lunes, 28 de noviembre de 2011

LEJOS, MUY LEJOS

Ha ordenado el buen rey don Teobaldo I a sus tres hijos varones que comparezcan ante las Cortes para ser jurados como príncipes de Navarra y que puedan de esta forma acceder al trono cuando él falte.

Muy ufano pone su mano sobre el evangeliario de plata el mayor de los tres, el joven Teobaldo, que en alta voz promete cumplir el Fuero recién compilado por su padre. Y la misma actitud de orgullo demuestra el tercero, el aún niño don Enrique. Pero al rey no le pasa desapercibido que el segundo de sus vástagos, el siempre soñador don Pedro, señor de Muruzabal, ha jurado también, pero como por obligación, como si aquel acto solemne no tuviese importancia alguna para él. Y no deja de sentirlo mucho el soberano, porque de los tres es a Pedro a quien más quiere, por ser el que ha heredado su gusto por la poesía, y ser también el único de los tres que muestra interés desde niño por los relatos de sus batallas ya tan lejanas en el tiempo...

Así que más tarde, cuando ya todos se han retirado, golpea el rey la puerta de la habitación de Pedro. Sabe que no está durmiendo, porque conoce su costumbre de pasar las primeras horas de la noche gastando más velas que el monasterio de Santa María de Marcilla, que todo el mundo sabe que cuenta con la iglesia mejor iluminada del reino. Y falta le hace al infante, que, a su edad, ha leído ya más libros de los que leyó ninguno de sus antepasados. Y los volúmenes se desparraman alrededor de la cama, por encima de la mesa y frente a la chimenea.

-¿Cómo es la ciudad de Antioquía, padre?

-Ya te lo he dicho muchas veces, Pedro: tenía dos cinturones de murallas, y en cada uno de ellos se alzaban setenta y una torres, todas diferentes en hechura y materiales. Las había redondas, cuadradas y hasta triangulares. Unas eran de ladrillo, otras de piedra, y en las cuatro que cerraban el perímetro interno, las ventanas tenían el marco de plata y azulejos moriscos, señal de que allí aguardaban su liberación cuatro princesas cristianas cautivas. Una por una fueron cayendo las ciento treinta y ocho torres ocupadas sólo por sarracenos, y dejamos para el final las cuatro que habitaban las princesas, pues aquellos puntos angulares eran los únicos desde los que podía tomarse la fortaleza central. Y cuando la cruz y el carbunclo de Navarra ondearon finalmente sobre el imponente donjon antioqueño, tuve yo que quitarme de encima a las cuatro princesas, que de tanto vivir en tierra musulmana se habían creído que la fe cristiana permite también los harenes...



-Pues yo quiero ver Antioquía.

-¿Para qué? En cuanto seguimos camino hacia Tierra Santa, nuestros enemigos volvieron a tomar la ciudad, y otra vez raptaron a otras cuatro princesas cristianas para volver a ponerlas en aquella jaula de oro, pues son muy supersticiosos estos infieles, y debieron pensar que quedaría la defensa de la ciudad muy afectada si no se recuperaba a este tipo de pizpiretas princesas. A estas alturas, ya estarán viejas y arrugadas como pasas de Corinto...

-¿Y si no han olvidado aún al fugaz libertador de sus antepasadas, el rey de Navarra? Y si sus oraciones han atravesado todas las montañas de Asia y de Europa, y siguen clamando por su retorno? Esperanzas tan justas merecen ser cumplidas, padre y señor.

-¿Y las esperanzas que yo he puesto en ti, Pedro? Sabes que tu hermano Teobaldo es un tanto enfermizo. Si -Dios no lo quiera- algo le ocurre, tú heredarás la corona de Navarra...

-Yo no quiero reinar más que en mi mísmo. No me gusta aceptar órdenes, y no me gustaría tampoco tener que darlas. Muchas veces me habéis dicho que os recuerdo a vos cuando teníais mi edad. Y hasta me habéis confesado que tampoco queríais reinar. Que la corona llegó a vuestras sienes tan sólo porque los nobles navarros se negaron a aceptar el testamento de vuestro tío el rey Sancho, y que con tan endebles cimientos, a punto estuvísteis de renunciar a ella. Vos mejor que nadie deberíais entender ahora mi deseo...

-Pues no, Pedro. no te entiendo. ¿Acaso no amas a Navarra?



-No es eso, padre. Al contrario, sabéis que conozco el país como la palma de mi mano, y que lo mismo disfruto contemplando desde el privilegiado mirador de Albiasu como la verde hierba pierde, allá en las Malloas, su combate ante las afiladas cumbres de roca azulada, que contando las espigas de trigo que no dejan pasar al bosque frondoso más al sur del Monte Plano de Tafalla. Que he subido al castillo de Peña para oponerme a la enésima invasión aragonesa, que me he arrodillado ante Santa María de Codés. Que he llevado una corona de flores a la tumba de Sancho I en Resa y he compartido esfuerzos con los caballeros hospitalarios de San Juan en su encomienda de Cabanillas. Claro que amo a Navarra...



-Lo que me dices es terrible, Pedro, pues bien sabes también tu que tus hermanos Teobaldo y Enrique no sabrían distinguir Estella de Tudela.

-Porque ellos ven Navarra sólo como un dominio que gobernar a caballo, y no se apean de él para bañarse en el Salazar bajo el palacio de Adansa, ni para ayudar a poner a salvo de los lobos los rebaños que pastan en Aralar. Pero yo sólo tuve que fijarme en vos para hacerlo. Y si mis hermanos no lo han hecho ya, ni todos los consejos de los sabios de Grecia conseguirán enmendarlos. Pero no son malos, solamente tienen un concepto equivocado de lo que es gobernar. En Navarra no se puede hacer sin más lo que el rey ordene, tal y como vos lo habéis firmado y rubricado en el Fuero...

-Lo sé, lo sé. Y vaya que si he tenido problemas por intentar imponer mi voluntad. Pero creo que a ti te hubieran obedecido sin rechistar.

-Ya nunca lo sabremos. En cuanto esté preparado partiré hacia Antioquía.

-¿Y de verás prefieres ir en pos del sueño de unas princesas cautivas sabiendo que aquí tienes tantas enamoradas como días tiene el año?

-Las mujeres y los sueños son como el texto y la miniatura que debe aclarar su sentido en la página principal de un lujoso libro. Cuando una va acorde con el otro, logra alcanzarse la perfección. Y os confieso que mal escribano he sido hasta ahora, pero que yo tambíén quiero encontrar esa perfección...

-Sea como tú quieras, hijo mío. Pero dilata tu partida hasta que pueda yo aleccionarte bien sobre aquellas tierras de los turcos, donde tanto como contar con el apoyo de las avanzadillas cristianas, te convendrá hacer uso de las fuerzas de aquél de quien alguna vez me habrás oído hablar: Hassan-Al-Sabbah, el "viejo de la Montaña". ¿Quieres que te cuente cuando me introduje en su ignoto jardín para salvar la vida de mis compañeros de expedición robándole los extraños frutos que allá cultivaba?

-Por supuesto, mi gran señor y padre don Teobaldo. Estaré como siempre encantado de escucharos.



-Pues verás, querido hijo: Partí al alba, que nunca ha considerado honorable enviar a otro a cumplir la tarea que yo mismo pudiese llevar a cabo. Sólo llevaba conmigo a mi caballo Jasón, mi espada, mi escudo, y un saco donde traer los frutos que mis tropas necesitaban. Sí que consentí en vestir las negras ropas de los seguidores de Hassan Al-Sabbah, y hasta aprendí unas pocas frases de la algarabía que aquellos utilizan...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011