hubba (Uve Ragnarsson), provocó su captura y muerte. Según la Crónica de San Dunstan, Edmundo renunció a luchar contra los daneses, prefiriendo el martirio, siguiendo de ese modo el ejemplo del propio Cristo, que prohibió a Pedro luchar contra los judíos que venían a detenerlo. Mientras era ferozmente torturado, Edmundo seguía cantando los salmos de alabanza a Dios hasta que, cansados de escucharlo, los vikingos comenzaron a lanzar docenas de flechas contra él. Luego lo decapitaron, que es un método que podían copiar perfectamente los vecinos del Casco Viejo para aplicar a los que cantan en su barrio a altas horas de la madrugada. El culto a San Edmundo se extendió rápidamente por Gran Bretaña,  poniéndolo como ejemplo de príncipe pacífico y sabio que renunció a la guerra.

Por su forma de morir, se le representó iconográficamente durante toda la Edad Media como un rey nimbado con el aura de santidad, que llevaba además una flecha en la mano. Puede vérsele así figurado en el maravilloso Díptico de Wilton que se conserva en la National Gallery de Londres, donde es el primero por la izquierda de los tres santos protectores (los otros dos son el rey Eduardo el Confesor y San Juan Bautista) del monarca que aparece arrodillado ante la Virgen María: Ricardo II de Inglaterra, precisamente otro ejemplo claro de príncipe refinado y poco belicoso.



Reparando en esa iconografía de San Edmundo, fiándome además de la transcripción de Desdevises, y de lo que casi todos los historiadores habían escrito sobre Carlos de Viana: que por haber sido educado por su madre, doña Blanca, fue siempre de natural pacífico y remiso por tanto a la guerra y al enfrentamiento con su padre, recordé un viejo artículo de Tomás Domínguez Arevalo, aparecido en 1a Revista de Historia y Genealogía Española, y poco después, en 1912, en el Boletín de la Comisión de Monumentos de Navarra, que llevaba por título “Un retrato del príncipe de Viana”.

Cuando el conde de Rodezno (título nobiliario del citado Tomás Domínguez Arevalo) escribía cosas interesantes y que no hacían daño a nadie, mucho antes por tanto de firmar o admitir miles de ejecuciones sumarias durante su mandato como primer ministro de ¿Justicia? del general Franco, reparó en que Pedro de Madrazo, en su viaje por Navarra durante el último tercio del siglo XIX, había hablado de una tabla pintada del siglo XV custodiada en la casa que la familia Escudero –parientes de los marqueses Montesa- tenía en Corella. En ella se representaba a un santo (tenía la cabeza nimbada), de pelo largo y barba abundante, con un bonete como el que solía llevar el príncipe, que llevaba además una flecha en la mano…


 Dijeron unos al erudito Madrazo que representaba al primer marqués de Montesa, otros que a San Sebastián (el soldado y famoso mártir romano que murió asaeteado en el siglo III), y otros finalmente que al príncipe de Viana… Esta última adjudicación es la que llamó la atención de Domínguez Arévalo y la que, naturalmente, me atrajo a mí también.

Dos eran las motivaciones fundamentales que para tal identificación se daban en el mencionado artículo: la primera, que un ancestro de los marqueses de Montesa, Fernando de Oloriz, había ocupado cargos muy cercanos al príncipe de Viana, nada menos que el de alcaide de los palacios de Tafalla y el de escudero trinchante del propio Carlos, y que por lo tanto a través suyo podía haber llegado la tabla pintada a sus descendientes. La segunda, que fuera quien fuera el representado, lleva al cuello el collar de la Orden de Caballería del Grifo, precisamente el mismo que lleva el príncipe de Viana en su más famosa miniatura. Un collar que sabemos por la documentación que le regaló –se lo quitó de su propio cuello- su tío, el rey de Aragón Alfonso V el Magnánimo, la primera vez que ambos se vieron, el año 1457, en el gran salón del Castel Nuovo de Nápoles. Estas dos circunstancias probarían, según Domínguez Arevalo, que nos hallábamos ante el más que seguro retrato de Carlos de Viana.

