miércoles, 20 de noviembre de 2013

BALADRO

Refectorio de la catedral de Pamplona, 21 de noviembre de 1370


A tan temprana hora de la mañana el infante don Carlos no tiene miedo de tropezar con nadie en el desierto e inmenso salón. A pesar de ello se oculta un buen rato tras la puerta de las cocinas, procurando percibir el más mínimo ruido de pisadas acercándose. Cuando está completamente seguro de que está completamente solo, cruza la estancia a toda velocidad y, subiéndose al escabel preparado por él mismo la noche anterior, se sitúa justo frente por frente a la desasosegante ménsula que sostiene el pequeño tímpano de la puerta del púlpito.

Recuerda bien su historia. Se la contó don Ramón, el canónigo más viejo de todo el cabildo. Tan mayor es que vió construir este notabilísimo edificio hace casi cuarenta años. Por eso sabe que esta alada cabeza es un retrato del señor de Munch, a la sazón embajador del rey de Noruega por aquellos mismos años. Al parecer vino a ofrecer la mano de la princesa Brunilda, hija del rey Olaf, para unir en un nórdico abrazo a las casas reales de Noruega y Navarra. Mas como demoró mucho su llegada, y no estaban los tiempos para muchas bromas nupciales, acabaron los reyes don Felipe y doña Juana comprometiendo a su heredero, el futuro Carlos II, con otra doña Juana, hija del rey de Francia. 

Y el embajador se tomó tan a mal dicha elección que montó en cólera terrible, pues aunque normalmente no parecen tener mucho nervio los habitantes de la Escandinavia, cuando se enfadan les sale la vena vikinga de la que todos proceden, y es cosa de maravilloso esfuerzo el poder calmarlos luego. El caso es que una larga temporada encerrado en  la estancia más elevada de la torre de la Galea paresció a todos la mejor forma de aplacar los sublevados ánimos del noruego enviado. Pero desde su ventanuco se pasaba éste las noches y los días berreando improperios muy gruesos cual poseso, que parece que estos habitantes de la zona boreal acostumbran a gritar a todas horas, pues en sus gélidos territorios apenas vive nadie a quien molestar con tan insoportable práctica. 

Aunque ese no era el caso de la muy poblada ciudad de Pamplona. Así que no tardaron en ir a quejarse al rey todos los hijos de vecino de los tres barrios en que entonces se dividía la ciudad. Pedían los más de ellos que se desterrase de Navarra a canso tan grande, aunque al final se impuso la idea de que lo mejor sería devolverlo a su país en el primer barco que zarpase del puerto de San Sebastián. Y los guardias que hasta allá lo escoltaron, que gracias a Santa Catalina tuvieron el cuidado de taparse los oídos con fieltro muy espeso, aseguraron luego que a pesar de ir encerrado en una jaula, fue todo el camino gritando. Y que no cesó de hacerlo mientras lo subían a la nave y aun en la propia embarcación, pues desde la cubierta aullaba y les increpaba con todo tipo de noruegos insultos. 

No, desde luego que durante muchos años no se perdió la memoria de aquel vociferante orate en Pamplona. Y para que jamás ocurriera semejante olvido decidieron desde el cabildo encargar aquella ménsula, en la que quedó representado el señor de Munch con sus dos rasgos más característicos: las alas en la cabeza -que es internacional signo de locura-, y la boca muy abierta, detenida para siempre en el justo momento de ir a lanzar uno de sus muy fastidiosos gritos. 

 

Claro que a cuarenta años vista, que era el tiempo transcurrido desde aquella horrenda visita, el infante don Carlos se alegraba de dos cosas: la primera y más importante, de que sus abuelos hubieran decidido casar a su padre con la dulce Juana de Francia y no con la neurótica Brunilda de Noruega -si resultaba que todos los súbditos de aquella septentrional tierra eran tan insoportables como su embajador-. Y segunda, de que el artista hubiese reflejado tan estupendamente bien el preciso instante del satánico berrido, pues aquella boca de piedra tan redondamente abierta le permitía ahora depositar en ella cada semana una igualmente redonda moneda de plata, de las recién acuñadas por su padre don Carlos, y esperar escondido en el elevado púlpito a que apareciese don Martín de Indachiquía y, como acostumbraba, metiera los dedos de la única mano que le quedaba tras haber servido lealmente a Navarra en la guerra de Murviedro, en aquella ignota oquedad en la que nadie parecía reparar excepto ellos dos. 

