jueves, 1 de julio de 2010

ES AMOR FUERZA TAN FUERTE...



Olite, 1444.

Cuando Agnes de Kleves llegó, hace cinco años, María de Armendariz ya estaba allí.

Incluso cuando Carlos fue a conocerla por primera vez a Estella, se la llevó consigo. Y no es que la desprecie o que la odie, aunque le gustaría que la sedienta mirada con la que él la busca en las audiencias o en los mercados, fuese dirigida también a ella alguna vez.

Le resultó muy duro admitir que a ella simplemente la apreciaba, aunque fuese con una estima tan cargada de afecto como sólo alguien tan bueno como Carlos podía ofrecer, pero que a quien él amaba realmente era a María. Y claro que había habido buenos momentos en todo este tiempo: las romerías a Ujué, los versos dedicadas por el príncipe y sus amigos poetas a la flamante esposa, el cariño de un pueblo acostumbrado a la paz desde los tiempos del viejo rey Noble…

Pero por más que intenta quedarse con los mejores recuerdos, no puede evitar sentirse una segundona en el corazón de Carlos, tan enamoradizo e ingenuo en su felicidad al lado de María, que no advierte que su padre va haciéndose poco a poco con todos los resortes del poder. Agnes se lo ha advertido muchas veces:

-El rey nunca te cederá el trono de Navarra, Carlos, y ya no tienes a tu madre para que te proteja, como cuando eras niño…

- ¿Cuándo se ha visto que un padre persiga a su hijo, mi señora? Nuestra vida no será una tragedia de esas que escribieron los griegos y que tanto me gusta leerte.

Y Agnes calla, porque Carlos nunca le ha leído esas obras que dice. La habrá confundido con María…

Y se traga el orgullo, y a ratos lamenta no vivir en tierra de moros, donde ha oído que el varón puede tener varias esposas, porque lo cierto es que ella le ama tanto que no le importaría compartirlo con otra, y prolongar eternamente, a pesar de su íntimo dolor, aquel dulce aburrimiento de la corte de Olite, que extiende su benéfico influjo por todo el reino, el único de la cristiandad que no está herido por la guerra.

No es tonta. Sabe que aquello no puede durar; que su obnubilado esposo chocará más temprano que tarde con su padre, y que éste le hará trizas, porque la compasión o el amor paterno nunca han estado entre sus virtudes, aunque no tiene muy claro que su suegro posea alguna. Además, ha leído en su salterio que los buenos mueren siempre jóvenes, así que no duda de que Carlos, e incluso ella misma, no conocerán las sienes plateadas ni los demás achaques de la vejez.

Y una mañana se da cuenta la princesa de que está en cinta. Y en el mismo momento comprende también que aquel niño, o aquella niña, crecerán sin padres, y que será su abuelo quien acabe moldeándolos a su pestífera imagen y semejanza. Que nunca aprenderán la historia del reino que les contaría su padre, ni las dulces palabras que tiene la lengua flamenca para tratar de amores que les enseñaría ella, ni comerían sanjaymetas en Ujué, ni querrían apiadarse de los corzos que en Aralar se pondrían al alcance de sus ensangrentadas ballestas…

Y sale de atardecida al maravilloso jardín del palacio, y recoge allí hierbas que sólo las mujeres conocen: la ruda, la corona real, las agujas fragantes de las sabinas… Y hace con ellas un emplasto y una infusión. Y cuando llega la noche y ya toda la corte se ha retirado, sólo se oyen los gemidos de Carlos y María en una habitación cercana, pues a pesar de que el castillo posee tantas como días tiene el año, no son éstas suficientes como para evitar que el amor herido alcance a oírles.

Y en la soledad de su cuarto, comienza la poción a hacer efecto, y a cada suspiro de los amantes responde Agnes con un grito de dolor amordazado, pues siente como si su vientre contuviera todo el fuego del infierno y cómo la sangre va brotando de su interior mezclada con el verde del beleño. Y cree agonizar, y a pesar de todo está contenta, porque si muere ahora no verá sufrir a Carlos ni al hijo que ya nunca tendrán, convertido en un tirano como su abuelo Juan...

El amanecer la sorprende aterida y desmayada entre las sabanas que ella misma ha preparado para sus propósitos y, aunque le duelen atrozmente las entrañas, se abriga todo lo que puede y recoge hasta la más mínima evidencia de lo que allí ha ocurrido esa noche. Lo envuelve todo en un hatillo y lo arroja al foso más oscuro del palacio.

A la tarde hay baile en el gran salón. Ella, tan blanca como las grandes damas del Norte, no llama la atención por su palidez ni por su gesto de dolor, que a duras penas logra disimular. Pide permiso a Carlos para retirarse.

Cuando abandona la estancia, observa de reojo como Carlos abre obsequioso la danza con María, y una lágrima resbala silenciosa por su mejilla. No por celos, como alguna de sus damas piensa apenada, sino porque le parece a Agnes que suena aquella música como el coro de los ángeles fúnebres, que entonan el Requiem por ellos dos y por Navarra entera…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010