Palacio real de Pamplona, 16 de abril de 1378. Muy, muy temprano...
-Majestad, la infantería castellana avanza hacia la capital. Ahora mismo debe estar cercando Tiebas, donde se custodia el archivo del reino, y no tenemos caballería que oponer a su ataque, pues toda ella se encuentra en la frontera sur defendiendo Tudela...
-¿Y si mi propia escolta personal intentase socorrer el castillo?
-¿Andando? Imposible, Sire, no llegarían a tiempo.
-Pues id a llamar a toda prisa al enviado del rey de Inglaterra. De algo tiene que servir nuestra antigua alianza. Conozco de los viejos tiempos en Normandía su destreza estratégica, que nos sacó entonces de muchos entuertos. Seguro que se le ocurrirá algo que podamos hacer ahora...
-Well, gentlemens. La situación es desesperada, pero no completamente imposible. Por lo que me contáis y lo que puedo ver en los planos, ese castillo no está tan lejos de Pamplona como para no poder ser auxiliado, pero desde luego no podremos hacerlo únicamente caminando, ni siquiera a marchas forzadas.
-¿Y entonces, que nos proponéis?
-Que la tropa vaya corriendo, Alteza.
-¿Correr? Pero eso es lo que debe hacerse cuando el enemigo es tan numeroso que resulta mucho más conveniente no ponerse en su camino, y no cuando hay que hacerle frente.
-Y sin duda eso mismo es lo que creen los invasores, pero les demostraremos que correr no es de cobardes, Majestad...
-Milord Jack Daniels, a partir de este preciso momento todas vuestras órdenes serán atendidas como si fuesen las mías propias. Si conseguís revertir esta situación, mi recompensa estará a la altura de la dificultad de mi encargo.
-No creais, Majestad, tengo mi propia fórmula para lograrlo, pero desgraciadamente exige mucho más tiempo del que disponemos para comprobar su indudable eficacia. Pero a pesar de ello confío en que os habréis preocupado de que vuestra guardia practique frecuentemente su adiestramiento...
-Por supuesto. Entrenan dos días a la semana, con un máximo semanal de ejercicio, y sobre eso les voy haciendo variar...
-Pues afortunadamente ese es un método muy parecido al mío, asi que podré concentrarme en otras cuestiones igual de importantes. Por de pronto: ¡Que se recoja el musgo más mullido que recubra los muros de palacio, y que se requisen también todas las abarcas y alpargatas que se acumulan en las tiendas de la rúa de Zapatería!
-¿Pero para vuestro plan no resultará más necesario cuidar los pulmones que los pies de nuestros soldados?
-Ambas cosas son imprescindibles, Sire, pero más aún -y esto es importante que lo entiendan bien todos los hombres que ahora mismo me están escuchando-, la convicción de que, más allá del esfuerzo y del dolor que indudablemente va a acarrearnos el lograrlo, se puede conseguir el objetivo, y que aunque a veces pueda parecer que detenernos es la única forma de acabar con el sufrimiento, éste no terminará en realidad hasta que hayamos cumplido la meta que nos habíamos propuesto. Nuestros enemigos podrán creer que ya nos han derrotado, pero no habrá deshonor ni fracaso para quienes, sacando fuerzas de donde ya no quedan, les hagan comprender su tremendo error de apreciación. Sólo uno mismo debe marcarse sus propios límites, y si se consigue cruzar esa frontera, no hay ya luego barrera ninguna que pueda resistírsenos...
-Que Nuestro Señor Jesucristo os oiga, y que él, que hizo correr a los tullidos, sea nuestro valedor en este trance...
-Que lo sea en los cielos, aunque en la tierra necesitaremos también un guía que marque el camino y el ritmo al resto de integrantes del pelotón. Correr puede hacerlo cualquiera, pero sólo uno entre cada cien posee el temple suficiente para no dar malos pasos por esos caminos...
-Pues sin duda el capitán Alexandre de Uriarte es ese hombre, y conoce además esa ruta mejor que nadie, pues no en vano la recorre frecuentemente. ¿No es así, mi capitán?
-La senda la conozco, Majestad, y mis hombres y yo estamos dispuestos también a conocer esos límites personales de los que nos ha hablado don Jack. No puedo aseguraros que consigamos levantar el cerco, pero sí que llegaremos a Tiebas a cualquier precio.