 

Y es que aquella lucha había tenido lugar hacía ya siete años en el reino de Valencia. Y si Navarra había decidido participar fue únicamente con el animo de mantener entretenidas allá, bien alejadas del reino, a las abundantes tropas aragonesas y castellanas. Pero los heridos cosechados para lograr aquel propósito habían sido muy numerosos, y como justa cosa es recompensar los esfuerzos que por el bien común se hacen, y habiendo oído en el Consejo Real a su padre decir que no había medios para remediar las pensiones de tanto veterano, había decidido el infante por su cuenta y riesgo paliar las necesidades del que llevaba la fama de haber sido el más valiente de todos ellos: el citado don Martín, del que los guardias de palacio no dejaban de contar hazaña tras hazaña, aunque ahora se viese en tan lamentable condición.

Para ello hacía ya más de seis semanas que le había hecho llegar a la taberna donde moraba un anónimo mensaje, citándole cada jueves en el refectorio, y animándole a descubrir qué se escondía en aquella misteriosa boca. Y aunque las dos primeras semanas lo vio acercarse desconfiado y sin soltar su única mano del pomo del puñal, la sorpresa de encontrar allí un espejeante gros de plata esterlina venció sus iniciales reticencias de que todo se tratara de una cruel broma de sus compañeros de infortunio, con los que además el autor de aquella sorprendente nota le invitaba a compartir presente tan inesperado. Y así lo hizo mientras vivió. 


Y el infante Carlos sacó en claro de aquella aventura que cuando sucediese a su padre, el poderoso don Carlos II, no olvidaría tan fácilmente como él a quienes tanto y tan bien hubiesen servido a Navarra, y no bajaría nunca las pensiones que tan merecidamente se hubieran ganado. Y en esto se comportó de forma muy distinta no sólo a su padre, sino al 95% de los gobernantes que en el mundo han sido.

Y va siendo hora ya de poner fin a este relato, pues témome que de no hacerlo, acabe apareciendo el actual descendiente del muy noruego señor de Munch a reconvenirme agriamente con sus gritos y aspavientos, pues todo indica que tal familia continúa hoy en día con tan perniciosísima costumbre... 


© Mikel Zuza Viniegra, 2013





viernes, 15 de noviembre de 2013

UNO ENTRE DIECINUEVE


Viernes, 15 de noviembre de 2013


          El pasado domingo, 10 de noviembre, Editorial Pamiela y Diario de Noticias publicaron esta antología de relatos en la que servidor de todos ustedes participó encantado -y muy bien rodeado por dieciocho magníficos autores,- con el cuento "Eno-Elegía". 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

CUARENTA Y SIETE

Scriptorium de la catedral románica de Pamplona, 13 de noviembre de 1144


-No domino aún tanto vuestra lengua como para aceptar este encargo, alteza. Además, de sobra sabéis que es a aprender la lengua de los seguidores de Mahoma a lo que vine hasta aquí. Pedro, el venerable abad de Cluny, me envió para que traduzca al latín su execrable Alcorán, y a esa labor en exclusiva es a lo que me he dedicado los últimos dos años...

-Estupendo, maestro Robert, así podréis distraeros de la enrevesada algarabía de los infieles, volviendo al latín imperial del libro que ahora os ofrezco.

-Pero mi señor, estoy intentando haceros comprender que...

