En los primeros años del siglo XV, como semillas sembradas por los antiguos romanos que de repente volviesen a la vida, comenzaron a descubrirse en Sicilia docenas, centenares de restos arqueológicos, que asombraron a los estudiosos por su perfección y factura.
A veces era una estatua de un dios recóndito, otras el relieve minucioso de una tumba, pero en la mayor parte de ocasiones eran las monedas de emperadores olvidados las que brotaban de la tierra al menor golpe de azada. Ello produjo sin duda un auge desconocido hasta entonces de la ciencia numismática, en la que sobre todos los demás practicantes destacó Benedetto d'Erice.
Residía este famoso sabio enfrente del palacio donde se reunían las Cortes de Sicilia, que en aquel año de 1411 presidía la reina viuda Blanca de Navarra. Presidir es un eufemismo, pues la realidad es que la nobleza se había banderizado de tal forma a la muerte del rey Martín, que la joven reina era más prisionera que gobernante de aquella reunión, hasta el punto de que el principal de los ilustres rebeldes, el malvado Bernardo de Cabrera, había jurado que sólo saldría de allí si aceptaba casarse con él.
Pero Benedetto sólo se preocupaba por sus monedas. Cada día los campesinos le traían al menos cinco, diez, hasta doce completamente desconocidas. Él se las pagaba a bastante menos del valor que sabía que luego podría sacar por ellas, pero tampoco les engañaba tanto como muchos otros rebuscadores de tumbas. Las limpiaba con esmero, arrancándoles la tierra que durante más de un milenio las había abrazado, y luego dedicaba largas horas a catalogarlas consultando las crónicas y los manuscritos que habían dejado para la posteridad los autores latinos sobre sus gobernantes más celebrados. Y a veces esas historias eran tan fascinantes que pasaba la noche entera leyéndolas, hasta que el amanecer le advertía de la llegada de un nuevo día.
Cuando eso ocurría, le gustaba asomarse al balcón y disfrutar de cómo los comerciantes iban abriendo las tiendas que atestaban el corso maggiore. Pero una mañana, en vez de mirar a la calle miró hacia el palacio, y en una de sus ventanas vio aposentada a una dama de rubia cabellera y ojos verdes, que se le antojó tan bella como las emperatrices romanas que aparecían en sus monedas. Y de ese modo pasó de repente a interesarse por la política de su propia época, y no sólo por la de la antigua Roma.
Y así averiguó que aquella dama era en realidad la reina Blanca, que custodiada en sus habitaciones por los esbirros de Cabrera, pasaba los días intentando escapar sin que el resto de cobardes nobles sicilianos se atreviese a ayudarla en su empeño. Decidió por tanto emplear las únicas armas de las que disponía en abundancia para conseguir que Blanca obtuviera su ansiada libertad: las monedas con las que había pensado labrar su fortuna, y con las que al fin consiguió hallarla.
A los centinelas de la puerta, los de más baja categoría, los sobornó con monedas de bronce del dictador Lucio Cornelio Sila, que hizo cocer en una gran marmita a veinte legionarios que no le saludaron al pasar. A los del primer piso les dio todas las piezas de plata acuñadas por Publio Helvio Pertinax, que hizo arrojar a cuatro mil enemigos vencidos al precipicio más profundo de la provincia de Partia Póntica. A los del segundo piso, que eran quienes guardaban los aposentos de la reina, les entregó todas las monedas de oro que poseía del emperador Vario Avito Basiano Marco Aurelio Antonino Heliogábalo, que hizo bailar sobre braseros ardientes a los cien mil habitantes de la recién conquistada ciudad de Idún. Y eran muchísimas monedas de oro, como merece el rescate de una reina.
De esa forma pudo sacarla al fin de palacio sin que nadie hiciese preguntas. Y ya en la calle, tuvo que ser la misma Blanca quien marcase la ruta para salir de Taormina, pues acontece muchas veces a estos eruditos distraídos, que por vivir entretenidos con las andanzas de lo que ocurrió en otras épocas, no aciertan luego a orientarse en la propia. Eso, y que además en esa hermosa isla todos los caminos parecen conducir siempre a Trápani...
Pero dije antes que Benedetto había entregado todas sus monedas de oro a los sicarios de Cabrera, y eso no es del todo cierto, porque se había guardado dos, engastadas en una pulsera. Las más raras y carísimas que tenía, pues ambas pertenecían al ignoto emperador Quinto Octavio Marino Germánico Meloncio, de quien afirma Suetonio que recorrió Sicilia de punta a punta -y eran los caminos entonces muy malos- detrás de la gran dama Calpurnia Lavinia Gatuna, a la que ofreció todo su imperio sin dudarlo ni un instante.
Y todavía hoy en día, cuentan en Sicilia que eso mismo prometió Benedetto a Blanca mientras le ceñía la pulsera en su brazo...
Y CON ESTE CUENTO SICILIANO ALCANZO LAS 150.000 VISITAS A MI BLOG, LO CUAL APROVECHO PARA DESEAROS UN FELIZ AÑO 2016 A TODAS Y TODOS.
©MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2015