Y fue de ver como todos los zapateros de Pamplona, obedeciendo las indicaciones de mister Daniels, fueron preparando abundantísimas plantillas de blando musgo que metieron luego en todas las abarcas y las alpargatas. Y como los cocineros de palacio elaboraban a su dictado pequeñas barritas que mezclaban en su composición cereales, frutos secos y dulcísima miel, pues según el inglés no tendrían tiempo ni ganas de comer otra cosa en tan arriesgada misión. Y él mismo montó el propio caballo del rey don Carlos, que era el único que quedaba en las cuadras reales, y que al nombre de Tximista respondía, y llenó sus alforjas hasta arriba con aquellas asombrosas barritas y con un montón de redomas bien rellenas de agua del pozo del claustro de la catedral, del cual únicamente los señores canónigos pueden extraer la cantidad justa con la que los reyes de Navarra deben lavar su rostro y sus manos el día de su coronación.
Y esto no es cosa que llame la atención en este siglo XIV tan avanzado, pero conviene recordar que los monarcas de aquellos bárbaros tiempos del siglo octavo, ni se habían lavado antes de aquel sacro momento, ni volvieron a asearse después, pues juzgaron tal vez un poco aventuradamente, que ninguna otra agua podría igualar la categoría de aquella que se filtra a traves de las santas piedras del primer templo del reino. Y hasta algún cronicón atestigua que muchos de sus súbditos tomaban al rey don García II por el rey Baltasar, pues en su ceremonia de acceso al trono, por lo muy ajeno que era a enjabonarse, simplemente introdujo el dedo índice de su mano derecha en el bendito líquido, y luego se lo pasó por los párpados a toda prisa, como suelen hacer los gatos al espabilarse, y como vivió este soberano muchos años tras ser coronado, su rostro estaba al final de sus días tan negro o más que el de aquel mago de Oriente, rey que dicen que fue de los Partos, los Medos y los Urritas...
Y antes de que los hombres se calzaran aquellos preparados escarpines, el señor obispo fue bendiciendo cada par trazando alambicadas cruces con su brazo en el aire, y recitando en voz baja una secreta oración latina de la que, por estar este cronista muy cerca de él en aquel momento, quizás puedan ahora los posibles lectores beneficiarse: "Anima Sana In Corpore Sano."
Y puestos ya en camino, iba avituallando don Jack a los que perdían el aliento entre tanto esfuerzo, y con las viandas y el agua milagrosa, pero sobre todo con sus consejos y sus gritos de ánimo, consiguió el sabio inglés que los navarros, con don Alexandre al frente, llegaran a Tiebas practicamente todos a la vez, y que allí causaran tal sorpresa y estupefacción entre los castellanos, que no tardaron éstos en darse a la fuga, aterrados ante la inesperada aparición de aquellos diablos corredores. Y aún debió esforzarse milord Daniels en detener a muchos de sus hombres, que querían seguir en pos de los propios límites, y entre ellos por supuesto el capitán Uriarte, a quien costó mucho convencer de que no hacía falta que volviese corriendo a la capital para dar la noticia a su rey, como dicen que hace muchos siglos hizo un soldado griego en ocasión semejante.
No. Fue un halcón quien trajo a palacio la buena nueva. Y llevaba atado un papel en su pata izquierda, e iba en esa nota escrita la famosa e ignota fórmula de milord Jack Daniels. Pero no la de cómo correr de forma más desahogada, que esa había quedado sobradamente demostrado que estaba ya dominada, sino otra que, por ser aquel inglés natural del condado de Moore, en las brumosas tierras de Tennessee, explicaba cuidadosamente la destilación de un licor estupendo para acompañar todo tipo de celebraciones.
Y aunque subrayaba el goloso papel la obligación de que debía pasar este alcohol al menos dos años reposando en barrica de roble, no hay duda de que para cuando volvió la guardia del rey a Pamplona, ya estaba toda la ciudad imbuida del espíritu de tan notable líquido, que a muchos pareció desde entonces tan o más sagrado incluso que el agua del pozo de la catedral. Y ha de confesar este cronista que está pero que muy de acuerdo con ellos...
El auténtico capitán Alexandre tiene esta semana otra cita con esos supradichos límites que, a pesar de todo, no tengo duda alguna que volverá a superar. Yo le espero en Pamplona para celebrarlo, haciendo honor si no a la primera, al menos sí a la segunda fórmula de milord Daniels. Y conste que no es que no me guste correr. Es que estoy de tapering prolongadísimo...