-¿Acaso que en vuestra levantisca Inglaterra natal tenéis por costumbre desobedecer las órdenes de los reyes? Pues entended vos que tal actitud no os llevará muy lejos. Al menos no en mi reino, señor don Robert de Ketton. Y que por muy arcediano de esta diócesis de Pamplona que seáis, ignorar mi petición la única puerta que os abrirá es la de las mazmorras del castillo de Monreal. Tenéis bien ganada fama de ser uno de los mejores traductores de la cristiandad. Sería de tontos no aprovechar vuestros conocimientos pudiendo hacerlo. Y yo, García, hijo del infante Ramiro, que fue hijo del infante Sancho, hijo a su vez de García III "el de Nájera", y por tanto descendiente directo de los nobilísimos reyes de Pamplona y nieto también del Cid Campeador, no me tengo precisamente por tonto.

-Está bien, alteza. Pero no me hago responsable de las amenazas y dicterios que contra vos consiga el venerable Pedro del Santo Padre allá en Roma...

-No os preocupéis por eso, don Robert, que de sobra sabéis que el Papa sigue sin reconocer nuestra condición regia, así que por mucho que mi deseo retrase la traslación al latín del Alcorán, no creo yo que sea tan importante que un libro que lleva escrito más de cuatro siglos tarde unos pocos días o meses más en poder ser entendido al fin en todo el occidente cristiano. Es más: el libro, más bien el fragmento que a partir de ahora ocupará vuestros desvelos intelectuales lleva escrito más de setecientos años, así que le gana por tres siglos de ventaja.

-¿Y cuál es ese dichoso libro vuestro? Me tenéis en ascuas...

-Será mejor que os  ponga en antecedentes antes de dejarlo en vuestro poder. Lleváis ya el tiempo suficiente en Pamplona como para no saber que yo no nací rey, sino que he tenido que ganar mi posición apoyándome en los nobles que mostraron su adhesión a mi persona por ser mi origen el mismo que el de sus antiguos reyes...

-Pero no por vía legítima, según tengo entendido...

-Si, y la Iglesia se complace en recordármelo cada cierto tiempo, como vos mismo ahora. No importa. No me avergüenzo. Mi abuelo, el infante Sancho Garcés, fue hijo bastardo del rey don García el de Nájera. Hermanastro por tanto del legítimo heredero de Pamplona: Sancho IV, al que sus hermanos de sangre asesinaron en Peñalén. El reino de Pamplona buscó entonces la protección del de Aragón, y así se mantuvo durante los siguientes sesenta años, hasta que murió el rey don Alfonso y ambos reinos se separaron de nuevo: Aragón reconoció a Ramiro el Monje como soberano, y Pamplona a mí, García Ramirez, como restaurador de su pasada grandeza.

-Habrá un pero...

-El pero es que recuperar la antigua pujanza de Pamplona no resulta sencillo para una dinastía arruinada por siglos de disensiones y guerras como la mía. Mi abuelo no obtuvo de su padre el rey más que la tenencia de Sangüesa y Uncastillo. Mi padre logró también luego la de Monzón gracias a su habilidad en combate y su lealtad a los reyes de Aragón. Mi única herencia pues, fueron esas tres hermosas plazas, una cantidad ínfima de dinero y este libro que ahora por fin os muestro...

-Qué sorpresa: es redondo, nunca había visto uno así.

-¿No hay de estos en Inglaterra? Aquí son bastante comunes. Yo mismo presté una vez uno a una dama que me gustaba y que aprovechó su forma para subirse en él y alejarse de mí velozmente. Es uno de los inconvenientes de este tipo de encuadernación...


-Ya dice San Isidoro en sus Etimologías que la mujer, por su propia y curvilínea constitución física, es muy dada a alejarse rodando de quien la incordia, y que si acontece por mala ventura que ese lugar es cuesta abajo, una vez que se aleja no hay forma de volver a echar el guante a la díscola.

-Ardua tarea es esa de decidir si se prefiere echar el guante a un libro o a una mujer. ¿No podría ser a los dos a la vez?

-No sé si los doctores de la Iglesia dicen algo sobre ese particular, alteza...

-Creo recordar que San Agustín habla de una de estas mujeres especialistas en  huidas a lomos de libros redondos en sus Confesiones, don Robert. Las denomina biblocicletas.

-Me extrañaría mucho que el de Hipona se hubiese preocupado por estas cuestiones, aunque todo podría ser. Pero vayamos al grano de una vez y decidme: ¿Qué os interesa exactamente de este dichoso libro?