Como no me puedo quedar quieto, uní inmediatamente y de memoria, la iconografía de la tabla corellana y la del díptico de Wilton. ¿Sería la figura del rey mártir y pacífico Edmundo objeto de devoción por parte del príncipe de Viana? Que uno de los libros más lujosamente iluminados de su capilla personal estuviera dedicado a él así parecía demostrarlo. A pesar de todo, ¿Se habría atrevido (él mismo o sus partidarios tras su muerte) a representarle, no sólo como un santo –recordemos que se le dio culto en Barcelona y muy probablemente también en Pamplona- sino precisamente con los atributos iconográficos de San Edmundo, en un supuesto retrato fuertemente simbólico que representaría el amor por la paz y la sabiduría del príncipe de Viana?

Estaba yo prácticamente convencido de que sí, de que todo coincidía a la perfección, cuando estudiando a fondo el estupendo y fundamental artículo de la profesora norteamericana Linde Brocato, en el que de hecho basé algunas de las conclusiones de “Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar”, titulado “Leveraging the Symbolic in the Fifteenth Century: The Writings, Library and Court of Carlos de Viana”, que podría traducirse como [Realzando lo simbólico en el siglo XV: los escritos, la biblioteca y la corte de Carlos de Viana] al hablar precisamente del lujoso salterio que ha dado pie a toda esta investigación, pude leer:

“San Osmundo fue canonizado por el papa Calixto XIII en 1457. ¿Quizás un regalo del pontífice al príncipe de Viana, bien personalmente o a través del rey Alfonso V?”

Y recordemos que cuando Carlos se vio obligado a exiliarse de Navarra en 1456, de camino a la Corte de Nápoles pasó por Roma, donde se entrevistó precisamente con… el papa Calixto XIII, que no hizo nada por apoyar la justa reivindicación del Trono de Navarra que le presentó el príncipe. Entre otros muchos motivos, porque su verdadero nombre era Alfonso de Borja, esto es: era él mismo, como valenciano que luego italianizó su apellido transformándolo en “Borgia”, un súbdito de la Corona Aragonesa. Como para atreverse a desairar a Alfonso V o a su hermano Juan II… 

Eso sin tener en cuenta cómo actuó siempre el Vaticano frente al Reino de Navarra: marginándolo y supeditándolo al vecino más poderoso, fuera éste Castilla, Francia o, como en este caso concreto, Aragón. Por lo tanto es cierto que, lo más probable es que se lo quitara de encima con buenas palabras y con algún regalo de fuste, como aquel maravilloso Salterio decorado con la imagen de San Osmundo, que no de San Edmundo, a pesar de lo que el bueno de Desdevises pensase en el siglo XIX.

En cuanto a la tabla que en 1912 se conservaba en Corella, desconozco por completo si sigue allí o incluso si la casa Escudero donde se custodiaba sigue en pie. Lo indudable es que no hay una fotografía reciente o en color de la famosa tabla (por eso tenemos que seguir empleando –y gracias- la borrosa y casi decimonónica imagen) donde lo más seguro es que apareciera figurado San Sebastián, con la misma iconografía de la flecha en la mano que cientos de otras  representaciones coetáneas del siglo XV, con las que aún puede compararse. Aunque también es cierto que ese collar tan particular que llevaba... No sé, no sé, permite hacer bastantes cábalas...
De todas maneras, si algún corellano o corellana puede proporcionar algún dato sobre este supuesto retrato del príncipe de Viana, les quedaré muy agradecido.

