5 de febrero del año 924
Piensa don Sancho Garcés I, que volver al hogar es siempre motivo de alegría, aun haciéndolo como lo hace él, quebrantado de salud tras tantos años de combates ininterrumpidos contra los infieles, cansado ya de cabalgar sin descanso de un confín al otro de sus dominios. Pues si el cercano y agreste condado de Aragón, o la fértil tierra roja de Najera adornan desde hace años la corona de Pamplona, ningún otro lugar tiene tanto ascendiente en su corazón como éste que baña el río Salazar, que roe sin pausa el lecho de piedra que le sirve de cauce. Y no hay mejor lugar para admirarlo que este privilegiado balcón de Adansa, que controla desde su altura la ruta que llega desde Lumbier, villa provista de todo bien.
Sí, vuelve para pedir curación al muy sagrado cenobio de Usún, tras haberla solicitado piadosamente en muchos otros santos monasterios a los que peregrinó sin éxito. Y ahora que el destino le trae de nuevo a donde pasó su infancia, este tibio y desacostumbrado calor en pleno invierno le hace evocar muchas historias perdidas en su memoria...
Y se las cuenta a su muy hermosa reina Toda, en cuya compañía discurren más gratos los viajes, ya que su nombre hace mucha justicia a su condición y mérito, pues toda ella es tesoro más codiciado que cualquiera de los que hasta ahora haya podido arrebatar a tantos emires sarracenos. Y allí, reflexiva y sentada casi al borde del precipicio, está tan bella que no necesita más corona que la brillante luz que el sol refleja en sus cabellos. Y le parece a Sancho que ni el soberbio califa Abderramán, con todo su inmenso poder allá en la legendaria pero siempre reseca ciudad de Córdoba, podría forjar a su sultana -que además será mucho menos guapa y dispuesta-, un trono más espléndido que este mágico, verde y azulado rincón de Adansa...
Y pues que el dolor no cesa de aguijonear el cuerpo del rey, emprenden ambos la última parte del viaje, que Usún está ya a poco más de tiro de piedra, en la vertiente de la imponente montaña de Arangoiti, que guarda celosa los pasos hacia el otro gran santuario pamplonés: Leyre, donde no encontró don Sancho remedio a sus males, quizás porque para poder reinar, tuvo que recluir allí al anterior monarca, don Fortún Garcés, abuelo de doña Toda. Y no sería de extrañar que el resentido anciano hubiera lanzado una maldición contra su sucesor...
Hay en Usún establos y granjas a porfía, con muchos caballos, vacas, ovejas, cabras y aún burros cuyo tranquilo semblante resulta mucho más señorial que el de varios de los nobles de la corte. Y hasta trata Sancho de embromar a Toda diciéndole que uno de aquellos asnos es igualico que ella, cuando no hay forma de negar que se parece tanto a él, que mirarlo de frente es como verse en un espejo.
Concedamos -dice riendo la reina-, que quizás al jumento le falte la barba para cumplir exactamente la semejanza...
Nada más ver allá abajo, junto al río, la torre del santuario, comienza el rey a sentirse mejor, puede que por la proximidad de tantas reliquias de los santos apóstoles San Pedro y San Pablo como los monjes han conseguido reunir en tan remoto lugar. El caso es que mientras él se siente plenamente restablecido, comienza Toda a mostrar su cansancio, que el camino no ha sido largo, aunque sí un poco molesto. Pero a ella, tanto como los rezos de los frailes, lo que le ayuda a reponerse son los muy bien envueltos dulces que vienen dentro de un Cofre Bermejo -que todos los meses envían desde Helvecia para cumplimentar a la regia pareja pamplonesa-, y que Sancho -siempre tan laminero-, ha tenido el buen sentido de meter en su alforja para salvar desfallecimientos como éste. Así que bien aposentadas sus espaldas en las recias paredes del monasterio, mucho se solazan ambos con tan cremosas grageas, que aún les queda camino hasta orientar sus pasos hacia Arbayún, y es conveniente hacer acopio de fuerzas, aunque sólo sea para llegar hasta donde quedó abandonado el carro que hasta tan santo lugar los ha traído.
Y al despedirse promete el rey a los frailes no olvidar que ha sido allí donde se ha curado por fin de sus males, y también que en pocos meses -calcula que el 28 de octubre próximo-, ha de donarles muchas aldeas, viñas y huertos para contribuir al mantenimiento de tan ilustre y antiquísima casa de oración...
