martes, 26 de julio de 2011

CUENTO HASTA CIEN



Meoz, valle de Lónguida, año del Señor 1376

Juro que no es exageración de monje poco conocedor de lides guerreras, ni murmuración de arriero para entretener a sus comadres, pero el próximo día de San Miguel, el caballero don Eneco de Aós, por cuyos hechos de armas en Normandía es conocido como "el bueno", y don Martín de Elcoaz, que por haber recibido muchas quemaduras y heridas en el rostro en esa misma pendencia es apodado "el feo", cumplirán ya siete meses intentando arrebatarse el uno al otro no se sabe qué tesoro que dicen que apareció en aquella aldea, y que ambos aseguran que les pertenece.

Una vez a la semana, y en ocasiones hasta dos y tres, según el ardor que les concedan el vino y el fuerte sol del estío, los dos viejos rivales se dan cita frente a la hermosa basílica de Santa Coloma, y comienzan a gritar a los cuatro vientos las bellaquerías que dicen haberse infligido el uno al otro.

Y no es lo menos curioso de todo este asunto que nadie ha visto todavía el citado "tesoro", y entre los vecinos comienza a pensarse que nunca hubo allí tal cosa, sino que estos dos pobres hijosdalgo, obcecados en su voluntad como buenos navarros, prolongan sus cuitas sin más razón que lograr derribar por fin a su contrincante.

Pero con todos estos combates, lo único que están logrando es espantar a los romeros. Y si éstos no vienen, y no dejan sus limosnas en el cepillo de la santa, no puede la cofradía mantener su santa casa el resto del año. Y es por eso que empiezan a verse grietas en el ábside y en las bóvedas. Así que hartos de la cabezonería de los dos caballeros, han decidido enviar un mensajero a Pamplona para que allí la Señoría de Navarra ponga fin a esta locura.

Pero como las cosas de palacio ya se sabe que van despacio, hace ya dos meses que el correo fue recibido, aunque más allá de buenas palabras, no parece haber obtenido la cofradía respuesta ninguna a su petición de ayuda, y siguen empecinados los dos guerreros en retarse semanalmente sin que, debido a su provecta edad, consiga ninguno de ellos imponerse al otro, por lo que apenas sacan de aquellos encuentros más que moratones en su arrugada piel y abolladuras en sus antíquisimas armas, que sin duda conocieron tiempos mejores.

Pero hete aquí que en medio de la funesta sequía de visitantes, un día llega a Meoz un jinete cuya montura va protegida por una barda de cuero cocido, toda ella teñida de negro. Y negra es también la larga capa que cubre casi por completo al caballero, e igual de negras son las telas que cubren su escudo y su yelmo, de tal suerte que con tanto luto, parece un legado de la muerte. Muy devotamente hace inclinar la cabeza de su caballo y la suya propia ante la puerta del templo, y como ha querido Dios que se presente en aquel lugar justo el día en que los dos ancianos han venido otra semana más a cumplir su testarudo voto, se pone a observar las torpes acometidas de los maduros bergantes que no dejan de insultarse mientras intentan acertarse el uno al otro con sus mellados estoques.

Cuando por fin se oyen más las pesadas respiraciones de ambos que los golpes de espada, así habla de repente el caballero negro para que todos los presentes puedan oírle:

-Mi señor don Eneco de Aós, que por sus muchas fazañas merece el sobrenombre de "el bueno", y vos, mi señor don Martín de Elcoaz, que por esos mismos méritos lleváis vuestras heridas como honrosos méritos de guerra, aunque los maledicentes se empeñen en conoceros como "el feo". Mucho me maravillo de ver a tan leales soldados enfrascados en luchas tan sin sentido como las que venís llevando a cabo desde hace tanto tiempo. Por vuestra edad más debiérais estar gozando de la tranquilidad de vuestras torres solariegas, que queriendo demostrar a las gentes vuestro más que probado valor...

-¿Y quién sois vos para atreveros a afear nuestra conducta? Viejos o no, nos sobran fuerzas a los dos para enseñaros modales, petimetre engualdrapado. En Normandía orinábamos en corazas más soberbias que la que vos portáis, ¡y con su dueño dentro todavía!, y a fe que querríamos seguir haciéndolo, mas es castigo de la ancianidad el no poder aliviarse uno como cuando era joven...

-Puesto que yo os conozco muy bien a los dos, justo es que ambos sepaís quien soy...

Y comienza a descubrirse el muy oculto caballero, y cuando se quita el casco y pueden ver su rostro, bajan del caballo los dos jauntxos, y se arrodillan ante el recién llegado, no sin mucha dificultad, que por haber estado guerreando tanto, hace tiempo que no visitan a San Urbano en Gascue, que como todo el mundo sabe es abogado infalible contra los males del reuma.

-Muy bien me parece que tantos golpes no os hayan nublado todavía el juicio, y aún seáis capaces de reconocer a vuestro rey don Carlos, llamado por los franceses "el Malo". Pero no sois vosotros quienes debéis arrodillaros ante mí, sino yo ante vosotros, porque si conservo el reino y las muchas o pocas tierras que me quedan junto a Cherburgo, es precisamente gracias al esfuerzo y el valor de vuestro corazón y el de tantos otros naturales nuestros que allí dejaron su ejemplo o su vida. Mucho me desplace por tanto veros envueltos en tan inútiles tráfagos, y por la obediencia que me debéis, os ordeno poner fin a estos necios enfrentamientos desde ahora mismo. Y para que os quede constancia y recuerdo de mi mandato, quisiera haceros entrega de estas nuevas armas que sustituirán a las que con tanto pundonor habéis llevado hasta este mismo momento. Y no os sorprendáis si veis en los escudos estrañas palabras, que las ordené comprar al muy afamado armurero don Samuel de Colt, que tiene su taller en la muy inglesa ciudad de Winchester. Por eso en este escudo que os doy, don Eneco el bueno, campea el lema "Eastwood". Y en este otro que ahora ya es vuestro, don Martín el feo, refulge el emblema de los "Wallach". Y para que no tengáis duda de la alta estima en que os tengo, yo mismo, Carlos II el malo, me quedo con éste en el que "Van Cleef" puede leerse...

Y mucho se miran a los ojos los tres, y muy lentamente se mueven, pero esto es más por la mucha edad de don Martín y don Eneco que por otra causa, y cuando muy contentos pasan los tres a agradecer a Santa Coloma haber salido más o menos intactos de tanta aventura, mucho siente el rey ver en tal mal estado edificio tan señero, y se promete a sí mismo investigar quién es el responsable de no haber procedido ya a la restauración de semejante joya, para colgarle de los pulgares desde la almena más recia de la torre de la Galea de Pamplona. Y va a rubricar ese deseo suyo con su propio sello, y en cera verde, para que tenga validez perpetua, y pueda seguir practicándose tan merecida y recta sentencia con los que muchos siglos después siguen haciendo oídos sordos al justo lamento de Santa Coloma de Meoz...





Tras mucho escribir como quien no quiere la cosa,
y con la celestial ayuda de Santa Coloma gloriosa,
al número cien llego con tanta historia curiosa.
Gracias, oh, sabia musa generosa.



Las fotos están sacadas de la web romanicoennavarra.info

© Mikel Zuza Viniegra, 2011