Sin embargo hay otra razón, además de la aportada por la profesora Brocato que me movió a desechar la identificación del Salterio y de la tabla con el príncipe y con San Edmundo. Y esa razón es que, como demostré en mi libro, el supuesto carácter retraído y pacífico de Carlos de Viana, aquél que tantos historiadores e historiadoras defendieron durante décadas, que sería el que le había impedido enfrentarse con garantías de éxito a su padre, no existió más que en la percepción que todos ellos tuvieron de la realidad histórica de aquellos tiempos, y para darse cuenta basta con la más que representativa y simbólica queja número 79, de las 87 que componen el documento conservado en Pau, el que recoge las reclamaciones de los partidarios de su padre, el usurpador Juan II, en el que basé todo mi estudio:

“…Dejadas por el príncipe las armas de su padre, Aragón y Castilla, y sólo con las de Navarra hechas sus banderas y pendones, y las cotas de armas de los heraldos y persevantes, denotando ser él Rey y señor de aquella tierra, anduvo haciendo la guerra a las del señor rey, su padre, y eso mismo la gente suya al reino de Aragón”.


No, definitivamente no creo que alguien así tomara como modelo a San Edmundo. Y si acaso llegó a hacerlo, no sería por imitar su conducta pacífica, sino por el amor a la sabiduría que ambos compartieron.

Y si habéis llegado hasta aquí, quizás habréis pensado que, no pudiendo finalmente identificar tabla ni salterio con el príncipe de Viana, mi gozo se vio en un pozo. Pero he de deciros que estáis muy equivocados, porque lo que he hecho es sacar información de otro pozo que hasta ese momento yo desconocía por completo. Y creo que en eso consiste, al fin y al cabo, la investigación histórica: en partir de un hecho incontrovertible (el príncipe poseía en efecto un lujoso salterio para sus oraciones personales) y acabar encontrándose por el camino con la iconografía medieval de los santos, el Díptico de Wilton, la tabla ignota de Corella, el collar de la Orden del Grifo, un rey pacífico y un príncipe que –digan lo que sigan diciendo- no lo fue tanto, ni tenía en realidad por qué serlo, porque lo único que hizo fue defender su legítimo derecho de todas las maneras a su alcance. También con la espada en la mano.

Si en todo este proceso, además he conseguido entreteneros y habéis aprendido algo que no sabíais, quedo yo muy contento, y rezaré por vuestra salud a San Osmundo, San Edmundo y quizás incluso a San Carlos, que fue al fin y al cabo también santo para los catalanes y para un buen puñado de navarros. Y creo que don Johan de Beaumont, prior de la Orden de San Juan de Jerusalén, además de tío y mentor del príncipe, tuvo mucho que ver. Pero eso, como decía Kipling, es ya otra historia...

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019


jueves, 12 de diciembre de 2019

CUATRO ERAN CUATRO


Sí hay en el arte medieval navarro un tema que me ha llamado siempre la atención, y al que he dedicado muchas horas de trabajo, ya sea histórico o literario, es al del juego de espejos que llevan siglos manteniendo las tres portadas prácticamente iguales de Larrángoz, Lizoain y Redín, repartidas en un radio de apenas 25 kilómetros por los valles de Lónguida y de Lizoain.


Recuerdo perfectamente cuando, hace ya muchos años, mi hermano mayor me contó que había estado en un despoblado llamado Larrángoz, y cómo en la portada de su abandonada iglesia había un caballero tallado. Bien sabía él lo mucho que me interesaban ya esos pequeños –y no tan pequeños- caballeros de piedra, y por eso desde que me lo contó anduve buscando información sobre aquel lugar y sobre aquella portada. Y en la era pre-internet, eso no resultaba nada sencillo, porque el tomo concreto del Catálogo Monumental de la Merindad de Sangüesa no había sido editado todavía –y cuando lo hizo no es que dijera mucho al respecto-, y en el resto de publicaciones de la Caja de Ahorros de Navarra o de la Caja de Ahorros Municipal de Pamplona el nombre de Larrángoz no aparecía por ningún sitio.

