Tafalla, 1452
Vuelve a hacer frío, o quizás es que estando prisionero siempre hace frío...
No puede salir de la torre Ochagavía, que separa el palacio de los jardines. Tan sólo se le permite subir a la terraza, y otear desde allí arriba Valgorra, San Lorenzo, Macocha y tantos otros términos que conoce desde niño y que tantas veces ha recorrido a lomos de Tritonel, su caballo favorito.
Pero ahora ha perdido la batalla decisiva contra su padre, la que hubiera podido convertirle definitivamente en rey de Navarra, y como hicieron con Cristo sus apóstoles, todos sus partidarios le han abandonado o no se atreven a atraer sobre ellos la ira de don Juan II...
Sólo una noble dama residente en la ciudad se compadece del príncipe y acude todas las tardes a la Esperagrana para intentar arrancarle de sus sombríos pesares de derrotado. Y como ella sabe que mucho le gustan a don Carlos unos exóticos cantares de más allá de tierra de moros, porque siempre consiguen alegrarle, paga sus buenas blancas de vellón al alcaide para que el señor Ibáñez de Miranda, que es quien mejor domina esas artes en todo el reino, y su banda, puedan divertir esa tarde al prisionero...
Mas cuando el príncipe oye el trasiego de ruidos metálicos en la torre, cree ya llegada su última hora, así que no deja de extrañarse cuando al asomarse al ventanal ve como la guardía habitual de cada garita es sustituida por hombres que llevan lo que el cree que son largas espadas en sus fundas. Pero cuando el sol hace brillar los artefactos recién desenvainados, resulta que son trompetas más relucientes que el trono de la virgen de Ujué.
Y empiezan todos a tocar a la vez, como si anunciaran la llegada de un cardenal o un embajador, y desde el jardín va elevándose la voz del leal Ibáñez, que se pone a glosar como logró huir un soldado beamontés condenado a morir de la misma forma que el glorioso mártir cristiano San Sebastián, mientras la trompetería va enmarcando cada una de las estrofas:
"Caballo prieto azabache,
como olvidar que te debo la vida,
cuando iban a asaetearme,
las tropas leales al señor de Marcilla.
En una noche nublada,
una avanzada me sorprendió,
y tras de ser desarmado,
fui sentenciado al paredón.
Ya cuando estaba en capilla,
le dijo mosén Pierres a su asistente,
me apartas ese caballo,
por educado y por obediente.
Sabía que no me escapaba
y sólo pensaba en la salvación,
y tú mi prieto azabache,
también pensabas igual que yo.
Recuerdo que me dijeron,
pide un deseo p' ajusticiarte,
yo quiero ser asaeteado en mi caballo
prieto azabache.
Y cuando en ti me montaron,
y prepararon, la ejecución,
mi voz de mando esperaste,
y te abalanzaste sobre el pelotón.
Con tres flechazos muy graves,
corriste azabache, salvando mi vida,
lo que tú hiciste conmigo,
caballo amigo no se me olvida.
No pude salvar la tuya,
y la amargura me hace llorar,
por eso prieto azabache,
no he de olvidarte nunca jamás..."
Y mucho aplaude y agradece también don Carlos con una elegante reverencia, primero al gran trovador Ibáñez y luego a la noble dama, que hasta se ha acordado de cuál es, entre todas esas notables canciones, la que más le gusta. Y porta el cantor un sombrero tan grande y redondo como el que llevan los labradores para protegerse del sol mientras siegan, y con muy buena maña se lo arroja al príncipe, que logra agarrarlo al vuelo, maravillándose mucho cuando comprueba que dentro lleva atada una lima de muy regular espesor...
Y esa misma noche, justo antes de terminar de serrar los barrotes de su celda, se pone a escribir para el fiel Chuchín Ibáñez uno de esos mismos cánticos que él interpreta como nadie, en agradecimiento a sus desvelos. Y esta copla está inserta en la recopilación de escritos del príncipe, para quien dude de la autenticidad de su autoría:
"Este es el corrido del caballo blanco
que en un dia domingo feliz arrancara,
iba con la mira de llegar al norte,
habiendo salido desde Santacara.
Su noble jinete le quitó la rienda,
le quitó la silla y se fue a puro pelo,
cruzó como rayo tierras tafallicas,
entre cerros verdes y el azul del cielo.
A paso mas lento llego a Muruzabal,
y por Belascoain ya se andaba quedando,
cuentan que en Guesalaz ya se iba cayendo,
que llevaba todo el hocico sangrando.
Pero lo miraron pasar por Urbasa,
y el valle de Yerri le dio su ternura,
cuentan que cojeaba, de la pata izquierda,
y a pesar de todo siguió su aventura.
Llegó a Lekunberri , siguió hasta Velate,
y ya por Cilveti sintió que moría,
subió paso a paso todo el monte Adi,
llegando a Orreaga con la luz del día.
Cumplida su hazaña, llegó hasta Baigorri,
mas no quiso echarse hasta ver Laxaga,
éste fue el corrido del caballo blanco,
que salió un domingo desde Santacara..."
Y ya en la calle, le hace entrega don Carlos a Chuchín de los versos recién escritos, para que pueda cantarlos por todo el reino, que es cosa notoria que da igual que uno sea agramontés o beamontés para disfrutar de su arte...
Y se suben el príncipe y la noble dama en un carro rojo, como corresponde a las armas del legítimo rey de Navarra, y se dirigen a la aduana de Castilla, esa que está por El Paso. Y van los dos canturreando mientras se alejan:
"Decía el principe de Viana:
esto tenia que pasar,
mis compañeros han muerto
en la batalla de Aibar,
y yo lo siento, don Juan,
pero no me cogerán..."
