22 de julio de 1512
Las tropas castellanas al mando del duque de Alba, cercan completamente la ciudad de Pamplona. Las autoridades, recibido el permiso de sus reyes y señores naturales, don Juan y doña Catalina, han ido a reunirse con el invasor para conocer las condiciones de la rendición...
En la fiesta de Santiago, dentro de tres días, las puertas deberán serles franqueadas, so pena de incurrir en la ira de la soldadesca, que no dudará en saquear cada barrio si les es opuesta la más mínima resistencia, reduciendo a cenizas si es preciso toda la población, en caso de que osen no acatar al rey don Fernando.
La noticia es pregonada de inmediato mientras cunde el desánimo entre los vecinos, que oscilan entre la minoría que apuesta por resistir, y la mayoría que busca consuelo y refugio en los templos. Y en medio de esas dos posturas está monsieur Claude de Lacombe, astrólogo mayor de sus majestades los reyes de Navarra, ahora refugiados en el Bearne...
A buen paso acude a la Jurería, donde el alcalde y sus consejeros tratan de ganar tiempo del inflexible duque. Así habla el Maestro a todos los allí reunidos:
-Muy señores míos, sabido es que nada puede hacer esta villa contra ejército tan poderoso como el que la sitia en estos momentos, al menos no mientras su alteza el rey don Juan no consiga los refuerzos que fue a buscar al otro lado de las montañas. No obstante, y por ser la situación tan angustiosa, se impone encontrar una respuesta igual de desesperada, y la que yo os propongo así ha de pareceros...
Y efectivamente, mucho se extrañan todos cuando en vez de oírle solicitar polvora o cañones, les pide únicamente que le traigan a los cinco mejores músicos que queden en la ciudad, aquellos que sean capaces de arrancar a una campana un sonido determinado, y no uno cualquiera.
Previendo que aquella descabellada orden pueda ser una de las últimas que puedan ejecutar siguiendo su propio criterio y no el de su conquistador, obedecen prontamente al estrellero, que en cuanto tiene delante a los convocados, les entrega una pequeña partitura de sólo cinco notas, mientras ordena que cada uno de ellos suba a uno de los cinco campanarios principales de Pamplona...
Y preparados ya cada uno en el lugar acordado, comienzan a tocar según el ritmo apenas ensayado: "Re", en la repujada campana Micaela, que da las horas desde la esbelta torre mayor de San Cernin. "Mi", en la broncinea Catalina, que derrama sus bandeos desde el torreón de San Nicolás. "Do", en la belicosa "Gabriela" que se enfrenta al campamento del duque desde la altísima torre de San Llorente. Otro "Do" desde la ilustre y conventual "Catalina", que desde la torre de San Agustín guarda las calles de la antigua judería. Y finalmente "Sol", desde la hercúlea y tonante María, que enseñorea toda la cuenca desde su torre de la Catedral.
Y empieza a escucharse tan curiosa melodía (Re-Mi-Do-Do-Sol) a eso de las tres, y continúan tocandola toda la noche, y todo el día siguiente, y aunque el vecindario se solivianta por no poder dormir, muestra el sabio un documento sellado con las armas del legítimo rey don Juan de Labrit, que le faculta para hacer todo aquello que considere necesario para evitar los planes del traidor y fementido rey de Aragón.
Por eso siguen interpretando los cinco titanes la misma tonada, aunque les duelan ya los brazos y los oídos de tanto tocar, pero no les importa porque saben que, a su modo, están luchando por la libertad del reino. Así que el consabido Re-Mi-Do-Do-Sol resuena sin interrupción hasta el mediodía asignado para llevar a cabo la entrega de las llaves de los portales de la muralla al duque.
Pero justo cuando la última nota cierra tan maravilloso concierto, comienza el sol a perder intensidad y brillo, y como si un repentino y no anunciado eclipse mordiera al astro rey, va desapareciendo su luz mientras un luminoso y gigantesco objeto volante se sitúa sobre la ciudad, dejándola completamente a su merced...
Y mucho sonríe entonces el señor de Lacombe, pues comprende que han sido sus súplicas escuchadas, y hasta se sorprende y se asusta menos que el resto de los vecinos, cuando observa que un rayo surgido de aquella nave va abduciendo a toda la hueste del duque de Alba, de la que en breves momentos no quedan más que las tiendas vacías sobre el campo.
Y ciertamente no tiene de qué sorprenderse, que para eso lleva su vida entera estudiando los astros, y conoce perfectamente la armonía de las esferas celestiales, y cómo la música es lenguaje tan universal que puede ser comprendido tanto por las criaturas terrestres como por las que moran en aquellas desconocidas alturas, que además han acudido tan prestos a su llamada de socorro...
Y al verse libres de nuevo, se abren alegremente las murallas, y se lanzan los pamploneses a cantar y a bailar por las calles, de tal manera que los improvisados campaneros comienzan a tocar unos nuevos acordes desde sus carillones y sus sonerías. Justamente los que compuso hace eones el maestro Miguel de Astrain, y que recuerdan a todos los que los oyen que llegaron las fiestas de esta gloriosa ciudad, que son en el mundo entero, unas fiestas sin igual...
Y desde la nave voladora, que ya se aleja veloz hacia lo más alto del firmamento, surgen dos sonidos que Claude Lacombe no tarda en apuntar en su cuaderno, por si fuese alguna fórmula mágica venida desde más allá de las constelaciones estelares.
Y por más que intenta descifrarla, no acierta a comprender qué cosa puedan querer decir aquellos dos tonos. Tan sólo sabe que sienta bien pronunciarlos, y más aún gritarlos en celebraciones tan dignas de recordar como aquella: Riau-Riau.
