martes, 5 de enero de 2016

DE ORIENTE


La Navidad del año 1736 en Pamplona ha quedado para la posteridad como aquella en la que la nieve cubrió de tal manera la ciudad y sus aledaños, que nadie pudo entrar ni salir de ella por haberse congelado los delicados resortes de los mecanismos que accionaban los puentes levadizos que normalmente daban acceso a los moradores de la cuenca.

Esta embarazosa situación afectó -como es natural- a todos sus habitantes, especialmente a aquellos que, por ser extranjeros, no estaban acostumbrados a semejantes furias climatológicas. Y era la colonia foránea siempre muy numerosa, pues no en vano era la corte de los reyes de Navarra -a la sazón don Carlos V de Labrit y doña Mariana de Mantua- acogedora para todos aquellos que necesitasen protección o consuelo.

Tal había sido el caso del señor obispo, don Menelik, nativo de la antigua Mesopotamia y refugiado ahora en la capital del reino pirenaico ante la persecución que el sultán de los turcos había desatado en su tierra. Su Majestad don Carlos le había aupado a la sede de San Fermín sin dudarlo, y era de ver cómo lucía en las ceremonias catedralicias, con su barba florida y cuadrada -igual que las de sus regios antepasados Nabucodonosor, Senaquerib o Tiglatpileser III- o con qué brío entonaba en su recóndita lengua caldea las canciones más dulces que nadie imaginar pueda.

Tenía también su punto de astrónomo, y pasaba por eso muchas noches encaramado en la torre más alta de la Seo, calculando como el mejor de los matemáticos la trayectoria de estrellas, planetoides y cometas. Pero lo que ahora mismo más le preocupaba era si tanta nieve no impediría que sus paisanos, los magos de Oriente, pudiesen arribar o no a la vieja Iruña, dejando en ese caso sin presentes ni regalos a tanto y tan buen feligrés como abundaba en la cabeza de su diócesis.  

Le pareció pues -muy lógicamente- que había que tomar medidas extraordinarias para paliar tan funestas consecuencias. Dictó así al arcediano de la tabla un mensaje secreto que sólo podría ser abierto por su destinatario, el músico don Antonio Vivaldi, que vivía en el palacio de Aguerre, en la trasera del claustro gótico de San Cernin.

Dibujo de Angel María Pascual
Silva Curiosa de Historias / Enero de 1937
Mucho se sorprendió el maestro del carácter de la misiva, en la que el señor obispo le pedía que cortase por la mitad una de sus rizadas y blancas pelucas y -pegándosela en las mejillas con cola de carpintero- la usase como barba que pudiera parangonarse con la natural y morena de Su Ilustrísima, que de paso le ordenaba, más que le proponía, que ambos se convirtiesen por un día en los reyes Melchor y Gaspar, ya que a los verdaderos les imposibilitaba la nieve su anual visita.

Mucho reflexionó don Antonio su respuesta, aunque acabó otorgando su aquiescencia después de dar muchas vueltas a su reloj veneciano. Este melancólico mecanismo no consistía, contra lo que pudiera pensarse, en ruedas dentadas y manecillas danzantes, sino que era un reloj de arena que en lugar de sílice y gravilla contenía agua de la laguna de San Marcos, lo único que Vivaldi había podido llevarse consigo cuando tuvo que abandonar su acuática ciudad natal. Eso sí: dejó bien claro al obispo que no aceptaría desempeñar tan regio papel si el de Baltasar no lo interpretaba don Viernes, el dueño de la famosa Posada del Papagayo de Indias, que llevaba cincuenta años ya aposentado en Pamplona, justo desde que mandó a paseo definitivamente al estirado Robinson Crusoe -que para más inri afirmaba ser su amo-, cuando en 1687 pasó por estas tierras.

Y muy buena idea les pareció tanto a don Viernes como a don Menelik, que propuso que los tres iniciasen su periplo junto al portal de Francia. Como los caramelos no se habían inventado aún, iban arrojando a la multitud congregada para verlos pasar coronillas de Torrano, que no veo yo que haya nada de extraño en que tres reyes entreguen coronillas. Y como era don Antonio Vivaldi tan prolífico compositor, compuso un aire navideño a toda prisa para que la banda de música lo tocase durante todo el desfile. Y para que no se dijese que don Carlos y doña Mariana, los únicos reyes auténticos, no habían subvencionado la fiesta, ofrecieron estos dos monarcas de occidente a sus tres momentáneos colegas de oriente todos los libros de comptos del perverso rey don Juan II -el peor de todos los que gobernaron Navarra- para que no quedase de él memoria ninguna, y sobre todo para que los pajes los convirtiesen en confetti que adornase el trayecto, Y también les entregaron varias sacas repletas de monedas falsas del rey don Carlos II, aquellas que acuñó para hundir la economía de su enemigo el rey de Francia, que si bien no eran auténticas, tenían al menos algo de plata en su composición, lo cual agradecerían sin duda los habitantes, si no les daba en el ojo tanto y tan voladizo metal al ser aventado desde las carrozas.

Y esto sucedió la noche de Reyes de 1737, como se recoge en el libro de registro del municipio de Pamplona de ese mismo año, para cualquiera que quiera acercarse hasta el Archivo y comprobarlo....

          

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016