miércoles, 14 de abril de 2010

1291 MUERE UN POETA


La mano con la que empuñaba la onda y con la que hacía a la pluma volar sobre el papel, yace ahora sobre la tabla de carnicero, amputada del brazo. Es la pena reservada a los falsificadores de moneda, antes de ser ahorcados. El verdugo ha sido compasivo y ha afilado el hacha antes de hacer su trabajo, no en vano habían coincidido en muchas de las tabernas del burgo de San Cernin o de la población de San Nicolás…

Sí, dentro de un rato estará muerto, y lo único que ha pedido al preboste es que le cuelguen mirando hacia la Navarrería, el barrio que él mismo, Guilhem de Anelier, contribuyó a arrasar hace 15 años.

Poeta y guerrero, aunque no lo suficientemente bueno en ninguna de las dos facetas, hasta verse abocado a semejante final, quiere que lo último que contemplen sus ojos sean las paredes maltrechas de las casas sin tejado, donde sólo anidan ya las ratas y los lagartos, y también las torres de esa catedral que saqueó a placer sin respetar la vida de la pobre gente que se había acogido al derecho de Santuario. Aquel fue el único momento de su vida en que sintió que hacía algo bien, aunque ese algo fuera dar muerte a tantas personas. Incluso lo dejó escrito: “¡Nunca vi a hombre alguno vengarse tan bien!”

No. Sus actos no tienen perdón, y no necesita a ningún cura para saberlo, por eso ha rechazado al fraile que quería confesarle.

-“Está todo en mi libro, para quien quiera conocer mis pecados”, grita hacia la multitud, que, morbosa, se dispone a contemplar el ajusticiamiento. Y entonces, tras las cabezas de los pamploneses de 1291, le parece ver cómo se asoman las de los de 1276: los Beaumarchais, Vidaurre, Elcarte, Eusa, Oarriz, Monteagudo, Almoravid…

También las de aquellos que él mató junto al molino de la Rochapea, y las de los que quisieron matarlo a él. Están pálidas, y le miran como lo que son: espíritus salidos del osario donde él mismo reposará esta noche.

Ya con la soga anudada al cuello, comprende que quizás hayan venido para darle las gracias por hacer que sus nombres sigan vivos mientras alguien sea capaz de leerlos y revivir sus hazañas y sus atrocidades con sólo abrir su libro. Un libro firmado por Guilhem Anelier de Tolosa, nada menos…

Finalmente la trampilla se abre, y el autor pasa definitivamente a ser parte de su obra para toda la eternidad…

Requiescat in Pace.

Amén.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010