Vuelve a hacer frío, o quizás es que estando prisionero siempre hace frío...
No puede salir de la torre Ochagavía, que separa el palacio de los jardines. Tan sólo se le permite subir a la terraza, y otear desde allí arriba Valgorra, San Lorenzo, Macocha y tantos otros términos que conoce desde niño y que tantas veces ha recorrido a lomos de Tritonel, su caballo favorito.
Pero ahora ha perdido la batalla decisiva contra su padre, la que hubiera podido convertirle definitivamente en rey de Navarra, y como hicieron con Cristo sus apóstoles, todos sus partidarios le han abandonado o no se atreven a atraer sobre ellos la ira de don Juan II...
Sólo una noble dama residente en la ciudad se compadece del príncipe y acude todas las tardes a la Esperagrana para intentar arrancarle de sus sombríos pesares de derrotado. Y como ella sabe que mucho le gustan a don Carlos unos exóticos cantares de más allá de tierra de moros, porque siempre consiguen alegrarle, paga sus buenas blancas de vellón al alcaide para que el señor Ibáñez de Miranda, que es quien mejor domina esas artes en todo el reino, y su banda, puedan divertir esa tarde al prisionero...
Mas cuando el príncipe oye el trasiego de ruidos metálicos en la torre, cree ya llegada su última hora, así que no deja de extrañarse cuando al asomarse al ventanal ve como la guardía habitual de cada garita es sustituida por hombres que llevan lo que el cree que son largas espadas en sus fundas. Pero cuando el sol hace brillar los artefactos recién desenvainados, resulta que son trompetas más relucientes que el trono de la virgen de Ujué.
Y empiezan todos a tocar a la vez, como si anunciaran la llegada de un cardenal o un embajador, y desde el jardín va elevándose la voz del leal Ibáñez, que se pone a glosar como logró huir un soldado beamontés condenado a morir de la misma forma que el glorioso mártir cristiano San Sebastián, mientras la trompetería va enmarcando cada una de las estrofas:
"Caballo prieto azabache,
como olvidar que te debo la vida,
cuando iban a asaetearme,
las tropas leales al señor de Marcilla.
En una noche nublada,
una avanzada me sorprendió,
y tras de ser desarmado,
fui sentenciado al paredón.
Ya cuando estaba en capilla,
le dijo mosén Pierres a su asistente,
me apartas ese caballo,
por educado y por obediente.
Sabía que no me escapaba
y sólo pensaba en la salvación,
y tú mi prieto azabache,
también pensabas igual que yo.
Recuerdo que me dijeron,
pide un deseo p' ajusticiarte,
yo quiero ser asaeteado en mi caballo
prieto azabache.
Y cuando en ti me montaron,
y prepararon, la ejecución,
mi voz de mando esperaste,
y te abalanzaste sobre el pelotón.
Con tres flechazos muy graves,
corriste azabache, salvando mi vida,
lo que tú hiciste conmigo,
caballo amigo no se me olvida.
No pude salvar la tuya,
y la amargura me hace llorar,
por eso prieto azabache,
no he de olvidarte nunca jamás..."
Y mucho aplaude y agradece también don Carlos con una elegante reverencia, primero al gran trovador Ibáñez y luego a la noble dama, que hasta se ha acordado de cuál es, entre todas esas notables canciones, la que más le gusta. Y porta el cantor un sombrero tan grande y redondo como el que llevan los labradores para protegerse del sol mientras siegan, y con muy buena maña se lo arroja al príncipe, que logra agarrarlo al vuelo, maravillándose mucho cuando comprueba que dentro lleva atada una lima de muy regular espesor...
Y esa misma noche, justo antes de terminar de serrar los barrotes de su celda, se pone a escribir para el fiel Chuchín Ibáñez uno de esos mismos cánticos que él interpreta como nadie, en agradecimiento a sus desvelos. Y esta copla está inserta en la recopilación de escritos del príncipe, para quien dude de la autenticidad de su autoría:
"Este es el corrido del caballo blanco
que en un dia domingo feliz arrancara,
iba con la mira de llegar al norte,
habiendo salido desde Santacara.
Su noble jinete le quitó la rienda,
le quitó la silla y se fue a puro pelo,
cruzó como rayo tierras tafallicas,
entre cerros verdes y el azul del cielo.
A paso mas lento llego a Muruzabal,
y por Belascoain ya se andaba quedando,
cuentan que en Guesalaz ya se iba cayendo,
que llevaba todo el hocico sangrando.
Pero lo miraron pasar por Urbasa,
y el valle de Yerri le dio su ternura,
cuentan que cojeaba, de la pata izquierda,
y a pesar de todo siguió su aventura.
Llegó a Lekunberri , siguió hasta Velate,
y ya por Cilveti sintió que moría,
subió paso a paso todo el monte Adi,
llegando a Orreaga con la luz del día.
Cumplida su hazaña, llegó hasta Baigorri,
mas no quiso echarse hasta ver Laxaga,
éste fue el corrido del caballo blanco,
que salió un domingo desde Santacara..."
Y ya en la calle, le hace entrega don Carlos a Chuchín de los versos recién escritos, para que pueda cantarlos por todo el reino, que es cosa notoria que da igual que uno sea agramontés o beamontés para disfrutar de su arte...
Y se suben el príncipe y la noble dama en un carro rojo, como corresponde a las armas del legítimo rey de Navarra, y se dirigen a la aduana de Castilla, esa que está por El Paso. Y van los dos canturreando mientras se alejan:
"Decía el principe de Viana:
esto tenia que pasar,
mis compañeros han muerto
en la batalla de Aibar,
y yo lo siento, don Juan,
pero no me cogerán..."
© Mikel Zuza Viniegra, 2011