Es la panorámica sobre la foz tan impresionante como aquel milagro que dicen las escrituras que hizo don Moises en Egipto al separar las aguas del Mar Rojo, sólo que aquí no son muros de agua salada los divididos, sino paredones de piedra abiertos de par en par para dejar pasar al río. Y no es tampoco cuestión de asomarse mucho hacia el barranco, si no es por hacerse el valiente ante Toda, que no gusta absolutamente nada de tan pueriles exhibiciones, por cierto...
Llegada la hora del yantar, dirigen sus pasos hacia Aibar, donde el señor de Zabaleta les espera con mesa muy bien dispuesta. Y tan agradable como los manjares, es el porche con el que cuenta el palacio, orientado hacia el sol y verdadero remedo del Paraiso terrenal, si no fuera por una miriada de infantes, que chillan y revolotean alrededor de un ruidoso invento que semeja en pequeño tamaño una batalla entre moros -vestidos de verde- y cristianos -vestidos de rojo-, cuyos efectivos se disponen en perfectas lineas unos enfrente de otros, pues van todos ensartados en varillas de metal que manipulan con saña los mocetes. Cuando uno de ellos pone sobre el tablero la redondeada y cortada cabeza de don Abderramán, todos se afanan en introducirla ,a patadas de los envarados contendientes, en el campamento que cada ejército tiene a su espalda. Y mientras no lo logran, hace la bola tal estruendo al golpear sobre el cerco de madera, y chillan tanto los jugadores, que a Sancho y a Toda no les importaría demasiado que otro rey, llamado Herodes, viniera prontamente en su socorro. Aunque se les pasa presto el enfado, entre las muy notables infusiones que en aquel establecimiento se expiden...
Ya cae el sol cuando entran en la villa, y sea por la falta de luz, o porque son las vías de aquel precioso pueblo más estrechas de lo conveniente para ser recorridas a lomo de carro, todos los cuidados de Sancho no son suficientes como para que su vehículo no quede marcado con una abolladura que hará sin duda las delicias de algún avispado herrero de la capital, que debería pagar comisión a quien trazó los endemoniados planos de tan empinadas calles. Y aunque le hubiera gustado al rey enseñar a la reina una sirena muy bien tallada que navega coqueta entre los capiteles de la iglesia de San Pedro, se dan con la cerrada puerta del templo en las narices, así que dan los dos por muy bien empleado el día, y emprenden el viaje de vuelta, que muchas han sido las maravillas para una sola jornada...
Piensa don Sancho Garcés I, que volver al hogar es siempre motivo de alegría, aun haciéndolo como lo hace él, quebrantado de salud tras tantos años de combates ininterrumpidos contra los infieles, cansado ya de cabalgar sin descanso de un confín al otro de sus dominios. Pues si el cercano y agreste condado de Aragón, o la fértil tierra roja de Najera adornan desde hace años la corona de Pamplona, ningún otro lugar tiene tanto ascendiente en su corazón como éste que baña el río Salazar, que roe sin pausa el lecho de piedra que le sirve de cauce. Y no hay mejor lugar para admirarlo que este privilegiado balcón de Adansa, que controla desde su altura la ruta que llega desde Lumbier, villa provista de todo bien.
Sí, vuelve para pedir curación al muy sagrado cenobio de Usún, tras haberla solicitado piadosamente en muchos otros santos monasterios a los que peregrinó sin éxito. Y ahora que el destino le trae de nuevo a donde pasó su infancia, este tibio y desacostumbrado calor en pleno invierno le hace evocar muchas historias perdidas en su memoria...
Y se las cuenta a su muy hermosa reina Toda, en cuya compañía discurren más gratos los viajes, ya que su nombre hace mucha justicia a su condición y mérito, pues toda ella es tesoro más codiciado que cualquiera de los que hasta ahora haya podido arrebatar a tantos emires sarracenos. Y allí, reflexiva y sentada casi al borde del precipicio, está tan bella que no necesita más corona que la brillante luz que el sol refleja en sus cabellos. Y le parece a Sancho que ni el soberbio califa Abderramán, con todo su inmenso poder allá en la legendaria pero siempre reseca ciudad de Córdoba, podría forjar a su sultana -que además será mucho menos guapa y dispuesta-, un trono más espléndido que este mágico, verde y azulado rincón de Adansa...
Y pues que el dolor no cesa de aguijonear el cuerpo del rey, emprenden ambos la última parte del viaje, que Usún está ya a poco más de tiro de piedra, en la vertiente de la imponente montaña de Arangoiti, que guarda celosa los pasos hacia el otro gran santuario pamplonés: Leyre, donde no encontró don Sancho remedio a sus males, quizás porque para poder reinar, tuvo que recluir allí al anterior monarca, don Fortún Garcés, abuelo de doña Toda. Y no sería de extrañar que el resentido anciano hubiera lanzado una maldición contra su sucesor...