Al fin en los Índices de la revista Príncipe de Viana –editados en papel por aquel entonces- encontré que J. M. Lacarra había dedicado en los años 40 un párrafo al caballero de Larrángoz, al que a pesar de su tosquedad situaba en el “top ten” de esas contadas representaciones en Navarra, junto con el “caballico de Santiago” de Tudela (que muchos años después sería tan magníficamente estudiado por Manuel Sagastibelza y Maite Forcada) y al caballero de San Cernin de Pamplona (otra de mis obsesiones artistíco-medievales favoritas).

Allí aparecía también una foto del caballero de marras que, efectivamente, confirmaba los gustos ya bastante arcaizantes de quien lo hubiera tallado a inicios del siglo XIV, y es hora de agradecer vivamente a J. E. Uranga (factótum de la –por aquellos años- recientemente creada Institución Príncipe de Viana) que hiciera esa fotografía, porque es la única que nos queda de nuestro protagonista aún intacto. Tanto, que cuando se la enseñé a mi hermano, no reconoció en ella la figura que él había contemplado in situ.


Eso ya me dio mala espina, pero aunque no tenía yo en aquella época nada fácil desplazarme hasta Larrángoz para poder conocer por mí mismo el –al parecer fatal- estado en el que se encontraba la talla del caballero, sí que rebuscando en la biblioteca de Navarra acabé encontrando un artículo de la revista Pregón (concretamente en el número de Semana Santa de 1971), en el que el etnógrafo Ramón María de Urrutia trataba largo y tendido sobre aquel lugar, y sobre aquella portada. Cuando lo escribió ya estaba despoblado, y según contaba, el caballero había perdido su integridad por las pedradas que los bárbaros alumnos de los agustinos de la cercana Artieda le propinaban en cada excursión que hasta allí hacían, sin que sus profesores –no menos bárbaros que aquellos- hicieran nada por evitarlo. Sin haber estado todavía jamás allí, recuerdo la indignación que me causó leer aquello ¡y eso que habían pasado 15 años de lo que contaba Urrutia! Pero recuerdo también el impacto que me causó otra noticia contenida en aquel artículo, que hasta entonces yo desconocía por completo:

“…En los capiteles del lado izquierdo de la portada aparece la figura de un caballero armado, montado sobre un caballo enjaezado y con una cruz en el escudo. En contraposición, hay que señalar que esta figura de caballero es casi idéntica a otras que existen en las portadas de las iglesias de Lizoain y Redín, y que en ambas está también situada en los capiteles del lado izquierdo. No le vamos a dar más vueltas, pero no deja de constituir un pequeño e interesante misterio histórico”.

 
No hice caso a Urrutia, y vaya que si le he dado vueltas a este asunto desde entonces, porque aunque él no lo decía, esas tres portadas compartían también otro rasgo: en los capiteles del lado derecho había tallada una escena muy particular: un águila cazando una liebre. Vale, en la de Lizoain no, allí aparece un San Miguel alanceando al dragón, pero sus emplumadas alas lo emparentan claramente con el ave predadora de Larrángoz, porque muy probablemente los talló el mismo maestro.

Finalmente pude llegarme hasta Larrangoz, la primera vez con mi hermano y luego todas las veces que he tenido oportunidad, porque hay algo allí que decididamente me llama. Quizás simplemente que el primero de mi familia debió salir de aquel lado del valle de Lónguida, pues Zuza está (estaba, mejor dicho) a muy poca distancia, y lo triste es que ambos despoblados están completamente arruinados, aunque la iglesia de Larrangoz muestre la habilidad de sus constructores manteniéndose aún milagrosamente en pie, hasta que un próximo invierno se la lleve definitivamente por delante. Vendrán entonces los hipócritas llantos de Jeremías, pero lo cierto es que ni sus dueños (inmatriculada en 2003 por el Arzobispado de Pamplona), ni el Gobierno de Navarra, que al menos debería presionarles un mínimo, han hecho ni harán nunca nada por ella. El precioso retablo renacentista (quizás el más bello de esa época en Navarra) sí que se lo llevaron en su momento, y ahora yace prisionero en una de esas iglesias-bajera de ladrillo urbanas que colaboraron en/provocaron la desbandada de católicos en los años 70 y 80. Pobre…

Vuelvo a las tres portadas (aunque una de ellas, precisamente la de más valor artístico) esté a punto de desaparecer, porque se me llevan los demonios y me da una pena tremenda que sigan ocurriendo estas cosas en Navarra a punto de alcanzar el año 2020. 

