viernes, 23 de abril de 2010

TEOBALDO DE BERGERAC



Está don Teobaldo descansando en la solana de los palacios de San Jesucristo, que son los que ha de utilizar cuando se halla en Pamplona, pues el obispo se niega a devolverle los de la Navarrería que levantó su abuelo, el muy sabio rey don Sancho. No es aún muy tarde, pues hace sólo una hora que el tórrido sol estival se puso tras las montañas que rodean la ciudad, y en el salón principal comienzan a reunirse los compañeros del rey y a resonar las trovas que entretendrán la noche.

La que está sonando ahora le parece familiar… Y tanto que le parece, ¡cómo que es la que él mismo compuso anteayer! Pero si no la había cantado en presencia de nadie todavía, ¿quién será el rufián que se la ha robado?

A grandes zancadas salva los escalones que le separan de la estancia, y al levantar la cortina ve con sorpresa que es su buen amigo Felipe de Nanteuil quien rasguea en el laud su balada.

-¿Quién os ha dado permiso para interpretar mi canción? –atruena el rey con su pregunta.

-Señor, no sabía que fuera vuestra... Además, se la oí anoche a un muchacho en el cruce de la rúa de la Englentina –responde demudado don Felipe.

-Pues o esto es obra del diablo, o hay más piratas en esta urbe que los que nos encontramos en el mar cuando fuimos a Tierra Santa, pues os juro que yo la compuse anteanoche, y que no había entonces nadie en la habitación que pudiera escucharla…

-Lo que podemos hacer es tratar de encontrar al bellaco que en tal brete me ha puesto, y sacarle la verdad de lo sucedido a palos.

-Muy bien tal cosa me parece, que no es justo que otros se aprovechen del trabajo de quien compone trovas con su esfuerzo, y menos aún si es para sacar provecho económico de ello.

Y dicho y hecho cambian los ofendidos amigos sus ropas por otras menos vistosas, y enfilan la rúa mayor procurando escuchar hasta la más mínima estrofa que rompa el silencio nocturno. Al llegar a la Englentina, un joven canta bajo el balcón de una casa. Ha de contener Felipe a Teobaldo, pues éste ha reconocido la canción como la que compuso esta misma tarde.

-¡Voto a bríos que he de atravesarle con mi espada! –masculla el embozado rey-. Y en ese mismo momento se abre el balcón y todo el contenido de un espacioso orinal va a caer sobre el esforzado músico que, más con cara de pena que de asco, recoge sus bártulos y pone ruta hacia las tabernas de la plaza de Zugarrondo.

-Pues ha tenido el muchacho más suerte que anoche –aclara, tapándose la nariz, Felipe a Teobaldo-, pues lo que le cayó ayer parescióme de consistencia bastante más sólida que la de hoy…

-Hemos de enterarnos del misterio de cómo ese ganapán se hace con mis canciones, aunque empiezo a colegir que ha de ser porque tengo la costumbre de componerlas y cantarlas en voz alta mientras me baño -que es costumbre muy sana y agradable que aprendí de los árabes-, y que nuestro poeta tiene poco talento pero muy buen oído. Sin embargo, y en atención a que no parece querer obtener más beneficio que el placer que se logra de los amores difíciles, he de regalarle yo otras trovas con las que pueda llevar a buen fin sus intenciones.

Y, efectivamente, comprueban ambos al día siguiente como la suposición del rey era cierta, así que asegurándose de que la ventana esté bien abierta, canta Teobaldo una nueva tonada, y acuden por la noche a escuchar al tenaz enamorado, que esta vez recibe como premio un remojón sólo de agua.

Así, día tras día componía el señor de Navarra una nueva canción, cada una con más maestría y elegancia que la anterior, e iba a su vez recibiendo el joven presentes más entrañables cada noche: primero le arrojaron desde la altura una maceta llena de tierra, la noche siguiente otra vacía, unas flores al siguiente intento, un pañuelo perfumado a la otra noche, y finalmente una cuerda trenzada por la que le vieron trepar en menos de lo que cuesta entonar un virolay.

-En verdad os digo, buen amigo Felipe, que no he visto ni en las ferias de Champaña mujer más testaruda que la desconocida dueña de esa ventana. Empezaba ya a desesperar de poder vencer su resistencia con mi talento. Confiemos en que el muchacho tenga más habilidad en la habitación que la que ha demostrado fuera de ella, y que allí no cante también “de oído”.

Y fuéronse los dos muy contentos a celebrar su secreta victoria a la hostería del Temple, que está muy cerca de esa rúa, donde es público y notorio que poseen buenos vinos y excelentes manjares, siendo ambas cosas tan necesarias para todos aquellos que han de reponer las fuerzas que su febril entendimiento consume, mientras componen trovas e imaginan narraciones.

Y acabaron cantando allí para toda la concurrencia, hasta que el preboste dio con su lanza en la puerta, pues no eran aquellas horas de semejante escándalo sino de prudente descanso, y estuvo el rey tan de acuerdo con la recomendación, que aún le dio una moneda tornesa recién acuñada al guardia, pues fue aquel monarca de natural alegre y bueno, de tal forma que durante su reinado se calmaron todas las enemistades y dieron todas las cosechas abundante fruto...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010