lunes, 4 de julio de 2011

MIRAD COMO LUCHAN POR CORAZÓN DE LEÓN



Harto de ti, pelirrojo del demonio...

De ti y de tener que seguir tus descabelladas empresas por toda la cristiandad: Anjou, Aquitania, Sicilia, Chipre, Jerusalén, Austria, Francia...

De ti y de oir una y otra vez tu estúpido grito de guerra: ¡Mirad como luchan por Corazón de León!, ¡Mirad como luchan por Corazón de León!, ¡Mirad como luchan por Corazón de León!

No, maldito loco. Nunca luché por ti. Jamás.

Sólo lo hice por la que tiene la desgracia de ser tu esposa. Esa a la que te da igual engañar con monjas que con soldados.

Nunca la has merecido. Nunca la has llegado a conocer. Nunca la has querido como yo...

Y ahora estamos aquí, delante de la torre de un diminuto castillo que sitias simplemente porque te han dicho que su señor ha encontrado un tesoro y crees que debe entregártelo.

Siempre tan soberbio, desprecias el peligro y menosprecias a tus enemigos. No llevas yelmo, ni siquiera almófar . Hace demasiado calor, y te crees aquel rey Josué que ordenó detenerse al sol y éste le hizo caso.

Pero, como de costumbre, te equivocas, y sólo te separa de la muerte mi escudo. Has enviado por delante a la carne de cañón que absorberá la rabiosa lluvia de saetas, pero no has podido resistir el olor de la sangre y en vez de quedarte bien lejos, ahora vas justo detrás mío, probablemente pensando que un navarro menos no hará detenerse al mundo.

Sí, Ricardo: eres tan lerdo que no te habrás fijado siquiera en como miro a la reina, en cuántos bizantinos -y de qué terrible manera- destripé en Chipre para rescatarla, en que cambiaría sin dudar los miles de anillos de acero que forman mi cota de malla por el anillo de oro que ella lleva en su dedo, en que -igual que el nazareno- hubiera caminado sobre el mar de Tiberiades por apartarla de ti...

Sí. Ya ves que no me importa blasfemar. Ni me importa condenar mi alma inmortal por ser responsable de la muerte de un rey ungido por la gracia de Dios, porque cuando vea llegar la próxima flecha, inclinaré mi escudo dejándote al descubierto, y con ese gesto te enviaré de una vez al Infierno que con tanto ahínco buscas.

Sí, todopoderoso soberano inglés: tu existencia depende del brazo de alguien nacido en la escondida aldea de Guerguitiain, casi fuera ya del valle de Izagaondoa, y que no tiene otro designio, en esta vida o en la otra, que el que le indique Berenguela. Y así ha sido desde que la vi por vez primera en San Nicolás de Pamplona, que desde entonces no guarda relieves o figuras humanas de piedra entre sus muros, pues obtusos clérigos, que jamás han amado a nadie, ordenaron destruirlas, porque hasta ellas se volvían para ver pasar a la hija del rey Sancho, tan hermosa y resplandeciente como debieron ser las mujeres que volvieron loco al griego Ulises.

Sí, hijo de Leonor y de Enrique: si ella no hubiese entrado esa mañana en aquel templo, tú seguirías vivo mañana, y continuarías luchando por superar la fama de cualquier guerrero que haya conocido el mundo, sin importarte cuantos mueran combatiendo contigo o contra ti. Pero no supiste entender que caminar a su lado es como hacerlo entre espigas a punto de ser cosechadas, que sus cabellos tremolan al viento omo las hojas de vid en junio, que el Sol no merece seguir girando alrededor de la Tierra si ella está triste...

Sí, ahí llega volando tu fin, y parece certero...

Tiene tu nombre grabado en su ástil. Puedo leerlo. Su afilada punta de hierro hará detenerse definitivamente tu corazón de león. Y cuando estés pudriéndote bajo tu lujosa lápida funeraria, Berenguela y yo seguiremos bendiciendo el nombre de Chalús hasta el día del Juicio Final.

¡Venga, vuelve a gritar!. Sólo una última vez. Sí, así:

-¡Mirad como luchan por Corazón de León!




© Mikel Zuza Viniegra, 2011