Como os decía, les he dedicado mucha tinta, unas veces en forma de narración:



Y otras en forma de trabajo histórico:


Si tenéis la paciencia de leer este último, veréis que en él reflexionaba sobre la posibilidad de que el caballero representado fuera Juan Martínez de Medrano, noble muy importante de la época en que se construyeron los tres templos citados. Tan importante que llegó a ser regente de Navarra –junto con Corbarán de Lete- en el momento de abandonar la tutela de los reyes de Francia y adoptar una nueva dinastía regia: la de Evreux, en el año 1328. El hecho de que sus armas de linaje fueran una cruz potenzada, como la que portan los tres caballeros en sus escudos, y que hubiera sido además alcaide de Corella, cuyo primer sello muestra precisamente un águila cazando una liebre, me llevaron a pensar en que fuera él el protagonista por triplicado de este misterio medieval. También es cierto que dejaba yo bien claro que no había documento alguno que lo ligase a los valles de Lónguida o Lizoain, sino que casi todas sus posesiones estaban en Tierra Estella.

Desde entonces (aquello lo escribí en mi blog en junio de 2012 y lo publiqué después en papel en 2016 en “Izaga en el Corazón”) ha pasado mucha agua del Irati por debajo del puente colgante que lleva a Larrángoz, y ha habido autores que han mostrado su desacuerdo con mi posible identificación. El más serio, el amigo corellano Jabier Sainz, al que no conozco pero llamo amigo porque a todo aquel que se ocupe de estos temas lo considero mi amigo, que en un trabajo sobre el escudo de su ciudad –que sigue manteniendo el águila y la liebre, más de siete siglos después de aquel primer sello- me replicaba que si Juan Martínez de Medrano hubiera donado sus armas a Corella, hubiese regalado al concejo la Cruz Potenzada de su linaje familiar, y no el águila y la liebre, como yo defendía. Me decía también en su trabajo que tenía que haber pensado yo en otra posibilidad: la del caballero Pedro Sánchez de Monteagudo, que llevaba por esas mismas fechas un águila en su escudo, que fue también alcaide de Corella y que además tenía algunas tierras en Lónguida (aunque no en Larrangoz).


Defiende así que su Águila heráldica pudiera ser por tanto la representada en las tres portadas, olvidando -añado yo- que tanto los artistas medievales como quienes les encargaban su trabajo, sabían perfectamente qué es lo que debían representar, por lo que no es lo mismo un águila sola (como la del escudo de Pedro Sanchez de Monteagudo), que un águila cazando una liebre (como las de las tres portadas iguales). Son dos emblemas parecidos, pero completamente distintos. En cuanto a los caballeros de los capiteles del lado izquierdo, no serían según Jabier Sainz más que la representación del “caballero victorioso”, una escena muy habitual en las iglesias medievales (aunque no, desafortunadamente para mi gusto, en las navarras) en la que la cruz de sus escudos no indica más que su condición de cristianos. En cuanto al águila predadora, es una escena muy común en toda Europa desde la tardoantigüedad romana, y en la propia Navarra aparece en muchísimas otras iglesias, e incluso en la arqueta islámica de Leyre, cosas que yo tampoco escondí en mi artículo, igual que traté en él sobre la interpretación simbólica –el alma humana acechada por la muerte- que el águila cazadora tenía en aquella época.

