jueves, 15 de abril de 2010

DON GUILLOT SALE DEL ALJIBE


Afuera tiene que hacer bastante calor, porque incluso allí dentro, en el fondo de aquella húmeda mazmorra del castillo de Monreal, comienza a notarse el sol de julio…

Lleva ya tres meses encerrado en el aljibe, que en el estío permanece seco y puede ser usado como prisión. Él mismo hizo permanecer en aquella lóbrega mansión a muchos otros desgraciados, no en vano ha sido durante veinte años primero lugarteniente y luego alcaide de la fortaleza.

Hasta el malhadado día en que la reina doña Leonor, camino de Sangüesa, decidió alojarse bajo su amparo. Mas resultó que el amparo que buscaba su alteza no era sólo el que las normas indican que debe dispensarse a tan ilustre viajera, sino que además, y quizás cansada ya por los muchos desaires que en forma de hijos bastardos ha ido otorgándole el rey don Carlos, quiso pagarle con la misma moneda y se insinuó a don Guillot con mucho más descaro del que en una reina podría esperarse, que al fin y al cabo el alcaide estaba todavía lozano y bello, a pesar de los años.

Así que, siempre fiel a su señor y rey, se las vio y se las deseó para escapar aquella noche de las asechanzas de la reina. Y como doña Leonor no estaba para muchas negativas, por despecho, acabó acusándole de haber querido propasarse con ella, de lo que don Carlos cobró mucha furia y enojo, ordenando al punto que don Guillot fuese destituido y puesto en el aljibe, donde tendría mucho tiempo para enfriar sus costumbres…

Pero el ex-alcaide sabe que todo aquello son celos de doña Leonor, y más aún, sabe muy bien que todo es mentira, porque él no quiere ni ha querido nunca a mujer alguna, ya fueran reinas o labradoras, porque aunque no se lo haya dicho nunca a nadie, ni nadie llegue a sospecharlo siquiera, él a quien de verdad ama es a don Martín de Echauri, capitán de la guardia del cercano castillo de Irulegui. Y ahora, en la oscuridad de su prisión, no puede dejar de recordar sus largos cabellos y el sudor que perla su musculosa espalda cuando maneja la espada o la lanza…

Y es entonces cuando, con el trinchante con el que parte el magro trozo de pan que le sirven desde la superficie, se pone a escribir sobre la pared, casi a tientas, pero con letra muy elegante: “Guillot quiere a Martín”.

Y contempla aquella inscripción día tras día, con el mismo arrobo con el que las beatas miran a los santos pintados en las iglesias, porque eso le hace olvidar que de vivir en el lujo de un castillo, ha pasado a morar en la absoluta pobreza de un mísero aljibe. Hasta que a finales de septiembre, cuando los árboles de fuera deben estar perdiendo sus hojas, la trampilla se abre y se descuelga una escalera de cuerda, por la que los guardias hacen descender a empujones a alguien cuya espalda le resulta de lo más familiar...

Y tanto que sí, puesto que es el mismísimo don Martín de Echauri quien está ahora ante sus ojos, y quien abatido le cuenta que acertó a encontrarse en Leguin con la reina doña Leonor, quien presa de sabe Dios qué arrebato se le echó en brazos jurando y perjurando que había de ser suyo. Y que por más que le dijo que estaba casado y que mucho y bien quería a su mujer, tuvo al fin que yacer con ella hasta que de par de mañana fueron sorprendidos por el rey, quien mandó encerrarle en el aljibe del castillo de Monreal hasta que decidiese qué hacer para castigar tan gran bellaquería.

Y a don Guillot le parece que su mazmorra se ha convertido de repente en salón principesco, y que quizás con unas pocas flores en las esquinas, y un poco más de luz, aquel calabozo puede llegar a ser el mejor de los palacios, pues no hay mejor sitio que aquel que se comparte con la persona amada.

Luego, ya de noche, raspa con el trinchante las tres últimas palabras de la inscripción y deja sólo su nombre: “Guillot”, porque piensa, y probablemente acierta, que a nadie más le importa ahora, ni le importará en el futuro, a quien quiso o dejó de querer don Guillot Dubey, alcaide del castillo de Monreal.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010