Hay en Usún establos y granjas a porfía, con muchos caballos, vacas, ovejas, cabras y aún burros cuyo tranquilo semblante resulta mucho más señorial que el de varios de los nobles de la corte. Y hasta trata Sancho de embromar a Toda diciéndole que uno de aquellos asnos es igualico que ella, cuando no hay forma de negar que se parece tanto a él, que mirarlo de frente es como verse en un espejo.
Concedamos -dice riendo la reina-, que quizás al jumento le falte la barba para cumplir exactamente la semejanza...
Nada más ver allá abajo, junto al río, la torre del santuario, comienza el rey a sentirse mejor, puede que por la proximidad de tantas reliquias de los santos apóstoles San Pedro y San Pablo como los monjes han conseguido reunir en tan remoto lugar. El caso es que mientras él se siente plenamente restablecido, comienza Toda a mostrar su cansancio, que el camino no ha sido largo, aunque sí un poco molesto. Pero a ella, tanto como los rezos de los frailes, lo que le ayuda a reponerse son los muy bien envueltos dulces que vienen dentro de un Cofre Bermejo -que todos los meses envían desde Helvecia para cumplimentar a la regia pareja pamplonesa-, y que Sancho -siempre tan laminero-, ha tenido el buen sentido de meter en su alforja para salvar desfallecimientos como éste. Así que bien aposentadas sus espaldas en las recias paredes del monasterio, mucho se solazan ambos con tan cremosas grageas, que aún les queda camino hasta orientar sus pasos hacia Arbayún, y es conveniente hacer acopio de fuerzas, aunque sólo sea para llegar hasta donde quedó abandonado el carro que hasta tan santo lugar los ha traído.
Y al despedirse promete el rey a los frailes no olvidar que ha sido allí donde se ha curado por fin de sus males, y también que en pocos meses -calcula que el 28 de octubre próximo-, ha de donarles muchas aldeas, viñas y huertos para contribuir al mantenimiento de tan ilustre y antiquísima casa de oración...
Es la panorámica sobre la foz tan impresionante como aquel milagro que dicen las escrituras que hizo don Moises en Egipto al separar las aguas del Mar Rojo, sólo que aquí no son muros de agua salada los divididos, sino paredones de piedra abiertos de par en par para dejar pasar al río. Y no es tampoco cuestión de asomarse mucho hacia el barranco, si no es por hacerse el valiente ante Toda, que no gusta absolutamente nada de tan pueriles exhibiciones, por cierto...
Llegada la hora del yantar, dirigen sus pasos hacia Aibar, donde el señor de Zabaleta les espera con mesa muy bien dispuesta. Y tan agradable como los manjares, es el porche con el que cuenta el palacio, orientado hacia el sol y verdadero remedo del Paraiso terrenal, si no fuera por una miriada de infantes, que chillan y revolotean alrededor de un ruidoso invento que semeja en pequeño tamaño una batalla entre moros -vestidos de verde- y cristianos -vestidos de rojo-, cuyos efectivos se disponen en perfectas lineas unos enfrente de otros, pues van todos ensartados en varillas de metal que manipulan con saña los mocetes. Cuando uno de ellos pone sobre el tablero la redondeada y cortada cabeza de don Abderramán, todos se afanan en introducirla ,a patadas de los envarados contendientes, en el campamento que cada ejército tiene a su espalda. Y mientras no lo logran, hace la bola tal estruendo al golpear sobre el cerco de madera, y chillan tanto los jugadores, que a Sancho y a Toda no les importaría demasiado que otro rey, llamado Herodes, viniera prontamente en su socorro. Aunque se les pasa presto el enfado, entre las muy notables infusiones que en aquel establecimiento se expiden...
Ya cae el sol cuando entran en la villa, y sea por la falta de luz, o porque son las vías de aquel precioso pueblo más estrechas de lo conveniente para ser recorridas a lomo de carro, todos los cuidados de Sancho no son suficientes como para que su vehículo no quede marcado con una abolladura que hará sin duda las delicias de algún avispado herrero de la capital, que debería pagar comisión a quien trazó los endemoniados planos de tan empinadas calles. Y aunque le hubiera gustado al rey enseñar a la reina una sirena muy bien tallada que navega coqueta entre los capiteles de la iglesia de San Pedro, se dan con la cerrada puerta del templo en las narices, así que dan los dos por muy bien empleado el día, y emprenden el viaje de vuelta, que muchas han sido las maravillas para una sola jornada...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011