-Es tradición familiar que mi abuelo, el infante Sancho Garcés, lo recibió de manos de un abad de Leyre en agradecimiento a su protección cuando enseñoreaba las tierras de Sangüesa. Al entregárselo, el fraile le habría dicho que en la epístola del emperador Honorio que se recoge en su interior, estaría la clave de la fortuna de su dinastía y quien sabe si en un futuro próximo la del reino entero, pues aunque existían muchas otras copias de esta obra, únicamente esta contenía la frase que permitiría a quien la comprendiese bien resolver todos sus problemas de un plumazo. Pero mi abuelo no sabía leer, justo firmar nada más, y mi padre estuvo siempre más tiempo combatiendo que ojeando manuscritos, así que cuando el libro cayó por herencia en mis manos, y puesto sobre aviso por mi padre, como él mismo lo había sido previamente por el suyo, me dispuse a averiguar qué había de cierto en tal profecía. Y sin éxito alguno, tengo que reconocer, pues yo también tengo bastante con mantener a raya a mis múltiples enemigos, y no tengo tiempo suficiente que dedicar a enigmas y retruécanos tan oscuros como este que nos ocupa...

-Quizás vuestra formación intelectual se resintió al dejar escapar tantos libros en manos de demasiadas biblocicletas, alteza...

-Es posible. Por eso recurro a vos, don Robert.

-Pues a mí me pareceis muy despierto, mi señor don García. No veo qué necesidad tenéis de mis escasos conocimientos.

-No seais falsamente modesto, don Robert. Lo que quiero es deis con la clave de esa supuesta fortuna que encierra el libro que herede de mis antepasados. Bien mirado, ahora soy rey de Pamplona, y por tanto sucesor de aquel emperador Honorio que firmó en el siglo V esta alabanza de Pamplona que ahora os entrego.Os dejo a solas para que podáis estudiarla tranquilo. No dudéis en venir a comunicarme cualquier descubrimiento que hagáis...

Y durante días y días Robert de Ketton o de Chester -como también era conocido- se enfrascó en descifrar el ignoto y corrompido latín bajoimperial. Una y otra vez leyó y releyó el texto que describía una ciudad de Pamplona tan distinta a la que ahora podía contemplar si se asomaba a la ventana de la torre catedralicia donde se hallaba el scriptorium. No puede ser que se esté refiriendo al mismo lugar, reflexionaba. ¿Cómo si no aceptar semejantes y desmesuradas descripciones?

“Hic locus prouidus factus a Deo, ab homine inuentus, a Deo electus ubi quod anni dies puteis ad inuentus. Ut singulis uicibus ad auriendum prestus sit ut nullus ab alio necessítate conpulsus auri ad aquas, quia omnes proprü diferri inundant laces.
Quuius mororum turres in latitudine. LXIII pedum sita. IN altum LXXXIIII pedum surgit inmensis. Circuitu urbis mille iliestras ambitus dextris. Turrium situ numero LXVII... Et quid sub turris XLVII cavet, thesaurum magnum inveniet et Pampilona salvabit. Civitas presidium uonis, tribus angulis quoartata, ter preposita portis quattuor posticis sita, portui uicina: Huic perpetim deuet amari ut nullus ab impugnante sentiat mali. Quam uis oppulenta Roma prestita sit romanis, Pampilona non destitit prestare suis. Nam cum mirauilis magnaque regio fructífera aliorum regionum hic rastris effosa terra quas ab amna reducunt Montes in circuitu eius et Dominus in circuitu populi sui ex hoc nunc et usque in seculum. Amen.”