-Majestad, la infantería castellana avanza hacia la capital. Ahora mismo debe estar cercando Tiebas, donde se custodia el archivo del reino, y no tenemos caballería que oponer a su ataque, pues toda ella se encuentra en la frontera sur defendiendo Tudela...
-¿Y si mi propia escolta personal intentase socorrer el castillo?
-¿Andando? Imposible, Sire, no llegarían a tiempo.
-Pues id a llamar a toda prisa al enviado del rey de Inglaterra. De algo tiene que servir nuestra antigua alianza. Conozco de los viejos tiempos en Normandía su destreza estratégica, que nos sacó entonces de muchos entuertos. Seguro que se le ocurrirá algo que podamos hacer ahora...
-Well, gentlemens. La situación es desesperada, pero no completamente imposible. Por lo que me contáis y lo que puedo ver en los planos, ese castillo no está tan lejos de Pamplona como para no poder ser auxiliado, pero desde luego no podremos hacerlo únicamente caminando, ni siquiera a marchas forzadas.
-¿Y entonces, que nos proponéis?
-Que la tropa vaya corriendo, Alteza.
-¿Correr? Pero eso es lo que debe hacerse cuando el enemigo es tan numeroso que resulta mucho más conveniente no ponerse en su camino, y no cuando hay que hacerle frente.
-Y sin duda eso mismo es lo que creen los invasores, pero les demostraremos que correr no es de cobardes, Majestad...
-Milord Jack Daniels, a partir de este preciso momento todas vuestras órdenes serán atendidas como si fuesen las mías propias. Si conseguís revertir esta situación, mi recompensa estará a la altura de la dificultad de mi encargo.
-No creais, Majestad, tengo mi propia fórmula para lograrlo, pero desgraciadamente exige mucho más tiempo del que disponemos para comprobar su indudable eficacia. Pero a pesar de ello confío en que os habréis preocupado de que vuestra guardia practique frecuentemente su adiestramiento...
-Por supuesto. Entrenan dos días a la semana, con un máximo semanal de ejercicio, y sobre eso les voy haciendo variar...
-Pues afortunadamente ese es un método muy parecido al mío, asi que podré concentrarme en otras cuestiones igual de importantes. Por de pronto: ¡Que se recoja el musgo más mullido que recubra los muros de palacio, y que se requisen también todas las abarcas y alpargatas que se acumulan en las tiendas de la rúa de Zapatería!
-¿Pero para vuestro plan no resultará más necesario cuidar los pulmones que los pies de nuestros soldados?
-Ambas cosas son imprescindibles, Sire, pero más aún -y esto es importante que lo entiendan bien todos los hombres que ahora mismo me están escuchando-, la convicción de que, más allá del esfuerzo y del dolor que indudablemente va a acarrearnos el lograrlo, se puede conseguir el objetivo, y que aunque a veces pueda parecer que detenernos es la única forma de acabar con el sufrimiento, éste no terminará en realidad hasta que hayamos cumplido la meta que nos habíamos propuesto. Nuestros enemigos podrán creer que ya nos han derrotado, pero no habrá deshonor ni fracaso para quienes, sacando fuerzas de donde ya no quedan, les hagan comprender su tremendo error de apreciación. Sólo uno mismo debe marcarse sus propios límites, y si se consigue cruzar esa frontera, no hay ya luego barrera ninguna que pueda resistírsenos...
-Que Nuestro Señor Jesucristo os oiga, y que él, que hizo correr a los tullidos, sea nuestro valedor en este trance...
-Que lo sea en los cielos, aunque en la tierra necesitaremos también un guía que marque el camino y el ritmo al resto de integrantes del pelotón. Correr puede hacerlo cualquiera, pero sólo uno entre cada cien posee el temple suficiente para no dar malos pasos por esos caminos...
-Pues sin duda el capitán Alexandre de Uriarte es ese hombre, y conoce además esa ruta mejor que nadie, pues no en vano la recorre frecuentemente. ¿No es así, mi capitán?
-La senda la conozco, Majestad, y mis hombres y yo estamos dispuestos también a conocer esos límites personales de los que nos ha hablado don Jack. No puedo aseguraros que consigamos levantar el cerco, pero sí que llegaremos a Tiebas a cualquier precio.
