martes, 13 de abril de 2010

VENGANZA



El día anterior, 1 de enero del año de gracia de 1387, falleció en Pamplona el muy poderoso señor Carlos II, rey de Navarra, y hace no demasiado tiempo, casi de Francia. No han pasado ni las horas que consumen una vela de las que suelen marcar doce, cuando su cuerpo, que yace sobre una mesa en una de las estancias del palacio real de la Navarrería, va a ser abierto por el judío Samuel Trigo, experto embalsamador venido a desempeñar su oficio desde Zaragoza, que además deberá extraer el corazón y las entrañas del monarca, para que aquél sea enviado al santuario de Ujué, y estas otras sean remitidas al de Roncesvalles.

Previamente ha dispuesto sobre una mesilla todo el instrumental necesario, comprado esta misma mañana a Pere d’Añorbe: 8 onzas de mirra, otras 6 de áloe sucotrino, ese que nace en la lejana isla oriental de Socotora, y que por su calidad y precio es el único que debe emplearse para amortajar a un rey, 3 onzas más de algalia y almizcle, 3 más de sándalo, otras tantas de nueces de ciprés, media onza de lináloe, y además alumbre de roca, resina, goma arábiga y muchas otras especias destinadas a honrar por última vez los restos mortales de don Carlos.

En otra mesa están desplegadas las telas necesarias para envolver el cadáver una vez eviscerado: una pieza de tela para el sudario, y para la envoltura interna una cantidad considerable de tejido, encerado y engomado el que ha de ir más próximo al cuerpo, para impedir que se evaporen rápidamente las sustancias aromáticas que han de evitar la corrupción hasta que sea sepultado en la misma catedral donde fue coronado hace ya 27 años…

Otros fardos de ignotas materias, cuidadosamente envueltos, descansan en el suelo del salón, del que prontamente Samuel hace salir a los curiosos, para quedar así a solas con los despojos del rey.

Cuando se convence de que no hay nadie más en la habitación, se coloca un delantal y despliega ante él una panoplia de pequeñas cuchillas y lancetas. Escoge una de punta muy fina y, antes de proceder a dar un tajo desde el cuello hasta el vientre, dice para sí:

-Largo tiempo soñé con esto, mas dice Yahvé:

“…Cuarenta años os sustenté en el desierto y nada os faltó, no retiré el maná de vuestra boca y os dí agua para vuestra sed…”

Y su mente evoca su niñez en Estella, que fue tan feliz hasta aquel desgraciado año de 5088, 1328 según cuentan los cristianos, cuando la primavera se tiñó de sangre. Apenas había cumplido entonces 10 años, cuando la multitud, aprovechando que los nuevos reyes no habían puesto el pie todavía en Navarra, y fanatizada por aquel repulsivo fraile barbudo llamado Pedro de Ollogoyen, asaltó la judería a sangre y fuego, no respetando vidas ni haciendas de tantos venerables hombres y mujeres como allí vivían. Tampoco las de sus padres o hermanos. Él mismo hubiera muerto allí si uno de los servidores de su casa, cristiano como los otros, pero avergonzado por el comportamiento de sus correligionarios, no hubiese conseguido ponerle a salvo aun a riesgo de su propia vida.

Su bienhechor no le dejó ver al día siguiente la calle mayor repleta de cientos de cadáveres, ni los rollos de la Torah ardiendo todavía en la sinagoga incendiada que nadie se había molestado en apagar; pero sí que se preocupó, cuando al fin llegaron al reino don Felipe y doña Juana, por averiguar dónde podía quedar algún familiar que se hiciese cargo del niño. Simon Levy, que estaba fuera de la ciudad cuando estalló el tumulto, y que era primo carnal de la madre de Samuel, dio gracias al Señor por haber salvado a la sangre de su sangre, y junto con los demás supervivientes, esperó en vano la justicia real, que no fue tal, pues el patrimonio real se quedó con los bienes de los judíos que habían sobrevivido a la rapiña, y las multas impuestas a las villas implicadas, fueron también cobradas en beneficio del rey, y no de los judíos. Hasta el propio fray Pedro de Ollogoyen, que al principio estuvo preso en la cárcel del obispo, acabó siendo puesto en libertad.

Hartos ya de tanta hostilidad, y como tantas otras veces había tenido que hacer su pueblo antes, los hebreos de Navarra tuvieron que buscar su pan en el exilio. Simón y Samuel se refugiaron en Aragón, donde su rey había prometido ayudarles, a cambio de una suma exorbitante que no recibió el nombre de “chantaje”, por supuesto.

Pero ahora, casi 60 años después, los miserables y corruptos restos del hijo de aquel rey que no les había hecho justicia, estaban a su completa disposición, y dice el libro del Levítico:

“Y aquellos que sobrevivan aún, se consumirán en la tierra de sus enemigos, a causa de sus propias culpas, y también a causa de las culpas de sus padres…”

Con la pericia que otorgan los años de oficio, realizó la incisión y fue sacando las vísceras de Carlos una a una, colocándolas en varios platos de estaño. Cuando el cuerpo estuvo totalmente vacío, apartó de su lado las especias que se había visto obligado a comprar, y procedió a desenvolver los fardos que había traído consigo: sólo gavillas de ortigas y de cardos, y espinos cortados por él mismo a las afueras de Pamplona para que fuesen los aderezos que adobaran el cuerpo del tirano, pues dejó escrito Isaías:

“…Espinos crecerán en sus palacios, Ortigas y cardos en sus ciudades fortificadas…”

Cuando el espantajo regio estuvo bien relleno de aquellas hierbas tan viles, procedió a coser el tajo con el esmero acostumbrado, y a envolverlo con las telas preparadas al efecto. Sobre el rostro descubierto del difunto rocío un poco de agua de rosas, para engañar el olfato de quienes tuviesen que velarlo.

De debajo de la mesa sacó entonces los dos picheles de estaño que Johan L’estayner había preparado para acoger el corazón y los intestinos del rey, pero en lugar de introducir las vísceras que le había arrancado, lo que metió en cada uno de ellos fueron más malas hierbas y el corazón y las entrañas de un cerdo, que él mismo había comprado en el cercano mercado del Chapitel, pues el Deuteronomio marca:

“…Y el cerdo, que aunque tiene la pezuña dividida, no rumia; será inmundo y abominable para vosotros…”

Después de recoger sus utensilios, las especias y las entrañas verdaderas, que piensa arrojar al primer perro sin dueño que vea en la calle, escupe sobre el suelo del salón, y sale de la habitación. Las campanas de todas las iglesias de Pamplona han empezado a tocar a muerto, y seguirán sonando los próximos 15 días y las próximas 15 noches, pero en los oídos de Samuel sólo resuenan las escrituras:

“…"Y el que cause daño a su prójimo, según hizo, así le será hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente. Según el daño que haya hecho a otro, así se le hará a él…"


© Mikel Zuza Viniegra, 2010