miércoles, 21 de abril de 2010

LA LARGA ESPERA



Treinta inviernos lleva ya Oria de Usún esperando que su marido regrese de la cruzada del buen rey Teobaldo el Joven.

Es verdad que otros caballeros le dijeron que señor tan grande había fallecido en Túnez en la era de 1270, y que otros muchos navarros quedaron sepultados junto a él en aquellas arenas del desierto donde moran los infieles. Mas como ninguno de ellos había visto con sus propios ojos morir a Lope, ella prefirió acogerse a la creencia de que algún día retornaría, y volvería a llevarla a las ferias de Lumbier a la grupa de su caballo, como solía hacer antes de marcharse siguiendo la bandera real.

Los primeros años su convicción aún se sostenía en cierta cordura, pero muy pronto los vecinos vieron que Oria apenas abandonaba el banco de piedra junto a la puerta de su casa, y que no se quitaba el vestido azul con el que había despedido a Lope desde la puerta del monasterio. Sus cabellos, antaño resplandecientes y cuidados, semejaban ahora un mar blanco de ollagas. Y se acostumbraron a responderle siempre la misma cantinela: “Hoy, no. Quizás mañana”, cuando ella les preguntaba si habían visto a un buen mozo recién vuelto de la guerra.

Después llegó “una grant maladía ”, y aunque los supervivientes intentaron que se marchase con ellos, Oria no quiso abandonar su casa casi en ruinas, pues decía que si se iba, él no podría ya encontrarla.

Cuando pasó la epidemia y los vecinos regresaron, no se extrañaron de su ausencia, y pensaron que habría muerto en medio de aquella espantosa soledad.

Pero lo que no hubieran podido imaginar nunca es que entre los ecos del pasado que nublaban la mente de Oria, se hubiera podido abrir paso el vívido recuerdo de la voz del abad de Usún, que cuando niña le hablaba de que no muy lejos de allí, en Leyre, un fraile había pasado trescientos años escuchando el maravilloso trinar de una avecica del cielo.

Ella no le pediría tanto: diez o veinte años más bastarían para que Lope encontrase el camino a casa...

Y hacia aquel ilustre cenobio encaminó sus temblorosos pasos, no importándole lo áspero del camino ni las zarzas. Y cuando tuvo por fin ante sí el monasterio, concentró todos sus sentidos en escuchar cualquier sonido que brotase de aquel impenetrable bosque. Hasta que, por la mañana, cuando los benedictinos salieron de su clausura para acometer su paseo diario, encontraron muerta a una bella joven que llevaba un vestido azul totalmente nuevo, y cuyos cabellos, peinados a la hechura perfecta de los de Santa María, enmarcaban el rostro sonriente de quien ha visto cumplido sus anhelos.

Y sobre el montón de nieve donde apareció recostada, vieron la huella que sus brazos habían dejado al estirarse, y por más que el severo hermano apotecario sentenció que probablemente hubiera muerto por el frío, paresció a los novicios como si fueran aquellas alas de ángel…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010