viernes, 7 de mayo de 2010
TODO ESTÁ EN LOS LIBROS
11 de marzo del año del Señor 859.
Eulogio de Cordoba, rector y bibliotecario de la Escuela de San Zoylo acaba de ser condenado a muerte por el emir Muhammad I. Contempla el paisaje desde la ventana de su celda mientras espera a que el verdugo tenga bien afilada la espada con la que le cortará la cabeza, pero en vez de reparar en los almendros en flor que bordean el Gualdaquivir, su imaginación vuela al norte, al reino de Pamplona, que hace apenas diez años visitó. Y añora al buen príncipe Iñigo Arista, y al obispo Wilesindo, pero sobre todo recuerda al abad Fortún, y a su comunidad de monjes que estudian y trabajan en el monasterio de Leyre.
Y en el placer del recuerdo, surgen de pronto las espinas del remordimiento, pues guarda desde aquellos años un terrible secreto: su pasión por los libros le hizo olvidar el miedo y la vergüenza y sustraer de aquel cenobio uno maravilloso, que cayó de improviso en sus manos mientras revolvía pergaminos en aquella surtida biblioteca.
Era una “Vida de Mahoma”, que a pesar de residir en tierras gobernadas por el Islam, jamás había visto. Tenía las tapas repujadas en cuero con los diseños geométricos que sólo los árabes son capaces de realizar, y su interior mostraba los fantásticos dibujos a toda página del fraile Juan de Buscema, donde quedaban plasmados los horribles pecados de la secta agarena. El texto, bellamente caligrafiado por el escriba Hildebrando de Tafalla, apostillaba a la perfección esas imágenes…
Definitivamente aquel libro debía ser suyo. Suyo y de nadie más, pues al fin y al cabo él se jugaba la vida por defender la fe de Cristo entre los infieles, y aquellos monjes habían conseguido librarse de su yugo por fin. Así que comprobó que nadie le observaba, y no pudiendo resistir más la tentación, sacó bajo su hábito el libro del scriptorium.
Cuando días más tarde abandonó Leyre, el libro que le había fascinado viajaba con él. Y le había acompañado durante los siguientes diez años, y había sacado de él preciosos datos para elaborar sus sermones, aunque muchas otras veces se conformaba con vagar durante horas por aquellas hechizantes ilustraciones.
Pero ahora, habiendo llegado la hora de su encuentro con Dios, siente miedo a que aquel robo sacrílego le expulse del Paraíso que todos los mártires tienen prometido, y no teniendo correligionario en quien descargar su conciencia, ruega la presencia de uno de los visires, con quien compartió juegos en la infancia, y que a pesar de su distinta religión, sabe que también ama a los libros.
El ministro, apenado, reprocha a Eulogio:
-¿Cómo tú, un sabio, te olvidas del amor a la vida, lanzándote a la muerte? Reniega ahora de tu fe ante el Emir y sigue después la religión que quieras. Te prometo que no te buscaremos más en parte alguna.
-Amigo Abd-al-Malik –le contestó el prisionero-, no sabes lo que espera a los fieles de Cristo. Si sintieses en tu pecho lo que yo siento en el mío, no me hablarías así, y con gusto perderías los honores que posees por abrazar mi religión. Y precisamente porque temo perder esa recompensa es por lo que te he hecho llamar…
Y Eulogio le cuenta lo acontecido en Leyre, y le dice dónde oculta el libro, y le pide que lo busque y se lo entregue a su discípulo Álvaro para que lo restituya a sus legítimos dueños, en aquel rincón apartado del pirineo pamplonés. Y sobre todo le ruega en nombre de su antigua amistad y de su común simpatía por los libros, que comprenda que si así no lo hiciese, condenaría a su alma a vagar por los infiernos, en espera de que otro lo devolviese en su nombre…
Y así, mientras la cabeza del cristiano es separada de su cuerpo, el visir acude a la pobre casa que servía de morada a su amigo, y bajo una falsa portezuela de madera encuentra aquella obra magnífica y, a pesar de que su contenido está repleto de horribles blasfemias hacia su sagrado profeta, no puede resistirse a pasar las páginas y asombrarse del trabajo de sus artífices. Y es tanto el arte empleado, que la tentación de quedarse con él es muy fuerte, hasta que imagina a Eulogio acechado por las llamas aventadas por el demonio, y se ve a él mismo torturado eternamente por haber faltado a la promesa hecha a un infiel, al que sólo le unía el amor a los libros. Y opina que son los libros buen puente para unir a quienes piensan diferente, y cierra entonces el tratado, lo protege con un rico brocado y corre a entregárselo al discípulo de Eulogio, ordenándole que cumpla la última voluntad de su maestro.
Y dicen que cuando meses después llegó Álvaro a Leyre, las campanas del monasterio repicaron sin que nadie las tocase, y que el viejo abad Fortún comprendió, al serle entregado el libro, que había sido aquello un doble prodigio. Primero porque resonasen aquellos pesados carillones sin intervención de mano humana, lo que a su docto juicio quería además decir que las puertas del Cielo se habían abierto de par en par para Eulogio, pero sobre todo porque se devolviese un libro robado a una biblioteca, y que era ése el milagro más grande que se pudiese contemplar en aquel reino de Pamplona o en cualquier otro.
Y es por eso que incluso hoy en día, cuando ocurre el raro fenómeno de devolverse un libro robado, o nada más que prestado, suenan campanas en la torre más cercana al lugar del portento, y Eulogio y Abd-al Malik brincan de gozo en la Gloria, que para los que, como ellos, aman tanto a los libros, es como una Biblioteca enorme de la que sí puedes llevarte todos los libros que quieras…
© Mikel Zuza Viniegra, 2010