A pesar de todo lo dicho, Jabier Sainz tampoco puede asegurar documentalmente que la figura de Pedro Sánchez de Monteagudo sea el origen del escudo de Corella. Es una especulación tan válida como la mía. Porque yo sigo defendiendo que es posible –y recalco lo de posible- que sea Juan Martínez de Medrano el representado en Lónguida y Lizoain, y quizás también el origen remoto del sello corellano. Y lo hago porque sigo reconociendo al águila de Larrangoz un carácter no solo simbólico, sino también heráldico, como creo que demuestra que, incluso en la actualidad, siga habiendo dos emblemas municipales en Navarra que llevan un águila y una liebre. Y esos son únicamente los de Corella y Larrángoz, aunque este último sea un despoblado desde los años 60 del siglo XX.   

En ese contexto, Juan Martínez de Medrano podría perfectamente haber donado a Corella, no la Cruz potenzada de su linaje, sino una divisa escogida por él mismo: en este caso concreto el águila y la liebre. Recordaré que las divisas fueron manifestaciones paraheráldicas que vinieron a completar el sistema de armerías, que como bien dice el mejor heraldista vivo, Michel Pastoureau, en L'effervescence emblématique et les origines héraldiques du portrait au XIVe siècle, no terminaba de expresar completamente la personalidad de quien lo utilizaba, pues sólo aludía a su identidad y a su pertenencia a un grupo familiar concreto. De ahí la aparición de fórmulas emblemáticas nuevas, flexibles, más vivas, con las que cada uno podía proclamar sus pulsiones simbólicas más personales.

Es cierto que las divisas y el resto de emblemas paraheráldicos alcanzaron su mayor éxito a partir del segundo tercio del siglo XIV, pero hubo también innegables manifestaciones anteriores, como las cimeras, que nacieron ya a finales del XII, y cuyo uso fue desarrollándose con fuerza desde las últimas décadas del XIII hasta lograr un éxito generalizado en el XIV. Las cimeras eran las figuras que adornaban los cascos de los participantes en justas y torneos. Fabricadas con materiales frágiles pero lígeros como cuero, cartón, plumas o madera, quedaban destrozadas en cuanto comenzaba la refriega, pero han quedado reflejadas para la posteridad en los sellos y en los armoriales prodigiosamente miniados, que muestran como los grandes personajes adoptaron figuras aisladas (animales, plantas, objetos), muy diferentes de aquellas que adornaban sus escudos familiares. Esos emblemas personales sirvieron a la vez como marca de propiedad y también –sobre todo en momentos de crisis políticas- como signos de reconocimiento o manifestación de adhesión o vasallaje a reyes y príncipes.

¿Quiero decir con todo esto que el águila y la liebre de Larrángoz, Lizoain o Redín fueron la divisa o incluso la cimera del caballero representado en las portadas de sus iglesias? Pues no lo puedo asegurar, pero lo creo bastante posible, además de por las razones aportadas, porque todas estas innovaciones y modas nacían fundamentalmente en la corte de Francia, ¿y quién sabemos que sirvió varias veces como embajador plenipotenciario entre París y Pamplona? Pues uno de los principales caballeros navarros: Juan Martínez de Medrano. ¿Especulativo? ¿Casual? Pues claro, como todo lo que no puede probarse documentalmente. Pero yo ahí lo dejo...

En cualquier caso, que sobre la cabeza llevaban los caballeros medievales figuras bastante más extravagantes que un águila cazando una liebre, lo demuestra por ejemplo el repertorio de cimeras contenido en el famoso Armorial de Gelre: 



El prólogo ha sido largo, pero ahora viene lo mejor, porque creo que os habrá quedado claro cuánto me gustan esos tres caballeros, sumados a otro muy querido también: el de la ventana de la iglesia de Zuazu (Izagaondoa), que puede que tallase el mismo maestro que labró a sus hermanos. 



Y si ha sido así, imaginad ahora lo que supuso para mí descubrir hace apenas un mes, por pura fortuna, que había una cuarta portada, con su caballero, con su águila y con su liebre.