Las tropas castellanas al mando del duque de Alba, cercan completamente la ciudad de Pamplona. Las autoridades, recibido el permiso de sus reyes y señores naturales, don Juan y doña Catalina, han ido a reunirse con el invasor para conocer las condiciones de la rendición...
En la fiesta de Santiago, dentro de tres días, las puertas deberán serles franqueadas, so pena de incurrir en la ira de la soldadesca, que no dudará en saquear cada barrio si les es opuesta la más mínima resistencia, reduciendo a cenizas si es preciso toda la población, en caso de que osen no acatar al rey don Fernando.
La noticia es pregonada de inmediato mientras cunde el desánimo entre los vecinos, que oscilan entre la minoría que apuesta por resistir, y la mayoría que busca consuelo y refugio en los templos. Y en medio de esas dos posturas está monsieur Claude de Lacombe, astrólogo mayor de sus majestades los reyes de Navarra, ahora refugiados en el Bearne...
A buen paso acude a la Jurería, donde el alcalde y sus consejeros tratan de ganar tiempo del inflexible duque. Así habla el Maestro a todos los allí reunidos:
-Muy señores míos, sabido es que nada puede hacer esta villa contra ejército tan poderoso como el que la sitia en estos momentos, al menos no mientras su alteza el rey don Juan no consiga los refuerzos que fue a buscar al otro lado de las montañas. No obstante, y por ser la situación tan angustiosa, se impone encontrar una respuesta igual de desesperada, y la que yo os propongo así ha de pareceros...
Y efectivamente, mucho se extrañan todos cuando en vez de oírle solicitar polvora o cañones, les pide únicamente que le traigan a los cinco mejores músicos que queden en la ciudad, aquellos que sean capaces de arrancar a una campana un sonido determinado, y no uno cualquiera.
Previendo que aquella descabellada orden pueda ser una de las últimas que puedan ejecutar siguiendo su propio criterio y no el de su conquistador, obedecen prontamente al estrellero, que en cuanto tiene delante a los convocados, les entrega una pequeña partitura de sólo cinco notas, mientras ordena que cada uno de ellos suba a uno de los cinco campanarios principales de Pamplona...
Y preparados ya cada uno en el lugar acordado, comienzan a tocar según el ritmo apenas ensayado: "Re", en la repujada campana Micaela, que da las horas desde la esbelta torre mayor de San Cernin. "Mi", en la broncinea Catalina, que derrama sus bandeos desde el torreón de San Nicolás. "Do", en la belicosa "Gabriela" que se enfrenta al campamento del duque desde la altísima torre de San Llorente. Otro "Do" desde la ilustre y conventual "Catalina", que desde la torre de San Agustín guarda las calles de la antigua judería. Y finalmente "Sol", desde la hercúlea y tonante María, que enseñorea toda la cuenca desde su torre de la Catedral.
Y empieza a escucharse tan curiosa melodía (Re-Mi-Do-Do-Sol) a eso de las tres, y continúan tocandola toda la noche, y todo el día siguiente, y aunque el vecindario se solivianta por no poder dormir, muestra el sabio un documento sellado con las armas del legítimo rey don Juan de Labrit, que le faculta para hacer todo aquello que considere necesario para evitar los planes del traidor y fementido rey de Aragón.
Por eso siguen interpretando los cinco titanes la misma tonada, aunque les duelan ya los brazos y los oídos de tanto tocar, pero no les importa porque saben que, a su modo, están luchando por la libertad del reino. Así que el consabido Re-Mi-Do-Do-Sol resuena sin interrupción hasta el mediodía asignado para llevar a cabo la entrega de las llaves de los portales de la muralla al duque.
Pero justo cuando la última nota cierra tan maravilloso concierto, comienza el sol a perder intensidad y brillo, y como si un repentino y no anunciado eclipse mordiera al astro rey, va desapareciendo su luz mientras un luminoso y gigantesco objeto volante se sitúa sobre la ciudad, dejándola completamente a su merced...
Y mucho sonríe entonces el señor de Lacombe, pues comprende que han sido sus súplicas escuchadas, y hasta se sorprende y se asusta menos que el resto de los vecinos, cuando observa que un rayo surgido de aquella nave va abduciendo a toda la hueste del duque de Alba, de la que en breves momentos no quedan más que las tiendas vacías sobre el campo.
Y ciertamente no tiene de qué sorprenderse, que para eso lleva su vida entera estudiando los astros, y conoce perfectamente la armonía de las esferas celestiales, y cómo la música es lenguaje tan universal que puede ser comprendido tanto por las criaturas terrestres como por las que moran en aquellas desconocidas alturas, que además han acudido tan prestos a su llamada de socorro...
Y al verse libres de nuevo, se abren alegremente las murallas, y se lanzan los pamploneses a cantar y a bailar por las calles, de tal manera que los improvisados campaneros comienzan a tocar unos nuevos acordes desde sus carillones y sus sonerías. Justamente los que compuso hace eones el maestro Miguel de Astrain, y que recuerdan a todos los que los oyen que llegaron las fiestas de esta gloriosa ciudad, que son en el mundo entero, unas fiestas sin igual...
Y desde la nave voladora, que ya se aleja veloz hacia lo más alto del firmamento, surgen dos sonidos que Claude Lacombe no tarda en apuntar en su cuaderno, por si fuese alguna fórmula mágica venida desde más allá de las constelaciones estelares.
Y por más que intenta descifrarla, no acierta a comprender qué cosa puedan querer decir aquellos dos tonos. Tan sólo sabe que sienta bien pronunciarlos, y más aún gritarlos en celebraciones tan dignas de recordar como aquella: Riau-Riau.
© Mikel Zuza Viniegra, 2011