martes, 29 de noviembre de 2011

PRIMER OCHO MIL



29 de noviembre de 1291, dos de la madrugada.
Rúa de la Pellejería, Burgo de San Cernin de Pamplona.

Y están tan concurridas las tabernas, sobre todo aquella que homenajea con su nombre a la ciudad fronteriza de Viana, que no cuesta nada a los dos amigos alcanzar Portalapea, y desde allí confirmar sus impresiones previas: que, efectivamente, los centinelas que habitualmente custodian la imponente portada de la iglesia de San Saturnino -siempre cerrada a cal y canto todas las noches-, deben estar también celebrando al patrón en alguno de aquellos tugurios atestados de franceses. Nada se opone, pues, a sus planes...

Así que, deseándose suerte, Ochoa de Olza encamina sus pasos a la torre norte del templo, mientras que Nagore de Aezkoa se dirige a la torre sur. Ambos portan unos pequeños zurrones donde llevan todo lo que han creído necesario para afrontar la ascensión, pues lo que tienen en mente es nada menos que escalar aquellas dos fuertes atalayas. Frotan por tanto sus manos con resina y comienzan a buscar en los sillares, con la única ayuda de la luz que les proporciona la luna llena, grietas y hendiduras en las que poder introducir los dedos y las puntas de sus puntiagudas alpargatas.

Y poco a poco, haciendo caso omiso al peligro, van dejando el suelo de la rúa cada vez más lejos, hasta llegar a un punto desde el cual ya no se oye la algarabía de la fiesta que abajo transcurre, sino tan sólo las respiraciones de quienes tan gran esfuerzo están acometiendo. Y sube Ochoa más rápido que Nagore, porque éste ha de ir sujetando cada dos por tres sus anteojos para no perderlos, que mucho pagó a monsieur Rouzaut por ellos. Y también porque en realidad es el de Olza el mejor escalatorres del reino, así que mucho hace ya su compañero con intentar seguir su vertiginoso ritmo, pues Nagore siempre ha sido más partidario de establecer campamentos base donde poder recuperar el resuello, que de subir sin descanso alguno.

Y no diré que no pasaron alguna que otra dificultad más en tan loco ascenso, pero todo quedó olvidado cuando pudieron los dos llegar finalmente a las ventanas del campanario. Que, estando tan altos, mucha maravilla fue haber completado el recorrido sin percances. Y ya sobre piso firme, y cuidando mucho no pisar a tanta paloma como allá se resguarda, proceden a llevar a cabo la segunda parte de su propósito, que consiste en sacar cada uno de su respectiva alforja una ballesta, y atar un fino cabo de cuerda al dardo presto a ser lanzado, y tras apuntar al yugo de la campana que cada uno tiene justo enfrente, disparar ambas flechas hasta que quedan clavadas las dos en sus objetivos.

Luego colocan unos mosquetones en la misma madera y, atando los dos cabos de cuerda pueden hacerla girar entre ellos como ni en los mejores tendederos junto al Arga podría contemplarse. Y, empleando unas pinzas compradas al señor de Irigaray en la su tienda de la calle San Miguel, proceden con mucha diligencia a colgar entre ambas torres tres grandes lienzos. El del lado de Ochoa muestra las armas de la Navarrería: una regia catedral. En el del lado de Nagore veréis las armas de la Población de San Nicolás, que es el barrio donde él mora: el santo obispo de pie en un barco sobre el mar. Y el lienzo central lleva escrito un mensaje en letras muy elegantes y góticas, pero por lo avanzado de la noche no es fácil leer lo que pone. Mas pronto amanecerá...



Y antes de que eso ocurra, saben los dos aventureros que les conviene ponerse a salvo fuera de la iglesia, aunque no por el mismo camino que emplearon para subir, que sería cosa de necios, sino por las cómodas y larguísimas escaleras de caracol que dan vueltas y más vueltas en el interior de cada torre. Y llegados al templo, y antes de descorrer el cerrojo que les permitirá salir a la calle, no pueden evitar hacer gran reverencia al caballero misterioso de piedra que desde lo alto del muro les contempla.

Y muy justos han andado de tiempo, que con los primeros rayos del alba ya se acercan las primeras beatas a misa, y ya se retiran los últimos borrachos a su casa. Y no se tienen por libres de peligro hasta estar fuera de las murallas del burgo. Y hacen bien, porque en realidad su titánica operación no ha pasado desapercibida para todos los franceses que allí habitan. Todo lo contrario, los sargentos de la guardia Herzog y Lachenal han seguido durante toda la noche con gran interés los acontecimientos desde lo alto de la cercana torre de la Galea, pero en lugar de dar el grito de alarma han preferido admirar la estupenda técnica de tan recios montañeros, y hasta han tomado notas de la misma para, si acaso en el futuro les llega a ellos mismos la ocasión de emprender expediciones similares, poder imitar en todo a Ochoa y Nagore.

Y ya están a punto de retirarse también los dos sabios sargentos, cuando a plena luz del día pueden ya distinguirse en su integridad los tres lienzos colgados entre las torres de San Cernin. Y no sólo ellos, sino todos los que comienzan a poblar las calles braman de indignación al ver las enseñas de la Navarrería y de San Nicolás ondeando en su querido templo, y gritan pidiendo venganza cuando los más instruidos les advierten de lo que, en letras muy góticas y elegantes, pone en el lienzo central:

"Une énorme merde pour vous, chers voisins!"
Y corren todos a avisar al preboste, el señor de Sainte-Marie, quien, pillado de improviso, sólo acierta a decirles que en Pamplona, tras las redadas de hace quince años, ya no hay bandas de Navarrerianos, y que los últimos bandidos, los autodenominados "Navar-Kyns", fueron desarticulados recientemente...



Y de todo esto se deduce que viene de muy antiguo la costumbre que tienen los pamploneses de ir a tocarles las partes nobles a otros pamploneses que a ser posible vivan en un barrio distinto, aunque no hacen ascos tampoco a zirikiar a los de su propio barrio...



Y esto fue escrito el día de San Saturnino, patrón casi ignorado de la ciudad de Pamplona, en otra villa que, desgraciadamente para mí, no celebra su memoria...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011