He de confesar que hacía años que la venía persiguiendo. Que, en mi ir y venir a lo largo y ancho de Navarra, intuía que me aguardaba en algún lugar recóndito.
  
ARDAITZ

Hasta que al fin, en las estribaciones meridionales del valle de Erro, a apenas 20 kilómetros hacia el norte de Lizoain, una soleada mañana de otoño de 2019, se me mostró como una revelación. En la protogótica portada de San Pedro de Ardaitz, que consta de tres arquivoltas baquetonadas y apuntadas, sin tímpano (signo de modernidad estilística), hay a cada lado capiteles corridos. En el de la izquierda unos arquillos trilobulados, un jinete y dos cabezas y en el de la derecha un águila atrapando a una liebre y otras dos cabezas. En esos capiteles se emplazaba, se emplaza, la cuarta pieza ignorada hasta ahora de la misma serie que sus hermanas mayores de Larrángoz, Lizoain y Redín. 

PORTADA DE SAN PEDRO DE ARDAITZ (ERRO)

PORTADA DE SAN BARTOLOMÉ DE LARRÁNGOZ


PORTADA DE SAN MIGUEL DE LIZOAIN

PORTADA DE SAN ANDRÉS DE REDÍN


Es cierto que, en su extrema modestia, quizás no pueda compararse su arte con la de las otras tres portadas. Es cierto que el caballero no cabalga hacia la izquierda, como sí que lo hacen sus otros tres compañeros. Es cierto que podríamos pensar que la ruda labra de ambas representaciones las convierte un poco en las Cenicientas del  grupo de águilas, liebres y caballeros. Pero lo más importante es que el parentesco iconográfico entre los cuatro pórticos es completamente innegable.

Quede claro, no obstante, que naturalmente la portada de Ardaitz ya estaba “descubierta”. Lleva más de setecientos años en pie, como para no estarlo... Ocurre que a pesar de haber sido descrita, tanto en el Catálogo Monumental como en la Gran Enciclopedia Navarra, ningún autor –que yo sepa- la había puesto aún en relación con las otras tres.

Ya veis que como os digo, el caballero marcha hacia la derecha, lo cual, si estuviéramos hablando de sigilografía, sería signo de modernidad, como ya expliqué en esta otra entrada de mi blog:


Pero no creo que en este caso concreto tenga eso nada que ver. Tampoco lleva escudo, y es difícil juzgar incluso a corta distancia si debió llevarlo originalmente. Parece tener una muesca, así que podría ser que sí lo llevara. Lo más que puede decirse de él, a juzgar por su perfil, es que era tan narizotas como el de Larrángoz.

Perfil del caballero de Ardaitz
En cuanto al águila, su aspecto “loriforme” (de loro) recuerda muchísimo a la que aparece en el sello del Concejo de Corella. Si la liebre no es igual de parecida, creo simplemente que es porque la forma que tiene el capitel no permitiría demasiadas florituras a un maestro de estilo tan arcaizante e incluso infantil como el que talló la portada de Ardaitz. 


Sello del Concejo de Corella, hacia 1307
Detalle del águila de la portada de Ardaitz
Pero desde luego no voy a menospreciar su trabajo, porque si me dieran un martillo, un cincel y un sillar, sé perfectamente que yo sería incapaz de hacerlo mejor que él. Al contrario, siempre le estaré agradecido por haber convertido este misterioso triángulo en caballeresco cuadrado que me permite seguir elucubrando sobre por qué alguien decidió, a principios del siglo XIV, repetir no ya tres, sino cuatro veces la misma portada en un territorio tan concreto.

Y, quien sabe, puede que alguna vez hasta aparezca una quinta portada  con su caballero, su águila y su liebre. Yo, desde luego, la voy a seguir buscando. Y os invito a hacer lo mismo, siguiendo esta auténtica ruta de caballeros andantes...


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019