Y vio que, efectivamente: comparando el texto con otras copias disponibles en la biblioteca, la única frase que sólo aparecía en el libro redondo era la que procedió a subrayar con tinta roja frenéticamente:

“Este sitio providencial, hecho por Dios, hallado por el hombre, elegido por Dios donde se han descubierto  tantos pozos como días tiene el año, para que siempre se pueda sacar agua de estos pozos y ninguno, urgido por la necesidad, se sirva de otro para coger agua, porque hay abundante para todos. 
Las torres de los muros de la ciudad tienen una anchura de 63 pies. Su altura es de 84 pies, irguiéndose inmensas. El perímetro de la ciudad es de mil diestras. Posee 67 torres. Y quien cave bajo la torre 47 encontrará un gran tesoro y salvará a Pamplona. La ciudad está bien fortificada, protegida en tres lados, con tres puertas delanteras y cuatro traseras, vecina al puerto. No hablo de las flores de los árboles, de los rios de oriente que tuercen hacia occidente con los vecinos próximos y el suburbio llano y sencillo. Si la Roma opulenta protege a los romanos, Pamplona no dejó de proteger a los suyos. Porque es admirable y gran región, más fructífera que otras, cavada la tierra en canales que conducen al rio. Posee montes en derredor y el Señor protege a su pueblo ahora y siempre. Así sea.”

Y mucho se sorprendió el rey de sus pesquisas, aunque no se alegró todo lo que pensaba hacerlo, pues no veía comparación posible entre la pequeña población que ahora era Pamplona, y la que describía el emperador Honorio. Y no era eso lo peor, pues aunque la muralla actual contaba con muchas torres, ni por asomo se acercaba su número a las sesenta y siete que la carta decía. ¿Cómo saber además cuál de todas las arruinadas por el tiempo y por las guerras, y cuyos restos asomaban aquí y allá, podía ser la cuarenta y siete? Desde el siglo V Pamplona las murallas habían sido arrasadas al menos por los francos de Carlomagno y por las huestes del califa cordobés Abderramán. Y aunque siempre volvió a levantarse, la ciudad cada vez lo hacía con un perímetro más pequeño. Nada que ver con ese enorme de "mil diestras" que Honorio atestiguaba. ¿Dónde empezar a excavar entonces? ¿Y con qué medios? Las exiguas tropas del reino bastante tenían con mantener a raya a castellanos y aragoneses en las fronteras. Por otra parte si la noticia del tesoro oculto se propalaba, aventureros de todas partes del mundo se darían cita en Pamplona para buscarlo, y el caos no tardaría en desatarse por todo el reino, que bastantes problemas tenía ya para salir adelante.



No -y en eso estuvo completamente de acuerdo don Robert-, no convenía en absoluto dar propaganda al misterio de la torre cuarenta y siete. Por eso él mismo se ofreció a ser el primer excavador, allá donde antiquísimos mapas mostraban topónimos guerreros o la azada de un labrador desenterraba sorpresivamente unos desconocidos y bien labrados sillares.

Y en esa tarea, y no en traducir el Alcorán encargado por Cluny se fueron sus últimos años, sin que a nadie extrañase en Pamplona verlo ir de acá para allá con un pico y una pala, pues de todos es sabida la proverbial excentricidad de los súbditos de Su Graciosa Majestad Británica.

Y pasaron años, y murieron tanto el rey don García como el arcediano don Robert. Pero nunca se detuvieron ni se han detenido nunca desde entonces las misteriosas excavaciones, pues cada iniciado en el secreto se preocupaba de tener un sucesor que buscase la escurridiza torre cuarenta y siete, cosa que al parecer ninguno de ellos ha logrado todavía, pues yo mismo, una noche en la que trataba de recuperar cierto libro redondo que presté a una biblocicleta de las más taimadas, me tropecé hace un par de años con uno de esos buscadores en La Mejillonera. Por cierto, que tuve que invitarle yo, pues según me contó, la dotación que dejó el rey don García para estos secretos menesteres, hacía mucho tiempo que se había agotado, pero como la ilusión seguía intacta -que la mayor parte de las veces es lo más importante-, todos juraban que hasta no dar con la torre de marras no pararían los trabajos. Así que probablemente avergonzado por su obligado sablazo, me regaló el estandarte que los identifica.

Y hasta alguna vez, quizás buscando que me pasen a mí también el pico y la pala, lo llevo encima muy orgulloso de andar al corriente del muy misterioso secreto de la torre número cuarenta y siete...



© Mikel Zuza Viniegra, 2013