jueves, 10 de noviembre de 2011

NUEVE DE NOVIEMBRE


Palacio de Olite, nueve de noviembre de 1440

A la reina Blanca le cuesta ya mucho subir las escaleras de la torre de las tres grandes finiestras. Tiene ya cincuenta y cinco años. Pero hoy es un día especial y quiere comprobar si aún, pese a que lleva la nieve prendida para siempre en sus cabellos, un misterioso desconocido sigue pensando que ella es todavía tan hermosa como cuando de joven fue elegida por su belleza para casarse con don Martín, el heredero de Aragón.

Y puede ver desde allí, efectivamente, que entre los numerosos correos que llegan de todas partes del reino, viene uno muy bien pertrechado en su montura, que en vez de legajos o pergaminos, trae en su cesta un ramito de violetas, que seguro que, como siempre, aparecerán sin tarjeta. Es el mismo jinete que le trae de ciento en viento cartas llenas de poesía, y también el que cada primavera le acerca flores sin tasa. Pero nunca dice a la reina quien es el que le envía, pues para redondear el enigma, el mensajero es mudo.

El caso es que hace tres años ya que se suceden tan extraños regalos, que Blanca no puede negar que indudablemente le han devuelto la alegría. Y no es que su matrimonio no sea feliz, aunque muchos crean que su marido es el mismo Demonio, que sea cierto que tiene un poco de mal genio, y que muy pocas veces haya sido tierno con ella. Pero le entiende: él sólo tiene cuarenta y dos años, y sigue tan apuesto como cuando lo conoció en aquella isla de Sicilia que ahora parece quedar tan lejana. ¿Qué podría ver en una vieja como ella? Probablemente sólo la corona que lleva puesta, que lo convierte también a él en Señor de Navarra, aunque ella sea la única propietaria.

Por eso le gusta ahora ponerse a soñar e imaginarse cómo será aquél que tanto la estima. ¿Sería un hombre más bien de pelo cano, sonrisa abierta y ternura en las manos? No sabe quién sufre en silencio, quién puede ser su amor secreto. Y vive así de día en día, con la ilusión de ser querida...

Y como cada tarde, suena la trompeta que anuncia que el rey Juan vuelve a palacio. Y ella atraviesa la galería dorada a pasitos cortos, apoyándose en su bastón para verlo descender del caballo, tan gallardo como un Hércules o un Arturo de Bretaña.

Y desde el patio, él la saluda mecánicamente, sin cortesía. Y ve que cuando Blanca levanta su mano para corresponderle, lleva un ramito de violetas en ella. Y no pregunta nada, porque lo sabe todo, sabe que ella es feliz así, de cualquier modo. Porque él es quien la escribe versos, él su amante, su amor secreto. Y ella, que no sabe nada, mira a su marido y luego calla...

Y es totalmente cierto que él la ama. Y que la recuerda tal y cómo era cuando la conoció en Sicilia, en el año 1415, cuando ella llevaba ya trece gobernando la isla como a la viuda de don Martín de Aragón correspondía. Tenía entonces Blanca treinta años ya, y Juan, que venía a sustituirla en su magistratura, tan solo dieciocho. ¿Y cómo no evocar la hermosura de aquella princesa que en lugar de hacer honor a su nombre, tenía la piel tan morena y resplandeciente como la del resto de las sicilianas?

En el año que compartieron en aquél paraíso, ella le enseñó todo lo que sabía sobre política, etiqueta y diplomacia, que era mucho. Y no quedó el amor fuera de aquella placentera educación, pues el no lo conocía sino por las novelas o las habladurías de su escolta.

El caso es que cuando Blanca volvió a Navarra para ser jurada heredera de su padre el rey Carlos III, y llegada la hora de buscar un consorte con el que asegurar la continuidad de la dinastía, ella se negó a aceptar más candidatura que la de aquel zangolotino que había quedado en Sicilia. Pero habían pasado cinco años ya de todo aquello, y el mozalbete se había convertido en un joven ambicioso de veintitres años. Tan ambicioso que vio en aquel matrimonio la posibilidad de alcanzar de un sólo golpe dos objetivos casi imposibles para un segundón como él: una mujer inteligente y hermosa y una corona real. Y entonces no supo discernir cuál de los dos premios colmaría más su orgullo. Pero ahora, cuando ella se había convertido en una anciana, ya no tenía ninguna duda: fue la corona.

Pero eso no quitaba para que siguiera agradeciéndole todos sus desvelos, y para que, a su manera, reconociese que no se había portado bien con ella, dejándola constantemente sola en Navarra mientras él se dedicaba a intrigar en Castilla. La seguía queriendo, sí. Más que a sus propios hijos, con los que nunca se había llevado bien. Intuía incluso que cuando Blanca no estuviera ya en este mundo, él debería frenar las ansias de sus vastagos: los insoportables y redichos Carlos y Blanca, siempre actuando juntos en todo lo que pudiera irritar a su padre, y la codiciosísima Leonor, a la que muy bien podría usar como palanca para destruir a sus hermanos...

Sí, todo eso llegaría algún día, pues evidentemente él jamás renunciaría a la corona que tanto le había costado alcanzar. Pero mientras tanto, no le costaba nada aliviar las tristezas de su esposa con aquel invento de escribirle versos, mandarle flores por primavera y cada nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta, poner en sus arrugadas manos un ramito de violetas...


http://www.youtube.com/watch?v=lssGMJdtsww&feature=related




© Mikel Zuza Viniegra, 2011