Y fue de ver como todos los zapateros de Pamplona, obedeciendo las indicaciones de mister Daniels, fueron preparando abundantísimas plantillas de blando musgo que metieron luego en todas las abarcas y las alpargatas. Y como los cocineros de palacio elaboraban a su dictado pequeñas barritas que mezclaban en su composición cereales, frutos secos y dulcísima miel, pues según el inglés no tendrían tiempo ni ganas de comer otra cosa en tan arriesgada misión. Y él mismo montó el propio caballo del rey don Carlos, que era el único que quedaba en las cuadras reales, y que al nombre de Tximista respondía, y llenó sus alforjas hasta arriba con aquellas asombrosas barritas y con un montón de redomas bien rellenas de agua del pozo del claustro de la catedral, del cual únicamente los señores canónigos pueden extraer la cantidad justa con la que los reyes de Navarra deben lavar su rostro y sus manos el día de su coronación.
Y esto no es cosa que llame la atención en este siglo XIV tan avanzado, pero conviene recordar que los monarcas de aquellos bárbaros tiempos del siglo octavo, ni se habían lavado antes de aquel sacro momento, ni volvieron a asearse después, pues juzgaron tal vez un poco aventuradamente, que ninguna otra agua podría igualar la categoría de aquella que se filtra a traves de las santas piedras del primer templo del reino. Y hasta algún cronicón atestigua que muchos de sus súbditos tomaban al rey don García II por el rey Baltasar, pues en su ceremonia de acceso al trono, por lo muy ajeno que era a enjabonarse, simplemente introdujo el dedo índice de su mano derecha en el bendito líquido, y luego se lo pasó por los párpados a toda prisa, como suelen hacer los gatos al espabilarse, y como vivió este soberano muchos años tras ser coronado, su rostro estaba al final de sus días tan negro o más que el de aquel mago de Oriente, rey que dicen que fue de los Partos, los Medos y los Urritas...
Y antes de que los hombres se calzaran aquellos preparados escarpines, el señor obispo fue bendiciendo cada par trazando alambicadas cruces con su brazo en el aire, y recitando en voz baja una secreta oración latina de la que, por estar este cronista muy cerca de él en aquel momento, quizás puedan ahora los posibles lectores beneficiarse: "Anima Sana In Corpore Sano."
Y puestos ya en camino, iba avituallando don Jack a los que perdían el aliento entre tanto esfuerzo, y con las viandas y el agua milagrosa, pero sobre todo con sus consejos y sus gritos de ánimo, consiguió el sabio inglés que los navarros, con don Alexandre al frente, llegaran a Tiebas practicamente todos a la vez, y que allí causaran tal sorpresa y estupefacción entre los castellanos, que no tardaron éstos en darse a la fuga, aterrados ante la inesperada aparición de aquellos diablos corredores. Y aún debió esforzarse milord Daniels en detener a muchos de sus hombres, que querían seguir en pos de los propios límites, y entre ellos por supuesto el capitán Uriarte, a quien costó mucho convencer de que no hacía falta que volviese corriendo a la capital para dar la noticia a su rey, como dicen que hace muchos siglos hizo un soldado griego en ocasión semejante.
No. Fue un halcón quien trajo a palacio la buena nueva. Y llevaba atado un papel en su pata izquierda, e iba en esa nota escrita la famosa e ignota fórmula de milord Jack Daniels. Pero no la de cómo correr de forma más desahogada, que esa había quedado sobradamente demostrado que estaba ya dominada, sino otra que, por ser aquel inglés natural del condado de Moore, en las brumosas tierras de Tennessee, explicaba cuidadosamente la destilación de un licor estupendo para acompañar todo tipo de celebraciones.
Y aunque subrayaba el goloso papel la obligación de que debía pasar este alcohol al menos dos años reposando en barrica de roble, no hay duda de que para cuando volvió la guardia del rey a Pamplona, ya estaba toda la ciudad imbuida del espíritu de tan notable líquido, que a muchos pareció desde entonces tan o más sagrado incluso que el agua del pozo de la catedral. Y ha de confesar este cronista que está pero que muy de acuerdo con ellos...
El auténtico capitán Alexandre tiene esta semana otra cita con esos supradichos límites que, a pesar de todo, no tengo duda alguna que volverá a superar. Yo le espero en Pamplona para celebrarlo, haciendo honor si no a la primera, al menos sí a la segunda fórmula de milord Daniels. Y conste que no es que no me guste correr. Es que estoy de tapering prolongadísimo...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012