lunes, 9 de abril de 2012

METALURGIA


Aldatz, 9 de abril de 1330

Es fama bien merecida que María de Aldatz era en su tiempo la mejor herrera de Navarra, aunque su menuda figura sorprendiese a quienes desde muy lejos, incluso desde más allá de Tudela, llegaban a su fragua pensando en encontrarse con un rudo artesano, tan enorme y zakarro como el resto de los herreros que, en cada pueblo, trataban de doblegar los metales a base únicamente de torpes golpes de martillo.

Y es que tanto la pericia como el arte alcanzados en su complicado oficio, hacían de ella la más solicitada a la hora de componer las abolladas armaduras de los caballeros que intentaban desde hacía mucho tiempo mantener a raya a los bandidos que infestaban la frontera de malhechores. Por eso hasta su alteza Felipe III, en cuyo yelmo un atrevido tolosarra había logrado incrustar su maza, tuvo que rogarle que le desatrapase del amasijo de hierros en que se había convertido su casco, que naturalmente no era uno cualquiera, sino el más lujoso que poseía el rey, con la cimera real de Navarra en su cresta -que era un mazo de plumas de pavo real-, y muchos triples lazos y lebreles labrados alrededor de la visera y también en la barbera.

Y María no sólamente consiguió liberar al soberano de tan claustrofóbica prisión, sino que tras alisar con maestría las deformadas planchas, redobló las defensas del casco con una aleación secreta que sólo ella conocía, de tal suerte que desde entonces, ningún otro rey de Navarra volvió a necesitar nuevo yelmo, pues quedó el de don Felipe tan perfecto como recién salido de las manos de sus creadores, los mejores armureros de Milán. Y esto no es exageración ninguna, pues de todos los que se sucedieron en el trono, se sabe a ciencia cierta que tan sólo don Juan II, que no apreciaba en absoluto la etiqueta navarra, se negó a usarlo, lo cual permitió a su hijo el príncipe de Viana portarlo en la batalla de Aibar, donde si resultó derrotado no fue por haber sido herido en la cabeza, pues con tan magnífica defensa eso resultaba imposible. Y de él pasó al rey niño Francisco Febo, y después a Juan III de Labrit, que lo llevaba puesto cuando todos los campanarios del reino saludaron felices su retorno en la efímera reconquista de octubre de 1512.

Y aún lo llevó también su hijo Enrique II, aunque ya no pudo lucirlo en el territorio de sus antepasados. Pero sí que fue enterrado con él en la catedral de Lescar, donde es conocido que los taciturnos huogonotes que profanaron las tumbas regias a finales del siglo XVI, no pudieron destruirlo sino llamando a los maceros más recios y fanáticos del Bearne, a quienes aún les llevó un día entero destruirlo, por más que a cada golpe de sus mazas contra el casco, saltasen tan fieras chispas que muchos de los severísimos ministros protestantes que les rodeaban viesen en ellas reflejado el seguro Infierno al que tan inicua acción les condenaba...

Pero no es la historia del yelmo real la que venía a contar, que esa, si al paso viene, ya será descrita en otra ocasión más conveniente, sino la de María de Aldatz, que era la mujer capaz de elaborar tales maravillas. Y es que el rey quiso entonces llevársela a su palacio de Pamplona, con el ánimo de emplear su mucho saber en la forja de armaduras que hiciesen invulnerable al ejército navarro, pero ella no quiso moverse de su pueblo, pues según dijo esperaba el retorno de su prometido Iohannes, preso en alguno de los castillos de la lóbrega Gipuzkoa desde la última gran escaramuza contra los castellanos.

Y don Felipe III prometió interceder por él en la próxima tregua, y al preguntarle que cuando había sido esa última gran batalla, mucho se sorprendió de la respuesta de su benefactora, pues ésta le dijo que le acompañase a la puerta de la iglesia del pueblo, que ella estaba también realizando. Y al llegar delante de la bella portada, así habló al rey:

-Por cada mes completo que Iohannes lleva cautivo, yo añado una bisagra a las puertas, Majestad. Así nunca lo olvido.



Y ciertamente era para asombrarse, porque estaban aquellas hojas de madera cubiertas de tantos y tan bellos goznes y pernios, que según calculó el soberano, su prometido debía llevar prisionero cerca de cuatro años. Y eso no podía consentirse de ningún modo. Así que pidió el rey la lista de caballeros guipuzcoanos que yacían en las mazmorras navarras, y escogió entre ellos a quien mayor rescate mereciese para intercambiarlo por Iohannes, que tanto tiempo después pudo al fin retornar a Aldatz, más flaco pero también mucho más contento que cuando partió, pues no es lo mismo marchar a la guerra que volver a los brazos de la mujer amada.
Y aún les regaló el rey dos hermosas mulas para que no tuvieran que cansarse acarreando los pesados instrumentos laborales de María, que desde entonces triplicó su volumen de negocio, como suele ocurrir a quien trabaja bien, y además lo hace en honor de la mayor gloria de su rey y de su país.

Y ya llegará el momento de historiar alguno de esas primorosas labores, como la que llevó a cabo en el santuario de Aralar, a donde tuvo que acudir en ocasión de mucho apuro para el celestial viajero que allí habita...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

Las fotografías han sido obtenidas de las siguientes webs:

http://www.ojodigital.com/foro/urbanas-arquitectura-interiores-y-escultura/165613-aldatz.html

http://www.panoramio.com/photo/64596666