martes, 20 de abril de 2010

A LA LID LOS CABALLEROS


Marzo de 1328.

Los que van a convertirse en nuevos reyes de Navarra, don Felipe y doña Juana, viajan a conocer el reino desde su lejano condado de Evreux. Han pasado la noche en Roncesvalles y ahora, camino de Pamplona, la comitiva se aproxima a Larrasoaynna, donde parece estar festejándose alguna celebración, pues un gentío se arremolina junto a la torre de la iglesia. Entre los gritos de ánimo, el conde distingue, con el entendimiento que le proporciona ser un buen aficionado, el rítmico sonido de una pelota al golpear contra la pared. Descabalga y comprueba que, efectivamente, el recio paredón que cierra el templo por ese lado sirve también como rincón de juegos. Y a fe que ese zaguero parece bueno…

Su esposa le mira con cara de estar pensando: “¡Ya estamos otra vez igual!”, porque en ese mismo momento Felipe está retando a un partido a 12 tantos (por ser ese el número de los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo, de los que no dicen los Santos Evangelios que jugasen a pelota, pero tampoco que no lo hiciesen…) al jugador que le ha llamado la atención entre los cuatro que competían.

El cura del pueblo, que parece hacer de juez de pista, pide al viajero que se identifique, pues como por seguridad no llevan escudo o documento que pueda hacerlos reconocibles, no puede imaginarse quién tiene frente a sí. Pero ya que el francés lee en la tablilla que su oponente responde a un singular y difícil de pronunciar nombre, pregunta en voz baja a su mujer, que al fin y al cabo va a ser reina propietaria, y es por tanto más versada en las cosas de Navarra, cuantos Felipes ha habido ya en el trono que van a ocupar. “Dos”, responde prestamente doña Juana, así que muy pronto anuncia el preste el desafío entre “Gerenabarrena IV y Felipe III”
El partido empieza fuerte, y a la mayor fuerza del navarro, opone el francés una depurada técnica. Es cierto que la pelota pesa más que las que suele utilizar Felipe en su jeu du Paume, pero su mano está acostumbrada a manejar espadas mucho más pesadas, y no le resultan extraños los callos que a otros nobles parecerían cosa de labradores.

Sea como fuere, tanto los habitantes del pueblo como los recién llegados están apostando fuertes sumas, que son depositadas en el bonete del cura para su custodia. Y la cosa está interesante, porque se van sucediendo los empates, hasta llegar, entre resoplidos y juramentos sólo permitidos a un rey (aunque nadie lo reconozca aún como tal), al 11-11 que deja todo en suspenso. Y entonces Felipe empieza a pensar que no puede perder, siquiera por no disgustar a su mujer, así que ejecuta una dejada de sólo tres dedos por encima de la chapa. Es imposible que su rival pueda llegar… Pero llega, y deja la pelota lo suficientemente lejos como para que el francés advierta desde un primer momento que no va a poder alcanzarla, aunque corre con toda su alma y… justo cuando la pelota va a dar su segundo bote sobre el pavimento, Felipe la coge y con toda la fuerza de su brazo la arroja contra la pared, al otro lado de donde está situado Gerenabarrena IV, que se ha quedado paralizado ante la maniobra de su rival.

Sólo una palabra sale de sus labios. Primero en un tono que nadie más que él puede oír, pero luego en voz progresivamente más y más tronante:

-¡Atxiki! –brama el de Larrasoaynna. Y a una con él, todos sus convecinos, como si se hubieran desatado todas las fuerzas de la naturaleza en ese mismo momento, gritan:
-¡Atxiki, atxiki, atxiki!

Y ya se lanza Gerenabarrena con sus manazas abiertas sobre el cuello de su adversario, y el público se dispone a saltar a la cancha, y las tropas del príncipe van a saltar también a defenderlo, cuando éste levanta la mano para que no lo hagan, y por medio del cura y del mediano latín que ambos saben, puede hacer entender al indignado Gerenabarrena que en su tierra eso de coger la pelota y soltarla luego es maniobra corriente, y que no sabía que aquí fuese asunto tan vergonzoso cometerla, pero que acepta las costumbres navarras y que como prueba de ello, reconoce como vencedor a su contrincante y acepta que se quede con todo el dinero.

Cuando el séquito se pone de nuevo en marcha, Juana no para de reirse de Felipe:
-¿Creíais que esto era como París, donde vos y vuestros amigos practicáis mañas que nadie se atreve a deciros que no son las correctas en el juego, eh?
Pues sabed que esto es Navarra, y que nadie, ni siquiera el Rey, es más que el más mísero de sus vasallos si éstos no tienen por seguro previamente que respeta y respetará sus costumbres y sus leyes…

-No lo olvidaré, pero ya he quedado con Gerenabarrena en que dentro de un par de semanas, cuando vos y yo hayamos jurado el Fuero y seamos por tanto a todos los efectos naturales de este reino, vendrá a Pamplona a jugar un partido conmigo, que entonces sí que se desarrollará integramente entre navarros, y ya veremos quien gana entonces...

Y está recogido en el Ammeylloramiento que tan gran monarca impulsó, que la primera ley que el rey Felipe III de Evreux dictó en cuanto ciñó la corona sobre sus sienes fue la siguiente:

“Quien perpetre atxiki jugando a peyllota, pague XII sueldos de calonia, como homes justos y buenos juzgarán et dispondrán. Et quien no los pagare, sea desteyrrado a la Vizcaya, donde no saben ni sabrán nunca que cosa sea un peyllotari de los buenos”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010