martes, 11 de mayo de 2010

COMAN VUESAS MERCEDES



No dando resultado ninguna otra de las medidas tomadas para que S.M. don Enrique I de Champaña baje de peso, a los físicos que le atienden se les ha ocurrido imponerle lo que en el futuro ha de llamarse sin duda “dieta estellesa”. Hartos ellos y el mismo paciente de las prohibiciones, han decidido que el rey siga comiendo todo lo que quiera, pero que tras cada banquete, vaya a mostrar su piedad y devoción a los tres santuarios más importantes de la ciudad.

Es a saber: San Miguel, San Pedro de la Rúa y Santo Domingo, deteniéndose en cada uno de ellos el tiempo justo de rezar un avemaría. Y que lo haga a buen paso, si no corriendo, para que lo que no han podido las recetas médicas lo puedan las cuestas y las escaleras de la vieja Lizarra…

Y no parece que a don Enrique le haya caído mal la ocurrencia de los galenos, porque acostumbrado a no dar más de tres pasos seguidos, si no es en pos de las cocineras, ha olvidado probablemente la singular orografía de sus dominios junto al Ega.
Así que tras engullir 4 pichones en su salsa, medio jabalí y un cuarto de capón, se muestra presto a cumplir la encomienda saliendo muy bien dispuesto de su palacio para acometer los traicioneros peldaños que en un decir Jesús le llevan a franquear las puertas del convento dominico, donde levantarse después de arrodillarse le cuesta más esfuerzo del que recuerda haber hecho desde sus años mozos.

Más o menos aliviado por las oraciones, se inclina ahora por cruzar el río y dirigirse a San Miguel, cuyo desnivel se le hace tan enorme como dicen que era la sombra de su tío abuelo el rey Sancho. Gruesos goterones de sudor ruedan por sus mejillas, y siente ya todas las junturas del cuerpo tan adoloridas como las ánimas que penan en el Infierno. Pero sobreponiéndose a sí mismo, que es siempre labor difícil, consigue traspasar la cancela del templo y envidiar allí vivamente las alas que luce el arcángel.

Los monaguillos comentan en voz baja, cuando el orondo gobernante la emprende hacia San Pedro, que los resoplidos del monarca más parecían fuelles de órgano musical que respiración humana, pero allá que ven perderse la figura real, que ciertamente llega a la última escalinata de su recorrido con el mismo color en su rostro que en el escudo que dice a todos los que le ven pasar que aquél es el rey de Navarra.

Entra tambaleándose en la iglesia, donde le esperan quienes tan áspera penitencia le han impuesto. Con reverencia esperan a que el rey concluya la salve, y para desesperación de Enrique, le conminan a que repita el recorrido por lo menos otras cuatro veces más. Y así todos los días hasta que su silueta sea tan atlética como lo fue la de su padre, el rey poeta don Teobaldo.

Y durante toda esa semana ven los estelleses al rey trepar por las rúas de la ciudad, y otros muchos dicen que también le ven luego paliar tan grandes esfuerzos en las tabernas junto al río, donde al parecer conviene apostar por la capacidad de su tragonía a la hora de ingerir todo tipo de peces asados, acompañados por jarras de buen vino. Y ya los médicos comienzan a desesperar, pues ven cómo don Enrique ha vuelto a saltarse sus recomendaciones y no ha bajado ni una libra de peso, cosa que a él mismo le avergüenza y le hace maldecir su poca fuerza de voluntad, jurando y perjurando que vendería su alma a Satanás si consiguiera rescatarle definitivamente de su gordura…

Y como no es bueno tentar a la Providencia, pues el malvado demonio utiliza siempre la puerta de los buenos propósitos no cumplidos para perder el alma de los hombres, una tarde, mientras el rey está subiendo la escalinata de San Pedro tan lentamente que hasta los peregrinos más ancianos le sobrepasan, mira hacia arriba queriendo calcular cuánto le falta, mas sus ojos no pueden dejar de advertir que en la terraza de la torre más alta del castillo de Zalatambor hay una figura femenina con un niño en brazos… La mujer señala con el dedo hacia abajo, como queriendo indicar al tierno infante dónde está su padre, que ve aterrado como se inclinan cada vez más peligrosamente en las almenas…

Y quiere entonces correr, correr como no ha corrido nunca, justamente como sabe que no puede correr, porque su corpulencia se lo impide. Y grita a los peregrinos que se aparten, que es el rey de Navarra, y que les cortará a todos la cabeza si no cumplen su mandato. Y ahogándose casi, penetra en la iglesia, y casi a gatas entra en el claustro, donde yacen los cuerpos destrozados de su hijo el príncipe Teobaldico y de su aya doña Marina.

Y en medio del dolor que le desgarra como un alfanje sarraceno, se jura a sí mismo que nunca más volverá a probar bocado. Y se convence de que la única misión que llevará a cabo en lo que le quede de vida será la de convertirse en un nuevo San Jerónimo, que de puro flaco le tomaban los otros eremitas del desierto egipcio por galgo sin dueño o por pergamino que el viento hace volar a su albedrío.

Y sucedió todo esto en Estella, en el año del Señor 1272. Y don Enrique no sobrevivió a su primogénito más de un año. Y dicen que pesaba al morir menos que una cardelina, y que todos los días, hasta el último, se empeñó en subir a toda velocidad la escalinata de San Pedro, como si aún pudiese llegar a tiempo de salvar al infante.

Y de esta triste y taimada manera, concedió Belcebú el deseo que el rey le formulara, librándole definitivamente de su gordura, con gran pena de los gusanos, que se perdieron un gran festín, y beatífico escarmiento de los humanos, que siempre buscan ocasión para holgazanear…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010